Anécdotas de la vida de S.S. Juan Pablo I
El Papa de la sonrisa
Por: Humilitas | Fuente: www.papaluciani.com

La vida de Albino Luciani está llena de edificantes anécdotas. La personalidad dulce de este gran hombre que ocupara hace casi 37 años, apenas por 33 días, con el nombre de Juan Pablo I, la cátedra de san Pedro, robó enseguida el corazón de la gente, que pronto le adjudicó el nombre del «Papa Sonriente». Sin embargo, pocos conocen lo que realmente fue su vida, que bien podría resumirse en una palabra: humildad. Veamos:
Ronquidos en la noche
Cuando Luciani era seminarista, relata un compañero, «no obstante el frío de las habitaciones, lograba dormirse enseguida y ¡también roncaba! Mientras yo comenzaba a dormir luego de la medianoche. Le pregunté un día: ¿Cómo haces para dormir con este frío? Luciani me ha entendido enseguida y me dio su edredón. ¡Qué gran placer! Finalmente también yo podía dormir bien».
Un vaso de vinagre
Aún siendo Albino seminarista, cuenta otro: «fuimos invitados por un párroco de una parroquia cercana a la ciudad, el cual nos hizo acomodar en la cocina. Quería a toda costa ofrecer un vaso de su buen vino. Pero, ¿cuál fue nuestro estupor cuando nos dimos cuenta de que era auténtico vinagre? ¿Qué hacer? Un llamado a la puerta del párroco nos sacó del apuro, ¡el lavabo nos quitó el problema! Quedó un sólo vaso lleno, el del buen Albino. Se lo bebió hasta el fondo. ¡Qué lección para nosotros!».
¿Aceite o vino?
Cuando ya era obispo le pasó algo semejante. Fue invitado a comer, y por error le sirvieron aceite en lugar de vino. Luciani bebió no mucho (él bebía raramente y muy poco), pero bastante para ahorrarle al párroco, su anfitrión, y a los culpables del accidente la embarazosa situación. No obstante, su vecino de mesa lo notó: «Pero, excelencia, ¡ésto es aceite!»,. «Sí, también a mí me parece aceite», respondió Luciani.
Su ropa
Siendo obispo y cardenal, no habría querido ser otro que el «don Albino» consagrado por Dios. Ninguna pompa, ningún signo exterior de dignidad, si ello no era indispensable. Apenas regresaba a casa luego de una ceremonia oficial, para la que había estado obligado a usar la vestimenta oficial de obispo, la primera cosa que hacía era quitarse aquella ropa para ponerse nuevamente la simple sotana negra.
¡Adiós, amistad!
Cuenta el sacerdote Giuseppe Strim, amigo y compañero de seminario de Luciani: «Cuando me presenté a monseñor Luciani, apenas elegido obispo de Vittorio Veneto, me arrodillé a besarle el anillo y comencé a decirle: ‘Vuestra Excelencia, perdóneme si ...’. Él se puso de pie a toda velocidad, diciendo : ‘Ah, no así, querido padre mío Strim. Tú comienzas a tomar distancia y yo no estoy para nada de acuerdo. Tú me tienes que tutear siempre, como de costumbre, si no, adiós nuestra vieja amistad».
Un obispo ágil
Llegó a visitar una parroquia; saltó ágil los montículos de paja puestos por el camino para una carrera automovilística de obstáculos. Se mezcló con la gente y, no conocido, preguntó : «¿A quién esperan?». «Estamos esperando a nuestro obispo; usualmente es puntualísimo, pero hoy se hace desear». «No se preocupen: llegará de seguro; más bien, me parece haberlo visto llegar ya ...».
Un puñetazo en la cara
En Venecia su modestia exterior se podía tocar con la mano: paseaba solo, de noche, por las estrechas calles. Nada lo distinguía de un simple sacerdote. Una noche llegó a su casa con una mejilla hinchada. «¿Qué pasó?», preguntaron asustadas las monjas. «Oh, nada de particular; me encontré con un borracho, un ‘comecuras’. Me golpeó en la cara. Y acá estoy».
