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Juan Macías, Santo
Dominico, 16 de septiembre


Por: n/a | Fuente: www.ArzobispadoDeLima.org



El padre de los pobres

Martirologio Romano: En Lima, en el Perú, san Juan Macías, religioso dominico, que, dedicado por mucho tiempo a oficios humildes, atendió con diligencia a pobres y enfermos y rezó asiduamente el Rosario por las almas de los difuntos (1645).

Etimología: Juan = Dios es misericordia. Viene de la lengua hebrea.

Fecha de canonización: 28 de setiembre de 1975 por Pablo VI

Breve Biografía


Nació en Rivera de Fresno, en Extremadura, España, el 2 de marzo de 1585. Era muy niño cuando sus padres murieron, quedando él bajo el cuidado de un tío suyo que lo hizo trabajar como pastor. Después de un tiempo conoció a un comerciante con el cual comenzó a trabajar, en 1616 el mercader viajó a América y Juan junto con él.

Llegó primero a Cartagena y de ahí decidió dirigirse al interior del Reino de Nueva Granada, visitó Pasto y Quito, para llegar finalmente al Perú donde se instalaría por el resto de su vida. Recién llegado obtuvo trabajo en una hacienda ganadera en las afueras de la capital y en estas circunstancias descubrió su vocación a la vida religiosa. Después de dos años ahorró un poco de dinero y se instaló definitivamente en Lima.

Repartió todo lo que tenía entre los pobres y se preparó para entrar a la Orden de Predicadores como hermano lego en el convento de dominicos de Santa María Magdalena donde había sido admitido. El 23 de enero de 1622 tomó los hábitos.

Su vida en el convento estuvo marcada por la profunda oración, la penitencia y la caridad. Por las austeridades a las que se sometía sufrió una grave enfermedad por la cual tuvo que ser intervenido en una peligrosa operación. Ocupó el cargo de portero y este fue el lugar de su santificación. El portón del monasterio era el centro de reunión de los mendigos, los enfermos y los desamparados de toda Lima que acudían buscando consuelo. El propio Virrey y la nobleza de Lima acudían a él en busca de consejos.

Andaba por la ciudad en busca de limosna para repartir entre los pobres. No se limitaba a saciar el hambre de pan, sino que completaba su ayuda con buenos consejos y exhortaciones en favor de la vida cristiana y el amor a Dios.

Murió el 16 de setiembre de 1645.

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Nació en Ribera del Fresno, Badajoz, España, el 2 de marzo de 1585. Huérfano de padre y madre a los 4 años, se crió junto a unos tíos. Ella ya le había legado su mejor patrimonio enseñándole a rezar las primeras oraciones. Pasó la infancia cuidando el rebaño de un rico hacendado, dejándose arrebatar por la belleza del entorno en el que percibía la presencia de Dios. Los olivos daban cobijo a sus ardientes plegarias elevadas a la Virgen mientras desgranaba las cuentas del rosario. América era una voz que llamaba no solo a los intrépidos conquistadores extremeños, sino también a los misioneros. Y Juan sentía correr por sus venas esa vocación. Uno de esos días en los que trabajaba como pastor, un niño que decía llamarse Juan Evangelista había sembrado este afán en su corazón, diciéndole: «Téngote que llevar a unas tierras muy remotas y lejanas», y desde ese instante se dispuso interiormente a cumplir la voluntad divina. A los 20 años evocando este hecho singular, aunque ignoraba el alcance sobrenatural de esta visita, dejó a sus parientes.

Durante diecinueve años trabajó como agricultor en distintos puntos del Sur de España. Era un emigrante que buscaba serenamente ese lugar que Dios había destinado para él, mientras seguía rezando el Santo Rosario y dando testimonio a todos con su humildad, sencillez, generosidad y alegría; repartía entre los pobres casi todas las ganancias. Juan Evangelista continuaba siendo su ángel de la guarda particular y en Sevilla le rescató de ciertos peligros en los que pudo haber quedado atrapado debido a su ingenuidad. Partió a Jerez de la Frontera y trabó contacto con los dominicos quienes le invitaron a unirse a la comunidad. Pero él, que tenía singulares experiencias místicas, con toda rotundidad decía: «No está de Dios que yo lo sea aquí». En esta ciudad gaditana, en la que ya había dejado la huella de su caridad, entró al servicio de un adinerado marinero, y en 1619 desde Sanlúcar se embarcó con él al Nuevo Mundo.

