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¿Es posible un diálogo entre culturas?
Entrevista con José María Barrio Maestre, Profesor de Antropología de la Universidad Complutense (Madrid)


Por: Jose Maria Barrio Maestre | Fuente: Catholic.net



¿Qué es propiamente cultura?

Se trata de un concepto muy polisémico. Intentaré resumir sus sentidos principales. En términos generales, por cultura entendemos el conjunto de símbolos, actitudes y valores expresados en conductas, que implican una forma de adaptación al medio natural y social en que se desenvuelve la vida del hombre, pero también un modo peculiar de adaptar el medio a las necesidades humanas. A diferencia de los animales irracionales, lo más específico de la conducta del animal racional no es adaptarse al medio en que vive, sino adaptar éste a su vida. En cierto modo, el hombre humaniza el medio natural, y también está llamado a humanizarse a sí mismo. A. Llano afirma que al hombre se le presenta la tarea ineludible de ganarse, de lograrse a sí mismo en aquello que más radicalmente le define: su ser persona. “La cultura es un avance del hombre hacia sí mismo: un crecimiento de lo humano del hombre” (1).

En el discurso de la antropología filosófica suele decirse que el hombre es un animal cultural. El sentido obvio de esta afirmación es que el hombre no es un ser acabado, “terminado”: no está hecho del todo, como dice Ortega (si bien tampoco está del todo por hacer, puntualiza Millán-Puelles). Este fundamental inacabamiento del ser humano –que no nace entero, ni termina nunca de “enterarse”– se pone de relieve en el hecho de que necesita cultivarse, crecer. Y para crecer ha de superarse a sí mismo en lo que ya es. A su vez, se supera de dos formas:

a) en confrontación con el medio natural, con el que “lucha” para hacerse en él un hueco adecuado a él y sus necesidades;

b) luchando consigo mismo por no conformarse con lo que ya es.

De ambas formas –“civilización” se suele designar la primera, “cultura” propiamente la segunda– el hombre crece. “Cultura” tiene que ver con “cultivo”. Cultura es también el resultado del cultivo que el hombre hace de sí mismo, de sus facultades, de sus talentos, de sus posibilidades, etc., en la medida en que queda plasmado en símbolos exteriores ―arte, lenguaje― y en actitudes morales e instituciones sociales. En definitiva: los diferentes modos humanos de pensar y de vivir que pueden ser reflejados en todas esas manifestaciones, y el conjunto mismo de ellas es lo que constituye la cultura humana.

El discurso de la antropología positiva o “cultural” se ocupa del sistema de símbolos, valores y creencias y del comportamiento específicamente humano a través de estos elementos o dimensiones. Los elementos más destacados que cabe señalar en toda cultura son:

a) el carácter conceptual de los bienes que la integran. (Pueden ser entendidos, expresados verbalmente o por escrito y, por ello, transmitidos);

b) su índole social: es poseída más por grupos y colectividades que por individuos. (Los símbolos y manifestaciones culturales se consideran patrimonio común y señas de identidad colectivas);

c) y su naturaleza dinámica: los cambios, variaciones y desarrollos son connaturales a toda cultura. En todas hay elementos que cambian y otros que permanecen. La cultura no es algo fijo sino histórico, cambiante, pero a la vez perdurable y continuo. En ella hay una tradición que conserva sus rasgos peculiares, pero al mismo tiempo abierta, receptiva ―es decir, fecundable con otras culturas distintas― y difusiva.

Toda cultura posee unos valores propios, y entre ellos, los valores religiosos ocupan un puesto de especial relieve: algo así como sus señas de identidad (2).

En otro sentido, cultura expresa algo parecido a educación o formación (algo análogo a lo que para los griegos implicaba el término paideía, igualmente polisémico). En esta acepción queda incluida la transmisión a la generación joven de los modos de pensar y vivir vigentes en la generación adulta (inculturación). En este punto, la llamada “cultura de masas”, que tiende a la autosatisfacción, hace algo más difícil distinguir lo meramente vigente de lo que realmente merece ser transmitido. De todos modos, los auténticos educadores suelen tener la intuición necesaria para distinguir ambas cosas: lo que hay en las modas de lo que trasciende el tiempo, de lo clásico, que siempre ayuda a crecer porque exige más de uno mismo.

