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El Matrimonio es heterosexual
El matrimonio entre personas del mismo sexo biológico es ya una realidad entre nosotros.


Por: Luis Arechederra | Fuente: unav.es



El matrimonio entre personas del mismo sexo biológico es ya una realidad entre nosotros. La Resolución de la Dirección General de los Registros y del Notariado de 8 de enero de 2001 autorizó el matrimonio de un transexual, según su nuevo sexo, con persona con la que, desde una óptica cromosómica, ostentaba el mismo sexo. Se trataba de un matrimonio en el que la heterosexualidad era meramente registral, no biológica.

El 2 de julio de 1987 la Sala Primera del Tribunal Supremo, constituida en pleno, había declarado por mayoría haber lugar al recurso de casacion, y anulado la sentencia recurrida que negaba la posibilidad de que un cambio sobrevenido permitiese rectificar la original y correcta mención del sexo en el Registro Civil. Es decir, por ejemplo, que a quien al nacer se le asignó el sexo masculino, por posterior desarrollo de un síndrome transexual -seguido de la oportuna intervención quirúrgica– se le permitiese solicitar la rectificación del sexo y pasase a constar, por anotación marginal a la inscripción de nacimiento en el Registro Civil, como mujer en vez de varón. En esta sentencia el Tribunal Supremo admitió que una intervención quirúrgica no convertía a un hombre en mujer, pero que era razonable que el sexo “vivido”, tanto personal como socialmente, fuese el sexo que constase en el Registro Civil sin que ello le confiriese la posibilidad de contraer matrimonio según su nuevo sexo.

Pero el Tribunal Supremo no pudo controlar algo que se le escapó de las manos. Abierta la posibilidad del cambio de sexo, pronto se planteó ante los jueces encargados del Registro Civil la pretensión de contraer matrimonio según el sexo rectificado con persona del sexo “opuesto”, registralmente consideradas las cosas. Hubo jueces que lo autorizaron, pero, al menos, uno de ellos vio cómo su auto autorizando el matrimonio era recurrido ante la Dirección General de los Registros y del Notariado por el Ministerio Fiscal que interviene en los expedientes previos al matrimonio. La Dirección General admitió el recurso y declaró que no procedía la celebración del matrimonio porque el alcance de la rectificación del sexo no daba lugar a esa oposición sexual propia del matrimonio. Esta Resolución de 2 de octubre de 1991 citaba otra, de 21 de enero de 1988, en la que la Dirección General había confirmado el auto del juez encargado del Registro Civil de Vich negando la celebración del matrimonio a dos varones (es decir, un matrimonio homosexual). La Dirección General cerraba el paso tanto al matrimonio homosexual como al matrimonio del transexual según su “nuevo” sexo, porque entendía que en esas pretendidas celebraciones no era posible la prestación de un consentimiento matrimonial.

Diez años despues –Resolución de 8 de enero de 2001- la misma Dirección General llevaba hasta sus últimas consecuencias la bienintencionada sentencia del Tribunal Supremo de 2 de julio de 1987. ”Desde el momento que una sentencia judicial firme ha ordenado sin limitaciones el cambio de sexo, hay que estimar que se ha producido a todos los efectos”. Podría objetarse que aquella sentencia del Tribunal Supremo había establecido unos límites. Pero esas limitaciones eran consideraciones que apuntalaban un fallo judicial, una orden de cambio de sexo a secas. Por ello, continúa la Dirección General, ”si el cambio se ha producido, los sexos de ambos contrayentes son distintos y cada uno de ellos, al prestar su consentimiento, ha tenido en cuenta el diferente sexo del otro”. Aquí añadiría yo: el diferente sexo “registral” del otro.

Biológicamente no ha habido cambio de sexo. No lo puede haber: esa mujer nunca dará a luz. La imposibilidad, en todo caso, del varón-mujer de dar a luz será siempre la prueba del nueve del llamado cambio de sexo. No todas, pero algunas mujeres desean ser madres. Las que lo son por tratamiento médico no pueden quererlo, y si realmente lo desean no tienen otra salida que la frustración.

