Menu


Libertas, sobre la libertad humana
Jesucristo y la Iglesia favorecen la libertad. Jesucristo, libertador del linaje humano, restituyendo y aumentando la antigua dignidad de la naturaleza, ayudó muchísimo a la misma voluntad humana. (1888, León XIII)


Por: Sumo Pontífice León XIII | Fuente: Vatican.va




Libertas
Sobre la libertad humana
Carta Encíclica del Sumo Pontífice León XIII
20 de junio de 1888

Les ofrecemos un texto preliminar a la Carta Encíclica Libetas , realizado por el Sumo Pontífice León XIII para que reflexionen con nosotros sobre la naturaleza de la libertad y dónde se dan las confusiones actuales en su entendimiento


Si te interesa tener el documento completo en su versión para imprimir, puedes descargarlo en tu escritorio dando un click aquí.

Ir directo al índice

La libertad, bien el más noble de la naturaleza, propio, únicamente, de los seres inteligentes o razonables, da al hombre la dignidad de estar en manos de su propio consejo y tener la potestad de sus acciones.

Pero interesa en gran manera el modo con que se ha de ejercer semejante dignidad, porque del uso de la libertad se originan, así como bienes sumos, males también sumos. En mano del hombre está, en efecto, obedecer a la razón, seguir el bien moral, tender derechamente a su último fin; pero igualmente puede seguir el opuesto camino y, al ir tras apariencias engañosas de bien, perturbar el orden debido y precipitarse voluntariamente en inevitable ruina.

Jesucristo, libertador del linaje humano, al restaurar y realzar aumentada la primitiva dignidad de la naturaleza, comunicó grandísimo auxilio a la voluntad humana, en parte añadiéndole los auxilios de su gracia, y por otra parte, al proponerle la felicidad sempiterna en los cielos, elevándola a la más alta dignidad. De semejante modo la Iglesia, porque oficio suyo es propagar por toda la duración de los siglos los beneficios que por Jesucristo adquirimos, ha merecido bien y siempre merecerá bien de don tan excelente de la naturaleza.

A pesar de esto, son no pocos quienes afirman que la Iglesia es una enemiga de la libertad del hombre; y la causa de que así piensen está en una falsa y extraña idea que se forman de la libertad. Porque, o la adulteran en su noción misma, o con la opinión que de ella tienen la dilatan más de lo justo, pretendiendo que alcanza a gran número de cosas, en las cuales, si se ha de juzgar rectamente, no puede ser libre el hombre.

En otras ocasiones, pero singularmente en la encíclica Immortale Dei, hemos hablado Nos de las llamadas libertades modernas, separando lo que en ellas hay de honesto de lo que no lo es, y demostrando al mismo tiempo que cuanto hay de bueno en estas libertades es tan antiguo como la verdad misma, y siempre lo aprobó la Iglesia muy de buen grado, y lo admitió en su realidad práctica. Pero, a decir verdad, lo que se le ha añadido de nuevo es su parte inficionada, fruto de la turbulencia de los tiempos y del excesivo afán de novedades. Mas como hay muchos pertinaces en defender que estas libertades, aun en lo que tienen de vicioso, son el mayor ornamento de nuestro siglo y las juzgan fundamento necesario para constituir las naciones, hasta el punto de negar que sin ellas pueda concebirse gobierno perfecto de los Estados, Nos ha parecido oportuno, proponiéndonos la pública utilidad, el tratar ahora especialmente de dicha materia.