Por último, resulta útil distinguir cultura como tarea (cultivo) de cultura como rendimiento. Las obras de la cultura son testimonio que queda de ese esfuerzo de cultivar lo más humano del hombre. El sentido que da Hegel a la expresión espíritu objetivo es precisamente el espíritu humano que ha salido de la pura subjetividad y queda ahí, hecho piedra, pintura, partitura, escritura, etc., como un legado transmisible. De acuerdo con esto también cabe distinguir el entorno humano, sembrado de esos restos, de la natura como terreno inculto que, con todo, es el a priori de todo cultivo y transformación que el hombre induce en él.


¿Por qué hay formas culturales diversas?

Creo que quizá entre otros factores de diversidad cultural habría que destacar los siguientes:

1) Contextos físicos y geográficos distintos que obligan al hombre, para dominarlos, a desarrollar diferentes técnicas (civilización).

2) Hay lenguas distintas. El hombre piensa lingüísticamente, con palabras que no siempre expresa hacia fuera, pero que se dice a sí mismo. Cada lengua implica un universo conceptual y de discurso con matices que lo hacen distinto de los demás. Naturalmente, la condición de posibilidad de la “traducción” es que el lenguaje no es el dato cognoscitivamente último y definitivo. Además de entendernos lingüísticamente, podemos entender algo. Pero es verdad que el vehículo lingüístico condiciona bastante nuestro acercamiento a la realidad.

3) Hay cultos religiosos distintos. El hecho religioso es aquel en torno al cual se articulan los elementos fundamentales de cada cultura. Esto es un dato empírico, inequívocamente constatado por la antropología cultural menos sospechosa de pietismos. También lo es la universalidad del hecho religioso en todas las culturas conocidas. Como es natural, esa universalidad no implica que todos los individuos observen conductas religiosas; dentro de cada cultura los hay observantes, tibios, indiferentes y ateos. La universalidad afecta a todas las culturas conocidas, no a todos los individuos de cada cultura.


¿Hay alguna unidad?

Prima facie, el espectáculo que se ofrece es más bien el de una irreductible diversidad entre los variadísimos modos de vivir y de pensar, no sólo en los distintos espacios culturales, sino en cada individuo humano de esas culturas. Cada ser humano –naturalmente a partir de la influencia que recibe de su entorno cercano y, por tanto, no “desde cero”– reinicia la humanidad, es decir, la recibe, “metaboliza” y a su vez transfiere; la readapta a su propia circunstancia y la codifica en un estilo propio de vivir y pensar (criterio) que trata de transmitir a otros, principalmente a las personas que quiere. (Toda persona se sabe llamada a perpetuarse, a transmitir humanidad).

Ahora bien, una vez constatado esto, tampoco se puede obviar que junto a esa diversidad en los modos individuales y socioculturales de ejercer como ser humano, existen ciertos parámetros metaindividuales, manifiestos por ejemplo en el hecho de que hay ciertas valoraciones generales básicas que resultan válidas para todo el mundo. Spaemann señala que “las diferencias entre las diversas culturas son en verdad grandes, pero no tanto como se considera algunas veces” (3). Nos llama más la atención la variedad que la unidad, pero una es tan real como la otra. La variedad sólo es real sobre la base de una unidad radical –en la raíz– de todo el género humano en torno a una esencia, la propia del animal-racional, que efectivamente todos compartimos, y que hace posible y pensable que existan modos objetivamente mejores que otros de ejercerla.


Ante esa diversidad cultural, ¿se puede evitar el relativismo cultural?

Sin duda. —¿Cómo? —Pensando. Pensar es pronunciarse por algo que se cree mejor y más verdadero que su contrario, y aducir las razones que lo ponen de manifiesto. Dicho a la inversa, el relativismo supone la muerte del pensamiento, y generalmente conduce al cinismo de aceptar, a veces con un fatalismo lamentable, que lo vigente es necesario, y que convalidarlo como tal –es decir, darle la razón al más fuerte, al que más grita, o a quien dispone de mayor poder político, económico o mediático– es la única forma de ser realista, o correcto. De ahí que tenga mucho sentido la expresión “dictadura del relativismo”, frecuentemente empleada por J. Ratzinger. En relación al asunto del relativismo cultural, habría que decir que supone una violencia injusta a la razón impedirle hacer juicios de valor, fundamentales y fundamentados, sobre la diversa riqueza humanizadora de los distintos modos culturales de vivir y pensar.

