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La Encíclica Lumen Fidei y la vida consagrada
El hombre actual cree, tiene fe. Pero es una fe en la técnica, en la materia, en los medios de comunicación.


Por: German Sanchez Griese | Fuente: Catholic.net




Fe: ¿en qué o en quién?
Hacia el final del año de la fe, el Papa Francisco nos ha regalado su primera encíclica Lumen fidei que como él bien ha dicho, es obra en su gran parte de Benedicto XVI. Se entiende de esta manera la trilogía de sus encíclicas: Caridad (Deus caritas est), Esperanza (Spes salvi) (Spes salvi) ésta última sobre la Fe (Lumen fidei).

Hablar de la fe en un contexto materializado, tecnificado y líquido no es nada fácil. Cuando los bienes materiales, la técnica y la propia individualidad se presentan como guías para esta vida y de alguna manera prometen la realización personal y la felicidad, una realidad como la fe puede parecer algo fuera de época, o quizás algo incómodo. Hoy en día hablar de la fe se relaciona con temas de espiritualidad vaga y etérea en dónde cada uno se construye de la mejor forma que pueda esa realidad que el algunos momentos de la vida se presenta quizás de forma algo inquietante.

Si queremos comprender el significado y la hondura de esta encíclica debemos por tanto situarla en el contexto de la post – modernidad. Sin entrar en un estudio sociológico o psicológico profundo, es necesario comprender bien las líneas directrices que guían al mundo. No hay cosa pero para la vida consagrada que ignorar el contexto en el que debe operar, en el que debe hacer presente el gran don del espíritu que Dios le ha donado para el bien de la humanidad, a través de sus fundadores, y que es el carisma. Si el carisma ha nacido a partir de aquel sentimiento de Dios, que viendo una necesidad concreta en el hombre, la ha querido remediar, enviando un don del espíritu, que es el carisma, hay que entender la importancia del contexto cultural y social que le han dado origen. Sin conocer la miseria del pueblo de la India, no se entiende el carisma de madre Teresa de Calcuta. Sin conocer la pobreza de la Argentina de finales del siglo XIX, no se puede entender el carisma de Camila Rolón, fundadora de las Hermanas pobres de san José de Buenos Aires. Y así podríamos seguir al infinito esa lista de hombre y mujeres que fueron instrumento del espíritu para lograr que el don de Dios se encarnara en una situación concreta. No en vano el Concilio Vaticano II a través del documento Perfectae caritatis invita a la vida consagrada a “(…) un conocimiento adecuado de las condiciones de los hombres y de los tiempos y de las necesidades de la Iglesia, de suerte que, juzgando prudentemente a la luz de la fe las circunstancias del mundo de hoy y abrasados de celo apostólico, puedan prestar a los hombres una ayuda más eficaz”1.

La vida consagrada por tanto debe lanzarse al conocimiento de las circunstancias culturales que conforman este nuevo modo de ser y de pensar de los hombres a los que está llamado a imbuir de espíritu cristiano, de acuerdo con el propio carisma. Por ello, cuando el papa Francisco se aventura a escribir una encíclica sobre la fe, debemos analizar el contexto cultural para entender lo inusitado de este gesto.

El hombre actual cree, tiene fe. Pero es una fe en la técnica, en la materia, en los medios de comunicación. Cree que la posesión de los bienes, el dominio de la técnica y el manejo de los medios de comunicación son los medios únicos y necesarios para vivir y para vivir bien. Felicidad hoy en día es muchas veces el producto de la posesión de bienes, la técnica puesta al servicio de los intereses personales y estar presente (que me vean y que los vea) en las redes de comunicación social.

Por ello, debemos establecer desde un primer momento la diferencia entre fe en estos medios y la fe como una virtud teologal. La encíclica no entra en discusiones teológicas sino que aborda desde un primer momento el tema de la fe como luz. Una luz que ilumina toda la vida. “La luz de la fe: la tradición de la Iglesia ha indicado con esta expresión el gran don traído por Jesucristo (…). Quien cree ve; ve con una luz que ilumina todo el trayecto del camino porque llega a nosotros desde Cristo resucitado, estrella de la mañana que no conoce ocaso”2. Se revela entonces desde un primer momento cuál es el contenido de la fe. Se trata no de creer en algo, sino de creer en una persona. El objeto material de la fe es Jesucristo y su objeto formal, que es su forma especificativa es creer en Jesucristo como aquel que puede iluminar toda la vida. Y es en su objeto formal en dónde se desarrolla la gran revolución que la fe viene a traer a todo el hombre.

Si la fe en Jesucristo no toca la esencia de la persona humana, es decir su sustancia que es la composición de alma y cuerpo, es una fe vana, accidental. Es lo que quizás ahora estamos acostumbrado a ver en la cultura tecnolíquida. Los habitantes de esta cultura, cuando se dicen creyentes, cuando dicen profesar la fe en Jesucristo, reducen esa fe a un mero sentimiento, que nos es la composición esencial de la persona humana, o a unos actos y ritos externos como puede ser la misa dominical, las peregrinaciones, los rezos o devociones, que tampoco son estos elementos esenciales de la persona humana.

Para la encíclica la fe es “luz en el camino que orienta nuestro sendero” y que llega a “convertirse en estrella que muestra el horizonte de nuestro camino en un tiempo en que el hombre tiene especialmente necesidad de luz”3. Esta luz, que muchas veces se presenta como una chispa, es una intuición que proviene de la gracia y que permite captar contenidos que antes eran de alguna manera indiferentes. La fe es razonada, pero no es producto de la razón. Por ellos decimos que la razón es necesaria para la fe, pero no es causa de la fe. El hombre debe dar razones de su fe (racionalidad) y debe creer de acuerdo con su ser racional (credibilidad). La gracia es quien da el único apoyo para aceptar lo que nos viene revelado por esta chispa que es la fe.

