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¿Juan Bautista tenía sal o aceite para curar las heridas?

¿Juan Bautista tenía sal o aceite para curar las heridas?
Domingo 12º Ordinario. Ciclo C. Nacimiento de Juan el Bautista.


Por: P. Alberto Ramírez Mozqueda |



Domingo 12º Ordinario. Ciclo C.
24 de junio de 2007


Introducir la figura de Juan el Bautista en un domingo, día dedicado al Señor debe significar algo grande en la vida de la Iglesia y en la Historia de la Salvación. Suplantar a Cristo, el Hijo de Dios por un simple mortal parece una tras locación de las cosas, un contrasentido. Pero cuando se contempla un poco la vida y la obra del Bautista, nos hace caer en la cuenta que él no suplanta a Cristo, sino todo lo contrario, está a su servicio, lo da a conocer, y cuando Cristo ocupa su lugar, el Bautista desaparece, de una manera trágica, si les parece, decapitado, pero decapitado por ser consecuente con su vida y su mensaje, paladín de la verdad, que no podía callar y guardar en su corazón la maldad, la mentira y la falsedad que veía a su alrededor.

¿Pero quién era Juan el Bautista y cuál era su misión? Todo era en él misterio y atracción. Su nacimiento estuvo rodeado de misterio, sus padres eran ancianos, su madre era estéril y sin embargo, correspondiente a los planes de Dios el Bautista pudo nacer y crecer como cualquier hijo de vecino, hasta el momento en que tuvo que comenzar la labor que se le encomendaba: dar a conocer la presencia del Hijo de Dios entre los hombres, y a él le cupo en suerte bautizar, lavar al Cordero de Dios que venía precisamente a ser agua y luz y purificación y acogida divina para todos los hombres.

Remarca el Evangelio que las gentes que conocieron el nacimiento del Bautista, se alegraron sinceramente con sus padres y se preguntaban qué iría a ser de ese niño concebido en forma tan extraña, pues se sentía claramente la presencia de Dios en su concepción y en su nacimiento. Y me viene la pregunta: ¿Hoy los padres se alegran también con la llegada de un nuevo hijo? ¿A las gentes les interesa el nacimiento de la criatura del vecino? ¿No será que en más de alguna ocasión en muchas, en muchísimas ocasiones los padres mismos maldicen la ocurrencia de haber concebido otro hijo y toman la iniciativa de arrancar de su lugar natural a la criatura no deseada?

Los parientes querían ponerle Zacarías como su padre, algo muy significativo para los judíos, porque el nombre de alguna forma señalaba el destino y la misión del hombre. Pero los padres, también contra toda costumbre, quisieron ponerle y le pusieron el nombre de Juan, que significa “Dios se compadece”, y en verdad Dios se compadeció de la humanidad cuando Juan aparece en escena, pero no con luz propia sino dando testimonio de esa luz, de esa hoguera que iluminaría e incendiaría al mundo y a todos los que le acogieran en sus corazones.