La rectificación del sexo y la posibilidad de contraer matrimonio según el nuevo sexo ha sido analizada por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Por lo que respecta al matrimonio existía una jurisprudencia consolidada. El país signatario del Convenio que vedaba el matrimonio al transexual según su nuevo sexo no violaba el artículo 12 del Convenio, según el cual “a partir de la edad núbil, el hombre y la mujer tienen derecho a casarse y a fundar una familia según las leyes nacionales que rijan el ejercicio de este derecho”. El 17 de octubre de 1986, en la sentencia que resolvió el caso Rees, estableció lo siguiente: ”en opinión de este Tribunal, el derecho a casarse garantizado por el artículo 12 se refiere al matrimonio tradicional entre personas de sexo biológicamente opuesto. Así resulta también de la redacción del artículo que pone de manifiesto que el precepto se refiere principalmente a la protección del matrimonio como base de la familia. Por ello, el Tribunal declara, por unanimidad, que el Reino Unido al impedir el matrimonio del transexual Rees no viola el artículo 12 del Convenio”. Todavía en 1998 mantendrá idéntica doctrina en dos casos acumulados de transexuales del Reino Unido.

De esta jurisprudencia se ha desdicho en su sentencia de 11 de julio de 2002. ”En este caso –señala el Tribunal– la demandante (anteriormente varón) lleva una vida de mujer, mantiene una relación con un hombre y desea únicamente casarse con un hombre. Ahora bien, no tiene esa posibilidad (la legislación del Reino Unido lo impide). En opinión del Tribunal, la interesada puede, por tanto, quejarse de la vulneración de la sustancia misma del derecho a casarse”. Por tanto, en el fallo, el Tribunal “declara por unanimidad que hubo violación del artículo 12 del Convenio”. En consecuencia, el Reino Unido debe facilitar el matrimonio a su súbdito transexual, debe permitir el matrimonio entre personas que no ostentan un sexo biológico opuesto. Entre las razones que aduce el tribunal para justificar el cambio jurisprudencial se encuentra la redacción dada al artículo 9 de la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea firmada el 7 de diciembre de 2000, según el cual “el derecho a casarse y el derecho a fundar una familia están garantizados según las leyes que rigen su ejercicio”. Como puede verse, a diferencia del artículo 12 del Convenio Europeo de 1950, del artículo 32 de la Constitución y del artículo 44 del Código Civil, en este artículo no se menciona al hombre y la mujer. Por ello, la sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos de 11 de julio de 2002 dice que “el Tribunal constata que el texto del artículo 9 de la Carta de loa Derechos Fundamentales de la Unión Europea adoptada recientemente se aparta –y ello no puede ser sino deliberado– del artículo 12 del Convenio en cuanto a que se excluye la referencia al hombre y a la mujer”.

Si el artículo 10.2 de la Constitución establece que las “normas relativas a los derechos fundamentales y a las libertades que la Constitución reconoce, se interpretarán de conformidad con la Declaración Universal de Derechos Humanos y los tratados y acuerdos internacionales sobre las mismas materias ratificados por España”, no cabe duda de que la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos interpretando el artículo 12 del Convenio debe ser tenida en cuenta al interpretar el artículo 32.1 de la Constitución, según el cual “el hombre y la mujer tienen derecho a contraer matrimonio con plena igualdad jurídica”.

El Gobierno ha presentado un Proyecto de ley en virtud del cual se añade una frase al actual artículo 44 del Código Civil. Éste establece que “el hombre y la mujer tienen derecho a contraer matrimonio conforme a las disposiciones de este Código”. El Proyecto propone añadir lo siguiente: “El matrimonio tendrá los mismos requisitos y efectos cuando ambos contrayentes sean del mismo o de diferente sexo”. ¿Se transformará el Proyecto en Ley? Si así fuese, ¿sería dicha Ley inconstitucional?

