El re-conocimiento personal del embrión
Por: Tomás Melendo Granandos | Fuente: Arvo.net
El re-conocimiento personal del embrión
(presupuestos epistemológicos) [1]
En un artículo publicado en Studi cattolici bajo el título de Bioetica & dignità umana[2] hacía referencia a la necesidad de encontrar un ámbito común para todos cuantos dedican su atención a las cuestiones relativas a la vida del ser humano: ya provengan de los dominios de las ciencias positivas o experimentales, ya de lo que en sentido amplio cabría calificar como humanidades y, de forma especial, de la filosofía. Y sostenía que ese lugar de convergencia no podía ser otro sino la realidad misma, a la que científicos y filósofos han de referir sus conocimientos en la medida precisa en que ejerzan sus disciplinas de acuerdo con lo que la naturaleza de éstas reclama.
Las páginas que siguen pretenden proseguir un aspecto concreto de ese mismo discurso, el del conocimiento de lo real en cuanto tal, aprovechando ciertas ideas elementales expuestas en una reciente publicación sobre la naturaleza del saber filosófico[3] y, más en concreto, sobre el método correspondiente a este saber, para aplicarlo después muy sucintamente al extremo particular expresado en el título.
1. Método científico y método filosófico
a) Algunos caracteres básicos del proceder científico
Aun cuando no hubiera sido expresamente afirmado por Aristóteles, el sentido común bastaría para avalar uno de los principios elementales que permiten abordar con éxito cualquier investigación o aprendizaje: la conveniencia de comenzar la andadura por lo mejor conocido, para avanzar desde ahí hasta la conquista progresiva de lo que inicialmente se ignora.
Ahora bien, no cabe duda de que en la civilización contemporánea el método del saber universal y casi exclusivamente alabado es el propio de las ciencias positivas o experimentales. A él apela implícitamente la mayoría de las personas al oír ese vocablo, aun cuando no tenga ni experiencia directa ni una idea muy precisa su naturaleza. Es él el que según el sentir general posibilita un conocimiento más taxativo y certero y, en consecuencia, aquél que nos servirá como punto de partida y término de comparación para examinar el modo de conducirse característico de la filosofía.
Pero el método científico, tal como se lo concibe y utiliza hoy, podría definir su fisonomía primaria con tres trazos inesquivables.
i) El primero, su hegemonía o capital importancia a la hora de avalorar los resultados de las distintas disciplinas. En la actualidad, las cuestiones metodológicas gozan de tal relieve que una determinada investigación comienza siempre por establecer los procedimientos que permiten desplegarla rigurosamente y no puede ser calificada como científica hasta el momento en que esa labor se hayan llevado a término de manera clara y definitiva; y viceversa, el vigor de método se configura de ordinario como aval prácticamente indiscutido de los logros alcanzados en cualquier búsqueda. Analizando la situación con un deje de desenfado, bastantes de los estudiosos actuales justificarían la afirmación un tanto irónica de Joubert: «todo lo que hemos aprendido gracias a cierto método creemos saberlo porque conocemos el método»[4].
ii) En segundo término, como causa y al tiempo como consecuencia de lo que acabamos de ver, los modos de investigar de los distintos saberes sectoriales han adquirido una genérica uniformidad de fondo, que no excluye diferencias de matiz, pero que responde justo a la convicción expresada en el punto que antecede: lo realmente fundamental para adquirir un conocimiento es la manera de proceder, ¡el método!, con relativa independencia: a) del tema u objeto que en cada caso se investigue y b) de la persona que lleve a término esa búsqueda.
iii) Finalmente, y por motivos históricos en parte establecidos por los dos rasgos anteriores, el procedimiento que ha acabado por imponerse como universal y prioritario a la hora de llevar a cabo cualquier indagación o de exponer y sistematizar sus resultados aspira a asimilarse, en la medida de lo posible, al que desde siempre han utilizado las matemáticas.
El «método matemático», que ya en sus tiempos deslumbró a Descartes en virtud de su rigor y exactitud, ha seguido ganando prestigio, gracias también a las posibilidades de aplicación técnica de los resultados que con su auxilio se obtienen; y, aunque no de manera homogénea ni por completo universal, tiende a ser utilizado en los distintos dominios del conocimiento humano: desde la informática, la física o la química, donde el terreno podría calificarse como relativamente propicio, hasta las denominadas «ciencias del espíritu» —geografía humana o sociología o política, investigaciones psiquiátricas y psicológicas…—, en las que la aplicación de semejantes parámetros resulta más problemática.
b) Las diferencias con la filosofía
De resultas, y con las simplificaciones inevitables que la extensión y tono de un escrito como el presente impone, puede sostenerse que las ciencias actuales han solido primar de tal manera el método y, con él, el afán de seguridad, de certeza cuasi matemática, que lo que no pueda saberse con semejante precisión resultará excluido de su ámbito de examen. Cabría decir entonces que para el científico en cuanto tal lo que no admite ser «bien» sabido, entendiendo por «bueno» el conocimiento susceptible de comprobación lógico-experimental estricta, sencillamente no puede conocerse, queda fuera de su campo de interés. Y no hay en ello incorrección alguna: como científico positivo, el investigador debe excluirlo de entre sus datos y conclusiones… aunque eso sí, absteniéndose de pretender que lo que su saber aporta explica de manera exhaustiva la realidad, pues en caso contrario incurriría en craso error de reduccionismo.