Ir directo al índice

LIBERTAD MORAL
De lo que aquí tratamos directamente es de la libertad moral, ya se la considere en el individuo, ya en la sociedad civil y política; pero conviene al principio decir brevemente algo de la libertad natural, porque, aun cuando del todo se distingue de la moral, es, sin embargo, fuente y principio de donde nacen por virtud propia y espontáneamente todas las libertades.
a) En el individuo
b) En la sociedad
a) En el individuo
• Su naturaleza
• Sus auxiliares
1) Ley
2) Gracia

El juicio de todos y el sentido común, voz muy cierta de la naturaleza, reconocen esta libertad solamente en los que son capaces de inteligencia o de razón, y en aquélla está la causa de ser tenido el hombre por verdadero autor de cuanto ejecuta. Y con razón; porque, cuando los demás animales se dejan llevar sólo de sus sentidos, y sólo por el impulso de la naturaleza buscan lo que les aprovecha y huyen de lo que les daña, el hombre tiene por guía a la razón en cada una de las acciones de su vida.

Pero la razón juzga que de cuantos bienes hay sobre la tierra, todos y cada uno pueden ser e igualmente no ser, y por lo mismo juzga que ninguno de ellos se ha de tomar necesariamente, con lo cual la voluntad tiene poder y opción de elegir lo que le agrade. Ahora bien: el hombre puede juzgar de la contingencia, como la llaman, de estos bienes, como decíamos, porque tiene un alma por naturaleza simple, espiritual, capaz de pensar, la cual, pues ésta es su naturaleza, no trae su origen de las cosas corpóreas ni depende de ellas en su conservación; creada, más bien, inmediatamente por Dios, y muy superior a toda condición de la materia, tiene un modo de vivir propio suyo y un modo no menos propio de obrar, con lo cual, abarcando con el juicio las razones inmutables y necesarias de lo bueno y lo verdadero, se halla en condición de juzgar la esencial contingencia de los bienes particulares. Y así, cuando se establece que el alma del hombre está libre de toda composición perecedera y goza de la facultad de pensar, juntamente se constituye con toda firmeza en su propio fundamento la libertad natural.

Ahora bien: así como nadie ha hablado de la simplicidad, espiritualidad e inmortalidad del alma humana tan altamente como la Iglesia católica, ni la ha asentado con mayor constancia, así también ha sucedido con la libertad; siempre ha enseñado la Iglesia una y otra cosa, y las defiende como dogma de fe; y, no contenta con esto, tomó el patrocinio de la libertad, enfrentándose con los herejes y fautores de novedades que la contradecían, y libró de la ruina a este bien tan grande del hombre. Bien atestigua la historia con cuánta energía rechazó los conatos frenéticos de los maniqueos y de otros; y en tiempos más cercanos nadie ignora el grande empeño y fuerza con que ya en el Concilio Tridentino, ya después contra los sectarios de Jansenio, luchó en defensa del libre albedrío del hombre, sin permitir que el fatalismo se arraigara en tiempo ni en lugar alguno.

Ir directo al índice

Su naturaleza
Así, pues, la libertad propia, como hemos dicho, de los que participan de inteligencia o razón, y mirada en sí misma no es otra cosa sino la facultad de elegir lo conveniente a nuestro propósito, ya que sólo es señor de sus actos el que tiene facultad de elegir una cosa entre muchas. Ahora bien: como todo lo que se toma con el fin de alcanzar alguna cosa tiene razón de bien útil, y éste es, por naturaleza, acomodado para mover propiamente el apetito, por eso el libre albedrío es propio de la voluntad, o mejor, es la voluntad misma en cuanto tiene, al obrar, la facultad de elección. Pero de ningún modo se mueve la voluntad si delante no va, iluminándola, a manera de antorcha, el conocimiento intelectual; es decir, que el bien apetecido por la voluntad es el bien precisamente en cuanto conocido por la razón. Tanto más, cuanto que en todos los actos de nuestra voluntad siempre antecede a la elección el juicio acerca de la verdad de los bienes propuestos y de cuál ha de anteponerse a los otros; pero ningún hombre juicioso duda de que el juzgar es propio de la razón y no de la voluntad. Si la libertad, pues, reside en la voluntad, que es por naturaleza un apetito que obedece a la razón, síguese que la libertad misma ha de tener como objeto, igual que la voluntad, el bien que sea conforme a la razón.