Un cardenal en el piso... para hacer la limpieza
En 1978 el cardenal Luciani había sido invitado a tomar un café en una casa de los padres agustinos. Al momento de ofrecerle la taza, ésta cayó en el piso. Entonces el cardenal corrió a tomar un trapo y limpió el piso diciendo: «Hay que estar siempre atentos también en estas simples cosas porque somos huéspedes». Era su estilo. Decía siempre a quien quería ayudarlo: «¡Yo soy camarero de mí mismo!».
Campanadas de fiesta
Cuando estaba de visita en una parroquia había gran fiesta. Frente a tanto entusiasmo y honor, Luciani se comentaba a sí mismo : «Me parece ser un arlequín falso príncipe: soy hijo de emigrantes; soy hijo de humilde y pobre gente; me avergüenzo de tanta fiesta por mí».
El Patriarca en la cocina
Recuerda una de las tres religiosa que sirvieron a Mons. Luciani durante 12 años en Veneto, Venecia y Roma: «Era siempre muy discreto. No recuerdo haberlo visto alterarse nunca. Una vez nos mandó a todas a una peregrinación. Al regreso, a la noche, nos hizo encontrar la leche caliente y lo necesario para nuestra cena, todo preparado por él; nos dijo que todos tenemos un toque de capacidad y, para la ocasión, debemos sacarlo fuera».
Vestido de rojo y... en bicicleta.- Una vez debía hacer una visita pastoral a una parroquia cercana. Era el período la la «austeridad» del combustible, por lo tanto, los autos no circulaban. Al Patriarca se le expidió un permiso especial, pero él no quiso usarlo. Se fue a la parroquia en tren; luego se subió a una bicicleta y, con vestimenta escarlata y roquete bordado, llegó a la parroquia donde era esperado.
«¡Ven acá que te enseño a llevar el solideo!».- Luciani trataba de vivir el lema Humilitas (humildad), escrito en el rótulo de su escudo episcopal. Se presentaba humilde en el porte, con el solideo torcido, tanto que un hermano en el episcopado le decía : «¡ Ven acá que te enseño a llevar derecho el solideo en la cabeza!».
Un caminante incansable y la viejita.- Su secretario reconocía que Luciani era un caminante, una auténtico montañés, de paso lento, pero que no se detenía nunca. Y, a veces, cuando el secretario lo acompañaba, éste para tomar aliento intentaba una solución : «Excelencia, mire, ¿cómo se llama aquella montaña de allá ... aquel pueblo en el fondo del valle ...?». Y Luciani comprendía enseguida : «Está bien; sentémonos a descansar».
Una vez se encontró en el camino a una viejita, y la acompañó por un camino escarpado hasta su casa, llevándole su cesta llena de leña..
Sin dinero
¿Qué decir de su pobreza evangélica? Dice sor Matilde Rivis: «Podría escribirse un libro de hechos. Uno solo: me rogó que enviara una carta certificada; pedí el dinero; buscó en los bolsillos, en la billetera, en los cajones pero no encontró dinero para darme. Entonces, todo humilde, dijo : ‘Hágaselos prestar por la Superiora’. Y es que el dinero que recibía lo usaba siempre para ayudar a los pobres y a no pocos sacerdotes en dificultades».
El Papa, monaguillo del secretario
Cuando Luciani ya era Juan Pablo I, recuerda su secretario, monseñor John Magee, «me preguntó: ‘¿Usted me puede hacer un favor mañana a la mañana?’. Respondí: ‘Claro, Santidad, cualquier cosa que usted quiera’. Entonces continuó: ‘¿Puede celebrar la Santa Misa por mí mañana a la mañana?’. Yo contesté: ‘Santidad, ya he celebrado la Santa Misa por usted muchas veces y lo haré, por supuesto, mañana a la mañana’. ‘No, no quiero decir esto. Quiero que usted celebre la Santa Misa dejándome ser su monaguillo’. Yo estaba asombrado de la humildad de este Papa. La mañana siguiente celebré en la capilla privada la Santa Misa, y el Santo Padre hacía de monaguillo. Hacía todo: servía el vino y el agua, todo como un monaguillo. Luego de esa vez, el Santo Padre me hizo celebrar la Santa Misa dos veces más. La última, en la semana de su muerte, al final se arrodilló también para la bendición. Para mí era un poco difícil pero me acostumbraba a este hombre tan humilde, el Vicario de Cristo.
Las florecillas del Papa Luciani