En el extremo opuesto, y expresándolo de forma un tanto figurada, al auténtico filósofo le preocupa más conocer la real totalidad de lo que está indagando que conocerla «con precisión», en la acepción subjetiva y técnico-metódica que acabamos de esbozar. Su indagación no es homogénea. No reclama el mismo tipo de exactitud ni de certeza para todo lo que estudia, sino que adapta sus exigencias a las realidades con las que en cada ocasión está tratando. Sabe, por ejemplo, que nada de lo específicamente relativo a las dimensiones espirituales del ser humano —a su alma, su libertad, su capacidad de comprensión, de amor y de entrega…— puede medirse y fijarse en términos cuantitativos ni es susceptible de una comprobación experimental a través de los sentidos. Pero como justo son esas realidades las que más le interesan, en lugar de rechazar aquello que no resulta captable por la vía positivo-matemática, admite otras maneras válidas de saber, dotadas asimismo de auténtico alcance veritativo.
Y al hacerlo también él obra adecuadamente… e incluso mejor que si adoptara las restricciones de algunos saberes experimentales. Pues, como bien ha visto Heidegger, «todas las ciencias del espíritu, y aun todas las ciencias de lo viviente, justo para permanecer rigurosas, tienen que ser por fuerza inexactas. Sin duda, puede concebirse también lo viviente como magnitud de movimiento espacio-temporal, pero entonces ya no se capta lo viviente. Lo inexacto de las ciencias históricas del espíritu no es un defecto, sino sólo el cumplimiento de un requisito esencial para esta clase de investigaciones»[5].
Ciencia (particular y con afán de exactitud) y filosofía (con pretensiones de totalidad y significado) son modos de saber complementarios, pero diversos. En consecuencia —y ahora es Pieper quien nos habla—, «proceder “críticamente” no significa en primer lugar para el filósofo admitir sólo lo que está absolutamente asegurado, sino poner cuidado en no escamotear nada»[6].
Puesto que no se propone como objetivo la cronométrica y minuciosa descripción de un singular ámbito de estudio, «quien reflexiona sobre el todo de la realidad, o sea, el que filosofa, ha de tener forzosamente una idea de la “perfección del conocimiento” diferente de la que tienen las ciencias particulares; para él, es perfecto el conocimiento cuando se pone a la vista el todo de la realidad y aquello en lo que más se manifiesta este todo. Lo decisivo es la categoría de ser de lo que se pone a la vista, no el modo como se pone ante ella»[7].
La idea es antigua —más bien, clásica—, y se encuentra expresada y «realizada» por muchísimos autores de los que componen la mejor tradición occidental. Por ejemplo, una buena proporción de ellos ha considerado que lo determinante en cualquier adquisición cognoscitiva es la calidad de lo que nuestra inteligencia aprehende y no la «perfección» con que lo capta. Célebre resulta a ese respecto el pasaje del De partibus animalium en el que Aristóteles confiesa con contenido júbilo: «A pesar de ser muy poco lo que podemos alcanzar de las realidades incorruptibles, sin embargo, en virtud de la nobleza de tal conocimiento, nos produce más alegría que el de todo cuanto nos rodea; igual que una visión, incluso parcial y fugitiva, de la persona amada nos resulta más dulce que el conocimiento exacto de tantas otras cosas, por más que éstas se muestren importantes»[8]. Y también la convicción con que Tomás de Aquino sanciona semejante perspectiva, cuando reafirma y acentúa: «El más insignificante conocimiento que uno puede lograr sobre las cosas más elevadas y sublimes es más digno de ser deseado que el saber más cierto de las cosas inferiores»[9].
2. El atenimiento a lo real
Las palabras de Aristóteles y Tomás de Aquino recién citadas condensan un precepto metodológico característico y definitorio de la filosofía más genuina: el de la primacía de lo sabido respecto al modo de saberlo… también cuando se trata de determinar la vía —el «método»— de acceso hasta ese conocimiento. Al auténtico filósofo le interesa conocer las realidades más significativas, las más merecedoras de atención, aunque la manera de elevarse hasta ellas deje bastante que desear si se la compara con el modo en que pueden captarse otros objetos más cercanos, pero en muchos casos insignificantes y banales.
Con todo, no es ésta la única norma implícita en las afirmaciones de Pieper que antes recogíamos. En realidad tales asertos apelan a otro principio más amplio que, ese sí, ha de guiar la entera investigación del filósofo. Podríamos calificarlo, con las palabras que componen nuestro epígrafe, como la necesidad primaria de atenerse a lo real tal y como en efecto es.
Abelardo Lobato lo ha expresado con una imagen no carente de resonancias poéticas: «En el orden especulativo —nos asegura— dependemos de las cosas y nuestra virtud está en adecuarnos a ellas. Una abeja real tiene más peso ontológico que todas las teorías sobre las abejas y supera en belleza al canto poético de Virgilio que ha visto cómo en la colmena fervet opus»[10].
