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Educar para la vida
Formar a la gente joven es una tarea entusiasmante: labor que Dios mismo ha delegado fundamentalmente en los padres


Por: A. Villar | Fuente: http://www.sontushijos.org



Formar a la gente joven es una tarea entusiasmante: labor que Dios mismo ha delegado fundamentalmente en los padres. Trabajo delicado y fuerte, paciente y alegre, no exento de perplejidades, que lleva tantas veces a dirigirse al Señor, en busca de luz.

Educar es obra de artista que quiere llevar a plenitud las potencialidades que residen en cada uno de sus hijos: ayudar a descubrir la importancia de preocuparse por los demás, enseñar a ser creadores de relaciones auténticamente humanas, a vencer el miedo al compromiso... Capacitar, en definitiva, a cada una y a cada uno para que pueda responder al proyecto de Dios sobre sus vidas.

Al mismo tiempo que siempre habrá dificultades ambientales y aspectos mejorables, San Josemaría anima a los padres a mantener el corazón joven, para que les sea más fácil recibir con simpatía las aspiraciones nobles e incluso las extravagancias de los chicos.

La vida cambia, y hay muchas cosas nuevas que quizá no nos gusten –hasta es posible que no sean objetivamente mejores que otras de antes–, pero que no son malas: son simplemente otros modos de vivir, sin más trascendencia. En no pocas ocasiones, los conflictos aparecen porque se da importancia a pequeñeces, que se superan con un poco de perspectiva y sentido del humor[1].

Partimos de que en la difícil tarea de educar siempre podremos mejorar, y de que no hay educación perfecta: hasta de los errores se aprende. Merece la pena dedicar tiempo a actualizar nuestra formación con un objetivo claro: educamos para la vida.

Autoridad y libertad

Cuando los padres, confundiendo felicidad con bienestar, centran sus esfuerzos en procurar que sus hijos tengan de todo, que lo pasen lo mejor posible y que no sufran ninguna contradicción, se olvidan de que lo importante no es sólo querer mucho a los hijos –eso ya suele darse– sino quererlos bien. Y, objetivamente, no es un bien para ellos que se encuentren todo hecho, que no tengan que luchar.

La lucha y el esfuerzo que comporta son imprescindibles para crecer, para madurar, para apropiarse de la existencia personal y dirigirla con libertad, sin sucumbir acríticamente a cualquier influencia externa.

Al mismo tiempo que siempre habrá dificultades ambientales y aspectos mejorables, San Josemaría anima a los padres a mantener el corazón joven, para que les sea más fácil recibir con simpatía las aspiraciones nobles e incluso las extravagancias de los chicos.

La vida cambia, y hay muchas cosas nuevas que quizá no nos gusten –hasta es posible que no sean objetivamente mejores que otras de antes–, pero que no son malas: son simplemente otros modos de vivir, sin más trascendencia. En no pocas ocasiones, los conflictos aparecen porque se da importancia a pequeñeces, que se superan con un poco de perspectiva y sentido del humor[1].

Partimos de que en la difícil tarea de educar siempre podremos mejorar, y de que no hay educación perfecta: hasta de los errores se aprende. Merece la pena dedicar tiempo a actualizar nuestra formación con un objetivo claro: educamos para la vida.

El Catecismo de la Iglesia Católica recuerda que ignorar la situación real del hombre, su naturaleza herida, da lugar a graves errores en la educación[2]. Contar con el pecado original y con sus consecuencias –debilidad, inclinación al mal y por tanto necesidad de luchar contra uno mismo, de vencerse– es indispensable para formar personas libres.

Un niño o un joven, abandonado a los gustos e inclinaciones de su naturaleza, desciende por un plano inclinado que termina por anquilosar las energías de su libertad. Si esa tendencia no se contrarresta con una exigencia adecuada a cada edad, que provoque lucha, tendrán después serias dificultades para realizar un proyecto de vida que merezca la pena.

Querer bien a los hijos es ponerles en situación de alcanzar dominio sobre sí mismos: hacer de ellos personas libres. Para ello, es innegable la necesidad de marcar límites e imponer reglas, que no sólo cumplan los hijos, sino también los padres.

