11-S: Un grito de dolor que conmocionó el mundo
11-S: Un grito de dolor que conmocionó el mundo (9/11)
Por: Llucià Pou Sabaté |
Aquel 11 de septiembre de comienzos de milenio vivimos un día amargo, se nos encogió el estómago viendo por la televisión el ataque terrorista a las torres gemelas del World Trade Center en Nueva York y al Pentágono en Washington.
Ha sido un momento que pasará a la historia, por la muerte de tantos inocentes; por la imagen de los que estaban encerrados como ratoneras en las plantas superiores y pedían socorro por las ventanas, o se tiraban al vacío para huir de las llamas; por las víctimas que aún yacen entre escombros, no sabemos cuántos están aún con vida...
Ante un momento así, ¿qué se puede hacer? Innumerables preguntas sin respuesta asaltan a todos, y los creyentes nos planteamos cómo Dios permite en su Providencia que los hombres sean libres de cometer tanta maldad. Es el momento de rezar por los que aún quizá sufren bajo tanta runa, por los familiares angustiados tras esta tragedia, por los gobernantes del mundo...
Ha sido un acto terrorista que ha ido más allá de toda ficción que han publicado en las novelas del género, nos ha hecho ver que somos vulnerables, que no controlamos tantas cosas, que basta unas personas fanáticas para que todo cambie, que cosas que parecían seguras como los rascacielos queden como estructuras ingenuas, expuestas a cualquier atentado.
Son días de pensar en quienes son los culpables, pero pienso que sobre todo en estos días nacerán muchas semillas de compromiso en nuestros corazones, para llevar adelante la construcción de un mundo mejor en el que no pasen estas cosas, que surgirá de estas torres gemelas un sentimiento de que todos somos hermanos, de que no podemos construir más torres de babel que nos dispersan (en tantos foros internacionales por ejemplo) sino un nivel mundial la dignidad de la persona, un nuevo orden internacional...
Un grito de dolor ha conmocionado el mundo cuando los cuatro aviones kamikaze golpearon salvajemente no sólo el corazón financiero y militar de Estados Unidos sino los corazones de todos. Juan Pablo II, en la audiencia del día siguiente pedía a Dios que este milenio, con la ayuda de todos, sea un milenio de paz y no de odio. Pienso que expresaba el Papa -con palabras entrecortadas- muy bien lo que sentimos muchos en nuestro interior: “Ante acontecimientos como éstos de un horror inenarrable es imposible no quedar consternados.
Me uno a todos los que en estas horas han expresado su indignada condena, reafirmando con vigor que los caminos de la violencia nunca pueden llevar a auténticas soluciones de los problemas de la humanidad. Ayer fue un día oscuro en la historia de la humanidad, una terrible afrenta contra la dignidad del hombre”.
Comentaba que al conocer la noticia, siguió “con participación intensa el desarrollo de la situación, elevando al Señor mi intensa oración. ¿Cómo pueden verificarse episodios de tan salvaje crueldad? El corazón del hombre es un abismo del que emergen en ocasiones designios de inaudita ferocidad, capaces en un momento de trastornar la vida serena y laboriosa de un pueblo”.
Aquel día 11, después de ver las imágenes “apocalípticas”, recé la Liturgia de las Horas, y cuál fue mi sorpresa ante la primera lectura de aquel día (del profeta Habacuc): “¿hasta cuándo, ¡oh Yahvé!... Mirad a las naciones y ved, y quedaréis sobrecogidos y estupefactos, pues está para cumplirse en vuestros días una obra que, si os la contaran, no la creeríais... pueblo feroz y arrebatado, que marchará por las anchuras de la tierra... es espantoso y terrible;... sus caballos son más ligeros que el tigre, más voraces que lobos nocturnos. Sus jinetes avanzan con insolencia, sus caballeros vienen de lejos, volando como el águila que se precipita para devorar. Todos llegan para entregarse a la violencia... se burla de los reyes, se mofa de los príncipes, se ríe de todas las plazas fuertes... es un criminal que hace de su fuerza su dios...”: expresa muy bien esta situación en la que sentimos que no estamos seguros, que no podemos controlar todas las posibilidades, y esas torres que pensábamos inexpugnables, se han demostrado débiles como de papel.
Pero no nos podemos dejar llevar por el pesimismo, pues –como seguía diciendo el Papa el día 12- “la fe nos sale al paso en estos momentos en los que todo comentario parece inadecuado. La palabra de Cristo es la única que puede dar respuesta a los interrogantes que desasosiegan nuestro espíritu.
Aunque la fuerza de las tinieblas parezca prevalecer, el creyente sabe que el mal y la muerte no tienen la última palabra. Aquí encuentra su fundamento la esperanza cristiana; aquí se alimenta, en este momento, nuestra confianza orante...”
El maligno, el demonio, y la malicia que el corazón del hombre es capaz de albergar parecen ganar la batalla. Pero Jesús, que quiso amar hasta morir en la cruz y que continúa sufriendo en cada persona que sufre, nos invita al verle colgado, clavado en la cruz, y aprender a abandonarnos confiadamente en Dios como Él supo abandonarse, sabiendo que Él saca de grandes males, grandes bienes. Él nos muestra que la guerra está ganada, aunque se pierda alguna batalla.
¿Qué puede haber de bueno en una cosa tan maligna? Quizá podamos comenzar una nueva era de relaciones entre todos los pueblos donde impere el amor y tanto egoísmo como ha habido en el siglo XX deje paso a un nuevo orden internacional.