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Homilia del DOMINGO XXIV - Tiempo Ordinario Ciclo C

Homilia del DOMINGO XXIV - Tiempo Ordinario Ciclo C
¿Creemos realmente que Dios desea estar con nosotros? ...






"Domingo XXIV – Padre Misericordioso”

( Ciclo "C" )


+ Evangelio de hoy: uno de los textos más conmovedores de toda la Biblia: sin dudas, la parábola más hermosa que haya sido jamás contada. Meditada y contemplada durante siglos, ha inspirado a poetas, escritores, pintores y músicos. Y lo que es más importante: es un ejemplo que nos muestra acabadamente que el protagonista de la misma (que es el Padre, y no el hijo [parábola del Padre Misericordioso, y no del hijo pródigo]) está hecho de amor y ternura infinita, capaz de perdonar siempre aún lo más imperdonable, capaz de amar con un amor que nos devuelve a la vida, nos re-engendra, nos redime, nos rescata, nos salva, nos sana, nos santifica... Es por eso que la consideración del contenido de esta parábola ha conducido a muchos pecadores empedernidos por el camino de una profunda conversión. En mi humilde opinión, esta parábola es teológicamente tan densa y atrevida, que constituye una de las pruebas más relevantes de la divinidad del que la pronunció por primera vez en la historia

+ Para comprender mejor esta parábola, debemos situarla en el contexto en que se haya ubicada: el cap. 15 del Evang. de San Lucas (es el corazón del Evang. de Lucas. Es como un Evang. dentro del Evang. Quien comprende este capítulo, comprende el Evangelio en su dinámica más original y profunda: la del amor del corazón de Dios Padre):

* “Todos los publicanos y pecadores se acercaban a Jesús para escucharlo. Los fariseos y los escribas murmuraban, diciendo: «Este hombre recibe a los pecadores y come con ellos». Se trata de los peores pecadores de la época, que descubren en la predicación de Jesús a un Dios que, lejos de amenazarlos, les asegura su amor, y los invita a una respuesta semejante, para desconcierto de estos “modelos” de postura religiosa que eran los fariseos de entonces... y de todos los tiempos...

+ Jesús contesta con tres parábolas que tienen mucho en común:

* La del Pastor gozoso (mal llamada de la “oveja perdida”, pues lo que Jesús quiere mostrar es el gozo del Pastor, y no el hecho de que la oveja se haya perdido...): “¿Quién de vosotros que tiene cien ovejas, si pierde una de ellas, no deja las 99 en el desierto, y va a buscar la que se perdió hasta que la encuentra? ¡Nadie, naturalmente! Este modo de obrar contradice la más elemental lógica humana; si decimos incluso “más vale pájaro en mano que cien volando”, para el presente caso, ni dudarlo: mejor las 99 aseguradas... y la que se perdió... ¡allá ella, por aventurera!

“Y cuando la encuentra, la pone contento sobre sus hombros” Curiosamente, si nos sucediese a nosotros, lo más probable es que hagamos volver a patadas a la ovejita, descargando sobre ella la tensión generada por su extravío... como a veces algunas mamás, sumidas en desesperación porque han extraviado a su hijito, lo primero que hacen al recuperarlo es darles una paliza...

“De igual modo, habrá más alegría en el cielo por un pecador que se convierta, que por noventa y nueve justos que no tengan necesidad de conversión” (¡es desconcertante! Dios no mira las cantidades, sino a cada uno, y le dice: “Tú eres mi hijo muy querido”...).

* La del Encuentro festivo (mal llamada de la “moneda perdida”) Notemos que la dracma es una moneda de poquísimo valor... Pero, una vez más, Dios ve las cosas de otro modo: Del mismo modo, les aseguro, se produce alegría ante los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierta”...

* Y la del Padre Bueno (muy mal llamada “del hijo pródigo”: la enseñanza de Jesús no apunta a destacar la miseria del hijo, sino el amor del Padre)
En los tres casos, hay presente una alegría sobrenatural y extraordinaria por el encuentro de algo que estaba perdido, y es encontrado: la vida de un hijo de Dios...

Centremos ahora nuestra atención en la parábola en cuestión: desmenucémosla poco a poco, para comprenderla aún en sus detalles:

«Un hombre tenía dos hijos. El menor de ellos dijo a su padre: "Padre, dame la parte de herencia que me corresponde."
Pedirle a alguien la herencia en vida, es como decirle indirectamente: ¿Porqué no te morís lo más pronto posible, así puedo disponer de tus bienes...?

“Y el padre les repartió sus bienes”.
Imaginar los comentarios de los amigos del Padre: su falta de autoridad, la educación equivocada que les dio a sus hijos; “castigo ejemplar”; “desheredarlo”, “quitarle el apellido”, etc.

