La benedicencia es un apostolado
Por: Álvaro Corcuera, L.C. | Fuente: Catholic.net
Muy estimados en Jesucristo:
Les escribo con mucho gusto en este período en el que Dios nos llama a servir a la Iglesia con todo nuestro ser, ante todo para agradecerles sus oraciones, sus cartas y el testimonio de sus vidas llenas del espíritu del Evangelio.
Dentro de una semana se tendrá en Atlanta el Encuentro Internacional de Juventud y Familia, que este año tiene como lema «Amaos los unos a los otros como yo os he amado». Con el favor de Dios allí tendré el gusto de encontrarme con muchos de ustedes. Es natural que no todos tengan la posibilidad de participar en este evento, y por eso quisiera desde ahora ofrecerles algunas reflexiones en torno al tema del encuentro: la caridad.
El mandato de la caridad es el distintivo del seguidor de Cristo. El hombre está creado a imagen y semejanza de Dios. Cristo es la imagen del Padre. Y nosotros hemos de ser imágenes vivas de Cristo. Si Dios es amor, nuestra vida debe ser amor. Qué hermosa tarea nos encomienda Jesucristo: hacer presente y real, entre nuestros hermanos los hombres, a Dios. No a un Dios lejano, del deber por el deber o del temor, sino al Dios que no sólo nos ama, sino que se define como Amor.
Al repasar y meditar en nuestros corazones, a ejemplo de María, la acción de Dios en la historia de la Legión y del Regnum Christi, constatamos con renovada gratitud que el amor ha sido el núcleo de la inspiración fundacional. Ya desde los primeros años, Nuestro Padre Fundador nos insistía en la importancia de esta virtud para la vida de todo cristiano: «La caridad es la esencia del cristianismo, la caridad es el distintivo del cristiano, por lo tanto, no deben olvidar que se impone la necesidad urgente e intrínseca a la misión que Cristo nos ha confiado de vivir ampliamente el espíritu de caridad y hacerlo vivir a los hombres» (8 de marzo de 1948). En efecto, sabemos muy bien que no hay verdadera santidad sin caridad, que con la caridad todo es posible y que sin ella nuestra vida cristiana pierde su valor. La caridad no tiene límites, e incluso, como vemos en tantos hombres que dan su vida por el Evangelio, puede llegar hasta el martirio, si es lo que Dios nos pide. Es dar la vida por amor.
Y en los tiempos actuales es necesario que la vivamos cada día con mayor plenitud. La caridad –nos dice san Pablo en su himno sobre la caridad– no acaba nunca, es paciente, comprensiva, no se engríe, es ilimitada (cf 1Cor 13, 4-8); y esto la hace más grande y veraz, porque cada día se nos ofrecen múltiples oportunidades para vivir este mandamiento que nos debe distinguir y caracterizar. El dinamismo de la caridad exige, además, que sea transmitida con el ejemplo, ya que esta virtud es donación y entrega de la propia vida al prójimo: «nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos» (Jn 15, 13). Sin esta donación práctica, las palabras quedarían vacías: «Si alguno que posee bienes de la tierra, ve a su hermano padecer necesidad y le cierra su corazón, ¿cómo puede permanecer en él el amor de Dios? Hijos míos, no amemos de palabra ni de boca, sino con obras y según la verdad» (1Jn 3, 17-18).
Sabemos que la caridad es multiforme y abarca una inmensa gama de matices. Basta detenerse unos instantes a contemplar el testimonio de tantos cristianos auténticos que viven a nuestro lado para descubrir y maravillarnos de las formas tan variadas e ingeniosas que adopta esta virtud. Cuando se busca el bien del prójimo, la caridad se llena de iniciativa, de delicadeza y de ingeniosidad. Lo hace con sencillez. No busca pregonar que está haciendo el bien; simplemente lo hace, buscando ser un espejo del amor de Cristo hacia los hombres. Llega hasta los más pequeños detalles, llega a cuidar hasta si alguna broma o comentario pudiese lastimar o herir al prójimo. Conoce a fondo al otro, no para juzgarlo, sino para favorecer todo el bien que le pueda hacer, y evitar todo aquello que le pudiese llegar a herir.
Pero entre las múltiples manifestaciones de la caridad, hay una que se nos pide de manera particular a los miembros del Movimiento Regnum Christi, sobre la que quisiera ahora detenerme un poco más: la benedicencia.
