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Una antorcha en las trincheras

Una antorcha en las trincheras
Beatificación de Carlos I


Por: José Alberto Lesso | Fuente: Buenas Noticias





¿Alguna vez te has internado en un lugar profundamente oscuro? Imagínate en medio de él… Te sientes solo. Haz perdido todo sentido de ubicación. No hay certezas. Titubeas. De repente, un ensordecedor ruido estalla cerca de ti: es una metralleta. Tiemblas. La adrenalina ofusca tu entendimiento. En eso, surge una antorcha que retira suavemente el velo de la noche. Respiras profundamente y te das cuenta que te encuentras en una trinchera. Tu nombre es Europa y estás en medio de la Gran Guerra.

Pocos son capaces de describir el horror que se experimenta en una trinchera: ahora se vive; un minuto después, quizás no. El hombre palpa que su vida es una frágil vela y que cualquier aliento es capaz de apagarla. En la trinchera de la vida a veces ese soplo viene de injusticias históricas. Una de ellas es la que la beatificación del pasado 3 de octubre ha contribuido a reparar.

Carlos I de Hasburgo fue el último emperador Austro-Húngaro. Aunque sólo era sobrino nieto de Francisco José I, el asesinato del archiduque Francisco Fernando lo convirtió en el heredero, comenzando su reinado en 1916, ya en medio de la Gran Guerra.

Desde el inicio jamás dejó de luchar por la paz. Un fotógrafo, tras la batalla de Isonzo, lo sorprendió comentando entre lágrimas: «Nadie puede justificar esto delante de Dios. Pondré fin a esto tan pronto como sea posible». Esa fue su lucha, aunque muchos le tomaron por cobarde.

En 1918 los hechos se precipitaron en su contra. De un momento a otro se quedó solo; ni siquiera la guardia imperial permaneció a su lado. Tras los tratados de paz le exigieron que abdicara. Al inicio se negó; pero, para evitar más derramamiento de sangre, firmó una renuncia temporal y abandonó Viena y luego Austria.

En 1921 decidió restaurar el imperio motivado en parte por el temor del Papa a la sovietización de Europa. Sin embargo, fue hecho prisionero y conminado a abdicar. Días después fue desterrado nuevamente, esta vez a Madeira (Portugal). Ahí pasó los últimos cinco meses de su vida, con su esposa embarazada y siete hijos, sin siquiera el dinero necesario para poder pagar el alquiler de una vivienda decente.

Carlos dedicó estos últimos meses a instruir a sus hijos en el catecismo y en la historia sagrada, hasta que el 1 de abril de 1922 entregó su alma a Dios. Su vida estuvo llena de vuelcos y reveses, pero él nunca perdió el norte. El día anterior a su muerte confesó a su esposa: «Mi única aspiración en la vida ha sido siempre conocer lo más nítidamente posible la voluntad de Dios en todas las cosas, y seguirla de la manera más perfecta».

Ésta es la historia del primer jefe de Estado del siglo XX que ha subido a los altares; la historia de un hombre que supo estar a la altura de su puesto. Un héroe que en medio de la oscuridad de la razón humana supo encontrar en la voluntad de Dios la luz necesaria para convertirse en la antorcha que iluminó a todo un pueblo hundido en las trincheras.


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