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Cosme, Mártir: Valor del hombre

Cosme, Mártir: Valor del hombre
Mártir mexicano el cual da su vida a Cristo hasta el último momento.


Por: catholic.net |



De las pocas alegrías que existían en aquel enero de 1927 era el día de Reyes. El año anterior fue como una roja y grande pesadilla muy triste para todos los mexicanos, especialmente para Cosme: un pequeño gran héroe. Al pobrecillo la Navidad le supo a nada, lo mismo que el año nuevo. ¡Qué felices fueron los años que Dios le permitió vivir con su familia entera! ¿Por qué se le había ido todo de sus pequeñas manos? Cosme era muy valiente, y con ganas. Pero las ansias de llorar por las noches, escondido de los ojos de los demás, se le soltaban con facilidad, como se dice. Tenía apenas doce años y todo se le había complicado desde la muerte de su papá. Aquella fue una desgracia. Sin embargo, Cosme bien sabía que su papá era un mártir más de los miles que entregaron la vida hasta el último respiro, con un “¡Viva Cristo Rey!” sobre sus labios. Al pensarlo se reanimaba.

Ya vienen los Reyes. Cosme, contento, escribe su carta que depositará en su pequeño zapato, debajo de la cama. Su corazón rebosa alegría, y algo de emoción se le ve en la cara. Su enorme caserón, en la calle Reforma, se encuentra desierto. Su mamá ha salido al rosario, como todas las noches, sin miedo a los federales. Dos de sus hermanas, ya entradas en edad, trabajan en un local clandestino hasta las horas pico, haciendo folletos con la imagen del crucificado y de la Virgen de Guadalupe que luego Cosme reparte en la estación del tren, o fuera de los portales, desde las 5 de la madrugada. El agosto pasado murió su papá acribillado, a las afueras del santuario de la Virgen de Guadalupe, mientras se arrojaba contra un federal que ya le apuntaba con el fusil en la mera cara. Un disparo y su cuerpo se desplomó, igual que una caña de maíz al golpe fiero del sublime tajo. Cosme lo vio todo desde el campanario, adonde había trepado para lanzar piedras al ejército. Y aquella imagen la lleva tan incrustada en el alma, que ahora, al escribir su carta a Melchor, Gaspar y Baltazar, las lágrimas le salen tiernas, a chorros.

A la luz mortecina de una pequeña bombilla de petróleo, Cosme escribe así:

“Queridos Reyes Magos:

Como sabrán, me llamo Cosme López, tengo doce años y estudio por las tardes en el instituto Colón, porque por las mañanas ayudo un montón a mis hermanas, pues ellas me han dicho que todo lo que yo logre hacer servirá de mucho para que podamos volver a oír Misa en la Merced, recibir a Jesús en nuestro corazón y saludar al Padre Nicolás (porque desde hace cinco meses que no lo he visto y me siento muy triste).
Pienso que lo que ahorita les voy a escribir les va a extrañar, porque conociéndome desde hace años, saben muy bien que siempre les he pedido muchas cosas, y ustedes me las han traído todas, sin olvidarse de ninguna.
Pues bien, queridos Reyes, prepárense y no se me vayan a ir para atrás de la impresión.
Este año les voy a pedir UNA sola cosa (lo escribo con mayúscula para que se entienda lo que quiero: UNA SOLA COSA): quiero que le escriban a mi mamá los tres, pidiéndole que me deje ir con los cristeros del volcán. ¡Yo también quiero morir por Cristo Rey! Y de veras que no deseo otra cosa: ni juguetes, ni la bicicleta que siempre soñé, ni mi balón de cuero. No quiero nada a comparación de irme a Colima con los cristeros.

Miren, señores Reyes, yo sé que ustedes pueden hacer cualquier cosa, pues todos los años lo hacen. Lo único que les pido es esto, y ya. A mi papá se lo echaron los federales, delante de mis ojos y de los de mamá y mis tías. Yo escuchaba que por las noches hablaba con mi mamá, y juro que le escuché decir esto: “O me voy a Colima, o nos lleva el diablo” y luego insistía mucho en que “Si uno no daba su vida por Cristo Rey era un cobarde, y no ganaría el cielo”
¿Se fijan? Yo también quiero ser hombre, y retevaliente. Y de veras que a la muerte no le saco, mucho menos si sé que Cristo me cuida y que si muero, papá está ya en el cielo para recibirme (que conste que eso me lo ha dicho la abuela).
¡Por favor, se lo suplico! Miren, les prometo una cosa: como ustedes me consigan la carta, con todo y sus firmas, yo me cambio de nombre y me pongo Melchor Baltasar Gaspar López, en su puro honor. Luego me voy y les hago una estatua de esas bonitas que hay en todas las plazas de la ciudad, para que la gente sepa que ustedes son los mejores Reyes de toda la historia.
Mamá se muere de preocupación cuando le digo que no me pasará nada, y que hay muchos chiquillos de mi edad allá, luchando, sin miedo. Luego me dice que sobre su cadáver paso yo antes de marcharme. Pero yo no tengo miedo, señores Reyes, nadita de nada, porque comulgo diario (a escondidas, en la casa de la esquina) y aunque me crean un exagerado, aquello me calma un montón.
Me voy despidiendo si no quiero que llegue mamá y me encuentre con este papel y a estas horas de la noche aún despierto.
Se lo suplico: una cartita firmada por ustedes, para convencer a mamá, ¡por el amor de Dios! Ya se me antojaba pedirles de paso un rifle, una resortera con doble hule y unas carrilleras, pero no se preocupen: una vez que por ustedes me den el permiso de lanzarme al volcán, yo me consigo todo.
Los quiero mucho. Espero ver la carta para mamá el próximo seis de enero; les prometo que de la emoción ni pegar el ojo podré.
Su admirador número uno
Cosme

Al pequeño valiente la carta le quedó ni bordada. Un pequeño doblez y listo. La guarda en el cajón. Impaciente, esperará hasta la noche del próximo martes cinco de enero.
Cosme estira los brazos, pega un bostezo de oso y con agilidad apaga la bombilla, porque ha escuchado algunos pasos que se acercan hacia la habitación. Le entra un cierto temorcillo. -“Es mamá”- piensa. A oscuras recoge el tintero y las hojas de papel, que crujen al manejarlas. Abre de nuevo el cajón para depositar todo dentro, sin hacer el más mínimo ruido. Y así, encamisado, con pantalón y zapatos, se echa sobre la cama, haciéndose el dormido.
A dos metros de él, unos ojos tiernos le miran. Es su mamá. A la pobre señora, nada más ver al querubín, la mirada se le empañó de tiernas lágrimas.
- Pobre hijo mío –dice ella-, tan grandes son sus ganas por irse a la lucha.
Y después de acariciar la frente de Cosme y de plantarle un sonoro beso en la mejilla, se retira de puntillas para no despertarlo. Cosme la espía con el rabillo del ojo. Cinco minutos después caerá profundamente dormido.

La semana caminó lenta. Todo era pensar en la carta a los Reyes, aún cuando el trabajo exigía mucho esfuerzo y dedicación. Cosme repartía volantes de un nuevo boycot por toda Guadalajara.
Tanto le había entusiasmado escuchar los avances y las conquistas de los cristeros en los Altos, que le entró un loco presentimiento: mientras más volantes entregara, más personas se unirían a la lucha. En verdad, aquello se lo había escuchado a Mayra, su hermana mayor, que se encargaba de indicarle qué zonas de la ciudad habría que cubrir cada día. Se veían todas las mañanas, desde temprano.
- Y como logremos repartir todos estos volantes, chamaco, verás cómo en una semana las puertas de todas las Iglesias se vuelven a abrir.
Mayra lo decía muerta de alegría; y Cosme, un diablillo emocionado, le escuchaba. Movía sus dedos velozmente, tratando de coger un mayor número de papelillos, para llenar hasta el tope su mochila. Ella le ayudaba echándosela a las espaldas. Después salía Cosme, con gran cautela y decisión.
- Este niño es un macho.
Mayra murmuraba en silencio al verle partir, mientras que el frágil cuerpecillo de Cosme se perdía entre el bulto de personas que deambulaban por Tolsa, la antigua avenida de la ciudad, forrada de hules y bugambilias moradas, naranjas y azules.

A unas horas de distancia de la ciudad, más al norte de Jalisco, los levantamientos comenzaban a causar dolores de cabeza a los federales. Fue una explosión de gran magnitud, y en la que muchos hombres comenzaron a sacrificar su vida por su Rey, Cristo.