Naturalmente en muchos aspectos no es que esos variados modos de humanidad sean mejores o peores –más o menos humanos– que los demás: son los que son, cabría decir, los que están vigentes en cada espacio cultural, y tratar de discernirlos mediante juicios de valor sería tan absurdo como pretender decidir cuál es la mejor entre estas dos opciones: beberse una coca-cola o una cerveza. Pero en último término lo que piensan los hombres en determinadas cuestiones fundamentales sobre el sentido de la vida, y lo que hacen o deshacen en relación a ello, no es del todo inocente y aséptico de cara a su propia humanización. En un interesante diálogo que mantuvo con el entonces card. Ratzinger, M. Pera ponía el dedo en la llaga del relativismo cultural hoy dominante en Europa: “Si a alguien le da por creer realmente, tal vez porque carece de gusto estético, que el esmoquin es mejor que el caftán, se le permitirá decirlo sin ningún problema. Pero si alguien se le ocurre decir que las naciones de los hombres del esmoquin, tras siglos de esfuerzos, y también de masacres, han creado unos Estados y unas sociedades mejores que las de los hombres del caftán, o, dejando a un lado las metáforas, se le ocurre decir que las instituciones occidentales son mejores que las instituciones de los países islámicos, entonces caerá sobre él una orden de detención cultural, lo expulsarán de los salones, de los círculos, de las academias, no le concederán premios literarios ni le invitarán a congresos ni a conferencias. ‘Mejor’ es un término que no se puede decir. ‘Preferible’ es sospechoso. ‘Deseable’ podría pasar, si tenemos la cautela de utilizarlo subjetivamente, como con respecto a la tarta Sacher. ‘Igual’, en cambio, está muy bien, tal vez con el sobreentendido de que todas las sociedades son iguales, y alguna incluso es… ‘más igual’ que las demás” (4).


¿Podemos discernir entre aspectos culturales cambiantes y aspectos culturales permanentes?

Creo que el buen discernimiento entre lo permanente y lo cambiante de cada cultura en último término se concreta en la pauta para distinguir lo verdadero –lo auténticamente humano y humanizador– y lo espurio en cada una, es decir, en una discriminación positiva de lo que verdaderamente supone un cultivo de lo más humano del hombre, lo que realmente le ayuda a crecer y le acerca a la plenitud, al logro de sí mismo o felicidad, a diferencia de lo que le deja baldío, sin crecer. Dado que el hombre es alguien llamado a crecer siempre –a superarse– y que no hay “techo” para esa superación, se puede decir que todo lo verdaderamente cultural es cambiante (creciente). Mas como en todo cambio tiene que haber algo que no cambia (y que hace posible e inteligible el cambio como cambio de), también cabe hablar de la naturaleza humana como sustrato permanente, como referencia básica y como criterio para discernir el cambio que supone un verdadero cultivo de humanidad.


¿Cómo se influyen mutuamente las culturas?

Puede ocurrir esto de modos muy variados. Pero siempre son modos de compartir algo común que puede ser:

a) intereses económicos o estratégicos. Ya Aristóteles en la Política señalaba que los intercambios comerciales son una forma de relación que manifiesta la socialidad natural del ser humano como algo más profundo que el hecho de pacer juntos en el mismo paraje. Menos, pero también lo manifiestan las alianzas guerreras frente a un enemigo común. De todos modos, estas dos formas de vinculación son extremadamente frágiles pues son muy circunstanciales, muy coyunturales.

