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Sobre el origen de la inteligencia humana
¿Cuándo empezamos a ser inteligentes los humanos?


Por: Carlos A. Marmelada | Fuente: Arvo.net/UMANA



¿Cómo apareció nuestra inteligencia? ¿Qué la hizo surgir? ¿Emergió paulatinamente a partir de las potencialidades de la materia, tal como ya sugirió Darwin? ¿Responde a un acto de creación divina, como afirmaba Wallace? Este viejo debate no ha perdido su vigencia en nuestros días.


Carroña e inteligencia

El debate sobre cómo se originó la inteligencia humana lejos de estar resuelto sigue siendo en nuestros días motivo de controversia. A partir de finales de los ochenta del siglo pasado, pero sobre todo en los noventa, fue tomando cada vez más cuerpo una explicación de corte naturalista emergentista, en la que algunos científicos sugerían que un cambio en la dieta de los homínidos, introduciendo el consumo relativamente abundante de carne, habría dado lugar a cerebros más grandes en los que habría podido empezar a emerger la inteligencia. Entre estos científicos destacan Leslie C. Aiello y Peter Wheeler, quienes desde hace años viene llamando la atención sobre este punto. Según ellos, individuos con cerebros relativamente grandes tendrían la inteligencia mínima para ser los primeros en fabricar herramientas con las que romper las cañas de los huesos para poder acceder al tuétano, en donde se hallan los nutrientes más energéticos. De este modo una alimentación rica en grasas animales y en proteínas permitía un aumento progresivo del volumen cerebral. Y con dicho incremento un desarrollo progresivo de la inteligencia.

En España esta tesis ha llegado al campo de la divulgación científica de la mano del último libro de Juan Luis Arsuaga: Los aborígenes. La alimentación en la evolución humana. En esta obra Arsuaga insiste en la idea de la emergencia natural de la inteligencia humana a partir de la reestructuración y expansión del cerebro posibilitada por el aporte energético que proporcionaría el consumo de carne. El afamado codirector de los yacimientos burgaleses de Atapuerca califica el descubrimiento de la carroña como fuente de alimentación como: “el acontecimiento fundamental en nuestra evolución” [1].

La ficción del descubrimiento casual de una joven Australopithecus afarensis sirve como hilo conductor de la primera parte de la obra. Al golpear fortuitamente la tibia de un antílope con una piedra para partirla posibilitando el poder alimentarse de las substancias de su interior, esta hebra de afarensis abría el camino hacia la humanización. El relato se basa en el supuesto de que los Australopithecus partían nueces con piedras al igual que hoy en día lo hacen los chimpancés. Entre los estudios recientes en este campo destacan los que está llevando a cabo en la selva de Costa de Marfil un arqueólogo español, Julio Mercader. Sus investigaciones se centran en el estudio de cómo cascan las nueces los chimpancés de aquella zona. Para este científico cabría la posibilidad de que algunos de los yacimientos de hace dos millones de años fueran lugares en los que ejercían esta actividad los predecesores del linaje humano. El hecho de que la arquitectura ósea de las manos de los Australopithecus no presente ningún impedimento anatómico para tal habilidad hace que un hecho como el narrado por Arsuaga sea algo muy plausible; sin embargo, no debemos de olvidar que no tenemos indicios firmes que nos confirmen que los Australopithecus partieran nueces con piedras y mucho menos que lo hicieran con los huesos de los animales fallecidos. Una afirmación de este estilo aunque posible, nos guste o no, no deja de ser más que una mera conjetura. Incluso los datos del yacimiento de Bouri, Etiopía, que apuntarían hacia algo de este estilo hace 3,5 millones de años aún se han de confirmar, y además no están exentos de interpretaciones contrarias entre sí.

Sin duda alguna, la incorporación en cantidad importante de productos de origen animal a la dieta de los homínidos supuso el primer gran cambio en la historia de la alimentación humana. ¿Comían carne los Australopithecus? Es posible que los especímenes más recientes ya carroñearan. De hecho Pickford y Senut sugieren que Orrorin tugenensis, un supuesto homínido de seis millones de años de antigüedad, ya lo hacía. Hace dos millones y medio de años Homo habilis y Homo rudolfensis son los primeros homínidos de quienes tenemos certeza que consumían carne de animales, procedentes del carroñeo.

