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Hacia mar abierto

Hacia mar abierto
Antes morir, que dejar que mueran.


Por: Antonio Aldrette | Fuente: Buenas Noticias




Jesús siempre había sido muy buen nadador. Aunque nació en Cd. de México, desde muy joven emigró a los estados del sur. Allí la cercanía del puerto y el mar hacen indispensable “moverse” bien en el agua. Nunca se imaginó que pronto se le presentaría un escenario que -bajo terrible presión de vida o muerte- pondría a prueba su buena condición física y su espíritu.

Eran las fiestas patronales y más de 70 personas se encontraban festejando con música y baile. Estaban en 2 lanchas-bote unidas por cables, de manera que se lograse mayor estabilidad. En medio de la algarabía y el jolgorio, los timoneles pasaron por alto que la marea los arrastraba inexorablemente hacia mar adentro.

En cubierta corría el vino y la euforia. La vida alegre y el desliz se tomaban de la mano. Nadie parecía percatarse de que el mar se agitaba con más bravura cada vez. Repentinamente se oyen los primeros gritos de angustia. Los botes se sacuden con brusquedad irreprimible. Ya no hay control sobre ellos. Cesa la música y el pánico hace presa de los festejantes. Enmudece el baile y el jolgorio. Se escuchan los primeros “hombre-al-agua”. De aquí al vuelco total de los botes solo hay unos segundos.

Los escualos -muy comunes en aquellos mares- y el exceso de alcohol causan los primeros gritos de horror y sangre. Era ya entrada la noche. Los botes flotaban con el casco mirando al cielo. La gente empezó a subir como podía. Jesús no estaba bebido y durante un cuarto de hora había estado ayudado a un buen número de compañeros.

La marea seguía arrastrándolos lejos de la costa. Como buen marinero, sabía que una vez que estuvieran en alta mar no habría posibilidad de supervivencia. “Alguien” tenía que dar la voz de alarma. A lo lejos se divisaba un pequeño resplandor. Eran las luces de Cd. del Carmen. ¿Cuánto habría de distancia? ¿20, 30… 80 millas? Debería ser mucho. Pero, ¡alguien! tenía que hacerlo.

Respiró hondo y se lanzó al agua. Cuando el mar tocó sus labios, percibió ese particular saborcillo a sangre. Pensó en sus compañeros y un escalofrío atravesó sus huesos. Empezó a nadar sin descanso. El miedo lo apresaba imaginando que en cualquier momento podría sentir la primer mordida. Nadó, nadó y nadó. Las luces se acercaban. Pasadas 1 ó 2 horas sintió que las fuerzas se le escapaban. Dejó de nadar y descansó un poco. Al empezar de nuevo advirtió que las luces se habían alejado, semejaban diminutas estrellas. Estaba claro: no podía darse el lujo “descansar”. Moriría luchando.

Llegado a la playa no sabía cuánto tiempo había estado nadando. No sentía ninguna de sus extremidades y estaba completamente entumido. Perdió el sentido y calló exhausto. Despertó con las primeras luces del día. No podía creerlo, ¡lo había logrado! No había tiempo que perder… debía dar la voz de alarma. Echó a correr hacia el puerto…

La guardia costera rescató a más de 40 personas gracias a la acción heroica de Jesús. Recibió honores militares en la ciudad. Los sobrevivientes y sus familias le están eternamente agradecidos.


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