“Pocos días después, el hijo menor recogió todo lo que tenía y se fue a un país lejano, donde malgastó sus bienes en una vida licenciosa”....

¿Qué solución proponían las leyes judías frente a una actitud semejante?
Dt. 21,18-21: “Si un hombre tiene un hijo rebelde y díscolo, que no escucha la voz de su padre ni la voz de su madre, y que, castigado por ellos, no por eso les escucha, su padre y su madre le agarrarán y le llevarán afuera donde los ancianos de su ciudad, a la puerta del lugar. Dirán a los ancianos de su ciudad: «Este hijo nuestro es rebelde y díscolo, y no nos escucha, es un libertino y un borracho.» Y todos los hombres de su ciudad le apedrearán hasta que muera. Así harás desaparecer el mal de en medio de ti, y todo Israel, al saberlo, temerá”. Nada de esto hay en el Padre, que prefiere quedar con el corazón partido de dolor antes que lesionar la libre decisión de su hijo. En todo caso, el Padre comprende que hay un tiempo para educar a los hijos, y un tiempo para apostar a la educación que se ha dado a los hijos, para que adopten decisiones libres y responsables, también frente a Dios...

“Ya había gastado todo, cuando sobrevino mucha miseria en aquel país, y comenzó a sufrir privaciones. Entonces se puso al servicio de uno de los habitantes de esa región, que lo envió a su campo para cuidar cerdos”. Se trata de un animal impuro para la mentalidad judía, lo cual da la pauta de que este muchacho se encuentra en territorio de paganos; es decir, muy lejos de Dios, de la casa paterna; y de su dignidad de hijo, poco queda, estando como está ahora, entre cerdos (animal naturalmente sucio, desagradable y repulsivo) ...

“Él hubiera deseado calmar su hambre con las bellotas que comían los cerdos, pero nadie se las daba”. Consecuencia de lo apenas dicho: el hijo ha caído al nivel de las bestias... ¡o más bajo aún! (pues ellas sí tienen para comer, y él no)...

“Entonces recapacitó y dijo: "¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia, y yo estoy aquí muriéndome de hambre!" Ahora mismo iré a la casa de mi padre y le diré: "Padre, pequé contra el Cielo y contra ti; ya no merezco ser llamado hijo tuyo, trátame como a uno de tus jornaleros." Entonces partió y volvió a la casa de su padre”. Este “recapacitar” es lo mismo que convertirse: es darse cuenta de la realidad: es ver las cosas exactamente como son, y proceder en consecuencia (el pecado es una mentira, una visión distorsionada y falsa de la realidad, un engaño mayúsculo...). Pero notemos que esta conversión es “a medio pelo”. El hijo no ha recapacitado viendo el dolor que ha provocado en su Padre; sino que ha decidido volver a él porque tiene hambre, y no tiene para comer... Se compara con los empleados de su Padre, y se conforma con ser uno de ellos... Y sin embargo, el Padre, que es el mismísimo Tata Dios, acepta esta vuelta, acepta esta “conversión” cuyos móviles o son tan puros ni desinteresados. Él ama tanto a su hijo que ni siquiera se detiene a notar todo esto. No es un patriarca cómodamente instalado en sus posesiones, ni un terrateniente que gobierna con mano de hierro... Para él, desde que se fue ese hijo de su amor, ya no tiene más nada que perder... Y se ha consumido la vista oteando cada tarde el horizonte, soñando con la vuelta de ese hijo, adivinando su figura en el horizonte. Por eso reacciona como cuenta el Señor en el Evangelio:

Tratemos ahora de “ver” con la imaginación todo lo que sigue:
“Cuando todavía estaba lejos,...”
(para los “amigos” del Padre: este “hombre mirando al sudeste” es un tipo sin autoridad...

“Su padre lo vio y se conmovió profundamente”...
Esta conmoción no es un movimiento de la voluntad, que decide perdonar al hijo... Es mucho más anterior, mucho más profunda: en este sentido, una persona no “decide” conmoverse, sino que esto ocurre espontáneamente, como cuando nos ruborizamos, se nos entrecorta la respiración por la emoción, o se nos escapan las lágrimas en el llanto... Se trata de algo que surge de lo más profundo de nosotros mismos, de nuestras entrañas... Como el amor que une a una madre con su hijo, en el cual reconoce al fruto de sus entrañas, carne de su carne y sangre de su sangre; y esta clase de actitudes no son novedosas en Dios: cuando el pueblo elegido decía
«El Señor me ha abandonado, el Señor me ha olvidado.», Él contesta:
- ¿Acaso olvida una mujer a su niño de pecho, sin compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues aunque ésas llegasen a olvidar, yo no te olvido”. (Is. 49,14)