El cerebro es un órgano muy caro de mantener ya que, en un hombre adulto anatómicamente moderno, requiere un 20 % del gasto energético total de su cuerpo, en el momento del nacimiento el cerebro llega a consumir hasta el 60 % de la energía corporal. El aparato digestivo, incluyendo unos intestinos muy largos, como resulta habitual en los herbívoros, también es muy caro de mantener en términos de consumo energético. De modo que: un cerebro muy grande y un aparato digestivo muy voluminoso no suele darse simultáneamente en un mismo ser vivo. La sustitución de una dieta casi exclusivamente vegetal, muy rica en celulosa, por otra en la que la carne, rica en proteínas, desempeñaba un papel esencial, permitió que aumentara el volumen del cerebro y disminuyera la longitud de los intestinos.

Algunos han querido ver en este cambio de orientación en la dieta de los homínidos la causa remota del origen de la inteligencia humana. Así en un artículo titulado: La cuna africana del hombre, publicado por la Revista Conocer (nº 175, agosto de 1997, p. 55), y firmado por Mónica Salomone, puede leerse: “si los primeros humanos no hubieran complementado la dieta semivegetariana de sus primos los australopitecinos, jamás hubieran podido permitirse el ser inteligentes”. De un parecer similar es William R. Leonard que publicaba en el mes de diciembre de 2002 un artículo titulado Food for thought. Dietary change was a driving force in human evolution. La traducción literal vendría a ser algo así como: Comida para pensar. Cambios en la dieta fueron una fuerza conductora en evolución humana. El próximo mes de febrero este artículo saldrá publicado en la revista Investigación y Ciencia (versión castellana de la revista anteriormente citada), pero con un título aparentemente más moderado: Alimento y mente. Juan Luis Arsuaga también es de esta opinión. En una entrevista concedida al diario La Vanguardia declaraba: “La explotación alimenticia de la carroña permitiría que se dieran una serie de cambios morfológicos en los homínidos, que acabaron por hacernos como somos. ¡Comer carroña nos hizo inteligentes! ¡Ya tengo titular! (exclamaba el periodista) Precisémoslo (matizaba Arsuaga): comer carroña no produjo directamente ese salto, pero permitió que pudiera darse. Permitió un mayor desarrollo cerebral: el cerebro pudo crecer..., y creció. .- Periodista: Acláremelo. Carroña e inteligencia: ¡parece una broma! (...) ¿La carne nos hizo inteligentes? .- Arsuaga: La dieta con carroña permitió que algún individuo mutante con menos intestino pudiera sobrevivir (y transmitir sus genes). Y permitió que mutantes con cerebro mayor pudieran sostenerlo (y transmitir sus genes). Y un cerebro mayor permitió crear mejor tecnología (piedras, filos...) [2], y la mejor tecnología facilitó el acceso a más carne. .-Periodista: Una rueda. .- Arsuaga: ¡La rueda de la inteligencia![3]Comer carne fue un cambio cultural que abrió la vía a eventuales cambios morfológicos, que, una vez verificados, permitieron otros cambios culturales” (La Vanguardia; 24-XI-2002). Es el mismo argumento que expuso hace seis años Robert Blumenschine cuando declaró que: “los homínidos con cerebros relativamente grandes fueron capaces de fabricar herramientas de piedra, y de emplearlas para descuartizar y descarnar los restos de animales grandes; así pues, los individuos con cerebros grandes podían comer mejor, podían tener más descendencia y, por tanto, esa característica fue seleccionada como ventaja adaptativa” [4].

Incluso hay quienes piensan que la alimentación jugó un papel tan importante en la evolución humana como para ser la causa de la aparición del lenguaje oral. Esto es precisamente lo que defiende el primatólogo Richard Byrne cuando afirma que: “el lenguaje apareció en la prehistoria a partir de las secuencias de movimientos desarrolladas para preparar alimentos” (La Vanguardia; 16.X.2002); o lo que es lo mismo: manipular alimentos tuvo como consecuencia, según Byrne, la aparición del lenguaje. Y aunque este científico niega que el lenguaje sea la base del pensamiento, todo el mundo está de acuerdo en que lenguaje e inteligencia guardan una estrecha relación.