Pero, como una y otra facultad distan de ser perfectas, puede suceder, y sucede, en efecto, muchas veces, que el entendimiento propone a la voluntad lo que en realidad no es bueno, pero tiene varias apariencias de bien, y a ello se aplica la voluntad. Pero así como el poder errar y el errar de hecho es vicio que arguye un entendimiento no del todo perfecto, así el abrazar un bien engañoso y fingido, por más que sea indicio de libre albedrío, como la enfermedad es indicio de vida, es, sin embargo, un defecto de la libertad. Así también la voluntad, por lo mismo que depende de la razón, siempre que apetece algo que se aparta de la recta razón, vicia profundamente el albedrío, y lo usa perversamente. Y ésta es la causa por que Dios, infinitamente perfecto, el cual, por ser sumamente inteligente y la bondad por esencia, es sumamente libre, en ninguna manera puede querer el mal de culpa, como ni tampoco pueden los bienaventurados del Cielo, a causa de la contemplación del bien sumo. Sabiamente advertían contra los pelagianos San Agustín y otros que, si el poder apartarse del bien fuese según la naturaleza y perfección de la libertad, entonces Dios, Jesucristo, los ángeles, los bienaventurados, en todos los cuales no se da semejante poder, o no serían libres, o lo serían con menor perfección que el hombre viador e imperfecto. Acerca de esto discurre con frecuencia el Doctor Angélico, para llegar a concluir que el poder pecar no es libertad, sino servidumbre. Sobre las palabras de Cristo, Señor nuestro, el que hace el pecado siervo es del pecado[1], dice sutilísimamente: Cada cosa es aquello que según su naturaleza le conviene; por donde, cuando se mueve por cosa extraña, no obra según su propia naturaleza, sino por ajeno impulso, y esto es servil. Pero el hombre es racional por naturaleza. Cuando, pues, se mueve según razón, lo hace de propio movimiento y obra, como quien es, cosa propia de la libertad; pero cuando peca, obra fuera de razón, y entonces se mueve como por impulso de otro, sujeto en confines ajenos, y por esto "el que hace el pecado es siervo del pecado". Con bastante claridad vieron esto los filósofos antiguos, singularmente cuantos enseñaban que sólo era libre el sabio, y es cosa averiguada que llamaban "sabio" a aquel cuyo modo de vivir era según naturaleza, esto es, honesto y virtuoso.

Ir directo al índice

Sus auxiliares. Ley
Y puesto que la libertad es en el hombre de tal condición, exigía ser fortificada con defensas y auxilios a propósito para dirigir al bien todos sus movimientos y apartarlos del mal; de otro modo hubiera sido gravemente dañoso al hombre el libre albedrío. Y en primer lugar fue necesaria la ley, esto es, una norma de lo que había de hacerse y omitirse, la cual no puede darse propiamente en los animales, que obran forzados por la necesidad, pues todo lo hacen por instinto, ni de por sí mismos pueden obrar de otra manera. Mientras que los que gozan de libertad, en tanto pueden hacer o no hacer, obrar de un modo o de otro, en cuanto ha precedido, al elegir lo que quieren, aquel juicio que decíamos de la razón, por medio del cual no sólo se establece qué es por naturaleza honesto, qué torpe, sino además, qué es bueno y en realidad deba hacerse, qué malo y en realidad evitarse; es decir, que la razón prescribe a la voluntad adónde debe tender y de qué debe apartarse para que el hombre pueda alcanzar su último fin, al que todo se ha de enderezar. Esta ordenación de la razón es la ley.

Por todo lo cual, la razón de ser necesaria al hombre la ley ha de buscarse primera y radicalmente en el mismo libre albedrío, esto es, en que nuestras voluntades no discrepen de la recta razón. Y nada puede decirse ni pensarse más perverso y absurdo que la afirmación de que el hombre, porque naturalmente es libre, se halla exento de dicha ley; si así fuera, se seguiría para la libertad es necesario el no ajustarse a la razón, cuando la verdad es todo lo contrario, esto es, que el hombre, precisamente porque es libre, ha de sujetarse a la ley, la cual así queda constituida como guía del hombre en el obrar, moviéndole a obrar bien con el aliciente del premio y alejándole del pecado con el terror del castigo.