a) Acerca de lo concreto
En otras ocasiones hemos defendido como asombrosa —pero fidedigna— la afirmación que considera «abstractas» a las ciencias, y «real» y «concreta» a la filosofía[11]. Para ilustrar este extremo tal vez baste ahora considerar lo que Henri Bergson, eminente filósofo contemporáneo, nos transmite a través de un no menos reconocido experto en ciencias y filosofía: «En aquella conferencia —narra Mariano Artigas— Bergson prosiguió explicando su punto de vista sobre la filosofía: “Si por filosofía se entiende cualquier construcción sistemática de ideas colocadas unas sobre otras, como las piedras para formar un edificio inmenso e imponente, pero frágil, entonces, en efecto, la contribución de España a este tipo de filosofía quizás no sea considerable. Pero… la filosofía no es un edificio formado por abstracciones, ni debe serlo. La filosofía no es un estudio abstracto: nada es menos abstracto que la filosofía. Incluso diría que, entre todas las ciencias, es la única que verdaderamente no es abstracta. Cualquier ciencia considera un aspecto de la realidad, o sea, una abstracción… En cambio, la ciencia que estudia la realidad concreta y completa, la ciencia que se esfuerza por contemplar la realidad íntegra en su desnudez, sin velos que la cubran, esa ciencia se llama filosofía” […].
»Estas ideas —confirma Artigas— son importantes. En efecto, las ciencias ‘particulares’ tales como la física, la biología, la sociología o la historia, estudian la realidad desde puntos de vista propios; por ejemplo, el físico estudia lo que puede abarcarse utilizando conceptos tales como masa, energía, campos de fuerzas y otros semejantes, y lo que no admita ser tratado mediante esos conceptos no puede ser objeto de la física. Algo semejante ocurre en cualquier ciencia. En cambio, la auténtica filosofía se pregunta por la realidad tal como es en sí misma y no puede permitirse el lujo de dejar fuera aspectos que son reales. De ahí que, en cierto sentido, la filosofía es más complicada que las ciencias particulares.
»Cuando se hace filosofía, a veces resulta inevitable recurrir a conceptos difíciles, porque la realidad es compleja y, sobre todo, nuestro conocimiento es muy limitado, de modo que no abarcamos de un solo golpe de vista la realidad que estudiamos. Pero es cierto que la filosofía, al menos si recoge fielmente la realidad, debe encontrarse próxima a la vida»[12].
Observaciones que podrían ser subrayadas por las siguientes, un tanto más técnicas, de otro especialista en la cuestión que estamos examinando, y que se apoyan también en la apreciación de un gran filósofo de nuestros días: «Gilson —recuerda Sanguineti— considera que la filosofía debe orientarse metodológicamente hacia lo real concreto, en lugar de pretender capturar “esencias puras”, como acontecía en la escolástica esencialista o como era el método cartesiano, que partía de las “naturalezas simples” [13]. Ahora bien, es la constante referencia a la experiencia la que permite no objetivar esencias abstractas sólo con métodos conceptuales, lo que, por el contrario, sí corresponde al método científico basado sobre la elaboración de modelos. Por eso […], mientras la abstracción caracteriza el método de las ciencias particulares […], la filosofía no puede contentarse con operar de esta manera por cuanto atiende al todo, en el que la esencia existe, y al modo de ser real de lo que esencialmente se define»[14].
b) Un conocimiento «real».
A las ideas apenas esbozadas querríamos añadir ahora que el hecho de que despierten extrañeza se debe en parte a un déficit en la comprensión de lo que en definitiva son la filosofía, las ciencias, lo abstracto, lo real… «La verdad es el todo», afirmaba Hegel. Y, aunque el sentido de su pensamiento resulta distinto del aquí sostenido, no deja de encerrar una enseñanza cierta: si, para considerarlos con más precisión o exactitud, aislamos determinadas propiedades o aspectos de una cosa, y más todavía si se trata de una persona, el conocimiento que de ellas obtenemos, justo a causa de su carácter abstracto o separador, deja de responder a lo que esas realidades o los atributos examinados son en efecto. Al desconectarlos del conjunto en el que existen, y más cuanto más unitario sea éste, se absolutizan y modifican su significado real.
Y eso, como se acaba de sugerir, es lo que ocurre con las ciencias particulares: que en mayor o menor medida, pero siempre, analizan un conjunto de propiedades determinadas, segregándolas de la realidad o realidades en que de facto se encuentran. Pueden estudiar las magnitudes físicas gravitatorias, pongamos por caso, pero independizándolas del hecho, en absoluto insignificante desde el punto de vista real, de que el cuerpo en cuestión sea inerte, vegetal, animal o humano. Las «leyes de la gravedad» se igualan en todos los supuestos, y a eso atenderá el físico; pero el comportamiento real respecto a ellas resulta muy diverso en las distintas situaciones: el trozo de roca, por emplear un lenguaje en parte metafórico, se encuentra por completo sometido a esa ley; la planta, enhiesta en un sucinto y elevado tallo, sólo parcialmente se le subordina; el ciervo o la gacela parecen desafiarla con sus increíbles piruetas y veloces desplazamientos; y el hombre, gracias a las aplicaciones técnicas que le facilita su inteligencia, da la impresión de superarla e incluso actuar en contra de ella (aunque en realidad, como en los anteriores casos, la tiene en cuenta y utiliza sus propios resortes).
Se trata de ejemplos sencillos, acreedores de una multitud de matices que no puedo exponer. Pero sí que vale la pena analizar la cuestión con algo más de hondura: a) estudiando la manera en que las ciencias particulares contemplan el fenómeno de «la vista», al que consideran de una forma aislada, independiente del sujeto que en efecto ve; y b) comparándolo con el modo en que lo hacen los filósofos, atentos, si actúan como tales, al ente singular y concreto que en cada caso ejerce de hecho semejante percepción.
