Camino de Santiago
Cada caminante es una historia andante
Por: Llucià Pou Sabaté | Fuente: Catholic.net
Vuelvo del Camino de Santiago con un grupo de jóvenes, hemos acabado en la Misa del peregrino, en la magnífica catedral donde se venera la tumba del Apóstol. He podido concelebrar con el párroco de la catedral y otros sacerdotes venidos de Salerno y de Salamanca. Desde la bajada del último tramo, el monte donde se domina la meta final (por eso se llama el Monte del Gozo) el cansancio se juntaba a la alegría de conseguir el objetivo; por eso ahora en la Eucaristía había algo especial, también por compartirla con tantos peregrinos venidos de los lugares más distantes, los de mi grupo, unidos a tantos compañeros de camino esporádicos, con los que ha habido un tiempo de conversación o nos hemos ido encontrando en los albergues, los que nos han contando historias magníficas, pensamientos sublimes, o penas muy duras de llevar... aquí estamos todos, también los que no han entrado, tantos que no conocen la fe pero que han hecho el camino guiados por esta luz de aquel primer apóstol, es la luz de Jesús que ilumina de algún modo todo, que marca el camino también para los errantes, como el que decía: “estoy confuso. Hay demasiadas interpretaciones de la existencia humana. Del cómo y el por qué estamos aquí”.
Otros dicen: “La sociedad está enferma. Padece una grave desviación de su estado natural”. A cada paso aparecen los síntomas del constipado del planeta: las drogas, las sectas, u otras vías de escape como el afán convulsivo de placer, de tener, de dominar. Ante todo esto, sentencia un peregrino: “el camino es el mejor antibiótico.” Esto me hace pensar en tres cosas: que la vida de cada uno es un camino, que lo que importa no es caminar sino saber a dónde ir, tener objetivos, y que en este caminar está Jesús, a quien muchas veces no vemos pero que nos acompaña en silencio hasta que lo descubrimos a nuestro lado. Como Santiago, cuando remendaba las redes con su hermano: Jesús “los llamó. Y dejando a su padre Zebedeo en la barca con los jornaleros, se fueron tras Él”, dice el Evangelio.
Desde el siglo IV hay tradición de la tumba del Apóstol, pero se escondió por el miedo a profanaciones de invasores, y en el 813 se trasladan los restos a Compostela y comienza ese peregrinar del orbe católico a la tumba de Sant Iago. La primera guía de 1139 dice: “allí van innumerables gentes de todas las naciones... no hay lengua ni dialecto cuyas voces no resuenen allí... las puertas de la Basílica no se cierran ni de día ni de noche”. Hay un auge en la pereginación, y en la época de mayor esplendor, se cuentan entre 200.000 y 500.000 peregrinos en un año; en los últimos años santos (cuando la fiesta coincide en domingo es año jubilar) se va llegando a esas cifras. Las últimas etapas las hemos vivido en un río de gente, también porque esta semana era la grande, la de la fiesta del Apóstol, con una afluencia especial de peregrinos.
Las dificultades son múltiples en el caminar y tienen un tono penitencial, como dice otro: “depurarse de males psíquicos y físicos”. Pero hemos de pensar en las que tenían hace años cuando no había coches de apoyo ni móviles, ni puestos de socorro... y se ven a lo largo del camino muchos cementerios... En la Cruz de Ferro, los peregrinos van depositando piedras que van haciendo un montículo. Recuerda aquellos que transportaron así piedras para construir la catedral de Santiago. Es el sentido de la cruz en la vida, de los cruceiros, aprovechar las dificultades para unirlas al sacrificio redentor. Cada caminante es una historia andante, como la que leo en un periódico que he tomado en el camino: como tantos y tantos huérfanos del 11-S, Garbin se convirtió en hija adoptiva del Prozac. Sumida en una especie de nebulosa psicotrópica un buen día decidió romper con la química absurda que disfraza la realidad. Vendió su piso de Manhatan y cedió su puesto en la bolsa a un joven de Colorado... antes de partir hacia Europa hacia el Camino.