Volviendo a la tesis central de Aiello y Wheeler expuesta en Los aborígenes , que afirma que el consumo de carne por parte de los homínidos hizo aumentar el tamaño del cerebro, facilitando así el surgimiento paulatino de la inteligencia; nos lleva a planear una pregunta ingenua, sin duda, pero pertinente. Si esta hipótesis es correcta..., entonces ¿por qué los grandes carnívoros, como el tigre o la pantera, que llevan muchos millones de años comiendo carne, no han desarrollado cerebros muy voluminosos, y ya no digamos inteligencia en el sentido fuerte de la palabra? Es más ¿por qué grandes depredadores como el león o la hiena, los carnívoros por antonomasia, han visto como sus cuerpos, y por ende sus cerebros, reducían su tamaño en un tercio a lo largo del último par de millones de años? Una respuesta posible a esto último sería afirmar que las especies actuales de leones y hienas no son descendientes directas de aquéllas. Quizás, pero queda en pie la cuestión de que sus cerebros no son especialmente grandes pese a llevar millones de años comiendo carne como elemento prácticamente exclusivo de su dieta, lo que no es el caso en los homínidos que, no lo olvidemos, son omnívoros y, por lo tanto, el consumo de carne, sólo representa una parte de su dieta.

Por otra parte, no todos los científicos están de acuerdo en que el cerebro humano no haya hecho otra cosa más que crecer en los últimos dos millones y medio de años. Robert D. Martin afirma que: “cada vez hay más pruebas de que el cerebro de los componentes de nuestra propia especie Homo sapiens era antes mayor que ahora. Todo indica que se ha ido produciendo una reducción estable del tamaño cerebral humano (sin disminución concomitante del tamaño corporal) durante los últimos 20.000 años aproximadamente. Por tanto, el tamaño del cerebro humano ha experimentado un descenso progresivo durante el mismo período en que se han producido los avances más notorios de la cultura humana” [5], concluyendo que: “los cambios de mayor trascendencia para la sociedad humana han ido acompañados de un descenso progresivo de nuestro tamaño cerebral” [6]. Martin acompaña estas afirmaciones con datos concretos, afirmando que los humanos del Mesolítico (hace unos diez mil años) presentaban una media de encefalización de 1593 cc. los varones y 1502 cc. las hembras; en cambio los hombres actuales tienen un promedio de 1436 cc. y las mujeres 1241.

¿Podemos saber científicamente cómo surgió la inteligencia humana?

En primer lugar hay que decir que nos encontramos ante una explicación materialista del origen de la inteligencia humana que apostaría por un emergentismo gradual, algo que científicamente no está demostrado [7]; es más, desde un punto de vista estrictamente científico todavía no se ha podido definir de una forma unívoca el concepto de "inteligencia", algunos científicos incluso creen que esto jamás podrá lograrse, al menos ese es el parecer de William H. Calvin cuando declara que: “Nunca habrá acuerdo universal sobre una definición de la inteligencia, porque es un vocablo abierto, lo mismo que conciencia”[8]. Por su parte Arsuaga sostiene que: “eso que llamamos es un concepto de difícil definición y muy problemática medida” [9]. Esta dificultad facilita la confusión, de ahí que algunos científicos sostengan que ciertas especies de animales tienen inteligencia, mientras que otros la restringen exclusivamente al género humano.

Por si esto fuera poco, el argumento expuesto representa un razonamiento circular, algo que en lógica no suele ser bien visto. Según esta hipótesis, se afirma que el consumo de grandes cantidades de carne es posible gracias al hecho de tener unos cerebros voluminosos que permiten tener el mínimo de inteligencia para poder fabricar las herramientas que posibilitan descuartizar y descarnar los restos de grandes animales. Pero no hay que olvidar que el presupuesto básico de esta hipótesis es que los grandes cerebros se consiguen tras consumir carne. En definitiva: la conclusión de la hipótesis es, también, la premisa de la que se parte. En La especie elegida Arsuaga ya se había dado cuenta de esto mismo al afirmar que este tema es como la pescadilla que se muerde la cola; en efecto: “La expansión cerebral del Homo sólo pudo ser posible a cambio de una variación en la dieta, que a su vez se traduce en la reducción del tamaño del tubo digestivo y, correlativamente, del aparato masticador. Aiello y Wheeler insisten en que eso no quiere decir que el cambio de dieta produjera automáticamente un aumento del tamaño del cerebro; sólo insisten en que era necesario que nos hiciéramos carnívoros para poder ser inteligentes (aunque ésta es una pescadilla que se muerde la cola porque los alimentos de alta calidad requieren de mayores capacidades mentales para ser localizados)” [10].

