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La terapéutica de la fe
El deseo de la Verdad sólo se aquieta cuando se alcanza el Absoluto, cuando se es capaz de encontrar en la vida aquellas cosas que participan de la Verdad Absoluta


Por: Zelmira Seligman | Fuente: X Jornadas de Psicolog?cristiana



El deseo de conocer la verdad

Cuando las personas vienen al consultorio, generalmente verbalizan sus expectativas de la siguiente manera: “quiero saber qué me pasa”, “quiero saber porqué las cosas son así”, “quiero saber cómo solucionar este problema”, “quiero saber cómo salir de esto! etc. El denominador común es QUIERO SABER. Todo hombre quiere saber, y parecería que el “saber” puede calmar su dolor, puede remediar sus angustias, puede curar sus males, en fin... solucionar sus problemas. Y no quieren que se les mienta, pues dice San Agustín que ha conocido mucha gente mentirosa pero nunca conoció a nadie que le gustara que lo engañaran (1).

“Todos los hombres desean saber” decía Aristóteles (2) y la verdad es el objeto de ese deseo (3). Todo hombre desea SABER y quiere saber la VERDAD. Como recuerda el Beato Juan Pablo II en Fides et ratio: “el deseo de verdad pertenece a la naturaleza misma del hombre”(4) pues se puede definir al hombre como “aquél que busca la verdad”(5) . El hombre sufre porque tiene un deseo profundo de conocer la verdad de sí mismo, de la situación que vive, de su existencia, de su pasado, de su futuro y de su fin. Este deseo está ligado al deseo de felicidad común a todos los hombres. La ignorancia lo enferma. Se puede afirmar que la ignorancia es la verdadera y más radical enfermedad del alma y la causa de todo dolor (6). Dice San Pablo “Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1Tim 2,4). Entendiendo que salud y salvación son la misma palabra; los hombres se curan por el conocimiento de la verdad.

Muchas de las cosas que trataré ya han sido sabiamente estudiadas por pensadores de todos los tiempos: Aristóteles, los Padres de la Iglesia (7), la Escolástica y santo Tomás de Aquino, y esto mucho antes de la aparición de la Psicología como ciencia autónoma. No son cosas nuevas, pertenecen a la problemática del hombre de siempre. Incluso hay bibliografía contemporánea que toma esta sabiduría perenne y desarrolla toda la psicología en el sentido moderno de la palabra, que es con una significación más práctica.

Pero si todo hombre desea saber la verdad, nuestro tiempo tiene algo de especial, vivimos una época en que –no sólo nos mienten continuamente– sino que además nos ocultan la verdad diluyéndola o “enjuagándola” con superficialidades, relativismos y ambigüedades.

Casi nadie se atreve a decir la verdad de frente y con claridad; el miedo a quedar mal delante de los demás, el miedo a perder la imagen y el aprecio de los otros, lleva a muchos a “esconder” la verdad. El deseo profundo y natural del hombre a conocer la verdad se ve frustrado, porque ya las filosofías modernas –que son la base de nuestra cultura– han impuesto (sobre todo en la educación y hasta en las instituciones católicas) una desconfianza en la capacidad de conocer la verdad. Esto está ya denunciado hace unos años por Juan Pablo II en la famosa encíclica arriba citada. La verdad compromete toda la vida del hombre, su existencia íntegra. Y este deseo no puede ser vano, por eso la persona se siente fracasada y vacía cuando le ocultan y niegan la verdad, o está desorientada en su búsqueda, porque ya desde niños no se educa en esa búsqueda de la verdad, y por lo tanto –en la mayoría de los casos– no logra encontrarla. Muchas veces los pacientes dicen: “si me hubieran explicado esto antes, no hubiera sufrido tanto”.