Al llegar a Cartagena de Indias el armador le dio su salario, pero le abandonó a su suerte. Juan era un iletrado, y dado que no sabía ni leer ni escribir, ya no le servía para los negocios. Al verse desamparado, oró ante una imagen de María en la Iglesia de los dominicos. Y al día siguiente, después de haber constatado por sí mismo el trato ignominioso que recibían los esclavos y de sentir indecible compasión por ellos, buscó trabajo en el puerto. Después, viajó por Perú, pasando por Pasto y Quito, hasta que llegó a Lima en 1620, tras un viaje efectuado a pie y en mula de varios meses de duración. Le sostuvo la Eucaristía y el rezo diario del rosario. Lo primero que hizo fue buscar a los dominicos. Fray Martín de Porres le franqueó la entrada. Era el primer encuentro de dos santos que siguieron caminos casi paralelos. Durante un tiempo, Juan trabajó al servicio de un ganadero como pastor siempre sin dejar de rezar el rosario; solía pedir por los difuntos; por eso se le llama «el ladrón del purgatorio». Un día Juan Evangelista le dijo: «Tu puesto no es el de pastor. Vete al convento de la Magdalena, de la Orden de Predicadores, y pide el hábito de hermano».

Inserto como hermano lego en la comunidad de los dominicos de Santa María Magdalena, tomó los hábitos en 1622. Espiritualmente fue probado con diversas tentaciones. Defectos como la soberbia, la vanidad, acusaciones acerca de la intencionalidad que le guiaba a vivir en el convento (le acusaban de perseguir su comodidad), incitaciones contra la castidad, visión de los placeres que le aguardaban fuera…, todo ello pugnaba por apoderarse de su mente conminándole a abandonar su vocación. La gracia de Cristo le ayudó a purificarse fortaleciendo una decisión que emprendió en acto de fe y que no hizo sino robustecerse. Designado portero conventual, tuvo como guía a fray Pablo de la Caridad. Y de ese lugar recoleto hizo un paraíso particular para los pobres, los explotados y oprimidos, los enfermos, los abandonados, los que precisaban consuelo… Todos los que acudían allí hallaban lo preciso en este hombre humilde y desprendido, que pasaba las noches en oración, haciendo penitencia y dando incansables muestras de exquisita caridad, al punto de que grandes personalidades de la nobleza, incluido el virrey de Lima, le confiaban sus cuitas deseosos de recibir sus inspirados consejos. Entregó todo a Cristo, ofreciéndole su tendencia natural a pasar por la vida sin notoriedad alguna, íntimo afán que su pública misión como portero le impedía. Y eso justamente, al exigir de él gran esfuerzo, lo agradecía a Dios.

Cuando manifestó: «El portero de un convento es el espejo de la comunidad. Conforme es el portero, son los religiosos que moran en ella», sabía bien lo que decía. Las buenas y las pésimas acciones de una sola persona impregnan toda la convivencia y traspasan los muros del recinto. Cada una ha de saber que es testigo para el mundo. Y Juan estaba expuesto a ser examinado por las constantes visitas que recibían los religiosos de la Recoleta, a quienes franqueaba la puerta. Lo que veían en él fácilmente podían atribuirlo al resto de sus hermanos. Por tanto, lo que afirmó era una apreciación religiosa, profunda, que había brotado en su meditación. Iba llegándole el fin, y atrás dejaba también una vida entregada a los pobres en los que reconocía a Cristo; para ellos pidió por las calles de Lima, además de alentarlos en la fe. Su burrito, que había amaestrado, le traía las limosnas que recogía él solo cuando Juan no podía salir. En estos desvalidos pensaban sus hermanos de comunidad cuando vieron que iba helándose su aliento. Ante el comentario de lo que podría ser de ellos con su orfandad, Juan les tranquilizó: «Con que tengan a Dios, sobra todo lo demás». Fue agraciado, entre otros dones, con el de milagros. Murió el 16 de septiembre de 1645 mientras la comunidad honraba a María con la Salve Regina. Gregorio XVI lo beatificó el 22 de octubre de 1837. Pablo VI lo canonizó el 28 de septiembre de 1975.



Fuente: Zenit.org
Autor: Isabel Orellana Vilches

 







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