Esta luz es la que permite iluminar toda nuestra vida y darle un sentido. De acuerdo con una larga tradición, y que el Papa recuerda en la encíclica4,esta luz es Cristo. Aquí se da la gran diferencia con la “luz” de los bienes materiales, la tecnología y los medios de comunicación. No hay duda alguna en que esta triade que constituye la cultura líquida, emana una cierta luz sobre la persona humana. Una luz muy poderosa que llega a cegar al hombre y no le deja ver más allá de las mismas realidades que esta luz proyecta. El problema es que la esencia del hombre, no se llena con esta luz. Quedan muchas cuestiones fundamentales sin resolver. La luz del materialismo, de la tecnología de punta o de los medios de comunicación no pueden dar una respuesta al destino final del hombre, a sus aspiraciones más profundas que provienen de ese destino o a sus ansias de felicidad que tiene como parte de su misma esencia.

La luz de la cultura líquida es tan poderosa que encandila, que ciega momentáneamente al hombre y no le permite seguir avanzando en su búsqueda por el infinito, esencia misma del hombre. Creado a imagen y semejanza de Dios, participa de la misma esencia de Dios y no encontrará su felicidad hasta que descanse en Dios mismo, como decía san Agustín: “Nos hiciste Señor para ti e inquieto esta nuestro corazón hasta que descanse en ti”. La luz de la fe, que es Cristo, ilumina esta realidad profunda del hombre, dándole un sentido a su existencia, porque ilumina la vida del hombre diciéndole de dónde viene y a dónde va. La luz de la triade líquida no puede hacerlo, se queda sólo en la materia, por es una luz material y solo ilumina las realidades materiales. El drama se establece cuando el hombre, en lo más profundo de su ser se da cuenta que esas realidades materiales no llenan y no pueden llenar sus ansias más profundas, porque provienen de su espíritu, que es el espíritu de Dios que se injerta en cada hombre desde el momento de la creación. Así lo atestiguan todas las religiones desde el momento en que son siempre una expresión de esta unión con Dios. El hombre, cegado por la luz material recorre su vida únicamente en el plano material, sin jamás poder aspirar a los bienes espirituales, que son la sustancia de su felicidad y que pueden llegar a ser conocidos por la luz de la fe. Se establece el drama que ya había previsto Platón: para quien no conoce el puerto de llegada, cualquier viento le es favorable.

Asistimos de esta manera a un neopaganismo en donde los dioses son el dinero que representa a todos los bienes consumibles, la tecnología que se proyecta como el sustituto de la felicidad y los medios de comunicación social que son el ámbito en que la gente debe moverse si quiere de alguna manera sobrevivir en la vida. Ellos son los dioses insaciables a los que hay que darles pleitesía constante. Cuantas nuevas enfermedades psicológicas de dependencia pueden explicarse gracias a la forma en que el hombre se relaciona con estos medios, sustitutos de la verdadera luz. La religión sin embargo no es alienante. No coarta ni la libertad del hombre, ni lo hace depender de ella. El Dios verdadero es un Dios que libera, no que ata, porque nunca pretende, a diferencia de los tres dioses de la cultura líquida, atraer hacia sí al hombre. El verdadero Dios revelado por Cristo y hecho carne en Cristo, tan solo proyecta una luz, tenue, pero capaz de resolver los misterios profundos del hombre, porque es una luz espiritual que ilumina la realidad espiritual que es el hombre y las realidades que de ella se desprende.

La vida consagrada no es ajena a este panorama. Bien podríamos parafrasear el evangelio de san Juan diciendo que la vida consagrada está en el mundo, pero no es del mundo. Este no ser del mundo significa que no puede encontrar su verdad en el mundo y que no puede por tanto depender de las verdades que proyecta el mundo. La luz tecnolíquida muchas veces también opaca la verdadera luz de Cristo en la vida consagrada. Siendo que esta luz debería ser la explicación más profunda de la realidad de la vida consagrada, a veces esta luz queda opacada porque se deja guiar por otras luces. Hoy Occidente vive un momento decisivo en su historia, al tratar de definir su vocación espiritual en el más amplio sentido de la palabra. Ahogado por las realidades materiales deberá hacer un gran esfuerzo por reencontrar su camino en las realidades espirituales, sin despreciar los avances que le proporcionan los bienes materiales, la tecnología y los medios de comunicación. Deberá servirse de ellos como medios y no como fines, como tal parece que en la actualidad lo está haciendo. Puede suceder que también la vida consagrada en Occidente, y quizás en todo el mundo siga las reglas que impone la luz del materialismo, la tecnología y los medios de comunicación social. Vemos entonces como a veces en la vida consagrada se confía más en el dios de la ciencia, de la eficiencia humana, que en la Providencia. Hoy parece que esta palabra, incluso en la vida consagrada, se asemejara más a un milagro o a una obra de magia, que al confiarse sereno y tranquilo de que es Dios quien guía los destinos del mundo. Muchos fundadores nos han dado ejemplo de lo que significa confiarse tranquila y sosegadamente en la Providencia. O también observamos el poco espacio que se da en la vida consagrada a la relación con Dios, a la vida de oración, a esa dimensión mística que toda vida consagrada debe tener, si se precia de ser verdaderamente la continuadora de ese amor gratuito profesado a Jesús. Si se quiere que la vida consagrada tenga de verdad un futuro, deberá revisar profundamente su relación con el amado, como fuente de luz que ilumine su caminar y sus decisiones. La dimensión del amor gratuito que se expresa en la donación de toda una vida, a veces es olvidada u ocultada por la luz opaca de la cultura líquida que pretende dar respuestas eficientes de corte empresarial, a lo que debe ser la gratuidad del amor. Observamos entonces congregaciones que quieren reglamentar minuciosamente lo que debe entregarse libremente. “María, tomando una libra de perfume de nardo puro, muy caro, ungió los pies de Jesús y los secó con sus cabellos. Y la casa se llenó del olor del perfume” (Jn 12, 3). A Judas, que con el pretexto de la necesidad de los pobres se lamentaba de tanto derroche, Jesús le responde: “ Déjala” (Jn 12, 7). Esta es la respuesta siempre válida a la pregunta que tantos, aun de buena fe, se plantean sobe la actualidad de la vida consagrada: ?No se podría dedicar la propia existencia de manera más eficiente y racional para mejorar la sociedad? He aquí la respuesta de Jesús: “Déjala”.A quien se le concede el don inestimable de seguir más de cerca al Señor Jesús, resulta obvio que El puede y debe ser amado con corazón indiviso, que se puede entregar a El toda la vida, y no sólo algunos gestos, momentos o ciertas actividades. El ungüento precioso derramado como puro acto de amor, más allá de cualquier consideración “utilitarista”, es signo de una sobreabundancia de gratuidad, tal como se manifiesta en una vida gastada en amar y servir al Señor, para dedicarse a su persona y a su Cuerpo místico. De esta vida « derramada » sin escatimar nada se difunde el aroma que llena toda la casa. La casa de Dios, la Iglesia, hoy como ayer, está adornada y embellecida por la presencia de la vida consagrada. Lo que a los ojos de los hombres puede parecer un despilfarro, para la persona seducida en el secreto de su corazón por la belleza y la bondad del Señor es una respuesta obvia de amor, exultante de gratitud por haber sido admitida de manera totalmente particular al conocimiento del Hijo y a la participación en su misión divina en el mundo.” Si un hijo de Dios conociera y gustara el amor divino, Dios increado, Dios encarnado, Dios que padece la pasión, que es el sumo bien, le daría todo; no sólo dejaría las otras criaturas, sino a sí mismo, y con todo su ser amaría este Dios de amor hasta transformarse totalmente en el Dios-hombre, que es el sumamente Amado “”5.