Para cada uno de los que peregrinamos estos días hacia Santiago, todo ha empezado en los lugares de partida, algunos con preparativos especiales, largas caminatas como leo que ha hecho uno de Zaragoza: “mis hijos se lo han tomado como si fuera a la guerra”. En su diario anota, en Roncesvalles: “nunca me imaginé que esto fuese así. Fíjate en el cartel de la pared: ‘toma lo que necesites y deja lo que no vayas a usar’”. Esto me recuerda que he encontrado sobre un mojón un periódico con noticias del camino, con una piedra encima para que no se lo llevara el viento. También me han impresionado ver en los portales de las casas, en los pueblos, bidones de agua para los caminantes. En El Hospital vi en la ventana del atrio de una antigua iglesia que a modo de albergue tiene pisos para acoger a los peregrinos, unas botellas de agua y vino. Y en el Monte del Gozo, en el parque, en una piedra cercana a la iglesia, junto a unos folletos de la Virgen de Fátima había dinero que habían dejado como donativo. No es normal, en una sociedad donde cada uno va a lo suyo, preocupado sólo por los de su casa, que se sienta la gente como en casa. Así, en los muros del histórico edificio de Roncesvalles, cuelgan dichos como aquel tibetano que recibe al peregrino al entrar a su puerta: “si te sientes en casa, estás en tu casa. Si el entorno es agradable, también estás en casa”. ¿Se puede sentir uno en casa, en medio de un río de gente desconocida? No son ya desconocidos, sino peregrinos. Los pueblos abren sus pabellones para acogernos gratis, un pastor se me acerca cuando me ve dudar y me indica por donde seguir, en medio de un monte. Aunque las marcas amarillas en forma de flecha o de concha guían al caminante, también podemos aventurarnos por sitios no marcados, yendo hacia donde se pone el sol, que cada vez es más tarde porque cambiamos de franja horaria.
“Quien realmente quiere encontrar el camino, ha de olvidar supersticiones”, dice una joven holandesa. Como señala Juan Pablo II, “este camino expresa un profundo espíritu de conversión. Un deseo de volver a Dios. Un camino de purificación y de penitencia, de renovación y de reconciliación”. Así, nos preguntamos al caminar: ¿qué he de cambiar en mi vida? ¿cómo mejorar en mi coherencia de vida? Es una fuerza misteriosa, una gracia la que mueve ese “camino” interior, que es el más importante... Dice uno: “al salir de mi casa no era más que un caminante. Al llegar a Santiago era un peregrino. A lo largo del Camino experimenté una mutación profunda: perdí 11 kilos inútiles, consideré a distancia mi vida pasada, separé el grano de la paja, pensé mucho, medité, imaginé, pregunté, vi, entendí... admiré muchas maravillas, conocí gente de todo tipo, profesiones y creencias, me demostré a mí mismo que era capaz...” Son experiencias comunes a muchos que he visto estos días por el Camino, una transformación, renovación humana y espiritual, un madurar como persona. Josep “quería escapar del orden, del despertador que suena a las 8 de la mañana, de su jefe, de una empresa que no paga lo suficiente, de una novia que le dice cómo vestirse, de las apariencias, de la obsesión de ponerse moreno en verano... de la tortura de su madre que quería que se casase de una vez y se comprase un piso”.
Para otro, el ímpetu de la juventud y la competitividad que definen los negocios de hoy le llevaron a replantearse un montón de cosas, abandonó su puesto de trabajo y comenzó el peregrinaje. En todo caso, el camino es interiorizar aspectos como dejar el tener y ahondar en el ser, ser capaz de darse sin pensar que somos superiores a los demás, aprender a tener un trato sincero y confidencias con alguien que quizá no volveremos a vernos pero con quien en aquel momento nos sentimos profundamente vinculados. Antonio decía: “me ha encantado sorprenderme de cosas tan sencillas como una sonrisa, un gesto. Me he dado cuenta de la cantidad de gente buena que hay repartida por el mundo, capaz de darte incluso todo lo que tiene, de animarte...” Estos amigos son especialmente importantes cuando la lluvia y las contrariedades hacen pensar en recular. Son experiencias que nos hacen sentir aquel ¡viva la gente!, nos dan deseos de convivir, y de rezar, como aquella bendición de peregrinos que le pide a Dios para ese camino que es la vida: “sé compañero en la marcha, guía en las encrucijadas, aliento en el cansancio, defensa en los peligros, albergue en el camino, sombra en el calor, luz en la oscuridad, consuelo en los desalientos y firmeza en los propósitos para que, por tu guía, lleguemos incólumes al término del camino”.