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Una carta desde Japón

Una carta desde Japón
Me doy cuenta que también ésta es una ocasión para descubrir cuánto me ama el Señor.


Por: Equipo de Buenas Noticias | Fuente: www.buenas-noticias.org



¿Por qué sufrimos? ¿Dónde está Dios en medio de nuestro dolor? Son preguntas que muchas veces se responden con tópicos o desde la comodidad de quien no experimenta nada. Esto mismo se plantea tanta gente ante la actual situación vivida por tanta gente en Japón. ¿Qué decir?

No seré yo quien responda. Me permito transcribir íntegra una carta que una chica japonesa, Sara, envía a una amiga suya de Italia. Atea, se convirtió al catolicismo durante un período de intercambio universitario en Milán (2006-2007). Ahí conoció el Movimiento “Comunión y Liberación”.

Aunque vive en Tokyo, Sara se ha trasladado a Hiroshima por miedo a las radiaciones nucleares que salen de la central de Fukushima. Desde ahí escribe esta carta a su amiga, contándole la situación. La fuente (en italiano el original) es de la página web italiana "Tempi”. Espero que estas líneas les ayuden tanto como a mí.

P. Juan Antonio Ruiz J., L.C. (Equipo de Buenas Noticias)

Querida Benedetta,

A las 14:46 horas del 11 de marzo estaba en un edificio de tres pisos de la zona de Shibaura, en Tokyo. Había terminado la maestría en Historia y estaba recogiendo mi tesis de doctorado en un salón de fotocopias.

Estaba charlando con el dueño del local. Sin hacerlo a propósito, justo mientras le confesaba que finalmente había terminado («menos mal que he terminado esta tesis», le decía) comenzaron las sacudidas. Al inicio no sentí el terremoto, pero poco a poco nos dimos cuenta que todo el edificio estaba temblando. Habiendo crecido en Japón, “sabía” qué se debía hacer en estos casos. Desde que somos pequeños, desde que estamos en la escuela primaria, nos enseñan a estar serenos, a cómo protegernos en estos momentos -ponerse bajo una mesa, apagar el gas, abrir la puerta-. Todo para no entrar en pánico: así es nuestro pueblo.

Dado que estaba cercana a la puerta, y que al inicio todavía pensaba con serenidad, fui a abrirla. Pero el edificio comenzaba a temblar cada vez más fuerte y, con la puerta abierta en una mano, no lograba mantenerme en pie. Me acurruqué en el suelo. Comenzaron a caerme encima libros, hojas y cosas que ni siquiera sabía qué eran. Y cuando escuché cómo se rompía un vaso comprendí que ese terremoto no era uno más. En ese momento me bloqueé totalmente. No sabía si era mejor salir del edificio o permanecer dentro. «Pero si nos han ensañado ya estas cosas», pensaba.

No sé cuánto duró el temblor, pero pensé que no terminaría nunca. Por fin, me quedé quieta, sin caer nunca en un estado de pánico. Pero veía a la señora detrás de mí que lloraba y un señor lleno de terror y, comprendiendo que no podía hacer nada, me abandoné totalmente al Señor.

Cuando el terreno dejó de temblar salimos del edificio. Alguno decía que era mejor escapar más lejos aún de la costa. Esto porque Shibaura es un terreno asentado muy cerca del mar y había la posibilidad de un tsunami. Pero yo decidí ir a la universidad, que se encontraba muy cerca, a veinte minutos a pie de donde estaba, si bien sobre una colina.

Tuve que quedarme en la universidad hasta la noche, pues los medios estaban todos bloqueados y los celulares no funcionaban. Mientras tanto, nos dieron de comer y de beber, nos abrieron las aulas de clases para los que teníamos que pasar la noche fuera, incluso nos dieron unas mantas.

Me conmovió la bondad y la disponibilidad de la gente. Pero a mí me faltaba algo grande. Sí, necesitaba agua y comida para vivir, pero ¿qué es lo que nos mantiene en pie? ¿Qué es lo que necesitaba? Lo comprendí cuando encontré a Josefina, una amiga del Movimiento [de Comunión y Liberación, ndr] que vivía cerca de la universidad. Sólo cuando pude verla, después de siete horas del terremoto, me sentí salvada. Mo di cuenta que necesitaba reconocer esa Presencia, esa mirada que me abrazaba toda y me decía: «Aquí estoy yo, todo irá bien». Josefina fue, justamente, el signo de esa Presencia.

He escuchado muchas veces que los Japoneses no tienen corazón o que lo han perdido. No es así. ¡¡No sabes cuánta gente ha intentado volver a casa!! Incluso han caminado veinte kilómetros o una noche entera. Y entendí que todos, incluso ellos, buscan Algo. Tal vez es Algo que no conocen, pero tienen necesidad, por ejemplo, de ver a la familia para experimentar ese abrazo que yo encontré.

Ante esta gente, ante mi pueblo que tal vez trabaja sin pensar, que tal vez no se hace preguntas, ese día mi corazón tembló con ellos: «¿Quién os hace caminar por tanto tiempo?», me preguntaba. «¿Quién os ha puesto en el pecho ese corazón tan grande, que ahora grita?», pensaba.

Han pasado ya cuatro años desde que Don Pino [Stefano Alberto, sacerdote de Comunión y Liberación, ndr] me explicó que es posible que existan personas que me planteaban interrogantes y que, al mismo tiempo, tuviesen unos iguales a las míos: «El corazón del hombre es el mismo también para ti que eres una japonesa recién llegada a Italia». Ahora estoy más segura de ello; me lo ha hecho ver este terremoto.

Gracias por estar a mi lado, Benedetta. Aun estando tan lejos, siempre eres un signo de que el Señor me quiere. Gracias por la llamada telefónica de ayer. En este momento de dolor, experimento la cercanía de mucha gente. Me han estado llamando todos los amigos del Movimiento de Italia. Y me doy cuenta que también ésta es una ocasión para descubrir cuánto me ama el Señor.

Un abrazo,

Sara


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