Pero también debemos preguntarnos ¿qué verdad puede satisfacer este deseo tan profundo? ¿qué verdades se buscan para sanar nuestras heridas? ¿las verdades ligth que nos presenta el mundo moderno, siempre con sombras de falsedad o al menos de medias-verdades que esconden la verdad más absoluta? Todos los demás deseos del hombre se pueden calmar con poco o con sucedáneos, pero el deseo de la Verdad sólo se aquieta cuando se alcanza el Absoluto, cuando se es capaz de encontrar en la vida aquellas cosas que participan de la Verdad Absoluta y que nos iluminan el camino hacia Dios. La fe cristiana sale al encuentro de este dinamismo del hombre que tiene “nostalgia de Dios”, “deseo de Dios”(8) , y que las cosas inferiores no lo satisfacen, porque no son proporcionadas a su capacidad. La sed de verdad compromete toda la existencia; y la fe le dará la posibilidad concreta de encontrar lo que busca. El objeto de la fe es la Verdad primera, y la verdad es el bien del entendimiento que todos buscan. La fe implica mantener el deseo y la voluntad en relación al conocimiento, porque la fe es un conocimiento donde interviene la voluntad, “la fe obra por el amor”(9) , como veremos más adelante.

El mundo moderno nos sumerge en una degradación monstruosa: nos compara con los animales y hasta nos desvaloriza frente a ellos –protege la vida de las ballenas, los osos panda y no la de los bebés no nacidos–, proclama la muerte para el desvalido, se enorgullece de las conductas anti-naturales y perversas, pero lo peor de todo es que niega al hombre su capacidad de conocer la verdad y de obrar el bien, y hasta llega a rechazar su capax Dei y su capax gratiae (de conocer a Dios y de la gracia)(10). De esta manera denigra al hombre rebajándolo a la categoría de animal o todavía inferior al animal, lo convierte en un monstruo (como los dibujos animados o los juguetes de los chicos que ya desde niños los impulsa a identificarse con seres monstruosos e interactuar con ellos y como ellos). Y esto lo captamos inconscientemente, aunque no nos lo digan de forma explícita: tantos problemas de baja autoestima, de depresión, de desvalorización profunda, de auto-punición, de maltrato o abuso, que pueden darse en el ámbito afectivo llegando incluso a niveles patológicos, pero tienen su causa y su fundamento en esta falta de verdad respecto del valor del ser humano, de su dignidad y de su destino. No se pueden tratar estos problemas sólo a nivel sensible y afectivo, porque el hombre es un ser racional, necesita entender y entenderse, lo más importante de su vida pasa por saber la verdad de su existencia.

El llamado angustioso de la persona que llega al consultorio, si bien remite a la necesidad de entender una situación concreta por la que atraviesa en ese momento, no está desligada de la totalidad de su existencia. ¿Quiénes somos en verdad? ¿Cuánto valemos? ¡Cuántas personas podrían curarse (y he conocido casos en que realmente se curan) si meditaran constantemente las palabras del salmo 8, 6 “Lo hiciste poco inferior a los ángeles, lo coronaste de gloria y dignidad”! o fuimos comprados con la Sangre de Cristo (1 Cor 7,23) ¡¡valemos la Sangre de Cristo!! Qué diferente es saber esta verdad y vivir de acuerdo a ella, a creerse un monstruo que interactúa violentamente con otros monstruos (como en los videojuegos).

Distorsión del deseo

El hombre no puede dejar de desear la verdad; si está alejado de Dios hay una perversión del deseo: ese apetito por un bien ausente (que es el deseo) se pone en otros objetos inferiores a los cuales dirige su tendencia. Al callar este deseo de la Verdad y de Dios, se orienta a su propio yo, a los seres sensibles y busca gozar de ellos como si fueran Dios. Así nace la idolatría, la absolutización de otros bienes (inferiores) que pone en el lugar de Dios. Y esto lo sumerge en una insaciabilidad e insatisfacción “ontológica” perpetua, un vacío que lo hace sufrir en lo más profundo de su ser. Este deseo desviado de su verdadero objeto lo vuelve insensato, irracional, loco.

El hombre que pone sus deseos en cosas inferiores, en las cosas “indeseables” por así decir –porque no son proporcionadas a su deseo elevado de verdad y de Verdad absoluta– se va construyendo una vida con ídolos, con falsos dioses que imagina que le darán felicidad (el dinero, el placer, la fama, la imagen, las relaciones sociales, etc, etc.) y todo eso lo sumerge en esta gran frustración y en la locura de no entender nada de su vida.

