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Yo también conozco al Papa - parte 3

Yo también conozco al Papa - parte 3
Recuerdos con el Papa


Por: Redacción | Fuente: Buenas Noticias




Una sonrisa que conquista
Óscar de la Torre

Es invierno y sobre Roma cae un frío húmedo. Después de atender toda la mañana a las clases de filosofía en la Universidad Gregoriana, a mitad de camino a casa, me bajo del autobús, como tantos otros días, para dejar algunas cartas en el correo de la Ciudad del Vaticano. Cruzo la plaza de San Pedro y me maravilla que, con el frío y el viento que hace, tantos turistas se paseen tan tranquilos.

Camino despreocupado, casi indiferente ante el espectáculo artístico de este lugar extraordinario, la columnata de Bernini que encuadra la fachada y la gran cúpula de la Basílica de San Pedro diseñada por Miguel Ángel.

Cumplo con mi cometido: deposito las cartas en la pequeña y agitada oficina de correos a un lado de la plaza. De regreso para tomar el autobús, veo la figura de un sacerdote pequeño y delgado que atraviesa la plaza. El color negro de sus hábitos clericales se pierde entre tanta gente. El maletín en una mano, el rosario en la otra, apenas se le ve el rostro; lleva abrigo, bufanda y una simpática y discreta boina, también de color negro. Es el prefecto de la congregación para la doctrina de la fe, brazo derecho de Juan Pablo II desde 1981 para los temas de fe y costumbres: el cardenal Joseph Ratzinger.

Es una oportunidad de oro que no quiero dejar pasar y me acerco para saludarle. Era la primera vez que se me presentaba la ocasión de hablar personalmente con él y me sentía un poco nervioso. Cuál fue mi sorpresa al ver en él un rostro de asombro, diría que había en su expresión una tímida sonrisa acogedora, y su mirada era directa y sincera.

Nuestro encuentro duró sólo unos breves minutos. Me presenté y le agradecí todo el trabajo que estaba realizando en la congregación para la doctrina de la fe. Él, siempre con una sonrisa en los labios y un acento inconfundiblemente alemán, me pidió que le encomendara para poder cumplir con fidelidad la misión que le había sido asignada por el bien de la Iglesia. Me agradeció brevemente y nos despedimos.

Yo me quedé de pie viendo cómo tomaba de nuevo su rosario mientras se adentraba en la plaza, discretamente, sin que nadie más le detuviera o le reconociera. Mientras se alejaba, rezando, con la cabeza ligeramente inclinada, confundiéndose poco a poco entre la gente, no pude no pensar en todo lo que había escuchado de él.

Dirigía una de las congregaciones vaticanas más importantes. En la universidad se aludía frecuentemente a los cientos de libros y revistas escritos por él. Su trabajo al lado de Juan Pablo II era evidente a todo el mundo.

Veía con mis ojos la figura de un hombre sencillo que en unos pocos momentos supo cautivarme con su sencillez y su cálida humanidad; y pensaba, al mismo tiempo, en los títulos de algunos periódicos que lo calificaban de frío e inquisidor, creador de divisiones y pronto a condenar. Me estremecí no tanto por el frío de la estación, que por un momento había olvidado, sino más bien porque sólo en ese momento me había dado cuenta de haber estado delante de un hombre de Dios.

Pensé que quienes lo calificaban desfavorablemente, seguramente nunca habían tenido la oportunidad de charlar con él, aunque sea unos momentos, y conocerlo mejor.

Dios me concedió la gracia de poder saludarlo en varias ocasiones durante mi período de estudios en la ciudad de Roma. Y fui descubriendo cada vez más que, detrás de esa imagen fría y distante que los medios de comunicación le habían creado, se encontraba, por una parte, un sacerdote sumamente preparado intelectualmente, pero por otra parte, también se veía de inmediato al sacerdote sin pretensiones humanas, sencillo en el trato y que nunca ha buscado aparecer.

Ahora, unos años más tarde, el pasado 19 de abril, también me encontraba en la plaza de San Pedro junto con los cientos de miles de personas que aguardaban inquietos el anuncio del nuevo Papa después de la tradicional fumata Bianca. Al escuchar el nombre del recién elegido Papa, casi no me lo creía de la alegría que sentía y que se podía palpar a mi alrededor.

Cuando salió Benedicto XVI por primera vez al balcón principal de la fachada de la Basílica de San Pedro, su rostro no me era desconocido. Me parecía estar viendo el mismo rostro y la misma expresión de alegre y temerosa sorpresa de aquella primera vez que lo saludé un frío día de invierno de 1993. Estoy seguro de que su cercanía y su sencillez paternal pronto conquistarán al mundo entero.



Un hombre abierto y cordial
Daniel Hennessy

En otoño de 1997 llegué a Roma para iniciar mis estudios de filosofía. Para mí, todo era novedad, frescura y sorpresas. Me apasionaba, sobre todo, pensar que estaba viviendo en el corazón mismo de la Iglesia.

Me llamó mucho la atención la vida eclesial que se vivía, y que casi se respiraba por aquí. En la capital italiana, el pan nuestro de cada día es ver por las calles a cientos de religiosas, misioneros, monseñores y hasta obispos. Pero, la verdad, nunca pensé en que el encuentro con un cardenal fuera también algo natural.

Un día, algunos sacerdotes amigos míos me invitaron a comer a un restaurante típicamente romano. La comida fue muy amena y sosegada. Al terminar, nos dirigimos hacia la Basílica de San Pedro, a rezar el credo en la tumba del primer Papa.

Casi al llegar, nos cruzamos casualmente con el entonces Cardenal Ratzinger y su secretario, quienes regresaban a sus apartamentos después de una jornada de trabajo. Se les veía realmente cansados.

Sin embargo, cuado el Cardenal nos vio, se detuvo a saludarnos uno a uno. Nos preguntó el nombre a cada uno, el lugar de procedencia y qué hacíamos en Roma. Nos dio unas palabras de aliento muy cálidas y se despidió.

Pasamos unos 8 ó 10 minutos hablando con él, allí en la banqueta cerca del Vaticano. Por lo que sé de otros compañeros, el Cardenal siempre aprovechaba cualquier oportunidad para acercarse a la gente.



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