Somos libres de especular y de suponer todo lo que queramos, pero hemos de ser conscientes de que debemos de distinguir entre lo que es un escenario evolutivo hipotético, de lo que es una verdad científica firmemente establecida, y lo cierto es que la ciencia no puede determinar con exactitud empiriométrica cómo surgió la inteligencia humana.

Por otra parte, si la inteligencia humana hubiese sido educida por emergencia gradual de las potencialidades de la materia, entonces cabría la posibilidad de que los animales tuvieran también inteligencia en un agrado inferior. Este es, precisamente, el parecer de Arsuaga, cuando afirma que: “los seres humanos nos caracterizamos por poseer una inteligencia mucho más desarrollada que el resto de los animales” [11]. Así, pues, en este punto Arsuaga coincide con Darwin, quien opinaba que los animales también tienen inteligencia, siendo la diferencia entre la inteligencia de estos y la de los humanos una cuestión de grado, pero no de esencia. En rigor esto no es así, ya que los animales no tienen inteligencia, pues no son capaces de elaborar conceptos. Lo que sí tienen es conocimiento sensorial. De modo que, con facultades tales como la imaginación, la memoria y otras, propias de la cognición sensitiva, son capaces de elaborar “perceptos”; es decir, tienen percepciones que les permiten hacerse con una visión adecuada de su entorno, posibilitándoles la supervivencia; sin olvidar por ello la importancia que tiene la herencia genética en los animales en todo aquello que es relativo a la adaptación al medio. El conocimiento intelectual, la elaboración de conceptos abstractos y universales, es algo exclusivo de los humanos. Un animal puede percibir (y comer) dos piezas de carne; pero sólo un humano sabe lo que es el número dos, la dualidad. De hecho Arsuaga, en El collar del neandertal, alude a este tema cuando afirma que: “Jerry Fodor, un influyente psicólogo contemporáneo, propone una división de la mente en percepción y cognición. La percepción se obtiene a través de una serie de módulos, independientes entre sí e innatos... La cognición, en cambio, se produce en un sistema central que realiza las operaciones mentales que comúnmente denominamos pensamiento. Este sistema central es inaccesible a la investigación y permanece misterioso” [12]. ¿Por qué no profundiza Arsuaga en esta vía? La respuesta nos la da en otra de sus obras, concretamente en La especie elegida, cuando afirma que: “la ciencia tiene como objeto explicar los fenómenos naturales (...) por medio de causas naturales” [13]. La postura es totalmente lícita; y, de hecho, esto ha sido lo que ha permitido a la ciencia progresar de la forma tan espectacular con que lo ha hecho en los últimos cuatro siglos. Lo que ya no resulta tan lícito es afirmar que como mi modo de conocer se basa exclusivamente en una cognición de la causalidad empírica, no existe ningún tipo de causalidad metaempírica. Immanuel Kant criticó con elegancia y finura no ausenta de dureza, esta forma de argumentar al preguntarse que: “¿Quién puede demostrar la no existencia de una causa por medio de la experiencia, cuando ésta no nos enseña otra cosa sino que no percibimos la causa?” [14].

<>El cerebro como órgano del entendimiento

Es ya casi un a priori cultural de la ciencia el considerar, sin más análisis crítico, al cerebro como órgano del entendimiento. Así, a partir de afirmaciones tales como que: “las funciones superiores relacionadas con la inteligencia se llevan a cabo en el cerebro” [15]o que: “la parte del encéfalo que es responsable de eso que llamamos inteligencia es el cerebro” [16], se puede colegir que el cerebro es considerado como el órgano de la inteligencia, del entendimiento para ser más preciso, pues la inteligencia no es sino el acto de dicha potencia.


Pese a lo extendida que pueda estar esta idea no es compartida por todos los científicos, así el Premio Nobel en medicina Sir John Eccles discrepa de este parecer y sostiene que la inteligencia es una facultad inmaterial exclusiva del ser humano. De hecho, el propio Arsuaga reconoce que: “la mente no tiene asiento en ninguna región concreta del cerebro (...) La mente no se corresponde con ninguna estructura material” [17]. Pero... ¿acaso la inteligencia no es algo que forma parte de la mente humana?