No tenemos datos de la infancia del Bautista, simplemente la Escritura lo presenta ya adulto, en pleno desierto, templando su ánimo y su corazón para la altísima misión que se le encomendaba, dar a conocer al Salvador, en época en que no existía ninguno de los medios de comunicación que a nosotros nos parecen tan naturales el día de hoy: televisión, radio, periódico, teléfono y menos celular para elevar el altísimo concepto de sí mismos que tienen los que en cualquier lugar, incluso durante la celebración de la Misa, pueden contestar delante de todos la “urgentísima e inaplazable” llamada que les llega. El mensaje tenía que llegar cuerpo a cuerpo, persona a persona. La figura del Bautista debía parecer estrafalaria. A los clavos de hoy no les sorprendería, y hasta lo considerarían uno de los suyos. Viviendo en pleno desierto no se estaba como figura para tocador o para cámaras de cine. Vestido con un cuero de camello, con los cabellos crecidos y sueltos, con el bronceado propio de quienes se exponen al sol, al viento y a la arena del desierto, a las gentes les debe de haber parecido una figura por demás extraña. Y lo interesante es que en cuanto Juan comenzó a abrir la boca, las gentes llegaron a escucharlo y su fama se fue extendiendo cada vez más y más, hasta el límite de todo Israel y Judea. Para decirlo de una vez, la palabra del Bautista era dura, hiriente, más parece que quería poner sal en las heridas de los hombres que no aceite y bálsamo para curarles. Más da la impresión de que daba latigazos inmisericordes sobre todo mundo, y no invitaciones a la conversión. Su voz siempre fue estridente, inoportuna, estentórea y molesta. No dejaba títere con cabeza, para todos tenía una palabra fuerte, que calaba hasta los huesos. ¿Qué era entonces lo que atraía a las gentes a escuchar a ese hombre tan extraño y tan especial? Algo que a nosotros nos hace falta: AUTENTICIDAD. A todos los cristianos. Hasta a los hombres de Iglesia, incluidos religiosos, religiosas, sacerdotes y hasta uno que otro obispo. De los Papas no digo nada, porque los del siglo pasado y los de éste, han sido personas inmejorables, entregadas, santas. Pero a nosotros, para que la gente siga creyendo en nosotros, nos hace falta la autenticidad. Vivir conforme a lo que creemos, vivir de fe y vivir con un compromiso de no anunciarnos a nosotros mismos, sino proclamar a los cuatro vientos el mensaje de salvación, de liberación y de verdad que Dios le ha confiado a la Iglesia. Como Juan Bautista, la Iglesia, cuando esté cumpliendo su misión profética y cuando haya terminado de anunciar a Cristo ella tendrá que disminuir, achicarse, dejándose cortar la cabeza si fuera necesario, como el precursor Jesús el Bautista.

Cuando Juan oyó que Cristo comenzaba también a predicar, quedó profundamente conmovido, pues sabía que el culmen de su misión estaba por llegar, pero se le hacía sumamente extraña la predicación de Jesús, quizá lo consideraría muy blando, quizá pensó que a fuerza de linduras, de acariciar a los niños, de juntarse con pecadores, de ir a las casas de mal vivientes y de dejar que las prostitutas se le acercaran no conseguiría nada para el cambio que ambos estaban deseando. Todo llegó al grado de que el Bautista envió a algunos de sus discípulos a preguntarle a Jesús que qué manera de comportarse era la suya. Los discípulos quedaron tan encantados de lo que vieron en torno a Jesús que dejaron al Bautista para siempre y siguieron los pasos de Jesús.

Pero fiel a la misión de profeta y de anunciador que el Padre le confió, llegó a su culminación cuando se dio cuenta que Jesús estaba formado en la fila de los pecadores, listo para ser bautizado por él con aquél bautismo que las gentes aceptaban como un símbolo de purificación y de vuelta a los mandatos del Señor. Yo me imagino el momento del encuentro, a Juan arrodillado delante de Cristo y gritando a todo mundo: “Éste es el Cordero de Dios, el que quita el pecado del mundo”. Y Cristo a su vez, de rodillas ante el Bautista, pidiendo su bautismo. Desconcierto del Bautista, pero obediente al mismo tiempo, accede y bautiza a Cristo para dar ocasión a que el Padre mismo y el Espíritu Santo presentaran a Jesús como su Hijo, en quien el Padre tiene todo su amor y su cariño.

Mi deseo es que ante la figura luminosa del Bautista, todos aprendamos la lección. Profetas como él pero desde nuestra propia vida y no solo con nuestra voz, inmersos en nuestro mundo pero sin ser del mundo, y con la antorcha de la fe bien en alto, para que el nuevo siglo que apenas estamos inaugurando, pueda contemplar a Cristo que dijo: “Yo soy la luz del mundo”.


Tu amigo el Padre Alberto Ramírez Mozqueda







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