Podremos así advertir diferencias fundamentales, que nos ayudarán a perfilar el modo de proceder propio de la filosofía. En efecto:
• Desde la perspectiva de las ciencias particulares —que cabe calificar de abstracta, dotando a esta expresión del alcance que acabamos de sugerir—, la vista desempeña en el animal y en el hombre idéntica función. Si se atiende a lo que constituiría su presunto ejercicio aislado, a lo que hacen en sí y por sí mismas, la vista animal y la humana permiten aprehender colores; y, bajo semejante prisma, las conclusiones de la óptica obtenidas en el reino animal resultarían trasladables al hombre: este enfoque anula las diferencias entre el ejercicio de la visión por parte los seres racionales e irracionales.
• Pero en realidad equiparar ambos modos de ver no sólo es incompleto o inexacto sino, como afirma expresamente Tomás de Aquino, equívoco. Gracias a la vista y a los restantes sentidos externos e internos, lo que el animal en verdad advierte —más allá de las externas determinaciones sensibles— son, como otras veces hemos apuntado, «funciones» o, si se prefiere, «posibilidades de beneficio o daño»: el corderillo percibe a la oveja madre sólo como «mamable» y al lobo simplemente como amenaza (lactabile o fugiendum, según la terminología multisecular). El hombre y la mujer normales, por el contrario, también en continuidad con las demás facultades cognoscitivas, «ven» de ordinario lo que son las cosas y personas —el bolígrafo, un jarrón, papá o mamá, el delantero centro del equipo favorito, el presidente de la República…— en su significado objetivo, con independencia del bien o del mal que a ellos puedan acarrearle (en el caso opuesto —hoy, por desgracia, corriente— se están «animalizando», deshaciendo su condición personal).
Por resumirlo de algún modo: mientras el animal percibe simples estímulos para su obrar reactivo, el ser humano conoce la realidad tal como es en sí misma, justo como realidad (el ente en cuanto ente de la metafísica): y con ella puede relacionarse contemplativamente, ahondando en su verdad y gozándose en su belleza, o transformarla en punto de referencia para su comportamiento ético-político o en material con el que, mediante modificaciones más o menos profundas y complicadas, embellecer el entorno o lograr beneficios individuales o para el conjunto de los humanos.
La diferencia, como puede advertirse, resulta enorme. Y es que, en efecto, quienes realmente «ven» no son los ojos o como se quiera denominar el órgano o la facultad de la vista, con toda la complejidad neurofisiológica que hoy ya conocemos. No. En realidad, «veo» yo o el lector, ve un ingeniero, un mecánico, un poeta o un artista, ven ese perro o aquel caballo… poniendo en juego cada vez no sólo la potencia visiva sino, en continuidad con ella, las restantes capacidades cognoscitivas y, al término, el entero sujeto que las ejerce y que las ciencias sectoriales, precisamente por serlo, han de dejar entre paréntesis.
Lo que el perro «ve», entonces, justo por su condición de animal, queda inmediatamente reducido a comida o bebida, posibilidad de apareamiento, incomodidad o peligro para sí o para los suyos…, que son sólo aspectos del entorno condicionados por y relativos al tipo de animal en cuestión. Como ya advirtiera Ortega, un tigre es siempre «el primer tigre» en la historia del universo: con independencia de la época o latitud en que haya vivido, al margen también de su edad o su experiencia pasada, cada tigre, ante la visión de su presa, pone en juego en fin de cuentas los elementos cognoscitivos y operativos que desde siempre y para siempre vienen determinados por su específico e inmutable instinto depredador. Y nada más.
Por el contrario, lo que «ve» un marido al contemplar la foto de su esposa fallecida es, muy lejos de la esquematización interesada propia del ser irracional centrado en sí, la auténtica realidad de aquella persona: consistente, valiosa por sí misma, con un ser y un destino propios, que ahora goza de Dios para siempre, que ha desarrollado en este mundo una labor extraordinaria en el campo profesional o social… y que además (un además de infinita trascendencia para el esposo, pero sólo un «además») ha dado y continúa ofreciendo sentido a su existencia de enamorado y de padre. En cada acto de percepción un tanto significativa el hombre y la mujer maduros —filósofos «espontáneos»— hacen resonar no sólo lo aprendido durante su entera biografía sino, hasta cierto punto, los conocimientos almacenados a lo largo de los siglos por casi toda la humanidad y transmitidos como cultura. Lo que dos cónyuges en sus bodas de oro «ven» cuando vuelven a recorrer los lugares más representativos de su etapa de novios y esposos jóvenes no es sólo un paisaje más o menos descolorido o antes magnificado, sino, junto con toda la historia de la civilización contenida en él, su completa vida de casados, las mil y una anécdotas de cada uno de sus hijos, los logros profesionales de los miembros de la familia, las alegrías, tristezas o períodos de cansancio…
Y todo eso es en efecto la realidad: preñada, global, significativa, por completo personal e intrasferible, resultado de poner en juego su asimismo única, íntegra y no intercambiable densidad personal.
3. El «método» filosófico
a) ¿Un proceder determinado?