¿Y de dónde comenzar para tener fe?
No hay recetas válidas con las cuales se establezca el camino de la fe. Este es quizás el drama de nuestra cultura tecnolíquida que, a semejanza de todas las realidades que la rodean, ha tratado de marcar caminos, idear estructuras, diseñar estrategias para lograr transmitir la fe. Si bien es cierto que son necesarios ciertos medios que ayudan como ambientes propicios para provocar la fe, estos no son sustitutos de la fe.

La fe se enciende y comienza por un encuentro. “La fe nace del encuentro con el Dios vivo, que nos llama y que nos revela su amor, un amor que nos precede y en el que nos podemos apoyar para estar seguros y construir la vida”6. Todo nuestro esfuerzo debe centrarse en iniciar y alimentar este encuentro con el Dios vivo. Vale la pena aclarar cada una de estas palabras que la encíclica ha escogido para entender el inicio de la fe.

En primer lugar nos damos cuenta que la fe nace de un encuentro. La palabra encuentro evoca siempre dos realidades que llegan a unirse. Dos realidades autónomas pero que de alguna manera comparten algo que les permite realizar el encuentro. Una persona se encuentra con otra persona, no con un objeto, con una planta o con un animal. Por tanto la primera consideración que debemos establecer para el inicio de la fe, es que se establece entre dos iguales o entre dos personas que comparten de alguna manera la misma sustancia. Dios y el hombre comparten de alguna manera misteriosa la sustancia espiritual. Dios la posee en grado infinito, diríamos que Dios es el espíritu y el hombre la comparte por participación que Dios le da de esa misma sustancia. Pues es gracias a esta posibilidad de compartir la misma sustancia, que el hombre puede encontrase con Dios.

De esta manera se pueden explicar y entender mejor que todos aquellos medios espirituales no tiene otro objetivo que el provocar, favorecer, alentar este encuentro que debe darse entre el hombre y Dios. La fe no nace porque voy a misa, sino porque en la misa me encuentro con el Dios vivo. La fe no nace porque participo en el rezo comunitario de las vísperas, sino porque en el rezo comunitario de las vísperas, me encuentro con el Dios vivo. La fe no nace porque soy devoto de la Virgen de Lujan, sino porque en la devoción que tengo a la Virgen de Luján me puedo encontrar con el Dios vivo.

A veces la vida consagrada ha olvidado el maravilloso ejemplo de sus fundadores que hacían del encuentro del Dios vivo el sostén de sus vidas. Ellos se habían dado cuenta que no podían llevar a cabo las tareas que Dios mismo les pedía llevar adelante, si no era a través de mantener una relación personal con Dios. Este es el encuentro. Una relación con una persona, no con unas ideas, con unos mandamientos o con unas Constituciones. Todo ello servía de alguna manera como trampolín para que se encontraran con Dios.

Esta reflexión del encuentro nos hace pensar en una segunda consideración sobre las palabras de la encíclica que ilustran el nacimiento de la fe. El encuentro es con una persona viva, no con una persona muerta o inerte, es decir que no puede actuar. El Dios con el que nos encontramos “es un Dios de vivos, no de muertos”, como nos lo explicó Jesucristo. Por tanto este Dios actúa, habla, genera movimiento, insinuaciones en nuestro espíritu. Tal parece que a veces la vida consagrada ha “congelado” al Dios vivo y lo reduce solamente a un tótem al que hay que referirnos en ciertas necesidades, pero bien sabemos que ese tótem esta ciego, sordo y mudo y que debe responder solo a nuestro pliego de peticiones. Hacemos de Dios una proyección de nuestros deseos, pero le impedimos a ese Dios, que siempre nos deja en libertad, de que pueda actuar en nuestras vidas. De esta forma, la vida consagrada se va reduciendo cada vez más a una profesión como cualquier otra, sin ser de verdad una respuesta a una llamada de un Dios vivo.

Nos acercamos ahora a explicar un tercer término de las palabras escogidas en la encíclica sobre el nacimiento de la fe. Nos referimos al contexto del encuentro. Podría parecer que la palabra encuentro se entendiera al singular. Que se tratara de un encuentro una vez en la vida. Sin embargo, como hemos apenas antes explicado, si nos referimos a un Dios vivo es legítimo inferir que este Dios vivo actúa y que actúa no sólo una vez en la vida, sino constantemente. Como también es lógico inferir que nosotros actuamos y actuamos no solo una vez en la vida. De esta forma podemos suponer que la fe nace no sólo de un encuentro con el Dios vivo, sino que nace, crece, se desarrolla y es prolífico en la sucesión de encuentros que se deben dar con el Dios vivo. Si Dios es espíritu y “el espíritu sopla dónde quiere”, nosotros no estamos autorizados para dictarle nada al espíritu. Es el quien guía la calidad de los encuentros y cada vez nos revela más cosas, infunde más luz en nuestras vidas a través de los encuentros. Como es necesario tomar en cuenta que existe también el espíritu humano y el espíritu maligno, no debemos olvidar el constante ejercicio de discernimiento que debemos ejercitar con el fin de conocer cuál es el espíritu que encontramos. Podemos fácilmente cegarnos y seguir un espíritu que no es el de Dios. El ejercicio cotidiano de encontrar con el Dios vivo, nos irá ayudando a discernir la diferencia entre los espíritus.