Tal es la ley natural, la primera entre todas, la cual está escrita y grabada en la mente de cada uno de los hombres, por ser la misma razón humana mandando obrar bien y vedando pecar. Pero estos mandatos de la humana razón no pueden tener fuerza de ley sino por ser voz e intérprete de otra razón más alta a que deben estar sometidos nuestro entendimiento y nuestra libertad. Como que la fuerza de la ley, que está en imponer obligaciones y adjudicar derechos, se apoya del todo en la autoridad, esto es, en la potestad verdadera de establecer deberes y conceder derechos, y dar sanción, además, con premio y castigos, a lo ordenado; y es claro que nada de esto habría en el hombre, si se diera a sí mismo la norma para las propias acciones, como un legislador. Síguese, pues, que la ley natural es la misma ley eterna, ingénita en las criaturas racionales, inclinándolas a las obras y fin debidos, como razón eterna que es de Dios, Creador y Gobernador del mundo universo.

Ir directo al índice

Gracia
A esta regla de nuestras acciones y freno del pecador se han juntado, por beneficio de Dios, ciertos auxilios singulares y aptísimos para regir la voluntad y robustecerla. El principal y más excelente de todos ellos es la virtud de la divina gracia, la cual, ilustrando al entendimiento e impeliendo hacia el bien moral a la voluntad, robustecida con saludable constancia, hace más expedito a la par que más seguro el ejercicio de la libertad nativa. Mas no por ello -a causa de esa intervención de Dios- son menos libres los movimientos voluntarios; porque la fuerza de la gracia divina es intrínseca en el hombre y congruente con la propensión natural, porque dimana del mismo autor de nuestro entendimiento y de nuestra voluntad, el cual mueve todas las cosas según conviene a la naturaleza de cada una. Antes bien, como advierte el Doctor Angélico, la gracia divina, por lo mismo que procede del Hacedor de la naturaleza, está creada y acomodada admirablemente para proteger cualesquier naturalezas y conservarles sus inclinaciones, su fuerza, su facultad de obrar.

Ir directo al índice

b) En la sociedad
Ley eterna
La Iglesia, defensora de la libertad


Y lo dicho de la libertad en cada individuo, fácilmente se aplica a los hombres unidos en sociedad civil; pues lo que en los primeros hace la razón y ley natural, eso mismo hace en la sociedad la ley humana, promulgada para el bien común de los ciudadanos. De estas leyes humanas hay algunas cuyo objeto es lo que por sí es bueno o malo, y ordenan, con la sanción debida, seguir lo uno y huir de lo otro. Mas este género de decretos no tienen su principio en la sociedad humana, porque ésta, así como no engendró a la naturaleza humana, tampoco crea el bien que le es conveniente, ni el mal que se le opone: sino más bien son anteriores a la misma sociedad, y proceden enteramente de la ley eterna. Así que los preceptos de derecho natural, comprendidos en las leyes humanas, no tienen fuerza tan sólo de éstas, sino que principalmente suponen aquel imperio, mucho más alto y augusto, que proviene de la misma ley natural y de la eterna. En semejantes leyes apenas queda al legislador otro oficio que el hacerlas cumplir a los ciudadanos, organizando la administración pública de manera que, refrenados los perversos y viciosos, o abracen lo que es justo, apartados del mal por el temor, o a lo menos no sirvan de obstáculo y daño a la sociedad. Otras ordenaciones hay de la potestad civil, que no dimanan del derecho natural inmediata y próximamente, sino remota e indirectamente, delimitando las cosas variables, a las cuales no proveyó la naturaleza sino de un modo general y vago. Por ejemplo, manda la naturaleza que los ciudadanos cooperen a la tranquilidad y prosperidad del Estado; pero hasta qué punto, de qué modo y en qué casos, no es el derecho natural, sino la sabiduría humana quien lo determina; y en estas reglas peculiares de vida, ordenadas prudentemente y propuestas por la legítima potestad, es en lo que consiste estricta y propiamente la ley humana. La cual manda a todos los ciudadanos el tender unánimes al fin que la comunidad se propone, y les prohibe apartarse de él; y mientras siga sumisa y conforme a las prescripciones de la naturaleza, guía al bien y aparta del mal.