Educar es también proponer virtudes: abnegación, laboriosidad, lealtad, sinceridad, limpieza..., presentándolas de forma atractiva, pero a la vez sin rebajar su exigencia. Motivar a los hijos para que hagan las cosas bien, pero sin exagerar, sin dramatizar cuando llegan los fracasos, enseñándoles a sacar experiencia. Animarles a ambicionar metas nobles, sin suplirles en el esfuerzo. Y, sobre todo, es necesario fomentar la autoexigencia, la lucha; una autoexigencia que no debe presentarse como un fin en sí misma, sino como un medio para aprender a actuar rectamente con independencia de los padres.

El niño, el joven, todavía no comprende el sentido de muchas obligaciones. Para suplir su natural falta de experiencia necesita apoyos firmes: personas que, habiendo ganado su confianza, le aconsejen con autoridad. Necesita, en concreto, apoyarse en la autoridad de los padres y de los profesores, que no pueden olvidar que parte de su papel es enseñar a los hijos a desenvolverse con libertad y responsabilidad.

Como decía san Josemaría, los padres que aman de verdad, que buscan sinceramente el bien de sus hijos, después de los consejos y de las consideraciones oportunas, han de retirarse con delicadeza para que nada perjudique el gran bien de la libertad, que hace al hombre capaz de amar y de servir a Dios[3].

La autoridad de los padres ante los hijos no viene de un carácter rígido y autoritario; se basa más bien en el buen ejemplo: en el amor que se tienen los esposos, en la unidad de criterio que los hijos ven en ellos, en su generosidad, en el tiempo que les dedican, en el cariño –cariño exigente– que les muestran, en el tono de vida cristiana que dan al hogar; y también, en la claridad y confianza con que se les trata.

Esta autoridad debe ejercitarse con fortaleza, valorando lo que es razonable exigir en cada edad y situación; con amor y con firmeza; sin dejarse vencer por un cariño mal entendido, que podría conducir a evitar disgustar a los hijos por encima de todo y que, a la larga, provocaría una actitud pasiva y caprichosa.

Se esconde una gran comodidad —y a veces una gran falta de responsabilidad— en quienes, constituidos en autoridad, huyen del dolor de corregir, con la excusa de evitar el sufrimiento a otros (...)[4]. Son los padres los que deben guiar, conjugando autoridad y comprensión. Dejar que los caprichos de los hijos gobiernen la casa indica a veces la comodidad de evitar situaciones incómodas.

Con paciencia, conviene hacerles ver cuándo han obrado mal. Así se va formando también su conciencia, no dejando pasar las oportunidades de enseñar a distinguir el bien del mal, lo que se debe hacer y evitar. Con razonamientos adecuados a su edad, se irán dando cuenta de lo que agrada a Dios y a los demás, y del porqué.

Madurar supone salir de uno mismo, y esto comporta sacrificios. El niño, al principio, está centrado en su mundo; crece en la medida en que comprende que él no es el centro del universo, cuando comienza a abrirse a la realidad y a los demás.

Esto conlleva aprender a sacrificarse por sus hermanos, a servir, a cumplir sus obligaciones en la casa, en la escuela y con Dios; implica también obedecer; renunciar a los caprichos; procurar no disgustar a sus padres... Es un itinerario que nadie puede recorrer solo. La misión de los padres es sacar lo mejor de ellos, aunque a veces duela un poco.

Con cariño, con imaginación y fortaleza, se les debe ayudar a ganar una personalidad sólida y equilibrada. Con el tiempo, también los hijos comprenderán con más hondura el sentido de muchos comportamientos, prohibiciones o mandatos de sus padres, que entonces podían parecer algo arbitrarios; se llenarán de agradecimiento, también por aquellas palabras claras o momentos de más severidad –no fruto de la ira, sino del amor– que entonces les hicieron sufrir. Además, habrán aprendido ellos mismos a educar a las generaciones futuras.

Educar para la vida

Educar es preparar para la vida, una vida que ordinariamente no está exenta de dificultades: habitualmente hay que esforzarse para alcanzar cualquier objetivo en el ámbito profesional, humano o espiritual. ¿Por qué entonces ese miedo a que los hijos se sientan frustrados cuando les falta algún medio material?

Tendrán que aprender lo que cuesta ganarse la vida y convivir con personas de mayor inteligencia, fortuna, o prestigio social; afrontar carencias y limitaciones, materiales o humanas; asumir riesgos, si quieren acometer empresas que merezcan la pena; y vérselas con el fracaso, sin que esto provoque el derrumbamiento personal.

