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Contrarrestar el materialismo

Contrarrestar el materialismo
La vida moderna nos ha atado a mil necesidades materiales


Por: P. Fernando Pascual | Fuente: Catholic.net



Unas, irrenunciables, pues no podemos vivir sin comer, sin beber, sin vestir, sin protegernos bajo un techo. Otras, importantes, porque no basta cualquier comida o cualquier casa para conservar un cuerpo sano. Otras, accesorias: es posible vivir sin televisores y sin algunos sofisticados instrumentos electrónicos.

Al final, sucumbimos a la peor forma de materialismo: aquella que invade los corazones sin que nos demos cuenta.

Cuando el materialismo triunfa, nos vamos encadenando más y más a objetos y a sensaciones que crean dependencias, que absorben el espíritu. Esto ocurre incluso respecto de cosas como la comida: a veces nos hacemos dependientes de algunos alimentos que implican muchos gastos y pocos resultados. Otras veces ocurre respecto de lo accesorio: dependemos casi frenéticamente del último Smartphone, del coche que acaba de sacar esta compañía, de la película que todos ven para no sentirse fuera de contexto.

De este modo, sin darnos cuenta, quedamos atrapados en un horizonte en el que sólo vale lo que se ve, lo que se toca, lo que se huele, lo que se siente, lo que se oye. Entonces no somos capaces de reconocer que todas esas realidades, algunas muy importantes, llegan y pasan; y nos olvidamos que en cada ser humano hay una dimensión profunda, insuprimible, que necesita “espacio” y “tiempo” para crecer.

Reconocer que estamos encadenados a lo sensible, a lo material, es el primer paso para romper con el materialismo patológico. Porque el enfermo pide medicinas cuando reconoce su situación precaria. Y el mundo moderno nos ha enfermado, poco a poco, a través de miles de estímulos que atan y que subyugan en el horizonte de lo puramente material.

Pero el enfermo se reconoce enfermo cuando se compara con lo que significa estar sano. El gran peligro del materialismo consiste precisamente en que “satisface” y halaga a los sentidos, en que emborracha con juegos electrónicos o con coches que van a alta velocidad. Así, no nos damos cuenta de que estamos lejos de un horizonte maravilloso, el de la espiritualidad, ni somos capaces de reconocer que existen bellezas y alegrías mucho más profundas de las que se experimentan con una buena película o con una tarde de footing.

En otros momentos, afortunadamente, el aturdimiento de la materia nos cansa. Es entonces cuando podemos preguntarnos si nos basta con correr tras lo que produce placer, o si vale la pena detenerse un momento para pensar en el sentido pleno de la vida humana: de la propia y de la de quienes viven cerca o lejos.

La saturación de la materia no puede apagar la sed de espiritualidad que radica en cada corazón humano. Esa sed, sin embargo, sólo puede empezar a ser saciada si quitamos parte del tiempo y dinero (también dinero) que invertimos en lo material para detenernos a pensar un poco sobre la vida y sobre la muerte, sobre el tiempo y sobre lo eterno, sobre la Tierra y sobre lo que encontraremos más allá de la tumba.

Entonces el corazón puede volar por encima de lo inmediato, llega a considerar temas serios, profundos, irrenunciables, decisivos.

Empezamos, así, a pensar en la justicia y en la belleza, en la verdad y en el valor de cada existencia humana, en la solidaridad y en la familia, en Dios y en el mundo de los cielos.

No parece fácil, pero es posible. Todos tenemos, como explicaba Platón, ese ojo del alma que nos permite ver más lejos y más en profundidad. Basta con apagar algunos aparatos, con dejar de contar cuánto dinero queda en el banco. Recordaremos entonces lo que enseñaba Saint-Exupéry en su obra quizá más conocida, El principito: sólo con el corazón se puede ver bien; lo esencial es invisible a los ojos.







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