Ir directo al índice

Ley eterna
Por donde se ve que la libertad, no sólo de los particulares, sino de la comunidad y sociedad humana, no tiene absolutamente otra norma y regla que la ley eterna de Dios; y si ha de tener nombre verdadero de libertad en la sociedad misma, no ha de consistir en hacer lo que a cada uno se le antoje, de donde resultarían grandísima confusión y turbulencias, opresoras, al cabo, de la sociedad, sino en que por medio de las leyes civiles pueda cada uno fácilmente vivir según los mandamientos de la ley eterna. Y la libertad, en los que gobiernan, no está en que puedan mandar sin razón y a capricho, cosa no menos perversa que dañosa en sumo grado a la sociedad, sino en que toda la fuerza de las leyes humanas está en que se hallen modeladas según la eterna, y en que no sancionen cosa alguna que no se contenga en ésta como en principio universal de todo derecho.

Sapientísimamente dijo San Agustín[2]: Creo, al mismo tiempo, que tú conoces no hallarse en aquellas [leyes] temporales nada justo y legítimo que no lo hayan tomado los hombres de esta [ley] eterna. De modo que si por cualquier autoridad se estableciera algo que se aparte de la recta razón y sea pernicioso a la sociedad, ninguna fuerza de ley tendría, puesto que no sería norma de justicia y apartaría a los hombres del bien al que está ordenada la sociedad.

De todo lo dicho resulta que la naturaleza de la libertad, de cualquier modo que se la mire, ya en los particulares, ya en la comunidad, y no menos en los gobernantes que en los súbditos, incluye la necesidad de someterse a una razón suma y eterna, que no es otra sino la autoridad de Dios que manda y que veda; y está tan lejos este justísimo señorío de Dios en los hombres de quitar o mermar siquiera la libertad, que, antes bien, la defiende y perfecciona; por cuanto el dirigirse a su propio fin y alcanzarle es perfección verdadera de toda naturaleza, y el fin supremo a que debe aspirar la libertad del hombre no es otro que Dios mismo.

Ir directo al índice

La Iglesia, defensora de la libertad
Aleccionada la Iglesia por las palabras y ejemplos de su divino Autor, ha afirmado y propagado siempre estos preceptos de la más alta y verdadera doctrina, tan manifiestos a todos aun por la sola luz de la razón, sin cesar jamás de ajustar a ellos su ministerio y de imprimirlos en el pueblo cristiano. En lo tocante a la moral, la ley evangélica no sólo supera con grande exceso a toda la sabiduría de los paganos, sino que abiertamente llama al hombre y le forma para una santidad inaudita en lo antiguo, y acercándole más a Dios, lo pone en posesión de una libertad más perfecta. También se ha manifestado siempre la grandísima fuerza de la Iglesia en guardar y defender la libertad civil y política de los pueblos: materia en la que no hay para qué enumerar los méritos de la Iglesia. Basta recordar, como trabajo y beneficio principalmente suyo, la abolición de la esclavitud, vergüenza antigua de todos los pueblos del gentilismo.
El primero en afirmar la igualdad ante la ley y la verdadera fraternidad de los hombres fue Jesucristo, de cuya voz fue eco la de los Apóstoles, que predicaban no haber ya judío, ni griego, ni escrita, sino todos hermanos en Cristo. Y es tan grande y tan conocida la virtud regeneradora de la Iglesia en este punto, que dondequiera que estampa su huella está comprobado que ya no pueden durar mucho las costumbres salvajes; antes bien se muda en breve la ferocidad en mansedumbre, y la luz de la verdad sucede a las tinieblas de la barbarie. Tampoco ha dejado la Iglesia de lograr los mayores beneficios para los pueblos cultos, ya resistiendo a la arbitrariedad de los perversos, ya alejando de los inocentes y débiles las injusticias; ya, por último, haciendo prevalecer en las naciones una organización tal que los ciudadanos la amaran por su equidad y los extraños la temieran a causa de su fuerza.