El afán de allanarles el camino, para impedir el más mínimo tropiezo, lejos de causarles un bien, les debilita y les incapacita para afrontar las dificultades que encontrarán en la universidad, en el trabajo o en la relación con los demás. Sólo se aprende a superar obstáculos afrontándolos.

No hay ninguna necesidad de que los hijos posean de todo, ni de que lo posean al momento cediendo a sus caprichos. Al contrario, deben aprender a renunciar y a esperar: ¿no es verdad que en la vida hay muchas cosas que pueden esperar y otras que necesariamente deben esperar? En efecto, Benedicto XVI sostiene que “no debemos depender de la propiedad material; debemos aprender la renuncia, la sencillez, la austeridad y la sobriedad”[5].

Un exceso de protección, que aleje al hijo de cualquier contrariedad, le deja indefenso ante el ambiente; esta actitud proteccionista contrasta radicalmente con la verdadera educación.

El término educar deriva de las voces latinas e-ducere y e-ducare. La primera etimología está relacionada con la acción de suministrar valores que conducen al pleno desarrollo de la persona. La segunda es indicativa de la acción de extraer de ella lo mejor que puede dar de sí misma, al modo que hace el artista cuando extrae del bloque de mármol una bella escultura. En cualquiera de las dos acepciones, la libertad del educando juega un papel decisivo.

En vez de mantener una actitud proteccionista, es conveniente que los padres faciliten a los hijos la oportunidad de tomar decisiones y asumir sus consecuencias, de modo que puedan resolver sus pequeños problemas con esfuerzo. En general, conviene promover situaciones que favorezcan su autonomía personal, objetivo prioritario de cualquier tarea educativa. Al mismo tiempo, hay que tener en cuenta que esa autonomía debe ser proporcional a su capacidad de ejercerla; no tendría sentido dotarles de unos medios económicos o materiales que no saben todavía emplear con prudencia; ni dejarles solos ante el televisor o navegando en internet; como tampoco sería lógico ignorar en qué consisten los videojuegos que tienen.

Educar en la responsabilidad es la otra cara de educar en la libertad. El afán por justificar todo lo que hacen dificulta que se sientan responsables de sus equivocaciones, privándoles de una valoración real de sus actos y, como consecuencia, de una fuente indispensable de conocimiento propio y de experiencia. Si, por ejemplo, en vez de ayudarles a asumir un bajo rendimiento escolar, se echa la culpa a los profesores o a la institución académica, se irá formando en ellos un modo irreal de enfrentarse con la vida: sólo se sentirían responsables de lo bueno, mientras que cualquier fracaso o error sería causado desde fuera.

Se alimenta de ese modo una actitud habitual de queja, que echa siempre la culpa al sistema o a los compañeros de trabajo; o una tendencia a la autocompasión y a la búsqueda de compensaciones que conduce a la inmadurez.

Educar siempre

Todos estos planteamientos no son específicos de la adolescencia o de etapas especialmente intensas en la vida de un hijo. Los padres –de un modo o de otro– educan siempre. Sus actuaciones nunca son neutras o indiferentes, aunque los hijos tengan pocos meses de vida. Precisamente no es nada extraña la figura del pequeño tirano, el niño de 4 a 6 años que impone en casa la ley de sus caprichos, desbordando la capacidad de los padres para educarlo.

Pero los padres no sólo educan siempre sino que además deben educar para siempre. De poco serviría una educación que se limitara a resolver las situaciones coyunturales del momento, si olvidara su proyección futura. Está en juego dotarles de la autonomía personal necesaria. Sin ella quedarían a merced de todo tipo de dependencias. Unas más visibles, como las relacionadas con el consumismo, el sexo, o la droga; y otras más sutiles, pero no por ello menos importantes, como las procedentes de algunas ideologías de moda.

Hay que tener en cuenta que el tiempo que los hijos permanecen en el hogar familiar es limitado. Es más, incluso durante ese periodo, el tiempo que transcurren al margen de los padres es muy superior al de convivencia real con ellos. Pero ese tiempo es preciosísimo. Muchas personas se encuentran hoy con serias dificultades para estar con sus hijos y, ciertamente, ésta es una de las causas de algunas situaciones que hemos descrito.