¡Cuánto hemos de cuidar esta virtud! Es aquello que nos debe caracterizar, estemos donde estemos. ¿En qué consiste la benedicencia? Es una palabra prácticamente desconocida en el mundo en que vivimos; ni siquiera aparece mencionada en el diccionario. Sin embargo, sí se encuentra la palabra maledicencia, que designa el pecado contrario. Si la maledicencia es el vicio de hablar mal de los demás, la benedicencia es la virtud de hablar bien del prójimo. Para nosotros, la benedicencia es un apostolado. Vencer el mal con el bien. La benedicencia es una forma de apostolado que todos podemos realizar, es un modo concreto de pasar por el mundo, como Jesucristo, «haciendo el bien» (Hch 10, 38) y de edificar y servir a la Iglesia.
La maledicencia es un vicio que ofende gravemente la caridad, porque difunde sin motivo ni necesidad objetiva los defectos, los errores o los pecados de otras personas, dañando de este modo su reputación. Nadie tiene derecho a herir la buena fama de los demás. La benedicencia, por el contrario, busca únicamente difundir lo positivo que hay en los demás.
La benedicencia también es contraria al juicio temerario, que admite como verdadero, sin tener motivos suficientes, un defecto moral del prójimo. Los juicios temerarios nos llevan a la sospecha y al alejamiento del prójimo. Es la triste realidad de quien llega a “encasillar” o a catalogar a una persona, viendo más allá de sus actos e interpretando negativamente sus intenciones. Siembra duda, guarda silencios ante la buena fama del hermano, genera inquietud y malestar, roba la paz. Muchas veces juzgamos al prójimo atribuyéndole nuestros propios defectos. Sin embargo, el corazón bondadoso busca pensar bien, justificar, perdonar, comprender. El hombre de Dios tiene presente sus propios defectos, no para juzgar al prójimo, sino para vivir con humildad y siendo apóstoles de lo bueno. No somos nadie para juzgar al prójimo. Sólo Dios es el juez. Y, bien sabemos, esto produce paz en el alma. ¡Qué don tan grande es la paz! «Busca la paz, corre tras ella» (Sal 34, 15). Pues bien, un medio muy bueno para conseguir este regalo que Dios nos da, en la paz, es fijarnos en todo lo bueno, tanto en pensamientos como en palabras.
Cuando por razón de la autoridad de que alguno esté investido, se tenga responsabilidad sobre los actos de otras personas, hemos de actuar sirviendo y buscando el bien, siendo realistas ante el mal, pero no para juzgarlo, sino como el médico, para sanarlo y curarlo, aunque el remedio sea doloroso. Lo único que se busca es el bien del prójimo, como nos enseña Jesucristo en la parábola del buen samaritano que acabamos de meditar el domingo pasado: nos inclinamos hacia el hermano herido o caído, para vendarlo con suavidad, subirlo en la propia vida y asegurarnos de que esté bien atendido y cuidado, sin importar lo que nos pueda costar y sin pensar en que también nosotros estamos necesitados de ayuda.
Y en tercer lugar, la benedicencia se opone a la calumnia, que como nos dice nuestra fe, es un pecado gravísimo que atribuye al prójimo y divulga injustamente cosas falsas que lesionan su buena fama. En la calumnia se suman la difamación y la mentira, y por ello pienso que es uno de los pecados que más entristecen al corazón de Jesucristo.
Al igual que sucede con las demás virtudes, no se trata de vivir la benedicencia a la defensiva, simplemente preocupándonos por no fallar, por "no criticar"; se trata más bien, de cultivar una actitud interna, decididamente positiva, una buena disposición habitual que nos impulse a ejercitar esta virtud. No podemos, pues, conformarnos con silenciar los defectos y errores de nuestros hermanos ante los demás. En sí, esto ya es algo muy bueno pues, como decía el apóstol Santiago, «si alguno no cae hablando, es un hombre perfecto, capaz de poner freno a todo su cuerpo» (St 3, 2). Desde este punto de vista, nunca podremos sentirnos justificados para hablar mal de nadie, de cualquier persona, pues sería lo opuesto a lo que Cristo nos predicó con sus palabras y su vida. Pero la benedicencia va más allá, busca difundir el buen nombre de los demás, valorando sus cualidades, señalando sus virtudes, destacando sus aciertos, sus logros y éxitos, alabando cuanto de bueno y virtuoso descubramos en ellos. Así, esta virtud se convierte en un apostolado, pues se transforma en caridad constructiva.