Movido por el deseo pervertido, todo su mundo se distorsiona, no sólo en la relación a las cosas, sino también en relación a toda su conducta, su trabajo, su medio ambiente, a las personas, a sus prójimos. Su vida está dispersa y dividida, su alma desparramada y disgregada (como muy bien analizaba Santa Teresa en su famosa obra Las Moradas).

Justamente aquí podemos considerar un problema muy actual: la cantidad de gente que llega a estados de stress y agotamiento nervioso por gastar todas sus energías psíquicas en múltiples ocupaciones que la someten a una continua ansiedad e inestabilidad. Es una especie de zapping de la propia vida, donde todas las actividades están al mismo nivel. Pero en la vida personal –y en el universo creado– no todo tiene el mismo valor, no todo está a la misma altura.

Por lo tanto debemos preguntarnos: ¿realmente vale la pena “gastar” la vida de esa manera? Porque la vida terrena tiene un tiempo que se pasa muy rápido, y por eso siempre debemos recordar lo que Jesús le dice a Marta: “Marta, Marta, te preocupas y te agitas por muchas cosas; y hay necesidad de pocas, o mejor, de una sola. María ha elegido la parte buena, que no le será quitada” (Lc. 10,41). Creer nos encamina a la salud mental, nos abre a una dimensión de verdad y bien sobre las situaciones concretas, porque nos ayuda a jerarquizar nuestra personalidad, nuestra vida y el obrar.

Justamente lo más grave de este estado delirante –donde la persona vive engañada, volcada a deseos inferiores e indignos de su alta vocación– es que se ahoga en la más espantosa confusión respecto del bien y del mal. Así llegará a preguntarse ¿y qué es la verdad? ¿dónde está el bien? ¿cómo debo actuar en esta situación o en tal otra? El deseo natural de verdad y bien se ha diluido en múltiples objetos que le dan satisfacciones pasajeras e inmediatas pero que, en el fondo, no pueden saciarlo, y entonces ya no sabe discernir entre el bien y el mal cuando tiene que obrar. Lo sumerge en la inseguridad cuando tiene que actuar. Porque uno obra como piensa y si no entiende nada de la vida, obrará mal seguramente.

El mal frecuentemente es tomado por un bien y el bien por un mal, y esto es objeto de un nuevo deseo al revés, invertido. Porque los efectos de la inversión del deseo (del deseo de saber la verdad, de entender su vida) se hacen sentir en primer lugar en la inteligencia, que pierde su capacidad de conocimiento de la realidad y de discernimiento al obrar. Perder esta capacidad significa también perder la “razonabilidad” en el manejo de los afectos y las pasiones, o sea perder la virtud, perder la salud mental. Aquí podríamos poner miles de ejemplos pero les doy sólo uno, uno de tantos que vemos a diario: una persona que llora la pérdida de un ser querido o de cosas queridas, o se lamenta por lo que no tiene o nunca tuvo; puede lamentarse un determinado tiempo, pero ¿puede suspender toda su vida quejándose siempre de su infortunio? Tiene que llegar un momento en que su inteligencia entienda que somos seres finitos, caducos, que vivimos situaciones contingentes, que ésta es la realidad de nuestra naturaleza creatural, y los afectos deben someterse a esta verdad. Es más, la fe nos abre a la esperanza del Dios que llena todo vacío. El fin de la vida es la felicidad en la vida eterna y a eso tenemos que dirigirnos. Y entender las cosas así, cambia toda mi realidad, porque ordena los afectos y hace la vida más “razonable” y entregada a lo que realmente vale la pena. Las cosas terrenales pasan, pero el deseo de felicidad trasciende todo lo mundano.
La inteligencia se pone en búsqueda de aquello que ama y cuanto más ama, más desea conocer. La fe es un conocimiento verdadero y cierto sobre la realidad, aunque de las cosas que no vemos. Es un conocimiento que ilumina la inteligencia y la perfecciona para que pueda conocer esa realidad, pero también interviene la voluntad. Nos da la seguridad de su certeza, pero debemos consentir con la voluntad. Decía San Agustín que la fe es “pensar con asentimiento”. Creer es un acto del entendimiento movido por la voluntad a asentir. El acto de fe está en relación tanto con el objeto de la voluntad –el bien y el fin– como con el objeto del entendimiento que es la verdad. La fe es una virtud que nos compromete integralmente: por eso es tan diferente una persona que tiene fe de una que no la tiene.