Efectivamente, cuando se ve poco a los hijos, se hace mucho más difícil exigirles: en primer lugar porque se ignora lo que hacen y no se les conoce bien; y también porque se puede hacer muy cuesta arriba amargar con incómodas exigencias los escasos momentos de convivencia familiar. Nada puede suplir la presencia en el hogar.

Confianza

La autoridad de los padres depende mucho del cariño efectivo que perciben los hijos. Se sienten verdaderamente queridos cuando ordinariamente se les presta atención e interés, y cuando ven que se hace lo posible por dedicarles tiempo.

En este contexto se les puede ayudar con autoridad y con acierto: cuando se conocen sus preocupaciones, las dificultades que atraviesan con el estudio o con las amistades, los ambientes que frecuentan; cuando se sabe en qué emplean su tiempo; cuando se ve cómo reaccionan, qué les alegra o les entristece; cuando detectamos sus victorias o derrotas.

Los niños, los adolescentes y los jóvenes necesitan hablar sin miedo con sus padres. ¡Cuánto se adelanta en su formación cuando hemos conseguido que haya comunicación y diálogo con nuestros hijos! San Josemaría así lo aconsejaba: Aconsejo siempre a los padres que procuren hacerse amigos de sus hijos. Se puede armonizar perfectamente la autoridad paterna, que la misma educación requiere, con un sentimiento de amistad, que exige ponerse de alguna manera al mismo nivel de los hijos.

Los chicos —aun los que parecen más díscolos y despegados— desean siempre ese acercamiento, esa fraternidad con sus padres. La clave suele estar en la confianza: que los padres sepan educar en un clima de familiaridad, que no den jamás la impresión de que desconfían, que den libertad y que enseñen a administrarla con responsabilidad personal.

Es preferible que se dejen engañar alguna vez: la confianza, que se pone en los hijos, hace que ellos mismos se avergüencen de haber abusado, y se corrijan; en cambio, si no tienen libertad, si ven que no se confía en ellos, se sentirán movidos a engañar siempre[6].

Hay que alimentar constantemente este ambiente de confianza, creyendo siempre lo que digan, sin recelos, no permitiendo nunca que se cree una distancia tan grande que se haga difícil de cerrar.

La ayuda de profesionales de la educación en los colegios o instituciones a los que asisten nuestros hijos puede ser de gran ayuda: en la tutoría o preceptuación los chicos pueden recibir una formación personal valiosísima. Pero esta labor de asesoramiento no debe quitar el protagonismo a los padres. Y esto supone tiempo, dedicación, pensar en ellos, buscar el momento adecuado, aceptar sus formas, dar confianza...

Conviene apostar fuerte por la familia; sacar tiempo de donde parece no haberlo, y aprovecharlo al máximo. Supone mucha abnegación y no pocas veces implicará sacrificios grandes, que en algunos casos podrían incluso afectar a la posición económica. Pero el prestigio profesional bien entendido forma parte de algo más amplio: el prestigio humano y cristiano, en el que el bien de la familia se sitúa por encima de los éxitos laborales. Los dilemas, a veces aparentes, que puedan darse en este campo, se deben resolver desde la fe y en la oración, buscando la voluntad de Dios.

La virtud de la esperanza es muy necesaria en los padres. Educar a los hijos produce muchas satisfacciones, pero también sinsabores y preocupaciones no pequeñas. No hay que dejarse llevar por sentimientos de fracaso, pase lo que pase. Al contrario, con optimismo, con fe y con esperanza, se puede recomenzar siempre. Ningún esfuerzo será vano, aunque pueda parecer que llega tarde o no se vean los resultados.

La paternidad y la maternidad no terminan nunca. Los hijos están siempre necesitados de la oración y del cariño de sus padres, también cuando ya son independientes. Santa María no abandonó a Jesús en el Calvario. Su ejemplo de entrega y sacrificio hasta el final puede iluminar esta apasionante tarea que Dios encomienda a las madres y a los padres. Educar para la vida: tarea de amor.

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[1] San Josemaría, Conversaciones, n. 100.
[2] Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 407.
[3] San Josemaría, Conversaciones, n. 104.
[4] San Josemaría, Surco, n. 577
[5] Benedicto XVI, audiencia 27 de mayo de 2009
[6] San Josemaría, Conversaciones, n. 100.

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