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La valentía de la verdad

La valentía de la verdad
Recuerdo del testimonio dado por los santos Nicolás Tavelic, Deodato, Pedro y Esteban.


Por: P. Fernando Pascual L.C. | Fuente: Catholic.net



¿Cuánto cuesta seguir la verdad? A veces, poco. En otros momentos, en situaciones difíciles, mucho. Pero siempre, cueste o no cueste, vale la pena dejar mentiras para que la verdad ilumine nuestras decisiones; para que nos acerque, poco a poco, al mundo de Luz y de Amor que encontramos en el Dios verdadero.

Los mártires en lo grande, en los momentos difíciles, nos recuerdan precisamente esto: vale la pena ser sacrificados por defender la verdad, vale la pena no ceder a las amenazas con las que poderosos del pasado y del presente buscan apartarnos del Evangelio.

Lo recordaba con palabras profundas el Papa Pablo VI al canonizar a un grupo poco conocido de mártires del siglo XIV: los santos Nicolás, Deodato, Pedro y Esteban.

Eran cuatro franciscanos que dieron su vida por amor a Cristo en Jerusalén, el año 1391. ¿Su “delito”? Haber enseñado, ante el Cadí, que Cristo era Dios y que había que convertirse al cristianismo.

Por este atrevimiento, los cuatro mártires fueron entregados a los verdugos y a una muchedumbre rabiosa, que los golpeó y, finalmente, les dio fuego.

¿Qué dijo Pablo VI en la ceremonia de canonización de estos atrevidos cristianos del pasado? Recordó lo importante que es la valentía de la verdad. También para nosotros, católicos del siglo XXI que vivimos protegidos por leyes y juzgados, pero que no pocas veces cedemos ante la presión del mundo.

“La historia se hace maestra. Establece una confrontación entre estas figuras lejanas de religiosos idealistas, imprudentes, pero exaltados por un amor positivo y arrollador hacia Cristo y convencidos de la necesidad misionera propia de la fe: mártires; y nuestra mentalidad moderna, que esconde, bajo un manto de refinado escepticismo, una vileza cómoda y transigente, y que, privada de principios superiores e interiores, encuentra lógico el conformismo con las ideas en boga, con la psicología resultado de una alienación colectiva respecto de la búsqueda y el servicio sólo de los bienes temporales”.

Seguía el Papa: “No son figuras anacrónicas ni irreales, pues nos parece que reprochan nuestra incertidumbre, nuestra fácil volubilidad y nuestro relativismo que, en ocasiones, prefiere la moda a la fe. Lejanos y cercanos, ellos son nuestros, nos avisan y nos exhortan con palabras semejantes a las que hace pocos días yo mismo pronunciaba: ¡es preciso tener la valentía de la verdad!, la valentía cristiana” (Pablo VI, 21 de junio de 1970).

Miles de mártires han tenido esa “valentía de la verdad” en momentos muy difíciles. Junto a ellos, aunque sin derramar su sangre, muchos millones de cristianos han tenido esa valentía “pequeña” propia de tantos momentos sencillos, normales, de la vida humana.

Cuando hay que decir “no” a un placer desleal, a una trampa en el trabajo, a copiar en el examen, a tomar dinero del cajón ajeno, a preferir un rato de música en vez de ayudar en las tareas de casa. Cuando hay que afrontar sonrisas malévolas al negarse a mirar una revista llena de vulgaridades. Cuando nos alejamos de quienes inician a quitar la fama del prójimo, o decimos no a una petición del jefe que nos permitiría un fácil ascenso a costa de una grave injusticia hacia un compañero...

No es fácil, en tantas ocasiones, en tantos vericuetos, ser fieles a Cristo. No es fácil... si no hay amor, si sólo somos cristianos de etiqueta y misa dominical, si no hemos comprendido lo mucho que Cristo ha hecho por amor a cada ser humano, a mí, en concreto...

Nos hace falta ser valientes en la verdad. La valentía cristiana no se basa en nuestras fuerzas: viene de Dios. Porque sólo Dios puede hacer que superemos miedos y que dejemos intereses oscuros para vivir en la luz. Porque Dios nos acompaña y nos da fuerzas para ser, en las plazas o en la casa, en el trabajo o en el campo de deporte, testigos de un Amor que es capaz de cambiar la historia humana.

Podemos dejar comodidades y escepticismos que nos aprisionan y ahogan. Podemos empezar a vivir como hijos fieles, buenos, trabajadores humildes de un Reino magnífico. Cristo está a nuestro lado. Nos dará fuerzas para ser mártires en lo grande (si llega el momento), y en tantos momentos pequeños, menudos, pero inmensamente bellos si decimos no al pecado y sí al Maestro.







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