Es correcto afirmar –dice Santo Tomás– que el acto de fe consiste en la voluntad del creyente, en cuanto que por imperio de la voluntad asiente el entendimiento a lo que ha de creer. Por eso “no sólo es preciso que la voluntad esté dispuesta a obedecer, sino que es también necesario que el entendimiento esté dispuesto a secundar el mandato de la voluntad.(11)”

El Concilio Vaticano II enseña que «cuando Dios revela, el hombre tiene que someterse con la fe». Esta afirmación breve pero profunda, indica una verdad fundamental del cristianismo: que la fe es la respuesta de obediencia a Dios (12) .

La soberbia y la función de la humildad

Por eso también es muy importante la virtud de la humildad, porque el soberbio no está dispuesto a obedecer, a creerle a Dios. Hay gente que conoce las verdades que Dios nos revela pero no está dispuesta a someterse en la aceptación de esas verdades. No quiere “asentir”, porque el orgulloso no acepta nada que sobrepase su razón, nada que vaya más allá de lo que puede “entender”, y Dios nos propone cosas que superan nuestra razón y responden a la elevadísima vocación a la que nos ha llamado. El soberbio quiere entender todo y lo que no entiende, para él no existe. Porque el orgullo hace que uno prescinda de Dios, que uno piense que lo puede todo solo, y así se siente el centro del universo. El orgulloso cree que la realidad se acaba en lo que entiende y no quiere que le hablen de verdades que pueden superarlo. Es más, cuando se es soberbio, la inteligencia se cierra, se limita, y cada vez puede entender menos, o sea que su mundo se estrecha considerablemente.

Doy un ejemplo histórico, el del filósofo David Hume (en quien se inspira Freud, porque lo admiraba), quien al final de su obra Diálogos sobre la religión natural, después de criticar duramente los principios de la fe católica como absurdos e irracionales, “de hombres enfermos”(13) , que son “fantasías de monos con aspecto humano más que afirmaciones serias”, termina el libro afirmando que prefiere refugiarse “en las apacibles aunque oscuras regiones de la filosofía” o sea de lo que sólo puede entender por la razón natural (14) .

Voluntariamente prefiere encerrarse en la oscuridad de su entendimiento antes que creer lo que Dios nos dice. La historia relata, tristemente, cómo –en los últimos momentos de su vida– se sumergió en una desesperación aterradora. Este filósofo que tuvo una gran influencia en la modernidad y especialmente en la psicología a través de Kant, expresa su voluntad de limitarse a lo que su razón natural puede llegar a conocer, aunque reconociéndole toda su oscuridad.

El orgulloso prefiere ignorar o desconocer a Dios, creyendo sólo en lo que puede llegar por sus propias fuerzas; hace de sí mismo un absoluto y se niega a someterse a algo o a Alguien. El orgullo es la raíz de la locura, la causa de las enfermedades psíquicas más graves, porque hay una percepción delirante de la realidad, porque el soberbio cree que la realidad termina en lo que su pobre y oscura razón puede ver (15). No acepta que puede equivocarse y por eso este pensamiento terminará en el idealismo más absoluto donde Hegel llega a afirmar que “todo lo real es racional y todo lo racional es real”: la única realidad es lo que puede entender, está encerrado en su propia razón, que sin la fe es oscura y limitada. Y todavía peor, es prisionero de su loca imaginación, que no llega a discernir entre la realidad y lo producido por su mente. No podemos ignorar que esto está presente en el psicoanálisis y sobre todo en la psicoterapia psicoanalítica.