Cosme era un buzo para eso de la entrega de volantes: nadie sospechaba de él. Con su cara de angelito no levantaba sospecha alguna. Caminaba mucho, con la alegría de saber que Cristo reinaría a pesar de los esfuerzos enemigos.
Los volantes boycot eran una sutil invitación a coger las armas, a levantarse contra el gobierno y contra su anticatolicismo descarado. Los voluntarios habrían de unirse a las masas de gente que ya les seguían las huellas a Chema Gutiérrez, Pedro Sandoval y Teófilo Baldovinos, unos hombres muy piadosos, y de buen corazón; un temerario trío de valientes.
Aunque Cosme no los conocía cara a cara, se jugaba el pescuezo por ellos, porque sabía que él, en pocos días, sería un cristero más, de aquellos del volcán. Y nada más de pensarlo agilizaba más sus pies para conseguir entregar un mayor número de volantes, mientras recordaba a los Reyes. Porque esa era la única razón de todo: alistarse en la guerra santa, para lograr defender con heroicidad el nombre bendito de Cristo, Rey de su país.
Cosme miró el reloj. Faltaba media hora para el relevo. A las tres en punto habría de llegar Clemente, otro chico como él metido en tales cosas. Llegaría, cruzarían tres palabras, y Cosme, feliz y contento, para casa, que las lentejas de su madre ya le esperaban. Le sorprendió mucho ver que su mochila estaba completamente vacía, pues aquella mañana Dios le había favorecido mucho. Le dio contento comprobarlo. Pero luego, al revisarse bien las bolsas del pantalón, palpó un papelillo que crujió entre sus dedos. Cosme chasqueó los dientes, pues solía hacerlo cuando las cosas no marchaban bien. Sacó su mano, estiró el volante boycot, y dijo:
- De aquí no me voy hasta entregarte, volantito.
Exclamó decidido. Recogió la mochila del suelo y emprendió una caminata calle abajo. Se olvidó del relevo. No pensaba regresar a casa sin haber cumplido con su misión.
La suave pendiente por la que sus pies se deslizaban estaba rodeada de árboles y casas alineadas; a los lados se abrían tiendecillas y tabernas. Una fábrica de colchones se alzaba de entre las viviendas; parecía un monstruo de piedra, cristal y metal. La calle se iba haciendo cada vez más pequeña. Cosme, sorteando coches y cuerpos, caminaba con agilidad sin despegar los ojos de todas partes. No le era posible encontrar gente con buena cara, que aceptara con gusto el volantillo.
- Pos claro –pensaba- todos los buenos han de estar entrándole duro a las albóndigas.
Anduvo varias calles hacia abajo. En una parada que hizo para respirar, un recuerdo en forma de relámpago le taladró el cerebro. Mayra le había dicho que jamás se le ocurriera entregar volantes más allá de la avenida Juárez, porque aquellos barrios eran de gente contraria, cosa que podía resultar muy peligrosa. Y Cosme se puso a dudar. Había andado mucho tiempo. En el sitio donde se detuvo ni un alma transitaba. El único ruido era el de los coches que cruzaban la calle. Por el aire viajaban olores diferentes de comida, que provenían de las casas con las puertas abiertas. Sin embargo, el pequeño sabía que no podía regresar sin haber entregado todos las papeletas coloreadas. -“Ni hablar, a entrarle duro”- Cosme pensó solamente en el inmenso bien que estaba haciendo, porque ayudar a los cristeros de su país era lo más decoroso que un chico como él podía hacer. Además imaginaba lo que de antemano estaba por suceder: él, viajando plácidamente hacia Colima en un tren, y los batallones del volcán esperándole.
Con los ánimos por lo alto, y agarrándose fuerte los pantalones, Cosme se trepó a la acera de la calle y sus nudillos se estrellaron en la primera puerta que encontró. Un impulso ciego le movió a actuar así. Se encomendó a la Virgen de Guadalupe y dedicó un recuerdo a los Reyes magos, sus cómplices.
- ¿Sí? –preguntó una voz femenina desde el interior - ¿quién es?
Cosme tragó saliva. Miró de reojo el volante. Volvió a mirar hacia la puerta.
Respondió después.
- Buenas tardes, seño. Vengo de parte de la parroquia...
Aquella respuesta fue lo primero que le vino en mente. Sintió seguridad, porque él sabía que hablar en nombre de tan grande institución –como lo es una parroquia- seguro que le serviría de respaldo.
La puerta comenzó a abrirse lentamente. Las bisagras rechinaron. Una mujer cruzó el cerco de la entrada. Tendría unos treinta años, a lo mucho. El cabello castaño le caía sobre los hombros. La mirada era temerosa, o insegura, tanto, que en cuanto miró a Cosme rehuyó instintivamente de él.
- ¿En qué puedo ayudarte, chico?.
Inquirió sin separar los ojos del suelo.
- Mire, seño –exclamó Cosme- yo trabajo en la parroquia de los Santos Apóstoles. Aunque no me lo crea soy maestro de catequesis y bajo mi atención tengo un grupo chiquito de niños y niñas de seis y siete años. Pero hoy no hubo clases y aproveché para visitar algunas casas y repartir esto...
Cosme alargó el brazo y mostró el volante a la señora. Antes de hacerlo, revisó de un lado a otro la calle, cuidándose de que nadie estuviera vigilándolo, porque era la primera precaución que Mayra siempre le daba. El pequeño valiente esperó ansioso una respuesta de la mujer; por lo menos un gesto de aceptación. Después de un rato las dos miradas, al fin, convergieron.
- ¿El diez de enero se levantarán en armas?
Con una interrogación en la frente, la mujer fijó sus ojos en los de Cosme.
- Claro, seño; ¿a poco no sabe nada del asunto? Pues es el ingrato gobierno el que nos quiere cerrar para siempre las Iglesias y nos quiere dejar sin misa ni comunión. ¿Y usted cree que nos vamos a dejar así de fácil?
Cosme habló con aplomo y seguridad, como se dice. Estiró más el abrazo con ganas de dejar de una vez el último volante boycot que le quedaba por repartir. De pronto, la señora, con las cejas arqueadas y poniendo una cara de satisfacción al leer las letras de papelillo, dijo:
- Ah, chico, ahora entiendo...
Y Cosme, inocente, añadió:
- Claro, seño. Y al que no ayude, que el alma se le chamusque por traidor.
Cosme dio media giro y cogió carrera. Se despidió de camino, alzando la mano y gritando -“¡Gracias”!-
Instantáneamente, la señora cerró la puerta, metiéndole un tremendo golpe. Avanzó decidida, pegando más gritos que una guacamaya furiosa. Se abría paso entre los hombres y mujeres que le salían al paso; éstos guardaban silencio, mirándola con desdén.
- ¡Riverón!
Desaforadamente y con voz sofocada, la mujer seguía avanzando buscando al general José Riverón. Pero nadie le respondía. Buscó por todos los rincones de aquel enorme caserío céntrico, y nadie contestaba. Minutos más tarde encontró, al fin, a quien buscaba. Ingresó en una habitación.
Ahí dentro todos estaban en pie. La mujer, muy pálida después de la agitada búsqueda, detuvo sus pasos. Frotaba las manos, irresoluta. No se decidía de una vez a comunicarle al general lo que desde atrás venía gritando.
Enfrente de todos, sentado a la mesa y con un antiguo ventilador estrellándole el aire en la cabeza, el general Riverón le farfullaba algo ininteligible. ¿A qué cuento vendría tanto grito? ¡Como si no tuviese ya tantos problemas en qué pensar! Un reguero de papeles yacían extendidos por la mesa, y el sol bochornoso, caliente, se les colaba por las ventanas grises y oxidadas del lugar.
- ¿Desea algo, Leticia?
Riverón, con desmesursada prepotencia, preguntó. Entonces, mecánicamente, Leticia avanzó hasta él. Iba andando con la mirada fija al suelo, y el brazo por delante, que sostenía el volante boycot que le había entregado Cosme.
- Otro enemigo más, general...
Aquellas fueron las únicas palabras de la mujer, porque después ella misma prefirió callar. Al general Riverón, nada más mirar el papelillo, sintió que los ojos se le salían fuera, y como si el aire se volviera irrespirable, pesado.
Todos los que ahí dentro se encontraban guardaron también silencio. Los que entraban dejaron de hablar. Al momento, el general, sin pena, lleno de rabia, se subió sobre la mesa y comenzó a hablar. Dijo:
- Camaradas, está a punto de estallar otra revuelta. Nosotros somos los encargados de evitar que esto suceda. Y si queremos que nuestras cabezas no cuelguen de algún poste de luz, hay que comenzar a moverse ahora mismo.
Una voz varonil le interrumpió:
- ¿Otra revuelta? Pues, ¿qué esta gente no escarmentó con la muerte de ese fanático de Anacleto?
Todos comenzaron a hablar, indistintamente. El general siguió hablando:
- Tenemos la orden de aplacar esta furia religiosa de la ciudad. No me importa cómo. Y si la gente no escarmentó con una muerte, pues les daremos mil más... A ver si como roncan, duermen.
Nadie respondió. Leticia, seguida por otros diez hombres, salieron de la habitación, y fueron a plantarse detrás de una máquina de escribir, de un teléfono y de un altero de folios infinitos. El general Riverón, desde la mesa, estrujaba entre sus manos callosas y morenas el volante boycot. Decía entre dientes:
- A ver quién se sale con la suya, malditos cristeros...
Se alzó de un brinco y cerró la puerta.