La benedicencia, como toda virtud, exige una conquista personal. No se da normalmente de modo espontáneo y natural. Tiene en su origen otro hábito aún más profundo: el pensar siempre bien de nuestro prójimo, estimarlo sinceramente en lo más íntimo de nuestro corazón. Esto implica vigilar sobre nuestros pensamientos, combatiendo muy principalmente los prejuicios, fuente de frecuentes y persistentes disensiones, cultivando con esmero la bondad, la comprensión, la afabilidad y la cortesía y, por encima de todo, siendo leales, justos y sinceros en sentimientos y palabras unos para con otros. Cristo supo esperar y comprender a los demás. Cristo, encontrando muchos pecadores, los acogió con corazón bondadoso y no justiciero. No difundió los errores de los pecadores, sino que los acogió con un corazón lleno de comprensión y bondad. ¡Qué conversiones logró con un poco de comprensión! Rechacemos tajantemente los sentimientos de celos, envidias, rivalidades y rencores. Que todo esto no tengan cabida en nuestro corazón, pues, como cristianos, estamos llamados a apoyarnos mutuamente y a ser una familia de hermanos en el amor de Cristo, que se aprecian, se estiman y se sirven con gran solicitud. «Si sufre un miembro, todos los demás sufren con él. Si un miembro es honrado, todos los demás toman parte en su gozo», dice San Pablo (1 Cor 12, 26).
Jesucristo nos enseña que «el hombre bueno, del buen tesoro del corazón saca lo bueno; y el malo, del malo saca lo malo. Porque de lo que rebosa el corazón habla su boca» (Lc 6, 45). El "hombre viejo" –del que nos habla San Pablo (cf Col 3, 9)– herido por el pecado original, tiende a fijarse más en los fallos y defectos ajenos que en sus virtudes y aciertos. Pero los cristianos contamos con el auxilio de la gracia de Dios, en nosotros habita su Espíritu y tenemos, pues, las fuerzas que necesitamos para sobreponernos a esta tendencia, cultivando siempre pensamientos buenos y positivos.
Nuestro Padre Fundador nos aportaba un consejo práctico en su carta sobre la caridad evangélica: «Cultiven el hábito de fijarse siempre en el lado positivo de las personas. Y aunque la evidencia les muestre que tal o cual persona adolece de graves deficiencias, ustedes pregúntense: ¿Y detrás de esto que veo, qué cualidades y virtudes encerradas guarda esta persona?» (22 de octubre de 1993). El hombre bueno lo ve todo con ojos de bondad. De este modo, el mal será vencido con el bien: «No te dejes vencer por el mal; antes bien, vence al mal con el bien» (Rom 12, 21). A tal grado debería ser un hábito en nuestras vidas, que, si en alguna ocasión se nos "escapara" una palabra que no hubiéramos querido decir, deberíamos disculparnos al instante y luego resaltar lo bueno. Tengamos siempre presente la consigna que desde los primeros años de la fundación hemos aprendido en el movimiento: creer todo el bien que se oye, y no creer sino el mal que se ve; y éste, disculparlo internamente. También Jesús, nuestro Redentor, en los últimos instantes de su vida, desde el tormento de la cruz disculpó en su corazón a sus verdugos y a todos nosotros, por quienes se ofrecía: «Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34).
Pido a Dios que nos dé su gracia, para que nos sigamos esforzando, con todo nuestro corazón, por vivir con la mayor perfección y crecer en la virtud de la benedicencia, tanto con conocidos como con extraños, con quienes nos simpatizan como con quienes naturalmente nos pudiesen a llegar a costar más. Si amamos sólo a los que nos aman, ¿qué mérito tendremos? (cf Mt 5, 46). Son muy claras las invitaciones que Jesús nos hace a este propósito en las páginas de su Evangelio: «No juzguéis, para que no seáis juzgados. Porque con el juicio con que juzguéis seréis juzgados, y con la medida con que midáis se os medirá. ¿Cómo es que miras la brizna que hay en el ojo de tu hermano, y no reparas en la viga que hay en tu ojo?» (Mt 7, 1-3). «Id, pues, a aprender qué significa aquello de: Misericordia quiero, que no sacrificio. Porque no he venido a llamar a justos, sino a pecadores» (Mt 9,13). «Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persigan, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos» (Mt 5, 45).