Parece claro que la aprehensión de esa realidad, la sola completa y fidedigna, no puede llevarse a cabo por ninguno de los procedimientos científicos al uso, ni tan siquiera por la suma ordenada de todos ellos. Lo que da enjundia y jugo a la visión de nuestra pareja en el ejemplo anterior no es apreciable con los instrumentos utilizados por la ciencia para la indagación de su objeto: ni el microscopio ni las fórmulas químicas más complejas ni los procesos cuasi infinitos del más potente ordenador son capaces de extraer y poner ante la vista el significado de una vida matrimonial vivida en plenitud, ni tampoco existen rutinas, protocolos o procedimientos estándar para sacar a la luz semejante sentido.
«Eso» no pueden captarlo las ciencias particulares, sino sólo la filosofía espontánea que todas las personas ejercemos, al menos en los mejores momentos de nuestra existencia: justo cuando hacemos entrar en contacto la íntegra y no intercambiable totalidad de lo que somos, en la esfera cognoscitiva y en la afectivo-volitiva,con lo más hondo y global de las realidades con las que progresivamente nos hemos ido familiarizando, hasta hacerlas nuestras. En consecuencia, el filósofo de profesión, en la medida en que debe proseguir lo mejor y más cuajado del conocimiento ordinario y llevarlo a su máximo cumplimiento natural, ha de poner en juego unos resortes distintos de los utilizados por el científico (también considerado ahora en cuanto científico): menos «técnicos», cabría asegurar, y más «personales», por cuanto implican y necesariamente comprometen todo lo que ese individuo es (se trata del sentido correcto de la «subjetividad» de la verdad a la que apelara Kierkegaard, frente a la «objetividad» indispensable a las ciencias).
Podría, pues, sostenerse, con cierta pero pedagógica exageración, y dando al vocablo el sentido restrictivo y excluyente que se le confiere a veces en los saberes sectoriales, que el «método» filosófico se sitúa en las antípodas de los procedimientos especializados que se han hecho clásicos en las ciencias positivas; o incluso, llevando la hipérbole al extremo, que la filosofía propiamente «carece de método» —de un método unívoco—… si de nuevo apelamos con este vocablo a un conjunto de técnicas y protocolos homogeneizados, en gran medida independientes del individuo que los ejecuta y capaces de enderezar por sí mismos la investigación hasta su término, que es como se los representan la mayor parte de quienes nunca los han practicado.
Al margen ahora de excesos y de figuras retóricas, en el ejercicio de su tarea propia el filósofo se distancia del científico en los tres rasgos que antes considerábamos característicos del modo de desenvolverse de este segundo:
i) Antes que nada, porque la relevancia del «método» para el correcto ejercicio de la filosofía no es en absoluto decisiva y prioritaria: frente a lo que ha pretendido la preceptiva de algunos pensadores modernos —empezando por El discurso del método o las Reglas para la dirección del ingenio cartesianos, pasando entre otros muchos por el Ensayo sobre el entendimiento humano de John Locke o El tratado sobre la corrección del entendimiento de Spinoza—, para conocer filosóficamente la realidad importan, muy por encima de un procedimiento más o menos calcado sobre el de los saberes positivos, la actitud global de la entera persona hacia aquello que pretende aprehender y las virtudes intelectuales y morales que hacen posible semejante conocimiento.
ii) Precisamente por ello, la vía de acceso a esa realidad no vendrá determinada de antemano ni resultará común y uniforme para todos cuantos se preparan a estudiarla, sino que será sugerida en cada caso por aquello que el amante de la sabiduría está tratando de indagar y por su propia persona, única e irreiterable: resultando de esta suerte tal acceso —según afirma expresamente Kierkegaard y sugiere en abundancia Scheler— expresión de lo que aquel individuo es en su fondo más íntimo y configurador. Parece claro que el intento de atisbar la vida divina, que Aristóteles despliega al término de un buen número de libros de su Metafísica no resulta equiparable, desde el punto de vista del método, a la paciente y concienzuda observación de los animales que le ocupó durante la redacción de sus obras «naturales», como tampoco a la espontaneidad vivida con que Tomás de Aquino aborda el estudio de Dios al comienzo de su Suma teológica.
iii) Por fin, y a pesar de lo que llegó a ser opinión generalizada en algunos momentos de sus desarrollos respectivos, las matemáticas tienen poco que ver con las ramas más seriamente sapienciales de la filosofía. Justo porque lo que estudian la antropología o la teología natural goza de una vigorosa intimidad o densidad interior, resultaría reductivo y depauperante el intento de englobarlo dentro de los límites de lo numérico y cuantitativo: no hay manera de medir ni cuantificar la libertad, el amor, el alma espiritual, el propio Dios.
b) «Asalto enamorado» a lo real
Por lo mismo, al filósofo de profesión le resultarán ajenas las vías institucionalizadas que utilizan los científicos y en virtud de las cuales, como efecto en cierto modo necesario y cuasi automático de la puesta en uso de procedimientos objetivos, homogéneos, más o menos complejos pero siempre independientes del investigador en cuestión, se obtienen por lo común los resultados apetecidos. Más que técnicas y protocolos, quien filosofa requiere una creciente y esmerada e individual educación de sus facultades cognoscitivas, que se concreta en un ramillete de virtudes intelectuales presididas por el amoroso sentido de lo real (uno, verdadero, bueno y bello) al que apuntaba ya el nous aristotélico.