El problema es que la persona ni siquiera puede entender lo más obvio como es su propia vida porque no se abre a lo más real que es el ser, y el ser de Dios. Por eso la fe es el verdadero camino de apertura a la realidad, aun cuando haya realidades que no podamos llegar a entender, pero que tenemos que tener la suficiente humildad para aceptarlas porque creemos en Dios que nos las ha revelado y no puede engañarse ni engañarnos. La fe no sólo es un remedio a la cerrazón y ceguera del hombre soberbio, sino que es el comienzo de una vida nueva, de conductas nuevas, porque el hombre se reconoce creatura pobre e indigente y busca a Dios que lo hará realmente feliz. Una visión realista de las cosas y de las situaciones (como la que nos da la fe), hace que las podamos vivir bien porque los afectos son ordenados según esa realidad que es conocida tal cual es. El que tiene fe tiene un conocimiento superior al de todos los hombres mundanos, va más allá del conocimiento natural.

Muchos autores afirman que el orgullo es la enfermedad más difícil de sanar, y que se necesita de la humildad para curar las enfermedades mentales (Cfr. Adler, Allers, Larchet, etc). La humildad que es contraria al orgullo, supone reconocer nuestros límites, nuestra debilidad, nuestra ignorancia, nuestra impotencia. El humilde desconfía de su propio juicio y de su voluntad desordenada, y por eso se hace obediente a la Voluntad de Dios. Reconoce un Ser superior, Creador, y su propia creaturalidad, sometiéndose a las verdades que Él nos enseña.
Vemos que hay gente que se enoja, que se irrita y reacciona mal ante los principios de la fe o las personas que testimonian la fe (por eso hoy en día hay tantos mártires). Pero ser humilde significa encontrar la paz despojándose del amor propio y del propio juicio, y abrirse al Buen Dios que quiere darnos los conocimientos divinos para que alcancemos la felicidad. El humilde reconoce la gracia de Dios, porque se da cuenta que sin la ayuda de Dios nada puede tener ni nada puede hacer. Es necesario ser humilde para disponer la voluntad al conocimiento y aceptación de la Verdad.

La humildad está asociada a la oración donde el hombre reconoce su nada ante Dios: de petición, de agradecimiento, de alabanza, de contrición. Y hay estudios psicológicos experimentales, con estadísticas que los apoyan y confirman, donde se observó que las personas que rezan se curan más fácilmente (16). La humildad es una de las principales fuentes de terapia psíquica porque se opone al orgullo que es el principio de la naturaleza caída que ha desordenado el alma y por lo cual se sufren todas las enfermedades. El orgullo es la raíz de todos los males del mundo y por eso Cristo nos muestra el remedio cuando nos dice “Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón” (Mt 11, 29).

Sobre la humildad se construye todo el edificio psíquico porque el alma se abre a la realidad, a la verdad y a las certezas de las cosas que aún no ve. Es necesaria la humildad para abrirse a la fe, y ésta expande nuestro mundo y nos despliega no sólo en el conocimiento de las verdades accesibles a la razón sino también a aquellas que se nos proponen para ser creídas y que aún son oscuras en esta vida. Porque como dice San Pablo “Ni ojo vio, ni oído oyó, ni pasó por el corazón del hombre, las cosas que preparó Dios para los que le aman” (1 Cor 2,9)

Como lo reconocen todos los buenos psicólogos (de alguna manera Adler, Allers, Larchet y otros contemporáneos), la humildad es la fuente de toda salud y principio de curación mental. El fundamento de todas las virtudes es la humildad.

La fe como terapia

Una vez que el hombre con humildad busca la verdad y se abre a la fe, debemos ver cómo esta fe puede curarlo de sus desórdenes psíquicos. Decíamos que ya la misma virtud de la humildad es sanadora porque repara el mayor mal, lo que más desordena psíquicamente, que es el orgullo.

Larchet afirma que “es en el acto mismo de la fe que se da la curación de las facultades que el pecado había enfermado pervirtiendo su uso.”(17) Las facultades del alma están desordenadas por el pecado porque el hombre se desordenó de su fin último que es Dios.

En la medida en que la fe orienta al hombre a Dios (igual que las otras virtudes teologales), lo pone nuevamente en dirección a su verdadero fin, preservándolo y liberándolo de las ataduras patológicas a sí mismo. Dirigiendo la voluntad a Dios, da rectitud y firmeza al deseo.