Una nueva consideración nos la brinda la palabra amor. El encuentro con el Dios vivo nos revela siempre su amor. No es un encuentro por tanto para calmar nuestras ansias, resolver nuestros problemas, sino que es un encuentro mediante el cual el Dios vivo se nos revela como amor. Un amor como dice la encíclica que nos precede desde siempre y con el cual nos podemos apoyar para construir nuestra vida. El amor no nos revela como la magia, una fórmula para seguir infaliblemente un camino hacia la felicidad. El amor que se nos revela en el encuentro con el Dios vivo nos da a conocer antes que nada nuestra propia realidad y con la luz de esa realidad podemos construir nuestra vida. Dios no se sustituye a nosotros, pues de lo contrario nos quitaría la libertad. Dios con su amor ilumina nuestra existencia diciéndonos quienes somos y hacia dónde debemos ir, pero nos deja siempre en libertad. Es por tanto un descubrir este amor de Dios que desde siempre existe y mediante el cual puedo construir mi propia vida.


El doble movimiento de la fe.
La fe no es algo estático. Interpela constantemente al hombre. No podemos decir que el hombre que tiene fe conoce todas las respuestas a los interrogantes que le propone la vida. Tal ha sido quizás la tentación de los gnósticos que pretendían racionalizar tanto la fe de forma que la adquirían mediante conocimientos y que esos mismos conocimientos eran ya la base segura para seguir en el camino de la vida.

No hay nada tan contrario a la fe como el pretender saberlo todo, reglamentar todo, manejar todo. La fe, nos dice la encíclica “es la respuesta a una Palabra que interpela personalmente, a un Tú que nos llama por nuestro nombre”.

Nos encontramos con el meollo de la fe. Algo que los fundadores han vivido a plenitud y que quizás hoy vivimos con mucha languidez o no la vivimos del todo. Se trata de dejar que el amor que nace del contacto vivo con Cristo nos interpele. Y nos interpele a través de la Palabra que es la palabra de un Dios vivo. Ellos, los fundadores supieron vivir este misterio y lo vivieron en plenitud. La encíclica nos relata la historia de Abraham, bien conocida por todos nosotros. En esa historia, “Dios le dirige la Palabra, se revela como un Dios que habla y lo llama por su nombre. La fe está vinculada a la escucha. Abrahán no ve a Dios, pero oye su voz. De este modo la fe adquiere un carácter personal. Aquí Dios no se manifiesta como el Dios de un lugar, ni tampoco aparece vinculado a un tiempo determinado, sino como el Dios de una persona, el Dios de Abrahán, Isaac y Jacob, capaz de entrar en contacto con el hombre y establecer una alianza con él. La fe es la respuesta a una Palabra que interpela personalmente, a un Tú que nos llama por nuestro nombre”7.

No es tan sólo un palabra para ser meditada y tenida en cuenta, sino para ser escuchada y puesta en práctica. Aquí se da el cambio radical de la persona, producto de la fe. La fe no es una palabra de un solo día, sino una promesa del futuro que se va haciendo actual porque se va desvelando a lo largo de la vida de la persona. Esto requiere un constante discernimiento. Dios no habló una sola vez a Abraham, habló varias veces y Abraham tuvo que discernir estas llamadas de Dios a lo largo de su vida: Sal de ti tierra, promesa de muchos hijos, el hijo que llega, el hijo de la esclava, el sacrificio de Isaac, etc.

Dios no habló una sola vez a los fundadores. Si analizamos su vida, nos damos cuenta de que se trata de un verdadero drama, de una novela. La Palabra se revela a ellos paulatinamente, a veces en forma sutil, a veces con descaro. Y cada vez se revela el plan de Dios que ellos tienen que interpretar y seguir. Es la respuesta a una Palabra viva, no a una concepción ya hecha de la vida. Es un caminar muchas veces en la oscuridad buscando ser fiel a una luz que un día se vio. Así sucedió con Abrahán. El mismo Dios que le promete un hijo, es el mismo Dios que le pide el sacrificio del Hijo. El mismo Dios que le promete que Sara dejará de ser estéril, es el mismo Dios que permite que la esclava Agar tenga un hijo de Abrahán y se burle de Sara. Al creyente le toca escuchar esa palabra, inverosímil, difícil de entender a los oídos humanos y responder.

El doble movimiento de la fe, escuchar y responder, responder y escuchar, es fascinante. No sólo se trata del hombre que escucha y responde a Dios, sino que Dios también escucha y responde al hombre. Es el dramatismo de la fe que nos permite sabernos vivos, o a caso ¿un muerto tiene fe? Mediante la fe, sabemos que respondemos a Dios porque Él nos habla. Tocamos por tanto uno de los misterios más profundos del hombre que es la capacidad que tiene de escuchar a Dios y la libertad en que Dios le deja para que el hombre responda. Dios no violenta al hombre puesto que lo deja siempre en libertad. La fe consiste en estar siempre atento a distinguir la Palabra y en saber responder a dicha Palabra. Es un arte que no se aprende en un solo día. Requiere escucha y libertad. Escucha para identificar la Palabra y libertad para responder. Y nuevamente capacidad de escucha para nuevamente tener la libertad para poder responder. Lo grandioso de la fe es la respuesta que se da en la libertad. La Palabra se escucha en lo más profundo del hombre, en el santuario sagrado que es su conciencia en dónde nadie puede entrar, sólo el hombre y Dios. Y es en este ámbito en dónde el hombre responde a la Palabra en completa libertad. Es tan importante resguardar esta libertad que el la Iglesia no ha duda en proteger este ámbito sancionándolo con el derecho a la intimidad en el canon 220 del Código de Derecho Canónico.