Como se puede deducir de lo hasta aquí escrito, las cosas no surgen de un día para otro. El camino está ya muy trillado. Por así decirlo, parece que sólo falta una vuelta de tuerca para que entre nosotros quede ubicado el matrimonio homosexual. ¿Cómo es esto posible? A mi juicio, todo arranca de un detalle juzgado por muchos como menor, prácticamente inadvertido y que suele causar hilaridad precisamente a aquellos que ahora parecen indignados. Cuando se reformó el Código Civil por Ley de 7 de julio de 1981 la impotencia dejó de ser un impedimento para contraer válidamente el matrimonio civil. El Código Civil se apartó, de este modo, de su redacción originaria (1889) y de la Ley que, en 1870, introdujo entre nosotros el matrimonio civil. ¿Qué supone esto? Supone que el matrimonio que no pueda consumarse por incapacidad de uno de los contrayentes para realizar la cópula carnal es un matrimonio civil válido. ¿Quiere esto decir que civilmente la impotencia carece de relieve? No, lo que ocurre es que lo que antes de 1981 hacía nulo el matrimonio, ahora únicamente lo hace anulable. ¿Qué trascendencia tiene esta hermosa sutileza? La siguiente: antaño se protegía el matrimonio como institución a la cual pertenecía esencialmente la cópula carnal. Hoy únicamente se protege al contrayente defraudado que prestó su consentimiento ignorando la incapacidad del otro contrayente. Antes el matrimonio era nulo porque se tutelaba una obvia concepción natural del matrimonio. Hoy únicamente se acude en ayuda del contrayente defraudado brindándole un plazo de un año para impugnar el matrimonio. Pasado dicho plazo, el matrimonio deviene incuestionable. La escisión entre matrimonio y reproducción adquiere carácter institucional. No se trata sólo de que la procreación sea o no un fin del matrimonio. Se trata de que hay matrimonio aunque no haya cópula carnal.

Hace ya algún tiempo que el matrimonio culturalmente considerado, como institución, perdió su anclaje en el matrimonio naturalmente considerado. De esta forma comenzó a evolucionar libre de todo condicionamiento proveniente de la naturaleza. Es más, la identificación del matrimonio con sus aspectos más físicos –propia de una concepción tradicional del mismo– se considerará un empobrecimiento. De este modo el matrimonio es “mucho más” y a la vez “mucho menos”. El “mucho más” lo pone la subjetividad de los cónyuges. El “mucho menos” lo pone una regulación del matrimonio cada vez menos exigente –hay matrimonio sin unión carnal– y por lo tanto emancipadora de la servidumbre de un matrimonio “reproductor”. Dado que es “mucho más”, dado que es una unión de afectividades sublimadas, todos tienen derecho a ella. ¿Incluso personas del mismo sexo? ¿Qué autoridad en la tierra puede privar a los homosexuales de esa sublime unión?

Parece que el legislador pretende encauzar esta aspiración. Personas del mismo sexo biológico, personas del mismo sexo registral, personas con idéntica configuración anatómica, de la que no sólo están satisfechas sino de la que se sienten orgullosas, podrán contraer matrimonio. Un matrimonio sin oposición de sexos. ¿Es esto posible? Conviene recordar que si prospera esta iniciativa gubernamental España no será el primer país en admitirlo. Por lo tanto, posible es: otros lo han hecho. ¿Admite alguna objeción? A mi juicio sí.

En primer lugar, la iniciativa gubernamental surge desde una perspectiva equivocada: la perspectiva constitucional. Desde ella se pretende garantizar a los españoles el disfrute de los derechos que la Constitución les reconoce. También el derecho a contraer matrimonio. Persona de relieve en la vida política española ha argumentado a favor del matrimonio homosexual diciendo que “todos tenemos un amigo, un conocido, un compañero de trabajo”. Abstracción hecha del tema que tratamos, creo que esta afirmación, llevada a otros ámbitos de la convivencia, puede conducirnos a mala parte.

Con esta perspectiva constitucionalista, es el ejercicio de un derecho constitucional el que facilita el acceso al matrimonio, y no la índole del matrimonio la que determina quiénes pueden contraerlo. No se precisa una óptica iusnaturalista, cristiana o católica para comprender que esto es erróneo. Lo que el matrimonio sea determinará las exigencias para su constitución. Por lo tanto, eso de que “todos tenemos un amigo, un conocido, un compañero de trabajo”, en todo caso, se queda en eso: amistad, conocimiento, trabajo compartido. Correctamente abordada, la cuestión que nos ocupa requiere un previo pronunciamiento sobre la índole de la institución matrimonial. A partir del conocimiento de lo que es el matrimonio podremos determinar quiénes pueden contraerlo. Otro planteamiento implica una inversión claramente inaceptable de los términos de la discusión porque implica una presunción de estulticia en los destinatarios de ese discurso. No digamos nada de quien ha atribuido al Código Civil una especie de inconstitucionalidad sobrevenida por no cobijar en el seno matrimonial a personas del mismo sexo. Esto es fundamentalismo constitucional de carácter inquisitorial, frente al cual debería protegernos la Constitución. Pero ocurre que la Constitución ya no es una Constitución, la Constitución es la Biblia y tiene sus exegetas.