Mientras tanto, Cosme regresaba feliz a su casa. El día se le pintaba fenomenal. Además, ¡había logrado entregar todos los volantes boycot del día! Ya casi podía ver la cara de felicidad de su mamá y de Mayra al saberlo.

Lejos de ahí, en Colima, los primeros levantamientos del año ya se habían fraguado. Muchos batallones cristeros, huyendo del feroz enemigo, se plantaron en las faldas del volcán. Era de verse la gallardía de estos hombres, que antes preferían pasar frío, hambre y necesidad, que permitirse la osadía de ver los sagrarios vacíos. Desde ahí comandaban todas las operaciones cristeras del occidente del país. Los organizadores, que se guarnecían en Guadalajara, les hacían llegar víveres, municiones, ropa y otras cosas que se necesitaba allá, entre el frío de la sierra y las inclemencias del cielo, que cada noche tronaba.
Luego las explosiones se suscitaron en otras muchas regiones. En Guadalajara el levantamiento se había previsto para el diez de enero, es decir, cuatro días después de la llegada de los Reyes Magos. “Suficiente para irme a Colima” pensaba Cosme.
Al pequeño, se le hacía imposible evadirse de tal ensueño. Ya se podía ver montado sobre un caballo, con sus carrilleras al pecho, su escapulario y, sobre su sombrerito de paja, bordado en letras de chaquira dorada, las palabras “¡Viva Cristo Rey!” .
Cosme había terminado de comer. Estaba pensando todo esto, mientras reflejaba su cara en el fondo del plato vacío.
- ¿Qué tal el trabajo de hoy, Cosme?.
Mayra se plantó delante de él. Acababa de regresar del centro de operaciones de las Brigadas Femeninas. Traía los cachetes rojos y la mirada llena de luz.
- Requetebien, Mayra... –respondió Cosme.
Luego, el pequeño pegó un brinco, se agachó debajo de la mesa y cogió su mochila; la alzó frente a Mayra, que le miraba bien interesada.
- Mira, ¡ni uno sólo me quedó por repartir!
Cosme abrió el cierre y mostró el interior vacío y oscuro de su mochila. Mayra respondió con una sonrisa de complacencia.
- ¡Qué suerte tienes, chamaco! Ojalá y a todos los que les entregaste las papeletas nos echen una mano, o que por lo menos recen por nosotros...
Mayra suspiró. Cosme, emocionado, quiso platicarle las peripecias ocurridas en la mañana.
- ¡Claro que nos apoyarán! Mira, Mayrita –le dijo con cariño-. Hoy me encontré con una señora que se interesó mucho, muchísimo en lo que yo estaba haciendo. Se lo vi en los ojos. Me preguntó muchas cosas, porque quería enterarse de todo para podernos socorrer con dinero. Y lo chistoso fue que con ella fue la última casa que visité y...
- ¿Qué dices?¿Estuviste entregando volantes de casa en casa?
Mayra se levantó precipitada de la silla. Entrecerró los ojos, y no los despegó de los temblorosos labios de su pequeño hermano. Esperó la respuesta. Cosme, la mar de confundido... Luego se dio cuenta que había metido la pata, y feo, porque él ya sabía que “jamás habría que repartir volantes ni en las casas ni en los comercios, sólo en las calles, las plazas y los kioscos”.
- ¡Contesta, Cosme...!
Cosme tenía los ojos saltones y enrojecidos, que parpadeaban constantemente. Las palabras angustiosas de su hermana lo habían puesto a escurrir. Escondió el rostro entre sus manos.
- ... sí... el último lo di a una seño, en una casa de la calle... Reforma.
¡Buena la que se desató entonces en aquella cocina! Tan grande fue el enfado de Mayra, que por sus gritos todo el vecindario se enteró del asunto. La mamá de Cosme, que platicaba a la puerta de la casa, hubo de despedir a la visita y, presurosa, averiguar qué cosas sucedían con tales gritos.
- ¡Te lo dije mil veces, chiquillo: esas casas están infestadas de gente mala del gobierno! –Mayra recriminaba - ¡Te metiste en la boca del león, condenado!
La mamá de Cosme entró en la cocina. Mayra, estaba sulfurosa; Cosme, muy sentido, casi llorando.
- ¿Qué sucede? – inquirió la señora.
- Ay, mamá... este niño que se nos ha metido en un problemón.
Mayra se llevó las manos a la cintura, ofuscada, levemente embravecida. Pensaba. Cosme, permanecía en silencio.
- A ver, hija, explícate.
- ¡Justo lo primero que le digo que no haga, y este cabezón va y lo hace! –afirmó-. Le dije mil veces que jamás se le ocurriera entregar volantes en las casas, y mira: hoy lo hizo. ¡Ah, y además estuvo entregándolos más allá del mercado Libertad, cosa que también le había prohibido!
Entonces, Cosme se echó a llorar, dejándose caer sobre la silla. Se puso inconsolable el chiquillo. Su mamá quiso ablandar la embarazosa situación, diciéndole a Mayra que le bajara a sus jaleos, pues que no era para tanto.
- ¡Pero mamá! –exclamaba ella- ¡Lo que Cosme ha hecho ha sido peligrosísimo! O todos nos andamos con pies de plomo, o nos cachan y nos llevan al bote.
Las cosas comenzaron a serenarse. Pasaron algunos minutos, y a Cosme le abandonaron las ganas de seguir chillando. Para eso, su hermana había salido de allí, medio molesta aún.
La señora se puso a lavar los trastes, sabiendo que aquel disgusto de Mayra ya pasaría. De vez en cuando le dirigía la palabra a Cosme, que seguía tumbado sobre la silla, con la cara escondida, y los ojos medio mojados aún. Le decía que ya no se apurara, pero que a la próxima fuera más cuidadoso con las indicaciones que en la A.C.J.M. le daban. Cosme se incorporó como pudo. Con coraje habló así:
- Yo sólo quería ayudar, mamá, ¡lo prometo!
Dijo lo mismo varias veces, dejando caer su diminuto puño sobre la mesa, para sacar toda su tristeza con ese movimiento.
- Además, no me importa que me metan a la cárcel por andar ayudando a los cristeros del volcán... de veras, mamá, no me importa...
A la señora le conmocionó enormemente escucharle a su hijo tales afirmaciones, porque ella más que nadie sabía que el pequeño lo decía poniendo toda el alma en ello. Ser madre es conocer lo más recóndito del corazón de los hijos. Ella estaba segura que su hijo estaría dispuesto a cualquier cosa con tal de hacer algo por Cristo. La lucha contra la fe se encarnizaba cada vez más, y Cosme lo sabía por todas las historias que escuchaba en las oficinas de los acejotaemeros. La única salida que al pobre le quedaba era esa, la de luchar en la guerra santa, con los cristeros del volcán.
- No me importa que me castiguen. No les tengo miedo.
Añadió Cosme antes de salir. Su mamá le miró tierno. Él, por adentro, pensó en que ya poco tiempo faltaba para que los Reyes le trajeran su regalo. Pensarlo le armaba de valor. Salió de la cocina; su mamá también, después de cerrar el grifo de agua.

Las horas pasaban lentas. Las cosas empeoraban más. El gobierno estatal se mostraba al acecho de las insurrecciones, que comenzaban a brotar en la región alteña de Jalisco. Los cristeros necesitaban armas y apoyo moral; mientras que los federales tiempo y mucho seso para darle al clavo en sus macabrosas operaciones homicidas. Las noticias del levantamiento planeado para el diez de enero había llegado ya a oídos de los más altos dirigentes del ejército nacional. Noticias frescas del exagerado general Riverón. Y los muy sin vergüenzas, ni tardos ni perezosos comenzaron a movilizarse, desde las regiones circundantes hasta concentrarse en la capital del estado. -“Guadalajara habría de ser salvada de las garras cristeras”- según ellos. Más de siete mil soldados recién egresados del H. Colegio Militar, fueron destinados a combatir en suelo jalisciense. Los cristeros de los Altos, con el rodar de las horas, se volvían más, y mucho más fuertes. Todos ellos, a las órdenes de Gorostieta, “el gran jefe de la División del Sur”, avanzaban veloces y se extendían por todas las regiones, cual manchas de aceite. El gobierno ateo y déspota se cuidó mucho de ellos, y puso en marcha un plan de ofensiva jamás visto en la historia del bendito país. Si les resultaba imposible aniquilar las interminables columnas de los cristeros y las apelotonadas escaramuzas de “campesinos farsantes y religiosos” –como solían llamarlos- que, por otro lado, se multiplicaban como conejos, entonces habría que comenzar por “desinfectar” el campo de aquellos grupos religiosos, o laicos, a los que se les consideraba también “altamente peligrosos”. Riverón, el odioso general, puso los ojos en la A.C.J.M. y en las BB (Brigadas Femeninas). Nadie se le opuso. Su voz era adormecedora; a todos convencía. Y para él, como para todos sus, compinches estas dos eméritas instituciones, cuna de santos y mártires, serían blancos perfectos para descargar sobre ellas el tremendo odio que sentía por la Iglesia. Serían las dos joyas que coronarían de gloria su joven y brutal carrera militar.