b) También es posible compartir bienes de carácter espiritual y cultural de más alta categoría. Tales bienes fundan nexos de unión mucho más fuertes, pues no se consumen al ser compartidos, mientras que los bienes materiales sí. En último término, compartir un bocadillo es partirlo y repartirlo, pero la parte que me como yo no te la comes tú, y viceversa. Por el contrario, el arte, la técnica, la ciencia, la filosofía, en definitiva, la cultura en su más alta acepción, no se disuelve al ser compartida. De ahí que estas realidades puedan establecer lazos de cohesión humana, social e intercultural, mucho más sólidos y duraderos que los intercambios mercantiles o las alianzas militares. Sobre todo, dialogar, conversar sobre los asuntos que nos afectan a todos es lo que, como dice Aristóteles, produce la casa y la ciudad. Compartir una conversación relevante sobre aquello que más nos atañe como seres humanos es lo que genera “amistad política”, que es el mayor bien humano, y garantía de justicia y paz, pues los amigos no se tratan injustamente entre sí.

Ahora bien, conversar sobre estas cosas es hacerlo sobre su respectivo valor humanizador. Y la conversación es interesante para todos los interlocutores –personas y comunidades– que intervienen en ella a título de humanos.


¿Cuál es el sentido de la tolerancia?

Los amigos no se toleran: se respetan, porque se quieren. Me parece que la tolerancia tiene un papel, pues en toda relación humana hay momentos algo más críticos. Pero la amistad posee recursos –uno de ellos la tolerancia– para pasar por alto un mal momento, un mal gesto, un desafecto o disgusto... desde la referencia de que hay una actitud fundamental entre los amigos, algo más sustantivo que tienen en común –intereses, proyectos– que les hace capaces de acoger también en su relación lo adjetivo y circunstancial, incluso lo negativo. El mal menor –tal es el objeto de la tolerancia– es digerible siempre sobre la base de un bien mayor, que es el trato mutuo, la conversación misma sobre esos temas, cuyo hilo vale la pena reanudar cuando se rompa, bien que la conversación gire a menudo sobre argumentos en los que cada uno ve la realidad a su manera, desde su distinto punto de vista. Pero justo en el contraste de pareceres sobre lo bueno, lo bello, lo verdadero, lo justo, lo conveniente y sus contrarios –afirma Aristóteles– estriba la conversación significativa que teje la trama de la relación más profundamente humana.

Pienso que la idea aristotélica de amistad política posee un gran parentesco con la idea, acuñada por Juan Pablo II, de una civilización del amor, que da un profundo contenido a todo el magisterio social de la Iglesia. Asumir esto como ideal regulativo de las relaciones humanas –familiares, sociales, internacionales– no supone caer en una especie de angelismo, ni olvidar el pecado original, ni la agresividad humana, etc. La comunión de los santos sin duda está más en el plano de la gracia que en el de la naturaleza caída, pero no son planos mutuamente refractarios y excluyentes de suyo. En el hombre es más real, y natural –en el sentido también de “espontáneo”, que surge sin violencia– la inclinación altruísta que la egoísta y excluyente. Ésta última se sitúa en el plano de lo fáctico; la otra en el de lo apodíctico, si cabe hablar así. Por eso la existencia de conflictos es estrictamente idéntica a la posibilidad de resolverlos, y además en el modo que es más propio del animal racional. A gorrazos, por otro lado, se resuelve poco y mal.


¿Por qué la religión forma parte de la cultura?

Como ya dije antes, la entraña religiosa de toda cultura es un dato empírico inequívocamente constatado por el análisis positivo de todas las culturas históricas conocidas. En efecto, toda cultura se articula en torno a un hecho cultual. Toda la carga simbólica de los diversos productos culturales de mayor envergadura procede en su origen de la fuerza significativa del lenguaje del culto. Por otro lado, la antropología cultural no deja de constatar rasgos y restos de culto religioso en las manifestaciones más variadas de vivir y pensar en todas las épocas y lugares, y también en las formas de organizar la convivencia entre seres humanos. Hay una intuición transcultural de que la buena relación con los demás seres humanos, incluso con el cosmos material, tiene algo –generalmente mucho– que ver con la buena relación con Dios y con el mundo sobrenatural.

El hecho religioso tiene un papel esencial como catalizador de la buena relación humana con el entorno, y del hombre consigo mismo. Por otro lado, aquellas formas más altas de cultura –arte, pensamiento filosófico, etc.– han encontrado siempre en la religión motivos sustantivos.