Cuando uno se pregunta qué es el matrimonio duda de estar ejerciendo sus facultades en plenitud. Pero hasta aquí nos ha traído la vida, precisamente cuando uno comenzaba a despedirse de ella. El matrimonio es el sexo institucionalizado. Y el sexo es una relación por oposición. Se trata de una realidad recíprocamente orientada. Antes de entrar en vigor la Constitución los hombres se sentían atraídos por las mujeres y las mujeres por los hombres. Esto no lo enseñaban en la escuela: lo descubría uno mismo. A los hombres les gustan las mujeres y a las mujeres los hombres. Esto puede calificarse de un dato notorio de carácter universal, en el que debe apoyarse el Derecho, de tal entidad que discutirlo es pelear con lo evidente. ¿Cabe un ejercicio del sexo no institucionalizado? Por supuesto. ¿Cabe un ejercicio del sexo que prescinda de la oposición como reciprocidad? Por supuesto. ¿Cabe calificar esta posibilidad de orientación sexual? No. Tiene el sagrado carácter de lo excepcional, pero la regla es la orientación del sexo por oposición. ¿Puede ser institucionalizado? No, porque a la sociedad no le compete ni pronunciarse ni dar relieve a algo tan respetable como intrascendente. ¿Y por qué cabe institucionalizar el ejercicio heterosexual del sexo? Por tres razones: primera, porque los interesados lo piden; segunda, porque supone el ejercicio del sexo según su orientación intrínseca; y tercero, porque garantiza la conservación de la especie. Una cosa es la escisión sexo–reproducción, y otra que sólo la heterosexualidad retiene potencialmente la capacidad de conservar la especie. Una cosa es que el matrimonio del impotente sea válido, y otra que el matrimonio deje de conservar como seña de identidad la posibilidad -no la necesidad– de transmitir la vida.

Los derechos que garantiza la Constitución tienen, según su artículo 53.1, un “contenido esencial” que el legislador debe respetar. Lo primero que conviene destacar es que, obviamente, esa expresión –contenido esencial– es un prius respecto al derecho que se trata de regular. No es el derecho a contraer matrimonio el que tiene un contenido esencial, sino el matrimonio que se pretende regular. Como la polémica que aquí abordamos se refiere precisamente al ejercicio del derecho a casarse, podría pensarse que a éste y no al matrimonio como tal es a quien hay que referir la expresión “contenido esencial”. Lo mismo podría decirse del derecho al libre desarrollo de la personalidad. ¿Puede este derecho pasar por encima de todo lo que encuentra en su camino porque está en juego el despliegue de la personalidad de las personas? Evidentemente, no. Si hubiese que admitir la primacía de ese derecho sobre la entidad de las instituciones de las que nos servimos para vivir en sociedad, lo más práctico sería abdicar de la absurda pretensión de organizarnos. Y organizarnos implica optar y autolimitarnos, y no precisamente por principios ascéticos o creencias religiosas atrofiadas y atrofiantes, sino por supervivencia en un desorden primigenio que, como dice la canción, “no lo he inventado yo”.

¿Admite ese contenido esencial del matrimonio su celebración por personas de idéntico sexo? Este interrogante puede responderse desde una doble óptica. Según la primera, el contenido esencial de un derecho se correspondería con una estructura supracultural fija e inalterable en el tiempo. Según la segunda, el contenido esencial, como el mismo derecho al que se refiere, es objeto de una transformación cultural en el tiempo, refiriéndose la expresión a aquellos rasgos mínimos sin los que el derecho deja de ser socialmente reconocido. Cuando la Constitución en su artículo 53.1 alude al contenido esencial de los derechos que garantiza se refiere, a mi juicio, a esta segunda concepción.