*****

El corazón de Cosme era enorme. Dentro de él cabría todo un mundo. A Mayra no le guardó rencor, a pesar de que sus gritos en aquella comida le habían hecho sentirse tan mal, como se dice. El pobre se sintió más insignificante que una pulga perruna. Ese día, el de la discusión, cuando el atardecer se convertía en una bella noche de enero, noche de luna menguar, Cosme ingresó en la habitación de Mayra para pedirle perdón. Ella se volvió la mar de ternura y compasión. La actitud de su hermanillo le dejó sin habla, pues lo único que pudo hacer fue darle un coscorrón de cariño y obsequiarle una barra de chocolate. Cosme se fue a dormir con el alma más tranquila que un amanecer. El día siguiente sería cinco de enero. Esto constituía su gran alegría.

*****

Riverón se despertó de malas, como siempre. Abrió los ojos con mucha pereza. Refunfuñó al ver que nadie le había despertado.
- ¡Pérez! –gritó.
Unos agitados pasos se acercaron hasta la oscura y reducida habitación. Un hombre menudo, flaco, se paró a la entrada. Con el juego de luces y sombras que le daban en plena cara figuraba un espectro fantasmal.
- Dígame, mi general – contestó.
- Pérez, dígame, ¿dónde diablos se compró usted ese cerebro de asno que lleva, pedazo de masa humana?
El general se revolcaba entre las cobijas, intentando encontrar su reloj de cadena que siempre llevaba asido a la chaqueta. Pérez tragó saliva, y la vio venir; comprendió a qué venía aquel fastidio.
- ¿No le dije que me despertara a las cinco...? ¡Mire... son las siete y media!
El tonto federal se puso de colores. Su cara se volvió verde, del mismo tono de su traje arrugado y ceñido. No respondió. Su silencio, descaradamente, fue quien le delató.
- ¡Por su culpa no podré hacer nada de lo que planeé ayer!
Y saliendo de la cama con los pelos de punta, echándose el último bostezo, despidió a Pérez con un -“¡Largo de aquí, buitre!”-. Por lo bajo, cuando el ordenanza se marchaba, Riverón lo insultó con palabra ásperas y poco educadas, que el despistado federal ni siquiera escuchó.
El sanguinario Riverón había planeado dar el golpe de su vida ese mismo día, cinco de enero. Idear el plan le había robado el sueño de cuatro días. Se la pasó encerrado en la oficina, a candado echado, para que nadie le molestara. Por allí se decía que se le daba bien pensar con lucidez, cosa que era para sorprenderse, pues la mayoría de los de su especie eran lo suficientemente incapaces como para poner en funcionamiento sus atrofiadas y entumidas neuronas. Era verdad: los generales del ejército tenían fama de tontos, o mejor dicho, de burros, aunque se las dieran de muy gallitos, de muy matones.
El ambicioso plan era el siguiente. Riverón, acompañado por un nutrido grupo de hombres y mujeres “comprados” con dinero sucio, saldrían a las principales calles de la ciudad disfrazados de mendigos o borrachos –de lo que les sobrara cara-. Se repartirían en puntos estratégicos, donde los soplones les habían dicho que los jóvenes acejotaemeros distribuían volantes boycot. Realizarían primero una operación espía, para identificarlos; luego, les acusarían de “disturbar el orden público”. Después de identificarlos y amenazarlos llevarían la información al cuartel de la ciudad, donde podrían disponer de tres soldados para ir en su busca, detenerlos y llevarlos con la chota. Ya ahí se encargarían de hacerles renegar de su religión.
Pero ahora, gracias al estúpido olvido de Pérez, Riverón se había quedado bien dormido, y la gente que el general había conseguido con tanto trabajo había desesperado en la espera del general: decidieron volver a sus casas y dar al traste con el fantástico plan del ogro de Riverón. Cuando el general se enteró de la situación estuvo a punto de balacear al ordenanza Pérez.
Entrada la mañana, Riverón seguía tan ofuscado que no había sol que le calentase. Se desayunaba un café negro, pensando qué demonios podía hacer. ¡Jamás permitiría que pasara un día más sin hacer algo! La ciudad entera podía estallar en cualquier momento. Y si aquello sucedía, su cabeza tendría precio...
- ¡Pérez!- desaforadamente, el diabólico general rugió. Los cristales vibraron. El aire se volvió denso. Y Pérez, corriendo, ingresaba en la cocineta del cuartel, llevando las manos por detrás y la mirada perdida en el suelo. Esperó las agrias órdenes de su general. Riverón dijo:
- Gracias a su memoria de chicharra el plan me lo echó a perder. El dineral y el tiempo que invertí al prepararlo todo, usted, réprobo, lo ha tirado en el cesto de la basura. Y parece que a usted le vale un muégano, ¿verdad? Pues fíjese, tarado, que las cosas no se van a quedar así. Ahora mismo se me va, se me disfraza de mendigo y se larga corriendo a la avenida Alcalde. Se me aplasta allí y se espera hasta el mediodía. Debe regresar aquí antes de las dos de la tarde, con la información necesaria para saber a cuántos indios vio repartiendo volantes, esas papeletas de colores que invitan al levantamiento el próximo domingo. ¡Hoy mismo hay que frenarles el paso a esos jovenzuelos idiotas...! ¡¿Entendido?!
Antes de que Pérez pudiese asentir, en la incómoda estancia irrumpieron dos soldados. Venían gritando y con las caras llenas de ansiedad, como si hubiesen visto a Satanás en persona.
- Perdón, mi general...
- Mi general, escuche...
Exclamaban a la par. Nadie sería capaz de entender lo que trataban de decir. Pero al final consiguieron aquietarse y hablar con más calma. Riverón, nada más escucharles, dejó caer su pesado brazo sobre la mesa. La información que aquellos dos agraristas era delicada. Ellos lo soltaron todo de un tirón, sin darle tiempo al general de tomar aire.
- Por eso hemos venido rápido con usted, porque sabemos que se trata de un asunto bien grueso...
El general se quedó pensativo.
- ¿Se le ofrece otra cosa, mi general?
Los dos soldados y Pérez no sabían si salir de la habitación o quedarse dentro para recibir nuevas órdenes. Y Riverón no decía nada, aunque en sus ojos brillaban las ganas de hacerlo. El general, una vez más, se encontraba entre la espada y la pared, indeciso. El estómago se le volvía del tamaño de una nuez. Apretaba los dientes, y temblaba sin control. Se restregaba los pelos de la cabeza, inquietamente. Dos minutos pasaron. Riverón había meditado mucho. Ahora comenzó a hablar.
- Pérez –ordenó- vaya a donde le ordené hace rato. Consígase cinco hombres más, y dígales que hagan guardia en la Plaza de la Liberación.
A Pérez le entró la duda:
- ¿Debemos ir armados, mi general?
- ¡Pos claro, animal...! ¿No has oído lo que dijeron este par de zopencos? –señaló a los soldados y éstos se ruborizaron- ¡Los malditos acejotaemeros han preparado una repartición masiva de volantes boycot por toda la avenida Alcalde!
A Riverón le salía espuma por la boca. Sus dientes amarillos le daban mayor feracidad a sus despampanantes gritos.
- Sí, mi general... a la orden – contestó Pérez y salió corriendo.
- Y ustedes dos pélenle directito a la comandancia y díganle al licenciado Redondo que nos abra huecos en la cárcel, pos hoy habrá muchos detenidos... ¡Esos mocosos tontos verán por fin quién es el que manda aquí!
El estruendoso golpe que Riverón le dio a la puerta de la habitación una vez que salieron los dos agraristas, fue ensordecedor. Los que en el cuartel se encontraban, pensaron que un estallido de bomba había producido aquél ruido. Luego supieron que no había sido sino un berrinche más del general. Riverón, mustio y encolerizado, se ponía las botas y el uniforme. Pensaba ir a inspeccionar la zona céntrica de la ciudad.

