Tertio Millennio Adveniente
Por: S.S. Juan Pablo II | Fuente: www.vatican.va

CARTA APOSTÓLICA
TERTIO MILLENNIO ADVENIENTE
DEL SUMO PONTÍFICE
JUAN PABLO II
AL EPISCOPADO
AL CLERO Y A LOS FIELES
COMO PREPARACIÓN
DEL JUBILEO DEL AÑO 2000
A los Obispos,
A los sacerdotes y diáconos,
A los religiosos y religiosas,
A todos los fieles laicos.
1. Mientras se aproxima el tercer milenio de la nueva era, el pensamiento se remonta espontáneamente a las palabras del apóstol Pablo: « Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer » (Gal 4, 4). En efecto, la plenitud de los tiempos se identifica con el misterio de la Encarnación del Verbo, Hijo consustancial al Padre y con el misterio de la Redención del mundo. San Pablo subraya en este fragmento que el Hijo de Dios ha nacido de mujer, nacido bajo la Ley, venido al mundo para rescatar a los que se hallaban bajo la Ley, para que pudieran recibir la filiación adoptiva. Y añade: « La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre! ». Su conclusión es verdaderamente consoladora: « De modo que ya no eres esclavo, sino hijo; y si hijo, también heredero por voluntad de Dios » (Gal 4, 6-7).
Esta presentación paulina del misterio de la Encarnación incluye la revelación del misterio trinitario y de la prolongación de la misión del Hijo en la misión del Espíritu Santo. La Encarnación del Hijo de Dios, su concepción y su nacimiento son premisa del envío del Espíritu Santo. El texto de san Pablo deja vislumbrar así la plenitud del misterio de la Encarnación redentora.
I
« JESUCRISTO ES EL MISMO AYER, HOY ... »
(Hb 13, 8)
2. Lucas en su Evangelio nos ha transmitido una concisa descripción de las circunstancias relativas al nacimiento de Jesús: « Sucedió que por aquellos días salió un edicto de César Augusto ordenando que se empadronase todo el mundo (...). Iban todos a empadronarse, cada uno a su ciudad. Subió también José desde Galilea, de la ciudad de Nazaret, a Judea, a la ciudad de David, que se llama Belén, por ser él de la casa y familia de David, para empadronarse con María, su esposa, que estaba encinta. Y sucedió que, mientras ellos estaban allí, se le cumplieron los días del alumbramiento, y dio a luz a su hijo primogénito, le envolvió en pañales y le acostó en un pesebre, porque no tenían sitio en el alojamiento » (2, 1. 3-7).
Se cumplía así lo que el ángel Gabriel había revelado en la Anunciación. Se había dirigido a la Virgen de Nazaret con estas palabras: « Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo » (1, 28). Estas palabras habían turbado a María y por ello el Mensajero divino se apresuró a añadir: « No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios; vas a concebir en el seno y vas a dar a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús. El será grande y será llamado Hijo del Altísimo (...). El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el que ha de nacer será santo y será llamado Hijo de Dios » (1, 30-32. 35). La respuesta de María al mensaje angélico fue clara: « He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra » (1, 38). Nunca en la historia del hombre tanto dependió, como entonces, del consentimiento de la criatura humana.(1)
3. Juan, en el Prólogo de su Evangelio, sintetiza en una sola frase toda la profundidad del misterio de la Encarnación. Escribe: « Y la Palabra se hizo carne, y puso su Morada entre nosotros, y hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad » (1, 14). Para Juan, en la concepción y en el nacimiento de Jesús se realiza la Encarnación del Verbo eterno, consustancial al Padre. El Evangelista se refiere al Verbo que en el principio estaba con Dios, por medio del cual ha sido hecho todo cuanto existe; el Verbo en quien estaba la vida, vida que era la luz de los hombres (cf. 1, 1-5). Del Hijo unigénito, Dios de Dios, el apóstol Pablo escribe que es « primogénito de toda la creación » (Col 1, 15). Dios crea el mundo por medio del Verbo. El Verbo es la Sabiduría eterna, el Pensamiento y la Imagen sustancial de Dios, « resplandor de su gloria e impronta de su sustancia » (Hb 1, 3). El, engendrado eternamente y eternamente amado por el Padre, como Dios de Dios y Luz de Luz, es el principio y el arquetipo de todas las cosas creadas por Dios en el tiempo.
