Los desafíos positivos del presente en la pastoral parroquial
Por: Congregación para el Clero | Fuente: El Presbítero, pastor y guía de la comunidad parroquial

Si toda la Iglesia ha sido invitada en los inicios del nuevo milenio a alcanzar «un renovado impulso en la vida cristiana», fundado en la conciencia de la presencia de Cristo Resucitado entre nosotros(126) , debemos saber extraer consecuencias para la pastoral en las parroquias.
No se trata de inventar nuevos programas pastorales, ya que el programa cristiano, centrado en Cristo mismo, consiste siempre en conocerle, amarle, imitarle, vivir en él la vida trinitaria y transformar con él la historia hasta su consumación: «un programa que no cambia al variar los tiempos y las culturas, aunque tiene cuenta del tiempo y de la cultura para un verdadero diálogo y una comunicación eficaz» (127) .
Dentro del vasto y afanoso horizonte de la pastoral ordinaria, «es en las Iglesias locales donde se pueden establecer aquellas indicaciones programáticas concretas –objetivos y métodos de trabajo, de formación y valorización de los agentes y la búsqueda de los medios necesarios– que permiten que el anuncio de Cristo llegue a las personas, modele las comunidades e incida profundamente mediante el testimonio de los valores evangélicos en la sociedad y en la cultura»(128) . Éstos son los horizontes de la «apasionante tarea de renacimiento pastoral que nos espera»(129) .
La tarea pastoral más relevante y fundamental, con diferencia, es conducir a los fieles hacia una sólida vida interior, sobre el fundamento de los principios de la doctrina cristiana, tal y como han sido vividos y enseñados por los santos. Precisamente este aspecto debería ser privilegiado en los planes pastorales. Hoy más que nunca es necesario redescubrir que la oración, la vida sacramental, la meditación, el silencio de adoración, el trato de corazón a corazón con nuestro Señor, el ejercicio diario de las virtudes que configuran con Él, es mucho más productivo que cualquier debate, y en todo caso, es la condición para su eficacia.
Son siete las prioridades pastorales que ha individuado la Novo Millenio ineunte: la santidad, la oración, la Santísima Eucaristía dominical, el sacramento de la Reconciliación, el primado de la gracia, la escucha de la Palabra y el anuncio de la Palabra (130) . Estas prioridades, surgidas especialmente de la experiencia del Gran Jubileo, no sólo ofrecen el contenido y la sustancia de las cuestiones sobre las que los párrocos y los sacerdotes implicados en la cura animarum parroquial deben meditar con atención, sino que también sintetizan el espíritu con que se debe afrontar esta tarea de renovación pastoral.
La Novo Millenio ineunte evidencia «otro aspecto importante en que será necesario poner un decidido empeño programático, tanto en el ámbito de la Iglesia universal como de las Iglesias particulares: aquel de la comunión (koinonia) que encarna y manifiesta la esencia misma del misterio de la Iglesia» (n. 42) e invita a promover una espiritualidad de comunión. «Hacer de la Iglesia la casa y la escuela de la comunión: éste es el gran desafío que tenemos ante nosotros en el milenio que comienza, si queremos ser fieles al designio de Dios y responder también a las profundas esperanzas del mundo» (n. 43). Además especifica: «Antes de programar iniciativas concretas, hace falta promover una espiritualidad de la comunión, proponiéndola como principio educativo en todos los lugares donde se forma el hombre y el cristiano, donde se educan los ministros del altar, las personas consagradas y los agentes pastorales, donde se construyen las familias y las comunidades» (n. 43).
Una verdadera pastoral de la santidad en nuestras comunidades parroquiales implica una auténtica pedagogía de la oración; una renovada, persuasiva y eficaz catequesis sobre la importancia de la Santísima Eucaristía dominical y también diaria, de la adoración comunitaria y personal del Santísimo Sacramento; sobre la práctica frecuente e individual del sacramento de la Reconciliación; sobre la dirección espiritual; sobre la devoción mariana; sobre la imitación de los santos; un nuevo impulso apostólico vivido como compromiso cotidiano de las comunidades y de las personas concretas; una adecuada pastoral de la familia, un coherente compromiso social y político.
Tal pastoral no es posible si no está inspirada, sostenida y vivificada por sacerdotes dotados de este mismo espíritu. «Del ejemplo y testimonio del sacerdote los fieles pueden obtener una gran ayuda (...) descubriendo la parroquia como ‘escuela’ de oración, donde “el encuentro con Cristo no se exprese solamente en petición de ayuda, sino también en acción de gracias, alabanza, adoración, contemplación, escucha y viveza de afecto hasta el arrebato del corazón”» (131) . «No se ha de olvidar que, sin Cristo, “no podemos hacer nada” (cfr. Jn 15,5). La oración nos hace vivir precisamente en esta verdad. Nos recuerda constantemente la primacía de Cristo y, en relación con él, la primacía de la vida interior y de la santidad. Cuando no se respeta este principio (...) hagamos, pues, la experiencia de los discípulos en el episodio evangélico de la pesca milagrosa: “Maestro hemos estado bregando toda la noche y no hemos pescado nada” (Lc 5, 5). Este es el momento de la fe, de la oración, del diálogo con Dios para abrir el corazón a la acción de la gracia y permitir a la palabra de Cristo que pase por nosotros con toda su fuerza: ¡Duc in altum!» (132) .