*****

El anhelado día por fin había llegado. A Cosme le fue casi imposible conciliar el sueño durante las largas horas de la noche. Estuvo inquieto los primeros minutos después de acostarse. Comenzó a decirle a su mamá que no podía dormir porque no se sentía cansado. -“Hoy no estudié mucho ni repartí volantes”- le decía desde la cama. Después fueron las cobijas, que le raspaban la piel. -“Ay, mamá, parecen lijas...”- afirmó el pequeño. La oscuridad del cuarto nunca le sentaba bien. -“¿Podrías encender la luz del pasillo?”- Luego, dijo que podía apagarla una vez que él hubiese conciliado el sueño, lo cual nunca sucedió. La pobre mamá de Cosme se la pasó también en vela, procurándole a su pequeño Cosme todo cuanto sus inventos pedían.
La pura verdad era que Cosme andaba bien ilusionado, pensando en la carta que les había pedido a los Reyes. Todo era pensar y pensar en que él llegaría muy pronto a ser de las filas cristeras de Colima. Como en Guadalajara aún nadie se levantaba (sino hasta el siguiente diez de enero), por tal motivo, Cosme soñaba en marcharse para aquella cálida ciudad.
Cantó un gallo y dieron las seis de la mañana. Cosme se duchaba, cantando. Después de almorzar salió con Mayra al trabajo. Caminaba sin hacer comentarios. Iba pegando saltos pequeños, de contento. Mayra le espiaba con el rabillo del ojo, limitándose a sonreírle y, de vez en cuando, a desacomodarle el peinado. El trabajo de aquella mañana había comenzado desde la madrugada; terminaría cerca de las seis de la tarde. Después de la repartición de volantes boycot habría una reunión especial, en la que Mayra sería la moderadora. Ella era de las cabezas principales de la A.C.J.M; Cosme, su parlanchín.

*****

El licenciado Redondo estaba tan entusiasmado, que propuso a los soldados de Riverón celebrarlo con vino. Los soldados, a pesar de ser amantes de la botella, no aceptaron.
- Onde nos coja el general, no le cuento, licenciado...
El licenciado Redondo se encogió de hombros y comenzó a apurarle a la botella. Comenzó a recorrer algunas de las dependencias de la comisaría junto con los federales de Riverón. Aquellas eran unas galerías enormes y oscuras, húmedas y malolientes, donde encerraban a la gente más peligrosa de la ciudad. Durante la semana funcionaba como cárcel preventiva; mientras que los fines de semana se utilizaban como salón de bailes sociales. El licenciado iba contando con el dedo los cuartos vacíos. De la chaqueta sacó una cajetilla cromada de cigarrillos para ofrecer a los soldados.
- ¿A cuántos podemos encerrar aquí?
- ¡A los que quieran! Hay lugar para todos. Con las ganas que les traigo a esos bandoleros fanáticos, soy capaz de prestarles la comisaría entera con tal de que les pongan freno a sus manifestaciones públicas.
Cruzaban pasillos y pasillos y aquel horrendo edificio parecía infinito. Al licenciado Redondo le llenaba de emoción ver cómo en pocas horas aquellos rincones se apiñarían de gente ingenua y tonta que pregonaba a Cristo como Rey supremo y universal.
- Pos ahoritita mesmo me lanzo a comunicárselo al general.
- No tarde en hacerlo –decía Redondo- no tarde nada en írselo a decir. Además, si no caben aquí abajo, yo puedo conseguir que nos presten una hacienda en Tesistán. Ustedes avisan y yo pongo la solución. ¡Por fin veré encerrados a esos tontos acejotaemeros!
Los federales salieron rayando, llevando una respuesta satisfactoria para Riverón. El licenciado Redondo se puso contentísimo. Avanzó hasta su oficina de donde cogió una botella de mezcal y comenzó a entrarle duro al vicio.
- El día ha llegado...
Pensaba entre chupete y chupete.

*****

En las oficinas clandestinas de la A.C.J.M. nadie había advertido jamás la infiltración de espías del gobierno. Nadie podía imaginar que alguno de los chicos o chicas que laboraban ardientemente allí podía ser un traidor comprado con dinero sucio. Todos se conocían muy bien, y para que alguien nuevo pudiese ingresar era asunto largo y delicado, meticulosamente estudiado. El único requisito que se ponía era: “trabajar con tesón para lograr que en México, Cristo fuese el único y eterno Rey”. Pero, a pesar de tanta vigilancia y tanto cuidado, alguien había ido de soplón... ¿Cómo se habían enterado los federales del odioso Riverón? A fuerzas, alguien les fue con el chisme: “El 5 de enero habrá repartición masiva de volantes boycot”. Y aquella mañana nadie se había dado cuenta de que el gobierno de Guadalajara comenzaba a movilizarse para dar el sablazo final.
Como todas las mañanas los jóvenes acejotaemeros tuvieron su junta de responsables de zona. Se les había advertido que parte del éxito definitivo se jugaría con la repartición de volantes. Leyeron un comunicado de René Capistrán Garza, presidente de la asociación, y luego comenzaron a preparar las bolsas y las mochilas para el ataque esperado. Cosme los veía a todos desde una esquina del salón. -“Me parece que lo mejor es andar arriba de un caballo y luchando con el rifle”- pensaba. Posó la barbilla sobre sus manos y comenzó a soñar despierto, como de costumbre. ¡Era 5 de enero! Esa noche era la noche de Reyes. La carta autógrafa que con tantas ansias les había pedido casi podía verla dobladita debajo del árbol de Navidad. Cosme seguía soñando sin necesidad de cerrar los ojos. Sólo quería imaginarse el arbolito de Navidad, los foquitos intermitentes, el pequeño Nacimiento y una decorada cajita al lado con su nombre.
Frente a él, los jóvenes acejotaemeros se apoyaban, dándose mutuas felicitaciones:
- Que los Santos Reyes nos bendigan, hermanos. Hoy más que nunca los necesitamos. Les invito a encomendarnos a la Virgencita antes de salir para nuestras zonas. Que Dios Santo nos vigile desde arriba. Y que con esta obra que vamos a realizar se beneficie todo el país.
Rodolfo terminó. Sus palabras las dijo con el alma, y se llevó un prolongado batir de palmas.
- Yo creo –decía Elena- que jamás nos ha faltado la ayuda de Dios, que siempre nos ha mostrado descaradamente cuánto quiere que su Hijo reine de nuevo en México. A las pruebas me remito. ¿Cuándo nos ha sucedido alguna desgracia? – todos se voltearon a ver-. Por eso veo conveniente y necesario que le demos gracias y que en este día pongamos todo nuestro empeño por entregar todas las papeletas que Andrés nos ha repartido.
Un nuevo aplauso inundó la casa. Cosme se puso muy emocionado. -“Si supieran que yo me voy a luchar... –pensaba- ¡seguro me aplauden toda la mañana!”. Mayra terminó de recolectar su material y el del pequeño Cosme. Los demás chicos habían terminado también. Las mochilas y los maletines se veían bien rellenos. Antes de salir todos se pusieron de rodillas y rezaron devotamente tres Avemarías y un Credo. Luego hubo repartición de zonas y consignas generales, que todos sabían ya de memoria –especialmente Cosme-. Comenzaron a salir por parejas, con el alma rebosante de alegría y confianza en Dios. La mañana se pintaba fresca y de colores. Era 5 de enero.