Los fundadores podrían ser considerados como los expertos del diálogo con Dios. Las obras que realizaron, la fundación misma de la congregación no es sino la expresión del diálogo que supieron mantener con Dios. Dios hablaba en sus corazones y ellos respondían. A veces con muchas dificultades, en medio de muchos problemas y vicisitudes humanas, pero ellos siempre respondiendo. Es lógico hacernos la pregunta sobre la fuerza que los mantenía en esa respuesta, a pesar de las dificultades que debieron sobrellevar.


La fuerza de la respuesta en la fe.
“Lo que esta palabra comunica a Abrahán es una llamada y una promesa. (…) La visión que la fe da a Abrahán estará siempre vinculada a este paso adelante que tiene que dar: la fe <> en la medida en que camina, en que se adentra en el espacio abierto por la Palabra de Dios. (…) Lo que se pide a Abrahán es que se fíe de la Palabra. La fe entiende que la palabra, aparentemente efímera y pasajera, cuando es pronunciada por el Dios fiel, se convierte en lo más seguro e inquebrantable que puede haber, en lo que hace posible que nuestro camino tenga continuidad en el tiempo”8.

Confiar en Dios es el secreto que permite responder a la Palabra que Él nos dirige. Y como nuestra fe es racional, es decir, que necesita apoyarse en la razón como una condición para dar un asentimiento a lo que propone Dios a través de su Palabra, forma parte de la dignidad del hombre el que busque los motivos que le impulsan a dar su respuesta en la fe, a dar un asentimiento en la fe.

Uno de los primero motivos es la calidad de esta Palabra. Nos es una Palabra humana la que se dirige al hombre, sino que es la Palabra de Dios la que el hombre va descubriendo a través de la fe. Por lo tanto la Palabra es Dios mismo que se hace presente para interpelar al hombre. Así como Dios no se presentó en persona a Abrahán, sino que le habló por su Palabra, así cada hombre se siente interpelado por la Palabra, aunque no vea a Dios. Esta Palabra, si bien comparte algunas características de toda palabra, tiene la característica única de que es asegurada por el mismo Dios. El salmo nos dice “Dios es fiel, guarda siempre su Palabra”. La fidelidad es una característica esencial de esta Palabra. El hombre debe responder a Dios fiándose de la fidelidad de Dios. Dios por tanto es el que lleva los destinos del hombre, es el que guía al hombre en la fe. Al hombre le toca fiarse.

Es una de las características de los fundadores y que quizás ahora se extraña tanto en la vida consagrada. Creo que de alguna manera se he perdido un poco esa frescura de saber escuchar la Palabra y responder con la sola confianza de quien se sabe llamado y guiado por Dios. La actitud de los superiores debería de acompañar este coloquio en la fe que tiene la persona consagrada con Dios. A veces este coloquio es ahogado o sofocado por el cumplimento ciego de las normas, de las Constituciones, siendo que éstas deberían ayudar a cumplir este coloquio en la fe. Los fundadores, como comenzaba a expresarme, supieron de alguna manera ser maestros en este confiarse en la Palabra. Dejando casa, padre, madre, se internaron por los caminos misteriosos de la fe escuchando una voz y estableciendo con esa voz un coloquio constante. Escucha y respuesta, respuesta y escucha parece ser el itinerario seguido por los fundadores, itinerario que debiera ser seguido por los consagrados de todos los tiempos.

Hoy muchas veces vivimos la miopía de la fe. Nos da miedo internarnos por los caminos que Dios pueda proponernos en nuestra vida. Parece que todo debiera ceñirse al cumplimiento de un apostolado, el ejercicio de unas formas de oración a veces rutinarias y un cierto estilo de vida que raya más con el aburguesamiento de una vida tranquilo y acomodada. Da miedo lanzarse a vivir la aventura del coloquio en la fe en donde la Palabra debe provocar al hombre. Se piensa como si Dios fuera a proponer cosas distintas al carisma, a la vida consagrada, olvidándose que Dios no puede contradecirse. Quien elige a la vida consagrada, Dios, es consecuente con ese llamado y no puede establecer una Palabra distinta al carisma al que ha llamado a la persona consagrada.

Otra característica interesante que contiene la Palabra, es su movilidad, su dinamicidad. Dios no habló a Abrahán una sola vez en la vida. Hemos ya explicado este concepto. Conviene solo recordar en este momento la pedagogía de la Palabra. No nos hables tú que moriremos, es quizás el grito que todo cristiano lanza cuando se encuentra en presencia de la Palabra. Y Dios se amolda a nuestra Palabra, adecuándose al hombre. Y de esta manera su Palabra es una Palabra gradual, paulatina que debe descubrirse mediante el discernimiento, la respuesta amorosa a lo que dicha Palabra propone. Dios procede por etapas, calibrando al hombre. Cuando Abrahán está fuerte en su fe, hace las propuestas más escandalosas, como la de pedir el sacrificio del hijo de la promesa. Cuando quiere alentar a Abrahán, le pide que salga de su tienda y que cuenta las estrellas del cielo para prometerle una descendencia numerosa, alentándolo en el camino de la fe y de la fidelidad.