Lo que al filósofo le resulta imprescindible para conocer la realidad es ponerse personalmente en juego con todas las fibras de su ser dispuestas del modo más armónico posible. Su tarea, entonces, podría inicialmente compararse al «cortejo» del enamorado (no se olvide que el philo-sopho lo es del saber) que se encamina aventuradamente hacia el interior del ser querido hasta derrumbar las barreras que impiden el acceso a los rincones cada vez más hondos y ricos de su intimidad personal. Algo similar a la labor del ejército que tiene cercada una ciudad y da vueltas y vueltas buscando el lugar más propicio para iniciar la irrupción, hasta que tras muchos rodeos la fortaleza se rinde y ofrece a quien la asedia sus tesoros.
Acaso en este contexto, y tomándolas en buena medida como modelo de la metodología filosófica más honda, puedan entenderse las célebres palabras de la Carta VII de Platón, referidas justamente al meollo de la sabiduría humana: «Desde luego, no hay ni habrá nunca una obra mía que trate de estos temas; no se pueden, en efecto, precisar como se hace con otras ciencias, sino que después de una larga convivencia con el problema y después de haber intimado con él, de repente, como la luz que salta de la chispa, surge la verdad en el alma y crece ya espontáneamente»[15].
Sobre el fondo de estas ideas, y con el acierto que le caracteriza, también esta vez Savagnone ha dado en el blanco. Al referirnos a la genuina filosofía, y más cuanto más central y medular resulte su situación en el conjunto del saber, «lo que cuenta, lo que siempre debe estar en la base de todo los procedimientos lógicos, es que se vea la realidad. La misma defensa del principio de no contradicción encierra su íntimo vigor, más que en el rigor abstracto de la confutación de quien lo niega, en el descubrimiento de que lo que es, en cuanto es, no puede no ser. Es este sumergirse de la inteligencia en las cosas, este emerger de ellas en toda la fuerza de su consistencia y de su sentido inteligible, lo que guía después a la razón en la elaboración de sus variados procedimientos demostrativos. Si no se ha visto antes, no existe nada que demostrar»… ni que seguir conociendo… ni que vivir[16].
c) Algunas sugerencias básicas
Por consiguiente, y aunque sin duda pueden indicarse orientaciones técnicas y específicas para guiar el ejercicio de la filosofía, en las circunstancias en que nos encontramos parece más interesante insistir sobre cuestiones a primera vista elementales, pero no por ello menos imprescindibles para aprender a apreciar las cosas como son en sí, en toda su riqueza, que constituye hoy el objetivo primigenio y más urgente del conocimiento genuino.
Se trata de expresiones en apariencia tan simples como:
• atender a la realidad tal como es, poniéndose personalmente en juego, sin miedo a intimar y comprometerse con ella;
• empeñarse en conocer, en «saborear» el universo, deteniendo el ritmo frenético de la vida y dedicando tiempo reposado a contemplar cuanto nos rodea y cuanto vibra en nuestro interior;
• dilatar de continuo los propios horizontes, sin abandonar por ello el sentido de lo concreto;
• leer, reflexionar, ¡estudiar!, juzgar, ¡aprender a argumentar!, procurando, al llevar a cabo cualquiera de estas operaciones, no interrumpir la mirada solícita a lo real o, por reiterar la aseveración programática de Heráclito, mantener «el oído atento al ser de las cosas»;
• relacionar y contrastar los distintos conocimientos, sin perder nunca de vista la estructura orgánico-jeráquica del conjunto;
• esforzarse en desentrañar el significado de cuanto acaezca en nuestro entorno, en lugar de contentarse con tomar nota del hecho, del simple dato;
• ahondar en lo ya sabido, evitando el caracoleo frívolo e insubstancial sobre la superficie de los sucesos y huyendo también de la constante búsqueda de novedades;
• ganar, entonces, en intensidad y concentración lo que pudiera perderse en extensión dispersiva;
• escribir lo que tenemos en la mente: muchas veces, un conocimiento no resulta claro y significativo hasta que logramos desplegar todos sus implícitos, en la lucha por trasladarlo al papel;
• conceder importancia a lo que en verdad la tiene, sin escatimar fatigas, en lugar de di-vertirse con cuestiones de poca monta, que no alimentan la inteligencia o incluso la empachan y descomponen, hasta hacerla enfermar…
En el fondo, con estas y otras sugerencias por el estilo comenzamos a acercamos a la imprescindible apropiación de la verdad por parte de quien efectivamente desea vivir su conocimiento: algo que encarnó ejemplarmente Tomás de Aquino, que Kierkegaard hizo suyo mediante la categoría de la «reduplicación» y a lo que también han atendido en nuestro siglo con especial énfasis, entre bastantes otros, Mounier y quienes con él se relacionan[17] o, en un contexto distinto y más fundamental, pero no menos apasionado, Carlos Cardona, al que más tarde me volveré a referir.
De ahí la oportunidad de las siguientes palabras de Gilson, que vienen a recordarnos lo que constituye la primera condición o el tramo inicial —el propiamente cognoscitivo— de una vida teorética plena: «La diferencia que estoy tratando de describir se halla menos en una cualidad excepcional de la mente que en el deseo de alcanzar una posesión activa y personal de la verdad filosófica. En la mente de un hombre que ya ha nacido a la vida filosófica, las ideas no se siguen simplemente unas a otras —aunque sea en una secuencia lógica—, como ocurre cuando las leemos por vez primera en un libro; no están simplemente asociadas en un proceso de razonamiento y según las exigencias de la demostración; no se colocan meramente en su sitio como las piezas de un rompecabezas rigurosamente diseñado; más bien diríamos que se funden en un todo orgánico, animadas interiormente por una única vida y capaces de asimilar o rechazar espontáneamente —según leyes de su propio desarrollo interno— el alimento espiritual que se les presenta»[18].