*****

- Conviene que tú también te vayas disfrazando. No creas que esos sonsos se andan sin cuidarse las espaldas. Son como las víboras: rápidos y abusados.
Pérez quería permanecer en el cuartel, pero Riverón le obligó a salir a las calles a cazar a los fanáticos acejotaemeros.
- Pero, mi general –decía entre dientes- yo no soy para esas cosas... Mire que soy bien macho y...
- ¡Cállate! –el general se enrabietó- ¡Aquí haces lo que yo mande! Ponte esas faldas y píntate los labios. Irás vestido con esto, y la harás de mi mujer...
El general le lanzó unas faldas a la cabeza y Pérez se marchó a una habitación con el rostro enfurecido y los labios apretujados, como aguantándose las ganas de escupir algo. Varios federales soltaron risotadas al verle pasar. Pérez, enojado, les enseñó las pistolas, ordenándoles guardar silencio; pero los ebrios de sus compañeros no hicieron caso y le siguieron hasta la habitación armándole gran burla.
Lo que tramaban estos desalmados no tenía nombre. Riverón había conseguido reunir a más de doscientos hombres bajo sus órdenes. Dedicó horas enteras en pensar el plan y exponerlo a los ignorantes de sus súbditos, que no sabían otra que pegar tiros al aire y apurarle lindo al tequila. Como alguien les había dicho que aquella mañana habría manifestación del enemigo, Riverón no se la pensó dos veces: consiguió hombres, armas, pelucas y atuendos femeninos. Algunos de sus federales saldrían a las calles disfrazados, para así poder pasar desapercibidos. Y Riverón salió del cuartel escoltado por un batallón de... mujeres. ¡Vaya escena! Los soldados que iban disfrazados se pusieron rojos cuando sintieron las miradas de los transeúntes sobre sus caras. Pérez seguía refunfuñando. Jamás había caminado con zapatos de tacón, y al pobre le costó horrores lograr dar siquiera dos pasos.
Riverón hizo un alto frente a la panadería del barrio.
- ¡Pérez! –ordenó-, ven pa´ cá.
El pobre ordenanza arrastraba los pies. Las faldas no lograban cubrirle lo suficiente para taparle las piernas peludas que le salían por debajo como si fueran dos palos de madera forrados de estropajos. Se veía realmente desagradable.
- Toma estos pesos y cómprate veinte piezas de pan, de esos bollitos que nos llevan pa´ el almuerzo. Y pídete también diez refrescos.
La cara del soldado se iluminó.
- Oiga, mi general –decía-, no sabía que asté tuviera estos detalles. ¡Con la condenada hambre que traigo!
- No seas animal –replicó Riverón-, pos ¿qué pensastes: ya la hicimos, no? Los panes y los refrescos no son para ustedes. Faltaba más.
Minutos más tarde, Pérez salió de la panadería, cargando dos bolsas de papel celofán. Riverón se fue hacía él, cogió las cosas y las puso sobre una banca de metal que franqueaba la entrada. En voz alta comenzó a explicar a su grupo de disfrazados:
- Oigan bien. Ora vamos a preparar unos loches de jamón, ate y vidrio pulverizado. Cada uno de ustedes se coge dos lonches y cuando encuentre en la calle a uno de esos desgraciados acejotaemeros se lo ofrece diciéndole que es un regalo por su...-el general dudó-, por su... valentía, eso es.
Y delante de todos, Riverón abrió el primer refresco, lo bebió todo de un golpe y después asió la botella para estrellarla sobre el mochuelo de la banqueta.
- ¡Orale, a trabajar!
Aquello se ponía serio. Los jefes del ejército que luchaban en Colima habían contado a Riverón, días pasados, que este truco les había funcionado bastante bien en aquella cálida ciudad. Con el vidrio pulverizado incrustado en un inflado pastel de chocolate habían logrado aniquilar a un joven acejotaemero, mientras que los otros compañeros del desafortunado chico quedaron gravemente heridos al haberse tragado el cristal. Riverón confió en tal barbaridad y no dudó en ponerla también él en práctica. Si lo de las “tortas de vidrio” funcionaba, ya se habría echado veinte acejotaemeros de un solo tiro.
- ¿Listos? –preguntó a la flota- ¡Píquenle, pues, que ya es tarde!
Emprendieron de nuevo la caminata. Pérez llevaba dos crujientes tortas debajo del chal azul que llevaba encima. El berrinche se le había pasado y ahora sólo pensaba en la alegría que le daría presenciar una muerte por atragantamiento de cristal. Los demás soldados también reían, cínicamente.
Anduvieron poco tiempo más, unas cuántas cuadras abajo, cuando vieron a lo lejos su objetivo: tres chicas y un chico, que repartían volantes boycot...

*****

Cosme salió de la Iglesia de San Felipe. Mayra seguía dentro, rezando. El pequeño deseaba decirle lo que había pedido a los Reyes Magos. Total: en pocas horas Mayra se enteraría, y Cosme creía que era mejor decírselo desde antes del anochecer, para que así ella se fuera preparando. Mayra todavía no estaría enterada. A Cosme, la emoción le obligaba a pensar constantemente en la carta y las filas cristeras del volcán de Colima. Imaginaba todo a lo grande. Los caballos, los amaneceres, el atardecer en la sierra, las luchas por Cristo Rey... En aquella carta, que era una expresión de lo que más anhelaba su corazón. Recordaba las palabras de su papá antes de morir, cuando él lo presenció todo desde el campanario del Santuario, aquel Santuario que él ayudó a defender tan valientemente. La imaginación se le fue hacia la noche en que murió su papá. El ruido de metralla. Su mamá corriendo hacia el desvalido cuerpo del marido. Las últimas frases de su papá, donde le dijo que “más valía morir por Cristo que vivir sin El”. La noche. En la noche aquella había prometido que también él seguiría los mismos pasos que su papá, aunque los nervios y el profundo dolor quisieran frenarle los pasos. Cosme estaba en otra guerra que él había escogido meses atrás, como la escogió su papá.
Mayra le sorprendió cuando estaba casi junto a él.
- ¿Por qué me miras así? ¿Te pasa algo? – Mayra acarició la mejilla de Cosme-, quizá estás algo asustado, chamaco. Pero no te preocupes: hoy, a pesar de que es la misión más difícil que nos han dado, ya verás cómo la Virgencita y los Reyes nos echan una mano.
Cosme cambió de posición la mochila y dio los primeros pasos, caminando hacia la avenida Alcalde. La mirada de Mayra le siguió.
- ¿Qué? –volvió a preguntar- ¿Ha pasado algo?
Cosme volvió la mirada hacia su hermana.
- Hoy es cinco de enero, ¿lo sabías?
Quería dar la noticia, pero dudaba. Apartaba la atención de Mayra con su andar apresurado. El día parecía tener algo de misterioso y trágico.
- Los Reyes Magos llegan esta noche. Es el día más emocionante de todo el año. Yo creo que no voy a poder dormir.
De repente frenó los pasos, se volvió a Mayra y dijo:
- Mayra, quién sabe si no es hoy mi último en Guadalajara. A lo mejor mañana mismo estoy en otra ciudad.
Hablaba rápido, entrecortadamente. Mayra agachó la cabeza. Se acercó hasta el pequeño.
- ¿Qué dices, Cosme?
- Que mañana me voy para Colima. Los Reyes Magos me conseguirán el permiso de mamá. Sólo quería avisarte para que vayas viendo lo de conseguirte más ayuda en la oficina, alguien que pueda sustituirme.
Por la cabeza de Mayra pasaban en aquel momento las bromas que Cosme solía hacer de vez en cuando. Debiera haber supuesto que, efectivamente, no era otra cosa que una broma de su valiente hermano.
- Ay, chamaco travieso. ¿Todavía andas con esos cuentos?
- Mayra, no son cuentos –decía Cosme sin quitarle la mirada de encima-, vas a ver que mañana, a estas horas, tú, mamá y Carmela estarán despidiéndome en la estación del tren.
Cosme volvió la vista hacia el fondo de la calle.
- Esta noche llegará el mejor regalo que jamás haya recibido.
Cosme apretó el paso. Mayra rió por dentro. Los dos miraron hacia el frente. En la avenida se iban acrecentando los coches y los ruidos. Mayra dejó a Cosme que se adelantara lo que quisiera. Cosme caminaba deprisa, como si quisiera que el tiempo pasara veloz y que la noche llegara por fin. Al pasar por el Santuario de Guadalupe, Cosme vio el campanario. Lo miró fijo y no dijo nada.

*****

Riverón se sentó junto a sus federales. Riverón decía muchas veces a sus buitres:
- Mal van ahora las cosas. Como no podamos frenarles el paso a estos niños soñadores, hay que irnos cuidando del pescuezo. Habrá guerra y hambre. Habrá mucha necesidad.
Los soldados, junto con Ortiz, habían aprendido a callar cuando el general hablaba. Les parecía que él tenía la razón en todo. Compartían opiniones con él, y si él decía algo era porque de veras sucedía así.
Esperaban sentados, debajo de un camichín, en la jardinera central de la Plaza de la Liberación. Aquel general rodeado de faldas y piernas peludas era la atracción del momento. Nadie les quitaba los ojos de encima, cosa que a Riverón molestó un poco; sin embargo sabía que ese era el precio de la misión que se le había encomendado. Todo estaba listo. Sólo era cuestión de ver acejotaemeros repartiendo volantes, ofrecerles una torta, invitarles a caminar unos pasos y ¡zas!, atraparlos entre tres o cuatro. El licenciado Redondo se encargaría del resto.
Los minutos seguían pasando. El sol quemaba más. La desesperación crecía y los soldados comenzaban a enfadarse de seguir en espera. Las golondrinas volaban encima de ellos, elípticamente. De pronto, como salidos de la nada, vieron delante de ellos, parados, sobre los escalones de ingreso de la Catedral, una chica y un niño, algo extraños.
- Allí están los primeros...
Murmuró Riverón y señaló con su brazo a los chicos.
- ...déjenmelos a mí...
Riverón se alzó de golpe. Llamó a Pérez. Se tomaron de la mano, como marido y mujer, y caminaron hacia los peldaños de ingreso de la Catedral. Pérez se ruborizó. Riverón enfocaba la vista y apretaba los dientes.
Mayra repartía volantes en la entrada de la Catedral. Cosme permanecía sentado a su lado, cuidando de la mochila y echándole aguas por si veía circular alguna patrulla.
Oración + Luto + Boycot el 10 de enero = ¡VICTORIA!