Lumen fidei propone una nueva característica de esta Palabra. “Es verdad que, en cuanto respuesta a una Palabra que precede, la fe de Abrahán será siempre un acto de memoria. Sin embargo, esta memoria no se queda en el pasado, sino que siendo memoria de una promesa, es capaz de abrir al futuro, de iluminar los pasos a lo largo del camino. De este modo, la fe, en cuanto memoria del futuro, memoria futuri, está estrechamente ligada con la esperanza”9. Los fundadores nos muestran con su ejemplo la vivencia de la Palabra como memoria en el pasado que se proyecta al futuro, no como un seguro de vida que resuelve todo, sino como una luz que guía los pasos, fincados siempre en la esperanza. Ellos han sido hombres y mujeres que se han dejado interpelar por la Palabra. Viven la actualidad de esa Palabra que se presenta casi siempre como una actualización de un misterio de Dios o de Cristo que debe ser vivido en plenitud y que se injerta en todas las realidades de su persona y guía sus pasos hacia el futuro. La Palabra para hechos es un misterio de la vida de Dios o de la vida de Cristo que debe ser vivido en plenitud y que debe ser la luz que guía sus pasos en el futuro. De este modo, el misterio de Dios o de Cristo se presenta como la actualización de la Palabra que llama y pide una respuesta. Confiar en esta Palabra hecho misterio de Dios o de Cristo es el compendio de la vida de los fundadores. Configurarse con la Palabra es la tarea que lleva a los fundadores a olvidarse de sí mismos para vivir sólo por la Palabra y de la Palabra. No hay ejemplo más contundente que este de dejarse transformar por la Palabra.


La fe y las mediaciones.
En el número 14, la encíclica nos presenta el valor de la mediación. Presenta la figura de Moisés como el mediador por excelencia entre Dios y la comunidad y nos introduce en el concepto de la experiencia del otro. La fe por tanto no es solo un acto individual, algo que se realiza en la esfera personal. La fe se inscribe en una experiencia de comunión en dónde la individual se enriquece en la participación de la experiencia de los demás. El sentido de la mediación “es la capacidad de participar de la visión del otro, ese saber compartido, que es el saber propio del amor. La fe es un don gratuito de Dios que exige la humildad y el valor de fiarse y confiarse, para poder ver el camino luminoso del encuentro entre Dios y los hombres, la historia de la salvación”.

La vida consagrada es ejemplo de esta característica de la mediación. Si la fe no es solo un acto individual sino la participación de una visión del otro, en la vida consagrada esta visión del otro, no es más que la experiencia del espíritu que el fundador ha experimentado al fiarse de la Palabra propuesta como misterio de Dios o de Cristo y que asegura en el tiempo la continuidad de esta visión, pero que exige la misma fe que la del fundador.

Cada fundador es tan solo el mediador de un don, del carisma que no es sino la experiencia del espíritu que se materializa como un don del espíritu para el beneficio de una comunidad. Dicha experiencia del espíritu es la visión de la vida de Dios que el mismo Dios permite a los fundadores experimentar en sus vidas. Por el bautismo somos injertados en la vida de Dios, podemos participar de su misma vida. Dios permite a los fundadores, inaugurar una nueva forma de vivir esta vida de Dios, mediante la experiencia del espíritu que ellos hacen. Experimentan a Dios de una nueva forma dando así origen a lo que será una nueva espiritualidad. En el camino de vivir esta vida de Dios con un estilo nuevo, la fe será siempre requisito indispensable, pues se requiere fiarse de Dios y confiar en su Palabra que invita a esta nueva vida.

Los seguidores de los fundadores comparten esta visión que ha tenido el fundador de la vida de Dios, en la medida en que ellos también sepan fiarse y confiar de esta nueva visión. No se trata, como algunos piensas en forma equivocada, de confiar en la persona del fundador, sino de confiar en la visión del la vida de Dios, que el fundador ha tenido. A veces se ha caído mucho en la vida consagrada en la idolatría de la persona del fundador, debiendo poner más bien los ojos en la fe (fiarse – confiarse) del fundador en la visión de la vida de Cristo. Los fundadores supieron hacer de esta experiencia del espíritu, el centro de sus vidas. Los consagrados están llamados a cmpartir esta visión de la vida de Cristo, cimentados en la fe.


La plenitud de la fe cristiana
Cuando hablamos de la fe, vienen a nuestro pensamiento en forma espontánea la palabra Jesucristo. Creo en Jesucristo. Es por tanto necesario establecer el vínculo de unión entre los aspectos y las características de la fe que hasta el momento hemos dado con la persona de Jesucristo. Si creer es un doble dinamismo entre Dios que interpela y el hombre que responde, si la fe es un ejercicio de fiarse y confiar, según lo expresa la encíclica, si la fe requiere un continuo discernimiento de lo que Dios va mostrando al hombre, entonces, ¿cuál es el papel que juega Jesucristo en el ejercicio de la fe? La respuesta nos la da la misma encíclica siguiendo el desarrollo de la Teología fundamental, en donde todo apunta hacia Cristo. “La fe cristiana está centrada en Cristo, es confesar que Sesús es el señor, y Dios lo ha resucitado de entre los muertos (cf. Rm 10,9) (…) La Palabra que Dios nos dirige en Jesús no es una más entre otras, sino su Palabra eterna (…) La fe cristiana es, por tanto, fe en el Amor pleno, en su poder eficaz, en su capacidad de transformar el mundo e iluminar el tiempo. “Hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él” (1 Jn. 4,16). La fe reconoce el amor de Dios manifestado en Jesús como el fundamento sobre el que se asienta la realidad y su destino último”10. No se puede entender la fe, sin la fe en Jesucristo. “Abrahán saltaba de gozo pensando ver mi día; lo vio, y se llenó de alegría” (Jn 8, 56).

Los conceptos sobre la fe que hemos expresado hasta el momento se cristalizan y tienen su culmen cuando los aplicamos a la persona de Cristo. Esta es una forma un poco técnica de hablar, para tratar de expresar el hecho de que todo acto de fe está centrado en Jesucristo. Si hemos dicho que la fe es escuchar y responder a una Palabra y que esta Palabra no es una palabra humana, sino que es la misma Palabra de Dios, no debemos olvidar que esta Palabra se ha hecho carne en la persona de Jesucristo y que es él, Cristo, quien nos revela al Padre. Se establece por tanto una similitud entre la fe y la persona de Jesucristo. Creer para el cristiano será entonces dejarse interpelar de la misma persona de Cristo, escuchar su Palabra, ver sus gestos y tratar de responder a esa Palabra y a esos gestos.