El tema no es intrascendente, ya que si el cerebro es el órgano del entendimiento, entonces el alma humana no puede ser ni espiritual ni inmortal, sino que sería una forma substancial que se agotaría en comunicar el ser a la materia y, como le sucede a todas las formas substancias de este tipo, se aniquilan (o lo que es lo mismo: se nihilizan, en el sentido de caer en la nada), con la desaparición del individuo concreto al que informan. Si este fuera el caso del alma humana, la existencia de la religión sería algo carente de sentido, pues no habría forma de tener una relación perdurable con Dios. Si el entendimiento, en cambio, fuera una facultad o potencia del alma que no precisase de la materia como órgano, aunque sí como objeto para poder elaborar los conceptos, entonces el alma humana podría ser espiritual e inmortal, y la apertura del hombre a la trascendencia quedaría fundamentada.

¿Darwin o Wallace?

¿Cuál es el origen de la inteligencia humana? En el terreno de los científicos evolucionistas desde un principio se marcaron dos posturas, la de Darwin y la de Wallace. Arsuaga recoge esta dicotomía en los siguientes términos: "Para Darwin, la evolución de la mente humana no difería sustancialmente de la evolución del cuerpo. Era, por lo tanto, un proceso lento y continuo, un avance a base de pequeños pasos y mucho tiempo por delante para recorrer el largo camino evolutivo que separa al mono del hombre... Wallace, en cambio, simplemente no podía admitir que las facultades intelectuales y morales del hombre, tan elevadas, fueran un producto de la evolución gradual, y que nos hubiéramos ido haciendo seres humanos poco a poco: él veía un único gran salto cualitativo, que no se podía explicar por una lenta acumulación de múltiples pequeños cambios. Wallace pensaba en una causa sobrenatural" [18]. Siguiendo el parecer de Ian Tattersall, el codirector de Atapuerca, considera que la inteligencia humana pudo haber surgido por un reajuste nunca antes experimentado de los elementos del cerebro, dando lugar a una propiedad absolutamente revolucionaria y radicalmente distinta: la inteligencia, se trataría, pues, de una propiedad emergente. Y esto “es ciencia y no magia, pero se parece mucho a un milagro” [19], la verdad es que sí. Ahora bien, aunque se confiesa partidario del materialismo emergentistas, reconoce que no hay muchas opciones, de modo que: "Me temo (que) nos veremos obligados a optar entre Darwin y Wallace" [20].

¿Origen sobrenatural o natural de la inteligencia humana? ¿Creación divina o emergencia a partir de la materia? ¿Wallace o Darwin? Aunque Arsuaga se decanta por Darwin, y su obra El enigma de la esfinge es un buen testimonio de ello, reconoce con gran honradez que es un tema que, desde el punto de vista científico, quizás nunca pueda ser zanjado de modo concluyente, y es que: “la cuestión de si la mente humana surgió de golpe con el Homo sapiens, o si es producto de evolución gradual, es una vieja discusión que ya enfrentó a Darwin y Wallace, y para la que no se sabe si algún día se alcanzará una definitiva respuesta” [21]. Lo que no debemos de olvidar es que el conocimiento científico no es la única forma de conocimiento objetivamente válido que tenemos los humanos. Aunque el positivismo como tal ha perdido vigor como doctrina filosófica oficial, su lastre aún hace sentir sus efectos; de forma que puede afirmarse que el viejo espíritu cientificista del positivismo decimonónico aún está presente en el ámbito de la ciencia, de ahí que todavía puedan escucharse afirmaciones como esta: “la ciencia (...) sólo elabora hipótesis, vacilantes aproximaciones a la verdad (...), pero es lo mejor que el espíritu humano es capaz de crear” [22]. ¿Mejor? ¿En qué sentido? ¿En términos absolutos o relativos? Estamos totalmente de acuerdo que la ciencia es el mejor producto que el espíritu humano puede crear para resolver los problemas de índole científico que plantea la realidad. Pero, desde luego, la ciencia no es lo mejor que puede crear el espíritu para resolver los interrogantes de carácter metafísico que interpelan al hombre. La tesis epistemológica que postula al conocimiento científico como la forma suprema de conocimiento objetivamente válido sólo puede ser verdadera si la acompañamos de la postulación de otra tesis, esta vez de carácter ontológico, que sostenga que la única realidad existente es de tipo material. Pero ambas tesis ya no son afirmaciones científicas sino filosóficas, por ello la elucidación de la veracidad de sus afirmaciones no vendrá determinada por razonamientos científicos, sino filosóficos.