El caso de la Europa actual puede parecer la primera excepción histórica a esto, pero creo que no lo es. Es evidente la profunda “secularización” de la vida y el pensamiento europeo durante los últimos dos siglos. Pero no es menos patente el influjo, más o menos soterrado –a menudo inconfeso– que el judeocristianismo ha tenido y sigue teniendo aquí. Hay que estar ciego para no verlo.


¿No tendría la cultura que ser "laica"?

La expresión cultura laica es sumamente ambigua. Refiriéndonos al caso europeo:

a) la cultura europea, analizada en su génesis hasta nuestros días (in fieri) no puede desligarse del hecho histórico judeo-cristiano, a menos de hacerla estrictamente ilegible;

b) si la vemos en lo que ha llegado a ser (in facto esse), puede haber muchas –creo que no todas, ni siquiera la mayoría– formas de vivir y pensar de la Europa actual que parecen haberse desgajado claramente de la raíz judeocristiana. Mas sólo en apariencia. En primer término, no habrían llegado a ser lo que son si no hubieran sido lo que fueron. El pasado pesa en el presente, para bien y para mal, y condiciona –sin determinar enteramente ad unum– el futuro. En segundo término hay que tener en cuenta que una cosa es la cultura europea, y otra bien distinta la imagen que de ella dan los que detentan el “poder cultural” y los resortes mediáticos para su difusión.

Por su parte, la laicidad puede entenderse de dos maneras:

a) como “traducción” a lo profano de lo que se vive y piensa en el espacio y en el tiempo cultual. Esa traducción es un proceso complejo, no una simple imitación, aplicación o prolongación. Como tal traducción, la laicidad es claramente inseparable del culto. La existencia misma de “fieles laicos” es un radical desmentido a la hipótesis de la entera separación entre fe y cultura. En efecto, esas personas profesan su fe en el espacio y tiempo sagrado (en el templo los días de fiesta), y en la cotidianeidad laica procuran vivirla, mejor o peor, tanto como el domingo en el templo, si bien de forma distinta, es decir, ocupándose de lo profano.

b) Quienes entienden laicidad como laicismo (repugnancia o mutua reluctancia entre fe y cultura, vida política, cultural, etc.) también conciben estas realidades por referencia –en este caso negativa– al culto religioso. Por ejemplo, cuando hablan de ética “laica”, o “civil” no suelen decir qué manda o prescribe semejante ética, a no ser una sola cosa: privatizar por completo las convicciones religiosas. Esa ética laica la entienden no como el compromiso con la verdad y el bien del hombre –en cuyo caso, aunque desde fuentes distintas, convergería con el interés de una ética de fuente confesional– sino de manera tan sólo negativa, como distinta –a menudo contraria– de la que está comprometida con un credo religioso. Ahora bien, en esta acepción no podría hablarse de una ética laica. No hay una sino muchas, muchísimas. En el sentido de no comprometida con un credo religioso explícito, tan laica es la ética aristotélica como la kantiana, la existencialista, la humeana, etc., etc. Pero no se puede defender lo mismo con todas. Al menos desde el punto de vista filosófico, eso de la ética laica, como dice Andrés Ollero, “tiene truco”.


¿Existe "eurocentrismo"?

Constituye una tendencia natural valorar lo propio antes que lo ajeno. Pero puede convertirse en una tendencia racional también, y de este modo se evita convertir ese amor a lo propio en desprecio de lo ajeno. Pienso que en el momento presente hay que tratar de evitar dos extremos: por un lado, el “odio que Europa parece tenerse a sí misma”, del que hablaron el Papa anterior y el actual, y que impide apreciar las grandes aportaciones de nuestra cultura occidental a la civilización humana, en lo material y en lo espiritual. Por otro lado, habría que evitar igualmente la tentación del particularismo, del imperialismo cultural o “eurocentrismo”, que impediría aprender cosas muy importantes que los europeos tenemos necesidad de aprender, o de recordar.