Es, además, obligación muy verdadera la de prestar reverencia a la autoridad y obedecer con sumisión a las leyes justas, quedando así los ciudadanos libres de la injusticia de los malvados, gracias a la fuerza y vigilancia de la ley. La potestad legítima viene de Dios, y el que resiste a la potestad, resiste a la ordenación de Dios; y con ello queda muy ennoblecida la obediencia, porque ésta se presta a la más justa y elevada autoridad; pero cuando falta el derecho de mandar, o se manda algo contra la razón, contra la ley eterna, o los mandamientos divinos, entonces, desobedecer a los hombres por obedecer a Dios se convierte en un deber. Cerrado así el paso a la tiranía, el Estado no lo absorberá todo, y quedarán a salvo los derechos de los individuos, los de la familia, los de todos los miembros de la sociedad, usando así todos de la libertad verdadera, que está, como hemos demostrado, en que cada uno pueda vivir según las leyes y la recta razón.

Ir directo al índice

FALSA LIBERTAD
Si quienes a cada paso disputan sobre la libertad la entendieran honesta y legítima, como acabamos de describirla, nadie osaría acusar a la Iglesia de lo que con tanta injusticia propalan, esto es, de ser enemiga de la libertad; pero hay ya muchos imitadores de Lucifer, cuyo es aquel nefando grito: No serviré, que con nombre de libertad defienden cierta licencia tan absoluta como absurda. Son los partidarios de ese sistema tan extendido y poderoso, que tomando su nombre de la libertad ha dado en llamarse liberalismo.

Liberalismo radical
Liberalismo moderado
Libertad de cultos
Religión y sociedad
Palabra y prensa
Enseñanza
Libertad de conciencia
Estatolatría - tolerancia
Errores del liberalismo
Indulgencia de la Iglesia
Democracia



Ir directo al índice

Liberalismo radical
En realidad, lo que en filosofía pretenden los naturalistas o racionalistas, eso mismo pretenden en la moral y en la política los fautores del liberalismo, los cuales no hacen sino aplicar a las acciones y realidad de la vida los principios puestos por aquéllos. Ahora bien; el principio capital de todo el racionalismo es la soberanía de la razón humana, que, por negar a la razón divina y eterna la obediencia debida y al declararse independiente, se constituye a sí misma en principio primero, fuente y criterio de la verdad. Así también los secuaces del liberalismo, de quienes hablamos, pretenden que en la práctica de la vida no hay ninguna potestad divina a la que se deba obedecer, sino que cada uno es ley para sí; de ahí nace esa moral que llaman independiente, que apartando a la voluntad, bajo pretexto de libertad, de la observancia de los preceptos divinos, suele conceder al hombre una licencia sin límites. Fácil es adivinar a dónde conduce todo esto, especialmente en el conjunto de la vida social. Porque, una vez afirmada la convicción de que nadie tiene autoridad sobre el hombre, síguese que no está fuera de él y sobre él la causa eficiente de la convivencia y sociedad civil, sino en la libre voluntad de los individuos; que la potestad pública tiene su primer origen en la multitud y que, además, como en cada uno la propia razón es único guía y norma de las acciones privadas, debe serlo también de todos en lo tocante a las cosas públicas. Por todo esto, el poder es proporcional al número, y la mayoría del pueblo es la autora de todo derecho y obligación.