La fe es un conocimiento, que por principio ya tiene una función terapéutica sobre la ignorancia que –como antes dijimos– es la causa de las enfermedades mentales. La fe repara la ignorancia, en que nos sumerge el pecado, nos libera de todo conocimiento erróneo respecto de Dios y de las cosas creadas: del valor que deben tener en mi vida, de los afectos y deseos que me despiertan.

Por la fe las facultades tanto intelectuales como apetitivas son purificadas, y entonces el hombre puede conocer la realidad. En este nuevo conocimiento de Dios –que es el de la fe– el hombre recupera el verdadero conocimiento de sí mismo y de su naturaleza. Se reconoce y valora cono imagen de Dios, y encuentra su dignidad de hijo de Dios, esa dignidad que había perdido con sus errores y pecados. Por la fe se libera de su vida artificiosa y neurótica (18), porque los fines ficticios a los que estaba sometido y que perseguía con insistencia y muchas veces inconscientemente (el dinero, los placeres, la imagen, el status, etc), lo sumergían en la angustia, en el stress, y muchas veces hasta en la desesperación.

La fe da seguridades y reafirma nuestra identidad. Por eso al Credo se lo llama Símbolo, porque aquello que profesamos creer, eso somos, y por eso debemos ser reconocidos.(19) El hombre moderno, tan despersonalizado y masificado, y que muchas veces se siente perdido sin saber realmente quien es y cómo es, encuentra su verdadero y profundo ser, cuando se entiende desde lo que cree. También este creer nos hermana, y acrecienta un sentimiento de semejanza (y simpatía) con los que creen lo mismo.

Con la fe es empezar a encontrar una vida determinada al bien y firme en el obrar. Porque en el acto de fe la voluntad elige y quiere creerle a Dios, no cree en una verdad más, sino en la “Verdad Primera” –como afirma Santo Tomás– y esa verdad primera es al mismo tiempo fin último de la existencia del ser humano. No hay que ver el acto de fe como algo sólo intelectual, una enunciación de verdades frías que no conmueven nuestro corazón, sino como un acto en que el hombre quiere someterse a Dios y así queda “inclinado” hacia el verdadero fin del hombre. El acto de fe es credere in Deum (20), o sea “hacia” Dios. La voluntad inclina, dirige y arrastra toda la personalidad hacia lo que quiere, hacia el ser querido. La dinámica de la voluntad no sólo precede el acto de fe dándole su asentimiento a la Verdad Primera, sino que inclina y hace que toda la personalidad tienda al fin último unificando las potencias. Psiquiatras como Adler, Allers y otros han estudiado y confirmado que las patologías mentales, especialmente las neurosis, se caracterizan por la división causada por fines ficticios que alejan a la persona del verdadero fin del hombre distorsionando así todas sus conductas. Si la fe no nos “afecta” de alguna manera, no nos “mueve” a tener buenos afectos y obrar bien, es porque quizás no tenemos una fe fuerte o quizás no esté viva (o sea informada por la caridad).

Por eso me parece interesante el estudio que hace Larchet sobre lo que los Padres de la Iglesia llamaban dipsiquia, que es una enfermedad del hombre creyente, del que tiene una “fe enferma”.

Se caracteriza por una división en la personalidad –hoy en día diríamos una esquizofrenia (etimológicamente: alma dividida)– que afecta a aquellos que tienen una fe débil, y que su corazón está dividido entre el Dios y el mundo. Esta “enfermedad” hace que el hombre obre mal, sea insensato, depresivo, triste, asténico, negligente.(21)

La fe nos enseña los afectos que debemos tener, la forma en que debemos actuar, nos muestra el camino de las conductas que nos hacen bien, que nos perfeccionan, que nos hacen buenas personas. La inmutabilidad de las verdades divinas frente a lo pasajero del mundo, nos hace descansar en la estabilidad y firmeza que es condición de salud mental. Sometido al error el hombre no puede más que estar sometido a la enfermedad. Aquel que vive una fe sólida pone fin a las dudas, las inseguridades, las indecisiones y miedos patológicos que lo alejan de la realidad.