En torno al quinto centenario del descubrimiento de América (1992) se puso de moda vilipendiar a los conquistadores por haber cristianizado a los indígenas a base de violencia contra sus culturas autóctonas, y contra ellos mismos. Esa moda continúa aún hoy vigente, y alcanza puntos de clara injusticia, que normalmente se nutre de una cierta ignorancia histórica. Esa ignorancia conduce a obviar que fue precisamente la fe católica lo que llevó a neutralizar en buena medida la violencia, que sin duda hubo, en muchos procesos colonizadores, y que comparativamente fue mucho menor que la empleada por colonizadores no católicos, y que posibilitó igualmente que los procesos descolonizadores acaecidos siglos después fueran mucho menos traumáticos. Esa ignorancia también lleva a olvidar lo que supuso la tarea de los teólogos de la Escuela de Salamanca en la articulación teórica de todo un conjunto de planteamientos morales y jurídicos que hasta el propio Habermas ha reconocido recientemente –en un gesto de nobleza intelectual que no por tardío deja de honrarle– que están en la génesis de la teoría de los derechos humanos.

En varias ocasiones Spaemann se ha referido a la necesidad de que Europa “exporte” la teoría y la praxis institucionalizada de los derechos humanos junto con la civilización científico-técnica, pues la codificación de esos derechos –sobre todo los conocidos como de primera y segunda generación– supone un antídoto importante contra la deshumanización que en algunos aspectos lleva consigo el progreso tecnológico. Quizá en otros aspectos los europeos no hemos de ser “misioneros”, dice Spaemann, pero en esto sí. Heidegger, y sobre todo Husserl en La crisis de las ciencias europeas, detectaron bien el problema desde una perspectiva agnóstica. Pero sobre todo han sido cristianos los que lo han visto con mayor profundidad, y los que con un compromiso más serio se han empeñado en construir una “Europa del espíritu” (en expresión de los jóvenes alemanes que resistieron al nazismo desde la organización “La rosa blanca”). Los últimos Papas han mostrado de manera muy creíble –también desde su propia experiencia personal– que la Iglesia católica fue el principal enemigo a batir por los regímenes totalitarios en Europa.


¿Dios tiene que estar presente en la cultura y en la vida pública?

Ante todo, no puede no estarlo. Dios, creador del hombre, es igualmente autor de su naturaleza social. En consecuencia, la sociedad humana, como tal, tiene el deber de rendir homenaje a Dios creador. Por otro lado, toda cultura y sociedad humana experimenta la inclinación al culto público, aunque pueda resistirse a esa inclinación haciéndose violencia a sí misma. Esto se pone de relieve, incluso de manera negativa, en esa forma espuria de religiosidad que se ha verificado en Europa y que se conoce como religión civil. En su conversación con M. Pera, el entonces card. Ratzinger explica con gran claridad las raíces históricas de este fenómeno en Europa, y los matices que lo distinguen del fenómeno paralelo en los Estados Unidos de América (5).

Desde un planteamiento enteramente radical –yendo a las raíces más profundas del asunto– Dios no puede ser ajeno a la sociedad humana, porque es su creador. A su vez, Dios no se limita a dar el ser a la criatura humana, sino que la mantiene en él, es la causa primera también de que la criatura persevere en la existencia. Si Dios se comportara con nosotros de la misma forma como a menudo nos comportamos nosotros con Él, de inmediato volveríamos a la nada, de donde su Bondad nos sacó. No tendría que hacer un “esfuerzo” especial para aniquilarnos: simplemente dejar de pensar en nosotros por un solo instante. El hombre no puede vivir etsi Deus non daretur, sencillamente porque si non daretur Deus, non daretur nihil. Hegel lo vio con entera claridad: si hay algo, entonces hay Dios.

Otra cosa es que al crear criaturas libres –a su imagen y semejanza– lo primero que Dios haya querido es que efectivamente sean libres, y al conservar a la criatura en su ser también la conserva en su ser-libre, y en su libre operación (operari sequitur esse, et modus operandi sequitur modum essendi), lo cual nos consta que ha supuesto para Dios correr un cierto “riesgo”, como solía decir S. Josemaría.