Después, como acabo de sugerir, vendría la incorporación de esta verdad intelectual ya vitalmente animada al conjunto global de la «vida vivida» del auténtico filósofo. Asimilación que Kierkegaard interpretaba como «transformación de sí» y que Mounier entiende más que «como un proceso de interiorización (“la verdad que vive en mí”), como una gradual obra de encarnación: “soy yo el que vivo de manera más auténtica”» [19].
Es obvia la importancia que todo ello revestiría a la hora de analizar los distintos componentes de la filosofía y, sobre todo, la unidad intimísima que debe acompañarlos en el único lugar donde de veras existen: en el entendimiento —¡en la persona!— de quien los va haciendo suyos. Pero por ahora hemos de limitarnos a sacar a la luz otro aspecto determinante del modo como el filósofo ha de adentrarse en el universo.
4. La relación con el todo
a) Trascender lo inmediato
«En metafísica, el arte de escribir consiste en hacer sensible y palpable lo que es abstracto. Hacer abstracto lo que es palpable es su vicio y su defecto. El de aquellos tan mal llamados “metafísicos” en este siglo»[20].
Dentro del lenguaje figurado en que se inscribe, este nuevo aforismo de Joubert resume con acierto el núcleo de cuanto queremos afirmar. a) En primer término, condensa lo ya esbozado: que para comprender la verdad de cualesquiera realidades y eventos resulta imprescindible no aislarlos del todo individual —persona o cosa— en que en efecto se encuentran o al que afectan. b) Pero, además, añade el complemento imprescindible a esta primera condición: es decir, la necesidad de «concretar» ulteriormente cada uno de nuestros conocimientos particulares poniéndolos en relación con su entorno y, al término, con ese todo al que la filosofía apela siempre de forma más o menos expresa en su intento por alcanzar los veneros del ser.
También en este extremo filosofía y ciencias se enfrentan con sus objetos de estudio de manera distinta. Ahora bien, se quiera o no, la mente de nuestros contemporáneos se encuentra en gran medida conformada por el modo de acercarse al universo propio de los saberes sectoriales, atentos ante todo a lo empírico y particular aislados. Y esto ha producido determinados efectos —en cierto modo, una desviación de la orientación natural de la inteligencia humana—, que expresan adecuadamente las palabras que siguen, inspiradas remotamente en una aguda apreciación de Pablo VI: «El ejercicio prevalente de la racionalidad en el ámbito científico ha causado en el entendimiento del hombre occidental una dificultad notable para la comprensión metafísica de sí mismo y del mundo, y sin esta atención al ser la razón ya no encuentra la huella de Dios en lo creado. El cientificismo y la metodología empírica nos han legado como herencia una ceguera de la mente para todo lo que supera el mundo visible y verificable»[21].
En tales circunstancias, la filosofía resulta imprescindible, ya se trate de su ejercicio espontáneo, llevado a término en muchos casos por el propio científico, ya de su despliegue formal y técnico, propio del filósofo profesional. Y lo es justo para cumplir los dos fines a los que por naturaleza se encuentra enderezada: a) para integrar las adquisiciones cognoscitivas de la ciencia en una visión más amplia y unitaria ¡y verdadera! de lo real; y b) para que sus aplicaciones técnico-prácticas alcancen ese significado hondo y global sin el que, beneficiando aspectos o facetas parciales, podrían a veces resultar lesivos para la vida humana en su conjunto, como existencia personal.
b) Amplitud de perspectivas
Lo que acabamos de ver podría ilustrarse acudiendo a una cuestión tremendamente actual y de incidencia cotidiana. La presunta mentalidad «empírica» y «positiva» a que aludimos desde hace unos instantes anima a bastantes personas a definir y valorar algunos de los grandes logros y descubrimientos contemporáneos apelando de manera exclusiva a «eso que está ahí», al aparato que todos podemos ver y tocar, dotado de cada vez más y más asombrosas posibilidades técnicas. Pero esa manera de proceder, aunque provista de cierto valor de verdad, resulta corta; quien la pone en práctica está utilizando un modo de conocer radicalmente abstracto. La televisión o internet o los complejos e inéditos resortes de la economía en el mundo de hoy no son elementos «técnicos» aislados, susceptibles de un análisis exhaustivo al margen de lo que los rodea; son asimismo y primordialmente manifestaciones privilegiadas de todo un modo de concebir y vivir la existencia —las relaciones interpersonales, en especial—, condensada o hecha carne, por decirlo de algún modo, en esas y otras realidades también muy representativas. Y mientras no se las encuadre y conecte con ese todo, e incluso con el modo en que el conjunto se relaciona con su Principio absoluto, con Dios, no puede decirse que se está obteniendo un conocimiento adecuado, susceptible de regir el uso de tales herramientas y la propia vida de quienes las utilizan y de la humanidad en su conjunto… y de rectificarlos, cuando hubiere necesidad de ello.