Sin sacerdotes verdaderamente santos sería muy difícil tener un buen laicado, y todo estaría como falto de vida; del mismo modo que, sin familias cristianas –iglesias domésticas–, es muy difícil que llegue la primavera de las vocaciones. Por tanto, es un error enfatizar el papel del laicado descuidando el del sacerdocio ordenado porque, actuando así, se termina penalizando el mismo laicado y haciendo estéril la entera misión de la Iglesia.
La perspectiva desde la que debe plantearse el camino y el fundamento de toda programación pastoral, consiste en ayudar a redescubrir en nuestras comunidades la universalidad de la llamada cristiana a la santidad. ¡Es necesario recordar que el alma de todo apostolado radica en la intimidad divina, en no anteponer nada al amor de Cristo, en buscar en todo la mayor gloria de Dios, en vivir la dinámica cristocéntrica del mariano “totus tuus”! La pedagogía de la santidad sitúa «la programación pastoral bajo el signo de la santidad» (133) y constituye el principal desafío pastoral en el contexto actual. En la Iglesia santa todos los fieles están llamados a la santidad.
En consecuencia, una tarea central de la pedagogía de la santidad consiste en saber enseñar a todos –y en recordarlo sin cansancio– que la santidad constituye el objetivo de la existencia de todo cristiano. «En la Iglesia, todos, lo mismo quienes pertenecen a la Jerarquía que los apacentados por ella, están llamados a la santidad, según aquello del Apóstol: “Porque ésta es la voluntad de Dios, vuestra santificación” (1 Ts 4, 3; cfr. Ef 1, 4)» (134) . Éste es el primer elemento que se ha de desarrollar pedagógicamente en la catequesis eclesial, hasta que la conciencia de la santificación en la propia existencia llegue a ser una convicción común.
El anuncio de la universalidad de la llamada a la santidad exige la comprensión de la existencia cristiana como sequela Christi, como conformación con Cristo; no se trata de encarnar de modo extrínseco comportamientos éticos, sino de dejarse envolver personalmente en el acontecimiento de la gracia de Cristo. Este conformarse con Cristo es la sustancia de la santificación, y constituye la finalidad específica de la existencia cristiana. Para alcanzarla, todo cristiano necesita la ayuda de la Iglesia, mater et magistra. Lapedagogía de la santidad es un desafío, tan exigente como atrayente, para todos aquellos que detentan en la Iglesia una responsabilidad de guía y de formación.
El empeño ardientemente misionero a favor de la evangelización tiene una especial prioridad para la Iglesia, y por consiguiente para la pastoral parroquial (135) . «Ha pasado ya, incluso en los países de antigua evangelización, la situación de una “sociedad cristiana”, la cual, aun con las múltiples debilidades humanas, se basaba explícitamente en los valores evangélicos. Hoy se ha de afrontar con valentía una situación que cada vez es más variada y comprometida, en el contexto de la globalización y de la nueva y cambiante situación de los pueblos y culturas que la caracteriza» (136).
En la sociedad de hoy, marcada por el pluralismo cultural, religioso y étnico, y parcialmente caracterizada por el relativismo, el indiferentismo, el irenismo y el sincretismo, parece que algunos cristianos casi se han habituado a una suerte de “cristianismo” carente de referencias reales a Cristo y a su Iglesia; se tiende así a reducir el proyecto pastoral a temáticas sociales abordadas desde una perspectiva exclusivamente antropológica, dentro de un reclamo genérico al pacifismo, al universalismo y a una referencia no bien precisada a los “valores”.
La evangelización del mundo contemporáneo se verificará sólo a partir del redescubrimiento de la identidad personal, social y cultural de los cristianos. ¡Esto significa sobre todo el redescubrimiento de Jesucristo, Verbo encarnado, único Salvador de los hombres! (137) De este convencimiento se desprende la exigencia de la misión, que urge de modo muy particular el corazón de todo sacerdote y, a través de él, debe caracterizar a toda parroquia y comunidad dirigida pastoralmente por él. «Pues, como ya enseñó mucho antes que nosotros Gregorio Nacianceno (...) no es conveniente una misma exhortación para todos, puesto que no todos están sujetos al mismo modo de vida (...). Por tanto, cualquier maestro, a fin de edificar a todos en una misma virtud de caridad, debe tocar los corazones de sus oyentes con la misma doctrina, pero no con la misma y única exhortación» (138) .