“Corrió a su encuentro,”
No se trata de alguien que, gravemente ofendido, se queda esperando que le vengan a pedir perdón, para refregarle al otro en la cara la osadía de haber cometido semejante sacrilegio: el Padre abandona la casa sin pensar que, a los ojos de otros “bienpensantes” puede estar haciendo el ridículo y falto de autoridad; no se esconde en su casa pensando que “lo que corresponde” es que quien ofendió venga de rodillas a pedir perdón; es un Dios que se adelanta a perdonar, que “se baja del caballo”, que da a torcer el brazo, y lo hace primero... Su única autoridad es la compasión, y su perdón no es humillante, sino el comienzo de una fiesta (que efectivamente se verifica, por orden del mismo Padre), como ocurre con todas las auténticas reconciliaciones, que siempre son motivo de festejos. Desde la perspectiva de Dios, un acto - quizás oculto - de arrepentimiento, un pequeño gesto de generosidad, un momento de verdadero perdón, es todo lo que se requiere para que se levante de su trono de gloria, corra hacia su hijo y llene el cielo de sonidos de alegría divina .

“Lo abrazó y lo besó efusivamente”...
Gestos que, en un contexto como éste, son demasiado profundos para las palabras... Hay un famoso cuadro de Rembrandt, de una belleza espiritual increíble, que representa este momento: allí se ve al hijo que ha vuelto, y esta arrodillado delante del padre con el rostro escondido en el seno del padre. De parte suya, el hijo ha borrado su dignidad, pero esa dignidad esta rehecha y escondida en el seno del padre. Examinando el cuadro, se nota cómo el padre lo estrecha hacia sí. Si se miran atentamente las manos, una es femenina, estilizada y bella, y la otra es masculina, dura y fuerte, para indicar el doble amor: la misericordia materna y paterna.

Cuando Jesús cuenta esta parábola del hijo prodigo, revela este misterio: nosotros los hombres arruinamos y destruimos nuestra dignidad; pero esa dignidad esta para siempre custodiada del mismo modo en el seno del Padre, más aún, en su corazón, en donde, pase lo que pase, siempre somos sus hijos...

El hijo presenta su discurso de perdón... pero el Padre está tan contento, que ni siquiera se detiene a hablar sobre el tema:
“...el padre dijo a sus servidores: "Traigan enseguida la mejor ropa y vístanlo...”:
Si el pecado nos deja desnudos, al descubierto e indefensos, es precisamente nuestro Padre el que nos cubre nuevamente con su amor y su gracia...

“...pónganle un anillo en el dedo...”
Es el signo de su dignidad de hijo.

“...y sandalias en los pies...”
Sólo los esclavos andaban descalzos; de modo que el amor del Padre devuelve la libertad a su hijo... esa libertad que - curiosamente - él había perdido al alejarse del Padre...

“Traigan el ternero engordado y mátenlo. Comamos y festejemos, porque mi hijo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y fue encontrado." Y comenzó la fiesta”:
Dios hace fiesta por el hombre; Él mismo es una fiesta; con lo cual se nos revela que nuestro destino eterno es precisamente una fiesta... una fiesta que no tendrá fin.

Hasta aquí, todo muy bien. Pero ahora interviene un personaje que tuerce abruptamente el desarrollo y el desenlace de la parábola: el hijo mayor. En realidad, este hijo es como el contrapunto de la figura del Padre, algo así como el “abogado del diablo” de la situación, y que sin embargo, por el contraste que provoca, revela nuevos rasgos de la paternidad y ternura del personaje central: el Padre.

“El hijo mayor estaba en el campo. Al volver, ya cerca de la casa, oyó la música y los coros que acompañaban la danza. Y llamando a uno de los sirvientes, le preguntó qué significaba eso”...

Ya aquí se percibe una cierta “mala onda”, una predisposición negativa frente a la situación: no sabe de qué se trata, pero toma distancia de la situación, y se informa a través de terceros... No pregunta ¿porqué es la fiesta?, ni menos aún entra en ella... pero pregunta qué significa eso...

Cuando se le informa, “el se enojó y no quiso entrar. Su padre salió para rogarle que entrara, pero él le respondió: "Hace tantos años que te sirvo sin haber desobedecido jamás ni una sola de tus órdenes, y nunca me diste un cabrito para hacer una fiesta con mis amigos...”

A lo largo de todo este diálogo, el hijo mayor nunca llama Padre a su Padre; y los verbos que utiliza dan la pauta de cómo ha establecido él esta relación: “ordenar”, “obedecer”, “servir”... son verbos más de un cuartel que de una familia. Este hijo ha establecido con su Padre una relación de servicio, y de servicio interesado (“nunca me diste un cabrito...”), no de amor. Este hijo se ha quedado en la casa, pero no ha descubierto la grandeza inefable del Padre que tiene delante de él, y que es su Padre. No conoce su corazón, y por eso tampoco comprende su proceder. Pero lo que viene es aún más terrible:

“¡Y ahora que ese hijo tuyo ha vuelto, después de haber devorado tu hacienda con prostitutas, haces matar para él el ternero engordado!"”
No llama hermano a su hermano, ni menos aún por su nombre: toma distancia de ambos: “ese hijo tuyo”; además, no ahorra palabras a la hora de recalcar el pecado de su hermano, para presentarlo como un criminal (uno de los nombres del diablo es precisamente este: el acusador)

“Pero el padre le dijo: "Hijo mío, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo. Es justo que haya fiesta y alegría, porque tu hermano estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado".