Al hombre le caben dos opciones en su vida: vivir inteligentemente, o vivir imbécilmente; a saber, vivir estando en la realidad de lo que es –y su ser es haber llegado a ser no por decisión propia, y mantenerse en él tampoco por pura inercia– o vivir de espaldas a su propia realidad, sin hacerse cargo de dónde está, digamos, “sin báculo” (imbécil), sin arraigo alguno consciente del terreno que pisa. Esta imbecilidad ontológica –la propia de quien “no se entera”–, que está en la raíz de la irreligiosidad, es sin embargo compatible con no ser ningún imbécil en otros aspectos –enteramente secundarios– de la vida. Lo mismo se puede decir de las sociedades humanas.

También esta imbecilidad está posibilitada por una misteriosa humildad de Dios, que por lo general parece no querer hacerse oír a gritos. En palabras de Sta. Edith Stein, "la misteriosa grandeza de la libertad personal estriba en que Dios mismo se detiene ante ella y la respeta. Dios no quiere ejercer su dominio sobre los espíritus creados sino como una concesión que éstos le hacen por amor" (6). Pero el Deus absconditus, o la docta ignorantia sólo es posible, o bien por ceguera voluntaria, o bien por ceguera pasional, o quizá, como decía, G. Thibon, porque nuestra mirada se queda ciega ante la luz.

Entrevista con José María Barrio Maestre, Profesor de Antropología de la Universidad Complutense (Madrid)


 

Preguntas y comentarios al autor de este artículo

 

Notas

1. A. Llano, Cultura y pasión, Pamplona, Eunsa, 2007, p. 14.

2. F. Inciarte observó la proximidad semántica que en la lengua alemana hay entre Kunst, Kult y Kultur (arte, culto y cultura). Vid. Llano, ibid., p. 15. En efecto, las formas simbólicas del culto –gestos y palabras– constituyen el lenguaje humanamente más significativo y denso, y constituyen una referencia fundamental para entender buena parte de las obras de arte en todas las culturas.

3. “Cada vez me asombra más comprobar cómo en realidad los hombres están en el fondo muy vinculados. Tengo en mi círculo de amistades dos amigos chinos que están aquí [en Alemania] desde hace un par de años. Las diferencias de costumbres, de sensibilidades, etc., son tan impresionantes que deseo que no desaparezcan, porque enriquecen la realidad. Y, a pesar de esto, las similitudes también son sorprendentes. Los juicios sobre lo que se ha de tener por bueno, malo, normal o admirable son casi idénticos. Y no es que tengamos la misma religión: ellos no son cristianos, y yo sí. La cuestión es que existe justamente una naturaleza en el hombre, y una razón, que hace legítimo hablar de una familia humana” (R. Spaemann, Ética, Política y Cristianismo, Madrid, Palabra, 2007, p. 63). Más adelante añade algunos ejemplos que ponen de relieve que junto a la diversidad en las valoraciones morales, por ejemplo, se da una profunda convergencia en planteamientos sobre lo bueno, lo justo, lo conveniente: “Las diferencias nos llaman la atención con más fuerza porque las similitudes se nos presentan como algo natural. Además, esas similitudes entre las convicciones éticas de las personas de diversa extracción cultural son precisamente mayores que las diferencias. En todas las culturas se percibe la idea de que existen deberes mutuos entre padres e hijos. En todas partes la palabra “agradecimiento” suscita aprobación; en todas partes se considera despreciable al avaricioso y se aprecia al generoso, así como se valora la valentía y la bondad y se menosprecia la envidia y la traición. Cuando se cuenta la historia del padre Maximilian Kolbe a los pigmeos australianos, éstos se conmueven tanto como cualquier europeo. ¿Qué cabe deducir de esto? ¿Que tan sólo se trata de normas triviales? ¿Que esos comportamientos son puramente biológicos, o socialmente útiles? Quien arguye de esta manera no ha comprendido qué es la ética. La conducta ética es exactamente aquella que corresponde a la naturaleza del hombre, a su más profundo ser, y de ahí que le haga más humano” (ibid., p. 88-89).

4. M. Pera, J, Ratzinger, Sin raíces. (Europa, relativismo, cristianismo, Islam), Barcelona, Península, 2006, p. 87.

5. M. Pera y J. Ratzinger, op. cit., pp. 107 y ss.

6. Stein, E., Ciencia de la Cruz, Burgos, Monte Carmelo, 1989, p. 198.

 



Imagen: Fernando Botero, La Mona Lisa a los 12 años







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