Por semejantes razones ni una fusión bancaria o un reajuste empresarial ni un programa televisivo ni los iconos predominantes en «la red» ni la concreta política «sanitaria» impuesta por algunos organismos internacionales a países menos desarrollados pueden conocerse realmente si se los desvincula del resto de la civilización en la que se encuadran y a la que representan y, a su vez, modelan. Una civilización dotada hoy de dimensiones planetarias y particulares ventajas e inconvenientes para las personas que formamos parte de ella… que en absoluto podemos omitir al juzgar las situaciones singulares de nuestro vivir inmediato. Lo otro, prescindir alegremente del todo, por más que pretenda atenerse a «lo que hay delante de nuestros ojos» a «lo tangible aquí y ahora», ni ofrece un saber real ni permite orientar la propia existencia ni mejorar las condiciones de vida de quienes nos rodean. Constituye, por volver a la terminología de que nos estamos sirviendo, un conocimiento válido en su propio nivel, pero abstracto y necesitado por ello de la corrección metodológica que aporta la filosofía[22].
En este sentido podrían interpretarse las acertadas palabras que Clavell publicaba hace alrededor de un lustro: «Muchas veces se ha hablado de la industrialización o de la urbanización como fenómenos sociales que llevan de forma prácticamente necesaria y determinista a la secularización. Pero, además de dejar a un lado el papel insustituible de la libertad, estos análisis no tienen a veces en cuenta el hecho de que la modalidad histórica de estos fenómenos es consecuencia de algo mucho más profundo. En efecto, el desarrollo económico y tecnológico ha sido llevado a puerto sin una adecuada visión del hombre o, más aún, sobre la base de un error antropológico: y semejante realidad ha arrojado por fuerza un saldo negativo»[23].
De manera similar pero opuesta el fracaso práctico del comunismo —con la emblemática caída del muro en 1989— no debe interpretarse como simple resultado de la incompetencia técnico-económica de quienes gestionaban la vida en la antigua URRS. Se encuadra dentro de un fenómeno de más alcance, que cabría calificar como el resurgir de las aspiraciones personales y religiosas de toda una civilización hastiada de los moldes materialistas y del consumismo. Un renacer que también confiere la explicación última a realidades como el voluntariado, el proliferar de ONGs con fines auténticamente humanitarios, los numerosos movimientos pro-vida, el auge de lo que se viene llamando la «ciudadanía» o, por aducir tal vez el ejemplo más claro, la «sorpresa» de la Jornada Mundial de la Juventud en Roma, en agosto del año 2000.
Como en su momento aseguraba Pieper, sin poner esas realidades particulares en relación con el todo —con la humanidad en su conjunto, con el mundo y con Dios— resulta imposible alcanzar un conocimiento filosófico concreto (del sentido) de ninguna de ellas.
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De donde cabría concluir que, con independencia de técnicas más o menos elaboradas y fruto normalmente de la biografía y la idiosincrasia personales, la columna vertebral del método filosófico podría condensarse en la simple pero muy exigente expresión de atenerse a la realidad: a) a la realidad particular y concreta que da sentido a cada uno de los elementos que la componen y de la que no es legítimo desconectarlos, y b) a la realidad total en cuyas coordenadas se sitúa el objeto de estudio de la filosofía, y que sólo se muestra como tal cuando nuestra vista se adentra comprometidamente hasta los niveles del ser, en que los componentes del cosmos personal e infrapersonal tienden sus lazos recíprocos y muestran su dependencia respecto al Ser subsistente, Dios, que está en el origen y al que se encaminan todos ellos.
5. Algunas aplicaciones en el ámbito bioético
Lejos de cualquier pretensión de exhaustividad, el presente apartado aspira sólo a apuntar en qué medida las elementales adquisiciones de las páginas que preceden podrían iluminar el modo de proceder en algunas de las cuestiones que la bioética actual presenta como más problemáticas y, más en particular, la del re-conocimiento personal del recién concebido.
a) Saber de totalidad
El primer paso de ese proceso de resolución nos es ya familiar: se trata de trascender las perspectivas parciales propias de los saberes positivos con objeto de descubrir el sentido de una realidad o de un determinado suceso.
A los efectos, el ejemplo del dolor podría resultar emblemático. Con él se enfrentan multitud de ciencias sectoriales —neurofisiología, medicina general y paliativa, psiquiatría, sociología, etc.— y, de una manera distinta, la filosofía (y la teología). Las primeras lo analizan desde una óptica que formalmente no incluye otros enfoques también posibles: la medicina paliativa, por mencionar un único caso, se sitúa ante el dolor en cuanto éste puede eliminarse o reducirse, sobre todo en situaciones límites; perspectiva diversa a la del neurofisiólogo, que más bien analiza los «mecanismos» que originan el sufrimiento. Con todo, y en la medida misma en que resulten más especializadas y ajenas a la visión global del hombre, ninguna de estas disciplinas ni el conjunto de ellas es capaz de descubrir el significado último del padecimiento en la existencia de las personas. La antropología abierta a la trascendencia, por el contrario, al situarlo en relación al todo, alcanza a ver en el dolor un instrumento preclaro para el perfeccionamiento personal: pues, incitando al enfermo a salir y olvidarse de sí, mejora la categoría del auténtico amor a los demás y a Dios o, al menos, lo invita a hacerlo. (La fe y la teología, por su parte, al incorporarlo a los sufrimientos de Cristo, advierte en el dolor un medio privilegiado de santificación y de identificación con Dios Hijo).
Otra manifestación de más calado, por cuanto de alguna manera constituye la médula del saber que ha de regir todas las actividades en relación con la vida humana, es la del descubrimiento
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