Según los Padres de la Iglesia la fe es “un apoyo sólido y un puerto seguro”(22) . Justamente la palabra “enfermedad” alude a una falta de firmeza que la fe puede remediar. La fe es condición de salud ya que perfecciona al hombre dirigiendo toda su vida al fin natural y sobrenatural. Pero es necesario crecer en la fe y fortalecerla con actos en que se testimonie esa fe.

En síntesis, la fe es terapéutica porque
1º) sacia el principal deseo del hombre que es el de la Verdad,
2º) perfecciona el entendimiento con esa verdad que no sólo es cierta y segura, sino que lo libera del error en que puede caer por las limitaciones de la inteligencia,
3º) porque perfecciona la voluntad rectificando los deseos desordenados y desarrollando la virtud de la humildad que es la base de la salud mental,
4º) porque hace que uno capte y viva mejor la realidad, no sólo en la actualidad sino principalmente en relación al fin del hombre y su felicidad
5º) reafirma su identidad, aquello por lo cual uno se reconoce a sí mismo, es reconocido y reconoce a los demás.

....el hombre busca un absoluto que sea capaz de dar respuesta y sentido a toda su búsqueda. Algo que sea último y fundamento de todo lo demás. En otras palabras, busca una explicación definitiva, un valor supremo, más allá del cual no haya ni pueda haber interrogantes o instancias posteriores. Las hipótesis pueden ser fascinantes, pero no satisfacen. Para todos llega el momento en el que, se quiera o no, es necesario enraizar la propia existencia en una verdad reconocida como definitiva, que dé una certeza no sometida ya a la duda. Fide et ratio 27




Notas
1. SAN AGUSTÍN, Confesiones, X, 23, 33
2. ARISTÓTELES, Metafísica I,1
3. JUAN PABLO II, Carta Encíclica Fides et ratio, 25
4. Ibídem, 3
5. Ibídem, 28
6. Como muy bien lo demuestra J-C Larchet en sus tratados sobre las enfermedades mentales.
7. Pueden verse los libros de JEAN-CLAUDE LARCHET, quien estudia la psicología con sólidos fundamentos en la doctrina de los Padres de la Iglesia. Cfr. Thérapeutique des maladies mentales, Cerf, Paris 1992. Thérapeutique des maladies spirituelles, Cerf, Paris 20004, etc.
8. Cfr. CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA nº 27 a 38.
9. Cfr. SANTO TOMÁS DE AQUINO, S.Th. II-II q 1 a1- 3. Ibid, II II q 4 a 2 ad 3: “Pero, dado que la Verdad primera, objeto de la fe, es fin de todos nuestros deseos y acciones, como lo muestra San Agustín en I De Trin., de ahí proviene que la fe obre por el amor, de la misma forma que, como enseña el Filósofo, el entendimiento, por extensión, se hace práctico.”
10. SAN AGUSTÍN, De Trinitate XIV, 11: Eo mens est imago Dei, quo capax Dei est et particeps esse potest [en esto la mente es imagen de Dios, en que puede ser participe (de Dios) y capaz de Dios].
11. S.Th II-II q.4 a. 2 ad 2
12. CONCILIO VATICANO II, Constitución Dogmática Dei Verbum, nº 4
13. D. HUME, Historia natural de la religión, Diálogos sobre la religión natural, Sígueme, Salamanca 1974, 96.
14. Ibid.
15. Esto lo trata en profundidad J-C LARCHET en Thérapeutique des maladies spirituelles, Cerf, Paris 2004
16. Cfr. W. PARKER- E. ST JOHNS, La oración en la psicoterapia, Pax-Mexico, 1973
17. J-C LARCHET en Thérapeutique des maladies spirituelles, 346
18. Como muy bien lo demuestran los psiquiatras Adler (especialmente en su obra “El carácter neurótico”), Allers (en su obra “Naturaleza y educación del carácter”) y todos los que siguen este pensamiento.
19. Cfr. CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA nº 185 ss.
20. S. Th. II-II q2 a2 ad 4.
21. J-C LARCHET, Thérapeutique des maladies spirituelles, 348-349
22. J-C LARCHET, Thérapeutique des maladies spirituelles, 350

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