El Padre no polemiza con este hijo, que no comprende nada menos que el hecho de que su padre es PADRE; pero le responde con términos distintos: para Él, los dos son sus hijos (aunque, por distintos motivos, ninguno de los dos sabe estar a la altura del amor del Padre), los ama a los dos, y quiere que los dos compartan la vida y la felicidad del Padre.

El Evangelio no nos dice cómo terminó la historia: si el hijo mayor entró o no a la fiesta (con todo lo que eso significa: toda una conversión); y si el hijo menor, una vez ya saciadas sus necesidades elementales, descubrió el amor del corazón de su Padre. Y no es que a Jesús se le haya escapado el final, sino muy por el contrario: es que el final es un “final abierto”, tanto como la vida misma, y esta historia puede tener tantos finales como personas haya en este mundo. Pues cada uno de nosotros va realizando los personajes de esta parábola, pasando desde la fuga de Dios, para no sentirnos condicionados, hasta el quedarnos al lado de Él, pero de mala gana, pensando que es un Dios extraviado y desagradecido...y todas las estaciones intermedias que - en incontable variedad - se encuentran entre estos extremos... Hasta llegar a comprender que nuestro lugar - y nuestro rol - se encuentra precisamente en el corazón del Padre.

Se trata de un Padre que nos eligió mucho antes de que nosotros pudiésemos elegirlo a Él: desde la eternidad. Si los enamorados se hacen tatuajes en alguna parte del cuerpo, con el nombre de la persona amada, este Dios loco de amor ha ido más lejos: “Míralo (cf. Is. 49,16), en las palmas de mis manos te tengo tatuado, estás ante mí perpetuamente”. Antes que ningún otro ser humano nos toque, o decida sobre nosotros, Dios “nos teje en el vientre de nuestra madre” (Ps. 139,13). Dios nos ama antes que ninguna otra persona pueda demostrarnos que nos ama. Nos ama con un amor “primero” (I Jn.4, 19-20), un amor ilimitado e incondicional. Quiere que seamos sus hijos amados, y espera que seamos tan cariñosos como lo es Él .

Por eso, este Evangelio plantea el desafío de una profunda revisión: ¿me relaciono con éste Dios, el único Dios vivo y verdadero? ¿O con una idea que yo me he fabricado del mismo, y que no coincide con el que nos muestra Jesús? ¿Me dejo encontrar, conocer, y amar por Dios? Cuando dejamos de pensar en Dios como alguien que se esconde, y pone todas las dificultades posibles para que lo encontremos, y comenzamos a percibir que es Él quien nos busca, y nosotros tantas veces nos escondemos... Cuando somos capaces de mirar con los ojos de Dios, y descubrir su alegría por la vuelta a casa, entonces en nuestras vidas hay menos angustias, y más confianza.

¿Creemos realmente que Dios desea estar con nosotros? En cierto modo, aquí hay un núcleo de nuestras luchas espirituales: la lucha contra el autorechazo, el desprecio de uno mismo y la autocondena... ¿Cómo es posible ser misericordioso con los demás, si se es despiadado con uno mismo? Es una batalla difícil de librar, ya que vivimos en un mundo en el que muchas economías prosperan manipulando la baja autoestima de sus consumidores, y creando expectativas “religiosas” tan mágicas como falsas.

La parábola del Padre lleno de amor es la historia de cada persona humana; y habla del amor que ya existía antes de cualquier rechazo, y que estará presente después de que se hayan producido todos los rechazos del mundo: es el amor primero y eterno de un Dios que es Padre y Madre.

Leída ya por segunda vez en la liturgia dominical del presente año, quiere ser para cada uno de nosotros la mejor catequesis sobre lo que significa la conversión a la cual somos permanentemente invitados, y dónde está la causa, el móvil más profundo para motivar la misma: nada menos que en el corazón del Padre, que “tanto ama al mundo que le entrega a su Hijo Único, para que todo el que cree en Él no muera, sino que tenga la vida eterna: Pues Dios no envió a su Hijo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por medio de Él…”

Este Evangelio debe signar el clima en el cual está llamada a desarrollarse toda nuestra existencia; bajo el signo del que es, por antonomasia, Dives in Misericordia, Rico en Misericordia; que envió su hijo al mundo para que todos los hombres “tengan vida, y la tengan en abundancia”.

Amén







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