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El problema de fondo

Sobre brujas, conjuros y todos los diablos
Cuando se expulsa a Dios de esta tierra, el mundo se convierte en un lugar peligroso


Por: Enrique Monasterio | Fuente: Fluvium.org



He visto una película en la tele que me ha dejado aturdido.

(Me dice Miguel que no es una peli, sino "una serie superconocida" que reponen de vez en cuando).

La cosa va de brujas: tres hermanas monísimas y "con poderes", que te congelan en el aire si estás a tiro, te hacen volar por la habitación o lanzan bolas "de energía" con resultados traumáticos. Una parece que está casada, o algo así, con una "luz blanca", un sujeto con cara de pánfilo que murió en la guerra mundial y lo devolvieron a la tierra convertido en "ángel". Ahora, aunque "ha perdido sus alas" por alguna razón que desconozco, conserva su capacidad de levitar y se desplaza por el espacio sin recurrir a medios de transporte convencionales.

Luego están los "demonios": unos tipos feísimos de rostro tumefacto rojo amoratado, que habitan en las profundidades de la tierra y van matando brujas y provocando conflictos. Son gentes de muy mal carácter, pero también hay demonios medio humanos, que pueden volverse "buenos" gracias al "amor" de una bruja. Los malos obedecen a "La Fuente" (un ente poco recomendable) y las "luces blancas", a "ellos" (léase "ellos" poniendo los ojos en blanco, hablando bajito y señalando hacia arriba con el dedo).

El telefilm no está dirigido a niños. Tampoco intenta hacer reír ni contar parábolas: es una historia mugrienta para idiotas de todas las edades.

Hace algunos años escribí algo sobre la plaga esotérica que nos invade. Entonces me lo tomé a broma. Ahora ya empiezo a perder el sentido del humor.

No teman los fans de Harry Potter. Y no diré nada contra Cenicienta o Blancanieves, a pesar de que en esos cuentos se hable de hadas madrinas, brujas perversas, gnomos, calabazas encantadas y zapatitos de cristal.

Desde que existe el mundo, los cuentacuentos han inventado historias fabulosas mucho más increíbles y conmovedoras que las de los telefilmes americanos. Son aventuras soñadas y dichas en voz muy baja al anochecer; pero su eco ha recorrido el mundo entero y ha ido edificando un universo fantástico, lleno de color y belleza.

Un buen día, alguien puso por escrito esos relatos, y nació un género literario nuevo: el más difícil de todos, porque tiene los lectores más exigentes. Después los cuentos se hicieron música, pintura, danza, cine…

— Y ese firmamento de fantasía, ¿es real?

¡Naturalmente! Existe en la mirada de los niños, de los poetas y de algún otro inmaduro como yo mismo. Y creer en él no tiene nada de supersticioso: sus adeptos saben situarlo en su lugar, que es el mundo de los sueños, de las alegorías, del humor y de la lírica, sin mezclarlo con la vida cotidiana ni con las verdades de orden espiritual.

Por eso resulta intolerable que, de pronto, lleguen unos cineastas aburridos mascando chicle, y utilicen un contexto cutre, realista y ordinario, en el peor sentido de la palabra, para llenarlo de brujas prosaicas en minifalda, demonios moteros y angelitos memos con chándal. Es, por lo menos, un atentado a la cultura.

Pero el problema de fondo es otro.

La Biblia nos revela que el mundo no tiene nada de tenebroso: cada átomo de las galaxias es conocido, amado y creado por un Dios, que vio que todo era bueno. Nada escapa a su inteligencia, al Verbo, que existía al principio de todo. El mundo es diáfano para la inteligencia creadora, y lo será para la humana, cuando llegue a amarlo como Dios lo ama.

El materialismo en cambio no entiende casi nada: le asusta la muerte, el dolor, la culpa, la conciencia, el futuro, el azar. No sabe qué significa la belleza, el amor, la risa. Comprende, eso sí, que tiene que haber algo más. Y recurre a fuerzas ocultas, a brujas y hechizos para controlar un mundo que se le escapa de las manos. Y es que, como bien dijo el Cardenal Ratzinger, cuando se expulsa a Dios de esta tierra, el mundo se convierte en un lugar peligroso. El vacío de Dios se llena siempre con dioses.

— O sea que los cristianos somos más incrédulos que los ateos.

— Y dormimos mejor.

 







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