Mas muy claramente resulta de lo dicho cuánto repugne todo esto a la razón: repugna, en efecto, sobremanera no sólo a la naturaleza del hombre, sino a la de todas las cosas creadas, querer que no intervenga vínculo alguno entre el hombre o la sociedad civil y Dios, Creador y, por lo tanto, Legislador Supremo y Universal, porque todo efecto tiene forzosamente algún lazo que lo una con la causa que lo hizo; y es cosa conveniente a todas las naturalezas, y aun pertenece a la perfección de cada una de ellas, el mantenerse en el lugar y grado que pide el orden natural, esto es, que lo inferior se someta y obedezca a lo que naturalmente le es superior.

Es, además, esta doctrina perniciosísima, no menos a las naciones que a los particulares. Y, en efecto, dejando el juicio de lo bueno y verdadero a la razón humana sola y única, desaparece la distinción propia del bien y del mal; lo torpe y lo honesto no se diferenciarán en la realidad, sino según la opinión y juicio de cada uno; será lícito cuanto agrade, y, establecida una moral, sin fuerza casi para reprimir y reducir las pasiones quedará, naturalmente, abierta la puerta a toda corrupción.

En cuanto a la cosa pública, la facultad de mandar se separa del verdadero y natural principio, de donde toma toda su virtud para realizar el bien común, y la ley que establece lo que se ha de hacer y omitir se deja al arbitrio de la multitud más numerosa, lo cual es una pendiente que conduce a la tiranía. Rechazado el señorío de Dios en el hombre y en la sociedad, es consiguiente que no hay públicamente religión alguna, y se seguirá el mayor desprecio a todo cuanto se refiera a la Religión. Y asimismo, armada la multitud con la creencia de su propia soberanía, se precipitará fácilmente a promover turbulencias y sediciones; y, quitados los frenos del deber y de la conciencia, sólo quedará la fuerza, que nunca es bastante para refrenar por sí sola las pasiones populares. De lo cual es suficiente testimonio la casi diaria lucha contra los socialistas y otras turbas de sediciosos, que tan porfiadamente maquinan por conmover las naciones hasta en sus cimientos. Vean, pues, y decidan los que bien juzgan si tales doctrinas sirven de provecho a la libertad verdadera y digna del hombre, o sólo sirven para pervertirla y corromperla del todo.

Cierto es que no todos los fautores del liberalismo asienten a estas opiniones, aterradoras por su misma monstruosidad y que abiertamente repugnan a la verdad, y son causa evidente de gravísimos males; antes bien, muchos de ellos, obligados por la fuerza de la verdad, confiesan sin avergonzarse y aun de buen grado afirman que la libertad degenera en vicio y aun en abierta licencia cuando se usa de ella destempladamente, postergando la verdad y la justicia, y que debe ser, por tanto, regida y gobernada por la recta razón y sujeta consiguientemente al derecho natural y a la eterna ley divina. Mas juzgando que no se ha de pasar más adelante, niegan que esta sujeción del hombre libre a las leyes que Dios quiere imponerle haya de hacerse por otra vía que la de la razón natural.

Pero al decir esto, no son en manera alguna consecuentes consigo mismos. Porque si, como ellos admiten y nadie puede negar con derecho, se ha de obedecer a la voluntad de Dios legislador, por estar el hombre todo en la potestad de Dios y tender a Dios, síguese que a esta potestad legislativa suya nadie puede ponerle límites ni condiciones, sin ir, por ello mismo, contra la obediencia debida. Y aun más, si el hombre llegara a arrogarse tanto que quisiera decretar cuáles y cuántas son sus propias obligaciones, cuáles y cuántos son los derechos de Dios, aparentará reverencia a las leyes divinas, pero no la tendrá de hecho, y su propio juicio prevalecerá sobre la autoridad y providencia de Dios. Es, pues, necesario que la norma constante y religiosa de nuestra vida se derive no sólo de la ley eterna, sino también de todas y cada una de las demás leyes que, según su beneplácito, ha dado Dios, infinitamente sabio y poderoso, y que podemos seguramente conocer por señales claras e indubitables. Tanto más, cuanto que estas leyes, por tener el mismo autor que la eterna, concuerdan del todo con la razón, perfeccionan el derecho natural e incluyen el magisterio del mismo Dios, que, precisamente para que nuestro entendimiento y nuestra voluntad no caigan en error, rige a entrambos benignamente, guiándolos al mismo tiempo que les ordena. Quede, pues, santa e inviolablemente unido lo que ni puede ni debe separarse, y sírvase a Dios en todo, como la misma razón natural lo ordena, con absoluta sumisión y obediencia.