Será preocupación del párroco conseguir que las distintas asociaciones, movimientos y agrupaciones presentes en la parroquia ofrezcan su específica contribución a la vida misionera de ésta. «Tiene gran importancia para la comunión el deber de promover diversas realidades de asociación, que tanto en sus modalidades más tradicionales como en las más nuevas de los movimientos eclesiales, siguen dando a la Iglesia una viveza que es don de Dios constituyendo una auténtica primavera del Espíritu. Conviene ciertamente que, tanto en la Iglesia universal como en las Iglesias particulares, las asociaciones y movimientos actúen en plena sintonía eclesial y en obediencia a las directrices de los pastores» (139) . Debe evitarse en el tejido parroquial cualquier género de exclusivismo o de aislamiento por parte de grupos individuales, porque la dimensión misionera descansa sobre la certeza, que debe ser compartida por todos, de que «Jesucristo tiene, para el género humano y su historia, un significado y un valor singular y único, sólo de él propio, exclusivo, universal y absoluto. Jesús es, en efecto, el Verbo de Dios hecho hombre para la salvación de todos» (140).
La Iglesia confía en la fidelidad diaria de los presbíteros al ministerio pastoral, empeñados en la propia e insustituible misión de velar por la parroquia encargada a su guía.
A los párrocos y a los demás sacerdotes que sirven en las diversas comunidades, no les faltan ciertamente dificultades pastorales, fatiga interior y física por la sobrecarga de trabajo, no siempre compensada con saludables períodos de retiro espiritual y de justo descanso. ¡Cuántas amarguras al constatar más tarde que, con frecuencia, el viento de la secularización aridece el terreno en que se había sembrado con grandes y prolongados esfuerzos!
Una cultura ampliamente secularizada, que tiende a homologar al sacerdote con las propias categorías de pensamiento, despojándolo de su fundamental dimensión mistérico-sacramental, es fuertemente responsable de este fenómeno. De aquí nacen los desánimos que pueden llevar al aislamiento, a una especie de depresivo fatalismo, o a un activismo dispersivo. Esto no quita que la gran mayoría de los sacerdotes en toda la Iglesia, correspondiendo a la solicitud de sus obispos, afronta positivamente los difíciles desafíos de la actual coyuntura histórica, y consigue vivir en plenitud y con alegría la propia identidad y el generoso empeño pastoral.
Sin embargo, no faltan, también desde dentro, peligros como la burocratización, el funcionalismo, el democraticismo, o la planificación que atiende más a la gestión que a la pastoral. Por desgracia, en algunas circunstancias el presbítero puede encontrarse oprimido por un cúmulo de estructuras no siempre necesarias, que terminan por sobrecargarlo, y que tienen consecuencias negativas tanto sobre su estado psicofísico como espiritual y, en consecuencia, repercuten negativamente sobre el mismo ministerio.
El Obispo, que es ante todo padre de sus primeros y más preciados colaboradores, ha de mostrarse especialmente vigilante en estas situaciones. De modo singular, en estos momentos es actual y urgente la unión de todas las fuerzas eclesiales para oponerse positivamente a las insidias de que son objeto el sacerdote y su ministerio.
Teniendo en cuenta las actuales circunstancias de la vida de la Iglesia, de las exigencias de la nueva evangelización, y considerando la respuesta que los sacerdotes están llamados a dar, la Congregación para el Clero ha querido ofrecer el presente documento como muestra de ayuda, aliento y estímulo al ministerio pastoral de los presbíteros en la atención parroquial. En efecto, el contacto más inmediato de la Iglesia con la gente tiene lugar normalmente en el ámbito de las parroquias. Por tanto, nuestras consideraciones se limitan a la persona del sacerdote en cuanto párroco. En él Cristo se hace presente como Cabeza de su Cuerpo Místico, el Buen Pastor que cuida de cada oveja. Hemos pretendido ilustrar la naturaleza mistérico-sacramental de este ministerio.
Este documento, a la luz de la enseñanza del Concilio Ecuménico Vaticano II y de la Exhortación apostólica Pastores dabo vobis, se sitúa en continuidad con el Directorio para el ministerio y la vida de los presbíteros, con la Instrucción interdicasterial Ecclesiae de Misterio y con la Carta circular El presbítero, Maestro de la palabra, Ministro de los sacramentos y Guía de la comunidad ante el Tercer Milenio cristiano.
Sólo es posible vivir el propio ministerio cotidiano mediante la santificación personal, que debe apoyarse siempre en la fuerza sobrenatural de los sacramentos, de la Santísima Eucaristía y de la Penitencia.