Inevitablemente las cuestiones en torno al origen del hombre implican una serie de debates ideológicos insoslayables. Y, como no podría ser de otro modo, en relación al origen de la inteligencia humana, una de las cuestiones más importante para el ser humano, sucede lo mismo. Estamos totalmente de acuerdo con Arsuaga cuando afirma que: “La ciencia se propuso, a partir de la llamada revolución científica del Barroco (en el siglo XVII), eliminar toda emoción y toda ideología (religiosa o política) de su quehacer, con la pretensión de alcanzar el conocimiento objetivo. A pesar de ese buen propósito, los científicos somos seres humanos y estamos condicionados por nuestro ambiente y nuestra educación. Hacemos lo que podemos por no dejarnos influir por lo que nos rodea, pero hay que reconocer que es más fácil hacer ciencia objetiva estudiando el átomo, las mariposas o los volcanes, que abordando la espinosa cuestión de la condición humana” [23]. Precisamente por ello creemos que ese esfuerzo de objetividad, esa seriedad y esa honestidad que ha de poner a la investigación científica por encima de los deseos ideológicos subjetivos se hace hoy más necesario que nunca, de tal suerte que somos del parecer de que el gran prestigio social que ha alcanzado la ciencia ha de implicar, necesariamente, una mayor responsabilidad por parte de los científicos a la hora de dejar bien claro que es lo que son conocimientos ciertos y qué hipótesis más o menos plausibles.

Notas

(1) Juan Luis Arsuaga: Los aborígenes. La alimentación en la evolución humana; RBA Libros, Barcelona, 2002, p. 52.
(2) En su última publicación Arsuaga expone esta idea en las páginas 87 y 88.
(3) En Los aborígenes Arsuaga expresa esta misma idea en los siguientes términos: “El hábito de comer carroña creó nuevas presiones de selección que han llevado a la evolución directamente hasta nosotros. Es decir, por una vez, al menos, en la historia de la vida, alguien hizo algo que tuvo una enorme trascendencia, porque la rueda que puso en movimiento produjo más tarde la razón” (op. cit., p. 53).
(4) R. Blumenschine: La cuna africana del hombre; Revista Conocer, nº 175, agosto de 1997, p. 55.
(5) Robert. D. Martin: Capacidad cerebral y evolución humana; en Los orígenes de la humanidad, Investigación y Ciencia, Temas 19, primer trimestre de 2000, p. 61.
(6) Ibidem.
(7) De hecho Arsuaga califica a esta teoría de “respetable” (Los aborígenes; p. 16), pero no absolutamente verdadera; y es que, como señala en otra parte, “quien quiera verdades absolutas, dogmas incuestionables e inamovibles, debe mirar hacia otro lado, que no es el de la ciencia” (El collar del neandertal. En busca de los primeros pensadores; Ed. Temas de Hoy, Madrid, 1999; p. 40).
(8) W. H. Calvin: Aparición de la inteligencia; Investigación y Ciencia; n 219, diciembre de 1994, p. 79.
(9) J. L. Arsuaga e Ignacio Martínez: La especie elegida. La larga marcha de la evolución humana; Ed. Temas de Hoy, Madrid, 1999, p. 151.
(10) J. L. Arsuaga e I. Martínez; op. cit., p. 185
(11) Ibidem; p. 151. La cursiva es nuestra.
(12) J. L. Arsuaga: El collar del neandertal; p. 240.
(13) La especie elegida; p. 31.
(14) I. Kant: Fundamentación de la metafísica de las costumbres; Ed. Aguilar, Buenos Aires, 1973, p. 98.
(15) La especie elegida, p. 151.
(16) Ibidem; p. 160.
(17) El collar del neandertal; op. cit., p. 240.
(18) El collar del neandertal; pp. 246-247.
(19) Ibidem, p. 247.
(20) Ibidem, p. 250.
(21) J. L. Arsuaga: El enigma de la esfinge; Plaza & Janés Editores; Barcelona, 2001, p. 312.
(22) J. L. Arsuaga: El collar del neandertal; p. 40.
(23) J. L. Arsuaga: Los aborígenes, pp. 129-130.
 

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