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María, la Virgen pobre
La Reina de cielo nos da ejemplo de verdadera pobreza


Por: P. Marcelino de Andrés | Fuente: El Paraíso de Nazaret



Estamos acostumbrados a considerar a María en su pobreza. Y con mucha razón. Realmente nació pobre. Vivió pobremente. Y además, dejó este mundo siendo pobre. Tenemos una madre que sin dejar de ser la Reina del universo con sus inagotables riquezas, también nos da ejemplo de verdadera pobreza.

María nació pobre. Sus orígenes lo fueron. Todo lo que sabemos de Ella nos da a entender que venía de familia más bien de pocos recursos. Por más que fuese de linaje davídico, no heredó gran cosa de sus padres Joaquín y Ana, ni éstos de los suyos. Estaban ya a demasiadas generaciones del Rey David y del fausto de aquel reinado. Y en la familia sencilla de María tan ausente estaba la riqueza material como la presunción por su linajuda condición. No entendían ellos de abolengos y esas cosas tan importantes para muchos de nosotros.

Pobre era también el pueblo de María: Nazaret. Esa aldea ni siquiera aparecía en los mapas romanos de la época, que tenían fama de ser detalladísimos. Ninguno de aquellos meticulosos geógrafos la juzgó digna de incluirla en sus diseños. Además, la frase de Natanael, “un hombre en quién no había engaño”, lo dice todo de ese pueblecito: “¿De Nazaret puede salir algo bueno?” Si eso salió de los labios de un hombre así, por algo sería... Así que María venía de un poblado perdido y que no debía gozar de muy buena reputación.

Pobres fueron sin duda, por otro lado, las casas donde vivió María. Sí, las casas de la María fueron testimonio de su admirable pobreza. Primero su casa de Nazaret: humilde y sencilla. Una más del vecindario. Nada especial a pesar de ser la Madre del creador de todas las cosas.

Luego en Belén, primero ni siquiera casa, una cueva; con un poco de paja y unos animales. ¡Qué poca cosa para tan ilustres moradores! Después, cuando el barullo del censo amainó, quizá pudieron rentar una casita por unos días. Pero nada fuera de lo común. No podían permitirse un gran qué, a pesar de ser Ella Señora de los ángeles y su Hijo el mismo Dios.

Más tarde, llegaron sin nada a Egipto. Como inmigrantes sin recursos. Habrán tenido que alquilar también cualquier cosilla digna para los tres, pidiendo al patrón les fiase el primer mes mientras encontraban algo para ganarse la vida allí.

Pero eso sí, en las casas de María, aún siendo humildes y sencillas, brillaría siempre en ellas la dignidad, la limpieza y el arreglo. Tanto que hasta el mismo Dios se sintió a gusto en ellas. Tan a gusto que quiso estar durante treinta años en casa y luego dedicó sólo tres a otras cosas.

Y aunque de vez en cuando faltasen cosas, nunca faltó distinción, decoro y también alegría y buen ánimo en casa de María. A decir verdad estaban ya algo acostumbrados a que faltasen cosas: faltó casa aquella noche fría de Belén; faltó oro al repartir entre los pobres lo que les dejaron los Magos de Oriente; faltó todo cuando llegaron a Egipto... Claro, ahora nadie se apura cuando falta dinero (pues José anda en cama y no cobra), y tienen que irse a la cama con una cena ligerita, ligerita. Esos días los tres conciliarían el sueño con el estomago un poco más vacío, pero con el corazón mucho más lleno.

Y no parece que a María le diese pena o vergüenza alguna la poqueza de sus raíces más próximas, o de sus hogares. Al contrario, a juzgar por las palabras de su Magnificat, se sentía muy dichosa de verse entre los pobres a los que Dios colma de otros bienes mejores.

Así es, María, fue pobre, pero muy alegre y dichosa. Con una pobreza que no era mera resignación forzada al descubrirse habitante de esa tierra, o al tener que pasar por aquellos episodios y circunstancias. Sin duda, por encima de aquel estado ya dado y de aquellos avatares de su existencia, Ella hizo de la pobreza una opción de vida y de alma. Opción que mantuvo intacta hasta el último día de su peregrinar por esta tierra. Ella optó en su corazón por vivir desprendida de todo, menos de Dios: su único Bien.

María se encontró pobre, de una pobreza material, porque así dispuso la providencia divina que Ella naciera y viviera. Pero supo de su condición sacar virtud. De su condición no sacó quejas, no sacó envidias, no sacó enfados ni enojos ni amarguras estériles; y tampoco sacó conformismo. Sacó virtud. Como la hubiese sacado si, por designio de Dios, le hubiera tocado vivir más cómodamente.

Esa es, para nosotros, la gran lección de nuestra Madre, la Virgen pobre. Hemos de aprender a sacar virtud de nuestra condición, sea la que sea. Es decir, optar por ser pobres en nuestro corazón. Optar por estar desprendidos de todo. Cuántos pobres hay en el mundo que de su pobreza sólo sacan tristeza y descontento; cuando muy bien podrían sacar virtud y la dicha que acompaña a toda virtud. Así lo hizo María.

El secreto de su pobreza era uno sólo: Dios. Solamente en Dios estaba firme su corazón. Sólo en Dios tenía sus alegrías, sus consuelos, sus esperanzas. Podía caer y faltar todo lo demás (como de hecho cayó y faltó varias veces), pero teniendo a Dios y confiando en su providencia nunca sintió necesidad de nada más.

Esa pobreza de espíritu, como la de María, nos hace vivir el gozo incomparable de sabernos libres, con esa soberana libertad de quien ha roto las cadenas que lo aprisionan al mundo. Nos hace estar firmes en el Único necesario, perla preciosa más valiosa que todos los universos. Nos hace pasar por esta tierra ligeros de equipaje como peregrinos hacia la patria celeste.

Ojalá que como Ella, también nosotros, sus hijos, sus buenos hijos, realicemos en nuestra vida aquella bienaventuranza: “felices los pobres en el espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos”.

Comentarios al autor: P. Marcelino de Andrés







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