La vida consagrada, comenzando por los fundadores, ha fincado su existencia en la persona de Cristo. Para la vida consagrada el seguimiento de Cristo ha sido el punto fundamental en ese estilo de vida que desde hace más de dos mil años existe en la vida de la Iglesia. “A lo largo de los siglos nunca han faltado hombres y mujeres que, dóciles a la llamada del Padre y a la moción del Espíritu, han elegido este camino de especial seguimiento de Cristo, para dedicarse a El con corazón « indiviso » (cf. 1 Co 7, 34)”11. Cada fundador, por la experiencia del espíritu que Dios le ha permitido tener, logra identificar algunos elementos particulares de la persona de Cristo a la cual se siente llamada a conformar su vida. Son cualidades, posturas, gestos, palabras que de alguna manera conforman un universo de sentido a la vida y se apoyan en ellos para construir una vida de entrega a Cristo y a la humanidad. Este universo de sentido se consolida en el seguimiento cercano de Cristo que no es sino “confesar que Jesús es el Señor, y Dios lo ha resucitado de entre los muertos (cf. Rm 10,9)”12. El seguimiento de Cristo se lleva a cabo en la vida consagrada como una confesión de vida que involucra todo el pensar y el quehacer de la persona consagrada. Es como una polarización de la vida que, sin quitar nada de la libertad y las cualidades de cada persona consagrada, permite focalizar a toda la persona hacia esa imagen, diríamos mejor icono específico de la persona de Cristo.

Los fundadores han sido los pioneros en el seguimiento de este icono de la persona de Cristo. Por él han dado su vida y su haber, siempre sostenidos por la fe. Si por la experiencia del espíritu han vislumbrado este icono de Cristo, por la fe han sido capaces de seguir la persona de Cristo, empeñando toda su vida. El seguimiento de Cristo en la vida consagrada se constituye por tanto en un ejemplo de fe. La persona de Cristo, la Palabra de Dios, se hace carne en unas formas muy específicas: una forma especial de vivir la vida que se concentra en los consejos evangélicos y en un servicio específico a la humanidad, viendo en esta humanidad el rostro del Cristo que se ha revelado a los fundadores en el icono de la persona de Cristo. Se establece el dinamismo de la fe en que los fundadores comienzan a dejarse interpelar por este Cristo. El les propone un estilo de vida específico y los fundadores deben responder a este estilo de vida. A veces la respuesta se da en la luz, a veces la respuesta se da en la oscuridad, pero siempre se apoya en la certeza de la fe, es decir en la conciencia de que es Cristo que llama. Se inicia por tanto el dinamismo de la fe: llamada – respuesta, fiarse y confiar.

De este dinamismo de la fe nacen las espiritualidades de cada Instituto de vida consagrada, los apostolados específicos, las obras a favor de los hombres. Todo tiene su origen en el dinamismo de la fe y nada puede entenderse sin esta fe en la vida consagrada.

En nuestros días vale la pena hacer un examen de conciencia para tomar el pulso a la fe dentro de la vida consagrada. Uno de los más grandes peligros en los que puede caer la vida consagrada es la rutina y el secularismo. Rutina porque tan llenos de compromisos apostólicos y frente a la escasez de personal que por todas partes nos aqueja, la vida consagrada puede ceder a la tentación de dedicarse solo a las obras y de olvidar la gratuidad del amor que debe ser el fundamento de las obras, producto siempre de la fe. Deja de expresar su fe en Cristo en las obras para convertirse tan solo en un asistente social cualificado con algunos atisbos de fe esporádica.

La segunda tentación puede ser la del secularismo que consiste en desarraigarse de Cristo en una forma práctica. Se reza, se sigue un cierto estilo de vida, se busca dar testimonio pero la parte profética y contemplativa de la vida consagrada pueden haber quedado olvidadas o relegadas a un segundo plano. La vida consagrada no se entiende fuera del marco de la fe en Cristo y esta fe debe de ser alimentada constantemente mediante el contacto con la misma persona de Cristo. Si hemos dicho que la fe requiere escucha de la Palabra, discernimiento, llamada – respuesta, fiarse y confiarse, es necesario buscar espacios para que este dinamismo de la fe pueda llevarse a cabo. Reducir esos espacios a la oración comunitaria, a las prácticas de piedad sugeridas por las constituciones es de alguna manera vivir en un secularismo, como si Dios no existiera, es decir, como si Dios no tuviera nada que ver con las decisiones personales, con los apostolados. Y si hemos dicho que la fe es un encuentro con Dios vivo, este encuentro tiene que alimentarse todos los días. De lo contrario la vida consagrada comienza a seguir no a Cristo, sino a los ídolos.


Los ídolos de la fe.
Podría parecer paradójico el hecho de que la vida consagrada pudiera estar cayendo en la idolatría, alejándose de la fe en Cristo. Sin embargo, sin analizamos a la luz de la encíclica lo que es la idolatría, podemos sacar nuestras conclusiones y darnos cuenta que lejos de ser una paradoja puede ser una realidad o una tentación siempre presente en la vida consagrada.

Nos dice la encíclica que lo contrario a la fe es la incredulidad que se manifiesta como idolatría. “Martin Buber citaba esta definición de la idolatría del rabino de Kock: se da idolatría cuando <> En lugar de tener fe en Dios, se prefiere adorar al ídolo, cuyo rostro se puede mirar, cuyo origen es conocido, porque lo hemos hecho nosotros”13.

Le fe requiere siempre un estar atentos al actuar del Dios vivo, personificado en Cristo. Quien de alguna manera se instala en la rutina, se parapeta en el cumplimiento de la norma como fin de su vida, se acomoda en un apostolado rutinario sin incidencia en los tiempos actuales, sigue sin discernimiento alguno las formas de vida quizás originadas en tiempos del fundador, pone como base y seguridad de su vida la ley y no el espíritu, ha caído en la idolatría. “La idolatría no presenta un camino, sino una multitud de senderos, que no llevan a ninguna parte, y forman más bien un laberinto. Quien no quiere fiarse de Dios se ve obligado a escuchar las voces de tantos ídolos que le gritan: “Fíate de mí>”.14”

Fiarse de Dios es una aventura y un riesgo. Aventura porque no se sabe qué es lo que pueda pedir, hacia dónde pueda dirigir los pasos de la persona que se fía y que confía en Él. Es un riesgo porque significa dejar de estar acomodados y responder a las provocaciones de Dios. Como Dios es un ser vivo que actúa a veces en la forma más inverosímil, el creyente muchas veces prefiere las seguridades de lo ya conocido o de aquello que no le pida una transformación y un cambio radical en la vida. Consciente o inconscientemente, al negar a Dios la parte protagónica de la vida, el creyente se erige como centro de la vida y elige ciertos ídolos, aparentemente buenos y de tesitura espiritual, pero que no son más que la proyección de sus miedos, de su falta de fe en el Dios vivo.