Ir directo al índice

Liberalismo moderado
Algo más moderados son, pero no más consecuentes consigo mismos, los que dicen que, en efecto, según las leyes divinas se ha de regir la vida y costumbres de los particulares, pero no las del Estado. Porque en las cosas públicas está permitido apartarse de los preceptos de Dios y no tenerlos en cuenta al establecer las leyes. De donde, aquella perniciosa consecuencia: Es necesario separar la Iglesia del Estado.

No es difícil conocer lo absurdo de todo esto: porque como la misma naturaleza exige del Estado que proporcione a los ciudadanos medios y oportunidad con qué vivir honestamente, esto es, según las leyes de Dios, ya que es Dios el principio de toda honestidad y justicia, es absolutamente contradictorio que sea lícito al Estado no tener en cuenta dichas leyes, o el establecer la menor cosa que las contradiga. Además, los que gobiernan los pueblos son deudores a la sociedad, no sólo de procurarle con leyes sabias la prosperidad y bienes exteriores, sino de mirar principalmente por los bienes del alma. Ahora bien: para incremento de estos bienes del alma nada puede imaginarse más a propósito que estas leyes, cuyo autor es Dios mismo; y por esta causa los que en el gobierno del Estado no quieren tenerlas en cuenta hacen que la potestad política se desvíe de su propio fin y de las prescripciones de la naturaleza. Pero lo que más importa y Nos hemos más de una vez advertido es que, aunque la potestad civil no mira próximamente al mismo fin que la religiosa, ni va por las mismas vías, con todo, al ejercer la autoridad, fuerza es que hayan de encontrarse, a veces, una con otra. Ambas tienen los mismos súbditos, y no es raro que una y otra decreten acerca de lo mismo, pero con motivos diversos. Llegado este caso, y pues el conflicto de las dos potestades es absurdo y enteramente opuesto a la voluntad sapientísima de Dios, preciso es algún modo y orden con que, apartadas las causas de porfías y rivalidades, haya un criterio racional de concordia en las cosas que han de hacerse. Con razón se ha comparado esta concordia a la unión del alma con el cuerpo, igualmente provechosa a entrambos, cuya desunión, al contrario, es perniciosa, singularmente al cuerpo, pues por ella pierde la vida.

Ir directo al índice

Libertad de cultos
Para que todo esto se vea mejor, bueno será considerar una por una esas varias conquistas de la libertad, que se dicen logradas en nuestros tiempos. Sea la primera, considerada en los particulares, la que llaman libertad de cultos, en tan gran manera contraria a la virtud de la religión. Su fundamento es que en arbitrio de cada uno está profesar la religión que más le acomode, o no profesar ninguna.

Pero, muy al contrario, entre todas las obligaciones del hombre, la mayor y más santa es, sin sombra de duda, la que nos manda adorar a Dios pía y religiosamente. Se deduce esto necesariamente de estar nosotros de continuo en poder de Dios y ser por su voluntad y providencia gobernados, y tener en El nuestro origen y haber de tornar a El. Allégase a esto que no puede darse virtud verdadera sin religión. Porque, si la virtud moral ordena al hombre en las cosas que nos conducen a Dios como a nuestr







Compartir en Google+




Reportar anuncio inapropiado |