Decían los innumerables billetitos que los acejotaemeros repartían por toda la ciudad aquella calurosa mañana. Billetitos que sin saber los perseguidores, ni a qué hora, ni quién los hacía, ni cómo los fijaban, aparecían pegados en todas partes: en las esquinas de las calles, en las puertas y las ventanas de las casas, en los postes de luz, en los árboles de los jardines, en los coches y los tranvías, en el palacio de Gobierno. Los perseguidores no lo sabían... hasta aquella mañana.
- Señor, disculpe. Buenos días.
- Buenos días, chica. ¿Puedo ayudarte en algo?
- Sí, señor, en mucho. ¿Usted iba a entrar a la Catedral, verdad?
- Claro que sí. Lo hago desde pequeño. Soy fiel devoto del Sagrado Corazón. Y me vale un cacahuate que este maldito gobierno nos quiera prohibir hacerlo.
- ¿Su esposa?
- Sí, es mi esposa... Lo que pasa es que cogió una tos bien grave y la pobrecilla no puede hablar. Pero ella también es muy católica y devota.
- Mire, señor. Me llamo Mayra Sandoval. También yo soy católica y de las devotas. Desde que comenzaron los pleitos entre el gobierno y la Iglesia me decidí a ayudar para que nada ni nadie intente robarnos la fe. Por eso vengo repartiendo estos papelillos. Como usted comprenderá, los católicos necesitamos unir fuerzas para poder vencer al enemigo. Contamos con su apoyo. Tome uno y que pase buenos días.
- Gracias, chica.
Mayra quedó contentísima cuando entregó aquel volante. Volteó a ver a Cosme, para compartir con él su alegría, cuando, de repente, vio cómo dos mujeres con cuerpo de hombre se acercaban al pequeño, tomándolo después de la mano, para obligarlo a caminar. Cosme, asustado y sin saber qué hacer, miró a su hermana y peló los ojos.
- ¡Cosme!- gritó Mayra.
La chica quiso correr hacia el pequeño cuando una mano pesada le cayó sobre el hombro, sujetándole con fuerza, clavándole los dedos sobre la carne.
- ¡Suélteme! ¡Me lastima! ¡Qué pasa!
- ¿A dónde vas, niña tonta?
- ¡Pero... usted!
Mayra se llevó el susto de su vida. El hombre al que acababa de entregar el volante era el mismo general Riverón, con Pérez, “la supuesta esposa con tos”.
- Se les acabó el jueguito.
Pérez se fue corriendo hacia los federales que habían aprehendido a Cosme. Riverón sujetaba con fuerza a Mayra. Después de amenazarla con la muerte de su hermano, le obligó a caminar junto a él, como si nada hubiese sucedido. Mayra sentía el corazón en la garganta. Pensó en Cosme. Imaginó lo peor. Rezó un Ave María por su pequeño hermano. Comenzó a llorar en silencio, pidiendo que por favor no le hicieran nada al niño y que ella podía responder por los dos. Riverón hacía caso omiso. Se perdió entre la gente, llevando a Mayra sujetada salvajemente por el brazo.

Las horas que siguieron fueron angustiosas para la mamá de Cosme. La pobre señora había regresado del Rosario cuando se encontró a Mayra toda despeinada y con un moretón en la mejilla, del tamaño de una ciruela. Cuando Mayra pudo hablar, porque las lágrimas y el sentimiento se lo impedían, explicó lo que había sucedido. Es de imaginarse la cara que puso su mamá. Las piernas se le debilitaron y hubo que acercarla a una silla; después, calmarla. Mayra estaba ofuscada. Había mandado llamar a los chicos de la A.C.J.M. y entre todos se habían dividido la ciudad para ir en busca del pequeño Cosme. Los chicos y las chicas no podían creer lo que había sucedido. Y en lugar de lamentarse, se pusieron en camino y recorrieron toda la ciudad en parejas, al caer la tarde. La mamá de Cosme, una vez que se sintió mejor, aunque no dejara de llorar se puso a llamar a los parientes para contarles la tragedia. En pocos minutos lograron reunir a decenas de ellos en su casa. Entre sollozos y lamentos Mayra les contó otra vez la historia.
- Pero, ¿para dónde tiraron esos desgraciados, hija?
Preguntaba uno de los tíos. Mayra, todavía consternada, no podía contestar.
- Lo habrán encerrado en los separos de la judicial. Allí es a donde se llevan a los que agarran. La semana pasada encerraron a dos chicos del barrio, dizque porque traían un escapulario de fuera, cuando está prohibido llevar objetos religiosos.
Mientras cada uno daba su opinión, la mamá de Cosme se preparaba en la habitación. Se miraba al espejo y le entraba la lloradera al pensar en su pequeño Cosme, que posiblemente estaría sufriendo mucho. Al salir de la habitación con su velo gris sobre la cabeza, fue a la cocina y tomó algunas frutas y unos panquecillos. Guardándolos bajo el brazo salió de la casa acompañada por dos de sus hermanos ya mayores. Buscarían por todas las comandancias de la ciudad, jurando que no descansarían hasta saber el paradero del niño.
Se acercaba la noche. Todas las familias comenzaban a reunirse en la mesa para la cena de Reyes. En los comercios se agotaban las roscas. Y por algunas horas la ciudad entera recuperaba algo de sus tradiciones con aquella antigua celebración. La noche de Reyes al fin llegaba.

*****

El licenciado Redondo abrió la puerta y Pérez, que andaba con faldas y chapas rosadas, entró sujetando a un niño pequeño y asustado.
- ¿No me diga que este también es de esas ratas, jefe?
- También... ¿Onde quieres que lo encerremos, tú?
- En la última celda, jefecito. Es la más pequeña y la más oscura. Este diantre de chamaco debe pagar caro el andar pasándose de lanza. Si a esos acejotaemeros ya los traigo entre los ojos.
Pérez empujó a Cosme dentro de la celda. El feroz soldado, una vez que cerró la puerta de metal, miró a Cosme, como diciéndole: “No sabes en la que te has metido, niño tonto”. Lo miró largo tiempo, y después de sonreírle con crueldad apagó la luz del angosto corredor y desapareció.
Cosme se echó en un rincón, sintiendo pocas fuerzas para seguir de pie. Las callosas manos del federal le habían lastimado. Las rodillas las traía humedecidas de sangre y los ojos llenos de agua. Los federales, a lo lejos, se burlaban de él a carcajadas. Cosme, en medio de la oscuridad, comenzó a llorar. En voz alta pedía ayuda, pero nadie le escuchaba. Luego vino el terror que le invadió por completo. Por más que enfocaba la vista no lograba percibir nada en la densa oscuridad de la celda. Daba unos pasos y su nariz chocaba contra los helados barrotes de la reja. Llamaba a su mamá, luego a Mayra y a Carmela. Cerraba los ojos para recordar a su papá y pedirle ayuda. Comenzó a rezar, acordándose mucho de la Virgencita. Y sin querer se imaginó qué feliz sería en aquellos instantes si no le hubiesen sorprendido repartiendo volantes. Recordó que era cinco de enero y que esa noche pasarían por casa los Reyes. La carta. Cuando pensó en la carta sintió que todo se le derrumbaba. ¿Quién si no él iba a ponerla dentro de su zapato y debajo de la cama? Y si los Reyes pasaban de largo al no ver la carta... “Dios mío, por favor” sollozaba el pequeño “Haz que vuelva a casa”. Cosme, juntando las manos, hizo una oración larga y muy fervorosa, pues el valiente chiquillo no se alzó del piso hasta después de haberla terminado.
La ilusión se fue. Sonaron las doce de la noche. Cosme llevaba cinco horas encerrado. Nadie le había traído agua, pan ni noticias, por más que se la pasó haciendo ruido y pidiendo conmiseración. Lo de la carta parecía un sueño lejano. Una fantasía inalcanzable.

*****

La mamá de Cosme confiaba mucho en Dios. Habían recorrido casi todas las comisarías de la ciudad y aún no habían podido dar con su Cosme. Sus tíos desesperaban al pasar el tiempo y no tener ni una miserable pista. Pero la mamá, con la fuerza del amor, no desistió. Si ellos querían retirarse a descansar y continuar con la búsqueda al siguiente día, ella se las arreglaría sola. Su corazón de madre le decía que el pequeño estaba muy cerca de ahí. Ahora, ya cuando faltaba poco para dar con él, sería inconcebible dar marcha a atrás.