La vida consagrada se anquilosa y está sentenciada a la desaparición cuando no se basa en lo que Dios le va pidiendo, sino en lo que él cree que Dios le pide. Falla a la cita con el eterno para quedarse con el efímero. Deja a un lado la vida que Dios le propone, para seguir la rutina que muchas veces su espíritu burgués le ofrece. Se desvía de lo imprevisto para seguir lo provisorio que las metas y los ideales humanos le pueden proponer. Deja a un lado su carácter profético para concentrarse muchas veces en el aquí y ahora de un eficientismo muy humano, olvidando la construcción de un Reino que genera en todo momento cotradicción y duda.
Creo que un punto que hace la diferencia entre una vida consagrada que tiene fe y aquella que sigue a los ídolos del poder, de la eficiencia e incluso al ídolo de las mismas reglas o constituciones de la propia congregación es la forma de gobierno que los superiores puedan seguir. La autoridad, como lo ha expresado el documento La obediencia y el servicio de la autoridad, y como últimamente lo ha venido corroborando el Papa Francisco con sus palabras y con sus obras es un servicio dedicado a ayudar a las personas a encontrar la verdad en sus vidas, es decir, a conocer la voluntad de Dios para ellos. Este conocimiento de la verdad en las vidas, de la voluntad de Dios para las personas consagradas es lo que la encíclica ha llamado la Palabra de Dios. Muchas veces podemos nosotros pensar que esta palabra se reduce o ha quedado destinada únicamente a grandes personajes como Moisés o los profetas y nos olvidamos precisamente que este Dios vivo del que ya hemos hablado, interpela a todos los hombres de todos los tiempos. Esta Palabra viva se concretiza para el consagrado en su carisma congregacional e individual, en las constituciones y también, y muy importante, en la realidad de cada día. Dios, como hemos dicho, no habla de una vez para siempre y después deja al hombre a su propio arbitrio o a sus propias fuerzas y a su propia voluntad, para alcanzar lo que le ha hecho ver mediante la transmisión de su Palabra. Eso sería semejante a una visión protestante del hombre en la que por predestinación divina, el hombre se esfuerza por demostrar a Dios que por sus cualidades y acciones está obligado a salvarlo. O a un pelagianismo en donde se le prohibe a Dios actuar con su gracia, dejando todo a las fuerzas del hombre.

El servicio de la autoridad ha quedado constituido en su triple función de enseñar, gobernar y santificar. Durante mucho tiempo y por facilidad de las personas, tanto de las que gobiernan como de las que son gobernadas, se ha sobrecargado mucho el aspecto del gobierno. Como hemos dicho, rindiendo adoración al ídolo del eficientismo y de las obras humanas, las personas consagradas han hecho muchas veces de la congregación un tipo de empresa en donde los parámetros que cuentan son el servicio impecable que se pueda prestar a una realidad social. Se deja de lado el hecho de que Dios pueda hablar con el consagrado, interpelarlo, proponerle algo nuevo e inusitado. Se establece el eterno dilema entre profetismo y jerarquía atrapando el espíritu en unas normas, en unas reglas. Se piensa equivocadamente que Dios habla solo al hombre y a la mujer consagrada en los inicios de su consagración y después de la profesión perpetua parece como si cayera un gran silencio en dónde la voz de Dios no se vuelve a escuchar jamás, o a lo mucho, viene interpretada por los superiores.

La realidad, nos lo ha explicado la encíclica, es muy diversa. Dios habla y habla fuerte a los consagrados. La Palabra no permanece inamovible o fija en un determinado momento. Mueve los corazones de los consagrados, provocándolos a través de las realidades ordinarias, de los eventos de cada día, de las normas, de las mociones que Él quiera enviar. La labor de la autoridad, apoyándose en su función de santificar, debe ayudar al consagrado a discernir esa Palabra de Dios, y debe ayudarlo a que responda con fe a esa Palabra que llama todos los días. El superior debería ser por tanto un experto en el arte del discernimiento, para que una vez escrutada y conocida la Palabra de Dios, pueda dar su apoyo para que la persona consagrado pueda responder a esa Palabra.

Para que la vida consagrada tenga futuro, crezca, se vigorice y pueda contribuir adecuadamente en su misión profética y evangelizadora es necesario que aprenda a discernir la Palabra de Dios, dejando a un lado las posibles idolatrías que se han insertado en ella a lo largo del tiempo. Para ello deberá sacudirse toda afección desordenada que no le permita vislumbrar con claridad la Palabra y responder a ella con vigor.



NOTAS

1 Concilio Vaticano II, Perfectae caritatis, 28.10.1965, n. 2d.

2 Francisco, Lumen fidei, 29.06.2013,n. 1.

3 Ibídem., n. 4.

4 “Yo he venido al mundo como la luz, y así, el que cree en mí, no quedará en tinieblas” (Jn 12, 46)”.

5 Juan Pablo II, Vita consecrata, 25.3.1996, n. 104.

6 Francisco, Lumen fidei, 29.06.2013, n. 4.

7 Ibídem., n. 8.

8 Ibídem., n. 9 y 10.

9 Ibídem., n. 9

10 Ibídem., n. 15.

11 Juan Pablo II, Vita consecrata, 25.3.1996, n. 1.

12 Francisco, Lumen fidei, 29.06.2013, n. 15.

13 Ibídem, n. 13.

14 Ibídem, n. 13




 

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