La actitud cotidiana de Jesús hacia todos y cada uno de los hombres, mujeres y niños con los que se encontraba, hacía muy viva su predicación. Imitemos a Cristo en esto. Sus palabras eran objeto de admiración: «Jamás hombre alguno ha hablado como este hombre» (Jn 7, 46). Y no sólo por las verdades que proclamaba. También por el corazón manso y bondadoso del que procedían. ¡Con cuánto tacto y delicadeza Jesucristo corrige a Simón, que había juzgado negativamente a Jesús y a la mujer postrada a sus pies, y defiende la dignidad, el arrepentimiento y los gestos de amor de la pecadora! Cuando, por ejemplo, en la familia o en el trabajo nos toque dar una negativa, o tengamos que comunicar una noticia desagradable o aportar una corrección que podría herir a alguien, hagámoslo con la mayor caridad. Hagamos ver que a pesar de que se trate de una negativa o de un remedio doloroso, lo único que pretendemos es el bien. No se puede buscar el bien y hacer uso de medios que no están apoyados o justificados por la caridad. La caridad y la benedicencia no son un medio para lograr un fin determinado. Son, precisamente, el mismo fin por el que hacemos todo.
Busquemos ser siempre promotores de lo bueno, difundir las obras buenas que emprenden tantas personas. Que a través de nuestras palabras los demás aprecien más y mejor al Santo Padre, a los obispos, a los párrocos, a los sacerdotes, a los demás movimientos y realidades eclesiales. Que a través de nuestras palabras, todos tengan una palabra de aprecio y de aliento. Una aplicación muy clara es en el campo del ecumenismo. El diálogo en la verdad y en la caridad. El cardenal John O’Connor, que recordamos con tanta admiración, cuando era arzobispo de Nueva York, tenía como lema: “la caridad supera a la justicia”. Hemos de vivir con justicia, pero no con la actitud del justiciero ni del que aplica la ley, sin más. La justicia tiene su corona en la caridad. Que seamos lo que nos pide el Evangelio: sal de la tierra, luz del mundo, fermento, por medio de la caridad (cf Mt 5, 13-14).
No podemos cerrar los ojos y decir que en el mundo no hay mucha intriga, calumnia y maledicencia. Lamentablemente es lo que llena muchas conversaciones, convirtiéndose casi en un pasatiempo. A la vez, estoy seguro de que Jesucristo, a cada uno de nosotros, y viviendo como un solo cuerpo, nos pide mantener firme esta bandera y distintivo del cristiano, acompañando y amando universalmente. El cristiano no tiene fronteras. No hay razas, culturas, ni nada que nos separe en la vivencia del mandato de Cristo. Que cada una de nuestras palabras sean positivas y tengan el signo de Cristo, manso y humilde, sobre todo en medio del sufrimiento, en los momentos de prueba o de especial dificultad. Busquemos sólo edificar, cortando con todo aquello que presente el más leve indicio de crítica o murmuración. Que al vernos, las almas puedan decir lo mismo que se decía de los primeros cristianos: mirad cómo se aman.
Creo que debemos dar gracias a Dios por el maravilloso ambiente de caridad que se vive en el Regnum Christi, pues es una clara muestra de la presencia de Cristo en medio de nosotros. Es lo que vemos también en tantos otros Movimientos y grupos, pues el Espíritu Santo actúa en nuestra Iglesia. Es nuestra responsabilidad conocer, vivir y transmitir el carisma con la misma fidelidad de los legionarios y miembros del Regnum Christi que nos han precedido y que ya están en la casa del Padre. Ellos han sido un claro ejemplo de lo que significa vivir la caridad con todos sus matices.
Que la Santísima Virgen, ejemplo elocuente de caridad delicada, fruto de un corazón lleno de amor por los hombres, nos acompañe muy de cerca, sabiendo que nos lleva al puerto seguro. Con Ella, descubrimos la seguridad que proviene, no de la autosuficiencia, sino de la humildad y del gozo de saber que Dios nos ha invitado a ser espejos fieles de su bondad y nos asiste con su gracia.
Asegurándoles un recuerdo en mis oraciones, quedo de ustedes seguro servidor en Jesucristo,
Álvaro Corcuera, L.C.