*****

- ¡Niño! Ven acá.
Cosme se talló los ojos, pero frente a él solamente veía una silueta de hombre con un objeto largo que le apuntaba. La silueta se movía de un lado a otro, como inspeccionándole de arriba a abajo.
- ¿No oyes, demonios? ¡Qué vengas, te digo!
El piso helado le había entumido las piernas de Cosme. Y como estaba ya entrada la noche, y el pequeño no había comido ni cenado nada, se sentía débil al dar los primeros pasos. Vaciló por unos momentos, pero por fin pudo acercarse a los barrotes y salir de aquella húmeda y fría pocilga. El federal que le llamaba, nada más verlo fuera de la celda, le metió un puntapié a la altura del abdomen. Cosme cayó al piso con el pecho y el estómago flexionados. Jamás había sentido tanto odio contra él. Lloró amargamente. Llegaron dos soldados más, que se veían ebrios y aprovechados. Tomaron a Cosme por las axilas y lo arrastraron todo el corredor. Cosme, aterrado y muy débil, pensaba en su mamá.
Entre tanto el general Riverón había llegado a la comisaría. Venía con su uniforme de gala. Cuando preguntó por el chico le contestaron que estaba encerrado y fuera de peligro. El lo mandó llamar. Llegaron los federales con Cosme.
- Aquí está mi general. Es el niño que agarraron a mediodía, en las gradas de la Catedral.
- Acérquenlo.
Cosme no podía sostenerse en pie. Tenía sangre seca alrededor de la boca. Los pelos en plena revolución, porque a un soldado le había dado por sacudirle la cabeza con fuerza brutal. Aún no había recuperado todo el aire que le sacó la patada que le puso un ebrio soldado, cuando Riverón, al verlo más cerca, se quitó el cinturón de cuero y comenzó a azotar al pequeño. ¡Qué escena! Unos salvajes alrededor de un inocente niño de doce años. Los golpes retumbaban por todos los corredores, en todos los pasillos, en los pechos de cada soldado. Riverón andaba bien borracho. Nada más supo que ya tenían a un acejotaemero, enseguida sintió prender en cólera. Y tan grandes eran sus ganas de descargar su odio en aquel cuerpecillo desnudo y ensangrentado que comenzó a hacer barbaridades. Los soldados, viendo que el pobre chamaco comenzó a sangrar por todas partes, le decían:
- ¡Ya estuvo suave, general! Párele, hombre, párele ya.
Cosme no decía nada. No podía. Las palabras se le habían ido. El cuerpo le dolía tanto y la cabeza le quería explotar. Aquellos azotes eran una inhumanidad tremenda, algo que no daba para más. Riverón se había comportado como un vil cobarde. Lo único que hizo fue demostrar su poca hombría.
El pequeño se detenía la sangre de la nariz con una mano, y con la otra se restregaba las piernas arrastrándose hacia un rincón, a donde fue a dar una vez que Riverón sació momentáneamente su odio por los acejotaemeros.
Al momento llegó Pérez gritando:
- Mi general, en la entrada hay una mujer pidiendo a gritos que le abramos la puerta.
Y el soldado, acercándose más al general, le susurró al oído:
- ... es la madre de este mocoso...
- Cuando te avise, le abres. Antes, quiero hacerle unas preguntitas a este niño tonto.
Pérez se fue y Riverón se paró delante de Cosme. Dijo:
- Mira, niño. Yo sé que tú quieres irte a casa a descansar. No creo que estés interesado en pasar la noche de Reyes fuera de casa, ¿o sí? No creo que un chamaco como tú quiera quedarse sin regalos esta noche. Pos bien, si quieres que te deje libre dime quién es el jefe que te ha estado mandando a repartir volantes. Responde y te suelto ahora mismo.
Cosme se tapó los ojos. Le entraba un miedo horrible verle los ojos a Riverón. Se acurrucaba más mientras pedía que le dejara en paz, afirmando que él no sabía nada de lo que decía.
- Mira, niñito. No quieras pasarte de listo. Tengo varios días espiándote y te he visto entregar cientos de papeles como éste...
Riverón sacó de su chaqueta un volante boycot que arrebató a Mayra antes de dejarla libre. Cosme no quería mirarle.
- ¡Contesta, chamaco! ¿Quién te mandó entregarlos?
Pero Riverón no lograba sacarle palabra alguna. Dirigiéndose a uno de los soldados que contemplaba la escena, ordenó:
- Díganle a Pérez que deje pasar a esa señora...
Dos minutos más tarde, la mamá de Cosme llegó hasta la habitación donde Riverón amenazaba al pequeño.
- ¡Hijo de mi alma! –la mamá de Cosme se lanzó sobre él, le cubrió de besos y caricias, prorrumpió en llantos- ¿Qué te han hecho, mi niño?- decía y volviéndose al general, exclamó:
- ¡Animal!
Los soldados se carcajearon. Riverón, enfurecido, mandó que salieran todos, excepto Cosme y su mamá. Luego, se dirigió a ella:
- Señora. Le pido más respeto. Yo, represento la autoridad y no puedo permitir que nadie me ofenda así. Este niño ha sido detenido por haber desobedecido las órdenes del gobierno. Habría de agradecerme que a su hija la dejé en libertad, con la condición de detener a este niño.
Cosme se abrazaba a su mamá, diciéndole al oído:
- Mamá, sácame de aquí. Vámonos a casa, mamá. Tengo que llegar antes que lleguen los Reyes. Tengo miedo, mamacita; tengo mucho miedo.
Su mamá lo apretaba contra su pecho, intentando calmarlo. Riverón continuó:
- Si su hijo nos dice de dónde ha conseguido estos papeles, lo dejaremos libre. De lo contrario... –Riverón dudó unos instantes-, de lo contrario pagará muy caro, con la muerte.
- ¡Está loco! –replicó la valiente señora- ¡Mi hijo no dirá una palabra ni usted le volverá a tocar un pelo!
Y decidida, la mujer se alzó tomando a Cosme entre sus delicados brazos. Quiso dar los primeros pasos cuando Riverón se le dejó ir recetándole una estruendosa bofetada.
- ¡Ya le he dicho que no me ande contestando así!
Y el asunto se complicó. Cosme quedó petrificado. Veía a su mamá yacer sobre el suelo, quejándose en silencio y con la mirada llena de susto y de dolor. El canalla de Riverón aprovechó la ocasión para deshacerse de la mujer primero y luego del niño. Intentó patearla cuando Cosme, que lo había visto todo, se echó sobre su mamá y la protegió con su cuerpo. Se le abrazó con todas sus fuerzas, pidiendo misericordia.
- ¡Pérez! ¡Pérez, venga acá con un garrote!- gritó; y dirigiéndose a Cosme, exclamó: ¡Ya verás si no te quitas, niñito!
Riverón estiró la mano y tomó una pesada y rugosa madera que el soldado Pérez le había conseguido. Haciendo acopio de fuerzas levantó el madero. Midió distancia. Debajo de él, Cosme seguía protegiendo a su desvalida mamá. Riverón respiró hondo dos, tres veces, y pegando un grito endemoniado dejó caer la madera con todas sus fuerzas sobre los frágiles brazos de Cosme. El golpe fue tremendo. Cosme tenía los brazos desfigurados, y por varios lugares le salían pedazos de hueso con sangre.
El pequeño Cosme se aterrorizó al verse así, y comenzó a lanzar gritos de dolor. Aquello era espeluznante. Pérez se estremeció. Tan inhumano veía todo aquello que se abalanzó contra el general pegando un rugido.
- ¡Párele, mi general... lo va a matar!
La mamá de Cosme se colapsó. Pero el ebrio general hacía oídos sordos y seguía golpeando con un odio vigoroso.
- ¡Dime con quién trabajas, mocoso!
- ¡No digas, hijo, no digas! – la mamá lo alentaba así, a cumplir su deber de guardar el secreto. Entre sollozos repetía:
- ¡No diga nada, mi niño!
Cosme apretaba la boca y temblaba sin control. Todavía tenía fuerzas para sonreírle a su mamá y decirle quedito al oído: “...hoy vienen los Reyes, mamacita...”. Pérez salió corriendo en busca de alguien que pudiera frenar al general Riverón, que en esos momentos estaba hecho un demente. Pero sería demasiado tarde. Acometido de rabia infernal, el general, al verse vencido por un niño y una mujer, volvió a elevar el garrote para estrellarlo contra el cálido pecho de Cosme. Vino un último y atroz golpe, a la altura del pecho. El garrote chocó contra el cuerpo del pequeño, produciendo un sonido hueco. A Cosme, los ojitos se le encrisparon y la tensión de sus manitas que se asían al cuerpo de su mamá comenzó a ceder gradualmente. ¡Apenas se puede creer! Luego de unos segundos su frágil cuerpecillo cayó rendido sobre las manos de su mamá, que gemía en silencio, con los ojos mirando al cielo. El alma blanca de Cosme voló hacia el cielo. Riverón lanzó lejos el garrote, escupió al piso y se marchó.
*****

Días después de la triste tragedia, cuando la noticia de que Riverón había sido acribillado por un batallón cristero a las afueras de Guadalajara llegó a oídos de toda la ciudad, Mayra se atrevió a contar a su mamá el secreto que Cosme le había revelado la mañana antes de morir. Las dos, cogidas de la mano y con el alma rota y sumida en los hermosos recuerdos del querubín que Dios les había prestado doce años, llegaron a la habitación del pequeño. Y entre las hojas del cajón del escritorio encontraron dobladita y decorada la carta que Cosme había escrito a los Reyes Magos. Después de leerla con los ojos llenos de lágrimas, la mamá de Cosme, acercándose a la ventana, suspiró. Estrujó contra su pecho la cartita y oró en silencio. Mayra cerró el cajón.

 



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