A lo largo del tiempo el matrimonio ha sido objeto de transformaciones de hondo calado. Por referirnos a las más recientes, aludiremos a la plena igualdad de los cónyuges y a la disolubilidad del vínculo matrimonial. A pesar de la trascendencia de los cambios, nadie ha dudado de la permanencia de la institución matrimonial. Ésta sigue siendo socialmente percibible, pues conserva sus rasgos esenciales. Es decir, el legislador, introduciendo estos cambios, ha respetado el contenido esencial de la institución matrimonial.

¿En qué medida afecta al contenido esencial del matrimonio la pérdida de la heterosexualidad? ¿Sigue siendo socialmente reconocible la institución matrimonial si ambos contrayentes son del mismo sexo? En mi opinión, no.

En primer lugar, cabe preguntarse por qué la Constitución se refiere al matrimonio. Hay muchas otras figuras, civiles o no, de las que el texto constitucional no se ocupa. ¿Por qué un acuerdo de convivencia heterosexual u homosexual no es mencionado por la Constitución? ¿Qué tiene el matrimonio que no tengan estos acuerdos de convivencia? Piénsese tambien en el convenio por el que los padres designan a un hijo, entre varios, para que contraiga matrimonio y se quede a vivir en la casa como heredero de todo el patrimonio familiar -pacto sucesorio-, que no pasa de ser un respetable pacto civil. Mientras viven los padres, conviven dos generaciones, posiblemente tres, en el mismo ámbito familiar. ¿Por qué la Constitución no se refiere a este macro-acuerdo convivencial? Porque, a diferencia del acuerdo de convivencia familiar, el matrimonio garantiza la perpetuación de la familia. El pacto sucesorio organiza la convivencia dándole una proyección patrimonial sucesoria. El matrimonio garantiza, en principio, la transmisión de la vida y la continuidad familiar. En el matrimonio está institucionalizado el sexo como origen de la vida. Se objetará que para transmitir la vida no es preciso el matrimonio. Obvio. Luego podemos prescindir del matrimonio. Obvio. Pues prescindamos del matrimonio. De acuerdo: muerto el perro se acabó la rabia. Punto final: no ha lugar al matrimonio de los homosexuales, porque hemos prescindido por innecesario del matrimonio.

El hecho de que el ejercicio del sexo heterosexual, extramuros del matrimonio, transmita o no la vida, no es un obstáculo para la pervivencia del matrimonio, porque no pretende ocupar espacio institucional alguno. Del mismo modo que el ejercicio del sexo homosexual sin pretensiones institucionalizadoras no aspira a ser matrimonio.

El matrimonio como institucionalización de la transmisión de la vida no parece avenirse bien con la validez del matrimonio del impotente. Hoy en día el Código Civil parece desentenderse de la procreación como fundamento del matrimonio. Pero no es así: la impotencia es el fracaso de la heterosexualidad, pero no su negación. El matrimonio homosexual implica un blindaje biológico y una negación social de la heterosexualidad. La heterosexualidad, fracase o no fracase, se obstaculice o no su potencialidad con fármacos o de otra forma, se reserva para sí la capacidad de transmitir la vida. Por eso la unión heterosexual es susceptible de ser institucionalizada y primada como una relación que trasciende un planteamiento privado del sexo. No son consideraciones éticas las que excluyen a la homosexualidad del matrimonio. Es ella la que, en su respetabilidad, no pretende ser más que lo que es: una forma de entender y vivir la sexualidad distinta de aquella que tiene un protagonismo social fundamental.