«La Eucaristía es la fuente desde la que todo mana y la meta a la que todo conduce (...) Muchos sacerdotes, a través de los siglos, han encontrado en ella el consuelo prometido por Jesús la noche de la Última Cena, el secreto para vencer su soledad, el apoyo para soportar sus sufrimientos, el alimento para retomar el camino después de cada desaliento, la energía interior para confirmar la propia elección de fidelidad» (141).
Para profundizar en la vida sacramental y en la formación permanente (142) , es de gran estímulo una vida fraterna entre sacerdotes que no sea simple convivencia bajo el mismo techo, sino comunión en la oración, en los proyectos compartidos y en la cooperación pastoral, junto con el valor de la amistad recíproca y con el Obispo. Todo esto constituye una notable ayuda para superar las dificultades y pruebas en el ejercicio del ministerio sagrado. Todo presbítero necesita no sólo el auxilio ministerial de sus propios hermanos: también necesita de ellos en cuanto hermanos.
Entre otras cosas, podría habilitarse en la Diócesis una Casa para todos los sacerdotes que, periódicamente, tienen necesidad de retirarse a un lugar adecuado para el recogimiento y la oración, para reencontrar allí los medios indispensables para su santificación.
En el espíritu del Cenáculo –donde los apóstoles estaban reunidos y perseveraban unánimes en la oración con María, Madre de Jesús (Hch 1,14)–, a Ella confiamos estas páginas, redactadas con afecto y reconocimiento hacia todos los sacerdotes con cura de almas, esparcidos por todo el mundo. Que cada uno, en el ejercicio del cotidiano “munus” pastoral, pueda gozar del auxilio de la Reina de los Apóstoles, y sepa vivir en profunda comunión con Ella. En efecto, «en nuestro sacerdocio ministerial se da la dimensión espléndida y penetrante de la cercanía a la Madre de Cristo» (143) . ¡Consuela saber que «… junto a nosotros está la Madre del Redentor, que nos introduce en el misterio de la ofrenda redentora de su divino Hijo. "Ad Iesum per Mariam": que éste sea nuestro programa diario de vida espiritual y pastoral» (144)!
Congregación para el Clero
INSTRUCCIÓN. “EL PRESBÍTERO, PASTOR Y GUÍA DE LA COMUNIDAD PARROQUIAL”
Notas:
127 Cfr. JUAN PABLO II, Carta apostólica Novo Millennio ineunte (6 de enero de 2001), n. 29: l. c., pp. 285-286.
128 Ibid.
129 Ibid.
130 Ibid.
131 JUAN PABLO II, Discurso a los párrocos y al clero de Roma (1 de marzo de 2001), n. 3; cfr. Carta apostólica Novo Millenio ineunte, n. 33: l. c., p. 289.
132 Ibid., n. 38: l. c., p. 293.
133 Ibid., n. 31: l. c., p. 287.
134 CONC. ECUM. VAT. II, Const. dogm. Lumen gentium, n. 39.
135 Cfr. PABLO VI, Exhort. ap. Evangelii Nuntiandi, n. 14; JUAN PABLO II, Alocución a la Sagrada Congregación para el Clero (20 de octubre de 1984): «de aquí la necesidad de que la parroquia redescubra su función específica de comunidad de fe y de caridad, que constituye su razón de ser y su característica más profunda. Esto significa hacer de la evangelización el quicio de toda la acción pastoral, como exigencia prioritaria, preeminente, privilegiada. Se supera así una visión puramente horizontal de una presencia sólo social, y se refuerza el aspecto sacramental de la Iglesia» (AAS 77 [1985], pp. 307-308).
136 JUAN PABLO II, Carta apostólica Novo Millennio ineunte (6 de enero de 2001), n. 40: l. c., p. 294.
137 Cfr. CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Declaración Dominus Iesus (6 de agosto de 2000): AAS 92 (2000), pp. 742-765.
138 SAN GREGORIO MAGNO, Regla pastoral, Introducción a la tercera parte.
139 JUAN PABLO II, Carta apostólica Novo Millennio ineunte (6 de enero de 2001), n. 46: l. c., p. 299.
140 CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Declaración Dominus Iesus (6 de agosto de 2000), n. 15: l. c., p. 756.
141 JUAN PABLO II, Carta a los Sacerdotes con ocasión del Jueves Santo de 2000 (23 de marzo de 2000), nn. 10.14.
142 CONGREGACIÓN PARA EL CLERO, Directorio para el ministerio y la vida de los Presbíteros Tota Ecclesia (31 de enero de 1994), cap. III.
143 JUAN PABLO II, Carta a los Sacerdotes con ocasión del Jueves Santo de 1979 Novo incipiente (8 de abril de 1979), n. 11: l. c., p. 416.
144 JUAN PABLO II, Alocución a los participantes en la Plenaria de la Congregación para el Clero (23 de noviembre de 2001): l. c., p. 217