¿No merece el matrimonio transexual idéntico reproche? Tal vez. Desde luego, no he sido yo el que lo ha autorizado ni el que responde de su validez. Pero, puesto que se trata de una posibilidad admitida en nuestro ordenamiento, y en cuanto posible argumento esgrimible por la tesis contraria a la mía, diré lo siguiente. En primer lugar, la transexualidad implica una inmolación en aras de una heterosexualidad incomprensiblemente vedada por un error en la conformación físico-psíquica de la persona. La armonía lograda por la intervención quirúrgica mutila de raíz la posibilidad de una heterosexualidad abierta a la vida, pero no la de una heterosexualidad social. Hay varones de nacimiento que han alcanzado altos niveles profesionales como modelos de ropa femenina. Se trata, por tanto, de una heterosexualidad vivida personal y socialmente, aunque no reproductiva porque es el fruto de un remedio a una dolencia psíquica. Negar ese matrimonio llevaría a negarlo a un hombre y a una mujer que antes del matrimonio se esterilizan para no tener hijos. Al legislador no le corresponde hilar tan fino. El problema jurídico del transexual radica en admitir o no la rectificación de la mención del sexo en el Registro Civil. El transexualismo jamás cuestiona la heterosexualidad como tal ni la heterosexualidad como propiedad del matrimonio. Para el transexual la heterosexualidad forma parte del contenido esencial del matrimonio y discrimina por razón del sexo el derecho a contraerlo. Cosa distinta es que por razones reivindicativas “vayan de la mano” con los homosexuales. Porque la homosexualidad es la pacífica y legítimamente orgullosa negación de la heterosexualidad. De serlo, la homosexualidad es un problema personal que no requiere atención médica ni legal. No es una enfermedad. Es un entendimiento subjetivo del sexo desde el que se pretende alterar las pautas matrimoniales. Y esta alteración no es admisible.

¿Puede el rechazo del matrimonio homosexual suponer una violación de la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos sobre el artículo 12 del Convenio, interpretado a la luz del artículo 9 de la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea?

Vimos cómo en su sentencia de 11 de julio de 2002 declaraba, por unanimidad, que el Reino Unido había violado el artículo 12 del Convenio al no permitir a un transexual el matrimonio según su nuevo sexo, apartándose, de este modo, de su jurisprudencia anterior, según la cual la concepción del matrimonio subyacente a dicho precepto era la tradicional del matrimonio basado en la oposición biológica de sexos.

Creo que ni el Tribunal Constitucional declararía inconstitucional una ley admitiendo a los homosexuales al matrimonio, ni el Tribunal Europeo de Derechos Humanos declararía que el matrimonio homosexual vulnera el artículo 12 del Convenio Europeo de Derechos Humanos. Esto, sin embargo, no conlleva como colorario necesario que el Tribunal Constitucional tuviese que declarar inconstitucional la actual redacción del artículo 44 del Código Civil restringiendo el derecho a contraer el matrimonio a las parejas heterosexuales, ni que el Tribunal Europeo de Derechos Humanos declare que dicha concepción del matrimonio vulnera el artículo 12 del Convenio. Para ambos tribunales, las dos propuestas son conciliables con sus respectivos referentes –Constitución, Convenio–. ¿Cómo es posible que el abajo firmante se atreva afirmar, aun como opinión, aquello que ambos tribunales podrían rechazar como inconstitucional o como contrario al Convenio? La respuesta es sencilla: a ninguno de los dos tribunales les compete afirmar lo que las cosas son, sino únicamente cuándo una norma se extralimita de lo posible desde un punto de vista constitucional o desde el punto de vista del Convenio. Cuando se declara algo inconstitucional o contrario al Convenio, se trata de un juicio meramente negativo. Nunca se pronuncian por las exigencias de los preceptos cuyo respeto vigilan como límite.

Corresponde al poder legislativo español dejar las cosas como están o aprobar una ley que, reformando el Código Civil, admita a los homosexuales al matrimonio. ¿Puede una mayoría ordinaria modificar el Código Civil? El Código Civil es una ley ordinaria, luego la respuesta es sí. ¿Se puede sostener que un cambio de tanta transcendencia, en una institución tan básica como el matrimonio, requiera una votación menos cualificada que la reforma del régimen de sucesión en la Corona? A todas luces, no.

El matrimonio homosexual se apoya en estos dos pilares. Primero, un cierto agnosticismo social: “no sabemos qué es el matrimonio”. Segundo, un fundamentalismo de corte constitucional que equipara el progreso con la ampliación del ámbito de los derechos constitucionales, abstracción hecha de la lesión que dichos derechos sufran por tan generosa actitud. A esto debe responderse que todos, heterosexuales, transexuales y homosexuales, sabemos muy bien qué es el matrimonio. Tratar de desvelarnos la realidad matrimonial a estas alturas de la historia del género humano constituye una tarea de difícil calificación. A su vez, todos sabemos que sólo hay una forma de ejercitar el derecho al matrimonio. Con otra persona del sexo opuesto, que tenga la de edad, capacidad y libertad matrimoniales.







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