El hecho de que el Verbo eterno asumiera en la plenitud de los tiempos la condición de criatura confiere a lo acontecido en Belén hace dos mil años un singular valor cósmico. Gracias al Verbo, el mundo de las criaturas se presenta como cosmos, es decir, como universo ordenado. Y es que el Verbo, encarnándose, renueva el orden cósmico de la creación. La Carta a los Efesios habla del designio que Dios había prefijado en Cristo, « para realizarlo en la plenitud de los tiempos: hacer que todo tenga a Cristo por Cabeza, lo que está en los cielos y lo que está en la tierra » (1, 10).
4. Cristo, Redentor del mundo, es el único Mediador entre Dios y los hombres porque no hay bajo el cielo otro nombre por el que podamos ser salvados (cf. Hch 4, 12). Leemos en la Carta a los Efesios: « En El tenemos por medio de su sangre la redención, el perdón de los pecados, según la riqueza de su gracia que ha prodigado sobre nosotros en toda sabiduría e inteligencia (...) según el benévolo designio que en El se propuso de antemano, para realizarlo en la plenitud de los tiempos » (1, 7-10). Cristo, Hijo consustancial al Padre, es pues Aquel que revela el plan de Dios sobre toda la creación, y en particular sobre el hombre. Como afirma de modo sugestivo el Concilio Vaticano II, El « manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación ».(2) Le muestra esta vocación revelando el misterio del Padre y de su amor. « Imagen de Dios invisible », Cristo es el hombre perfecto que ha devuelto a la descendencia de Adán la semejanza divina, deformada por el pecado. En su naturaleza humana, libre de todo pecado y asumida en la Persona divina del Verbo, la naturaleza común a todo ser humano viene elevada a una altísima dignidad: « El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido en cierto modo con todo hombre. Trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de los nuestros, semejante en todo a nosotros, excepto en el pecado ».(3)
5. Este « hacerse uno de los nuestros » del Hijo de Dios acaeció en la mayor humildad, por ello no sorprende que la historiografía profana, pendiente de acontecimientos más clamorosos y de personajes más importantes, no le haya dedicado al principio sino fugaces, aunque significativas alusiones. Referencias a Cristo se encuentran, por ejemplo, en las Antigüedades Judías, obra escrita en Roma por el historiador José Flavio entre los años 93 y 94,(4) y sobre todo en los Anales de Tácito, redactados entre el 115 y el 120; en ellos, relatando el incendio de Roma del 64, falsamente imputado por Nerón a los cristianos, el historiador hace explícita mención de Cristo « ajusticiado por obra del procurador Poncio Pilato bajo el imperio de Tiberio ».(5) También Suetonio en la biografía del emperador Claudio, escrita en torna al 121, nos informa sobre la expulsión de los Judíos de Roma ya que « bajo la instigación de un cierto Cresto provocaban frecuentes tumultos ».(6) Entre los intérpretes está extendida la convicción de que este pasaje hace referencia a Jesucristo, convertido en motivo de contienda dentro del hebraísmo romano. Es importante también, como prueba de la rápida difusión del cristianismo el testimonio de Plinio el Joven, gobernador de Bitinia, quien refiere al emperador Trajano, entre el 111 y el 113, que un gran número de personas solía reunirse « un día establecido, antes del alba, para cantar alternamente un himno a Cristo como a un Dios ».(7)
Pero el gran acontecimiento, que los historiadores no cristianos se limitan a mencionar, alcanza luz plena en los escritos del Nuevo Testamento que, aun siendo documentos de fe, no son menos atendibles, en el conjunto de sus relatos, como testimonios históricos. Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre, es Señor del cosmos y también Señor de la historia, de la que es « el Alfa y la Omega » (Ap 1, 8; 21, 6), « el Principio y el Fin » (Ap 21, 6). En El el Padre ha dicho la palabra definitiva sobre el hombre y sobre la historia. Esto es lo que expresa sintéticamente la Carta a los Hebreos: « Muchas veces y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros Padres por medio de los Profetas: en estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo » (1, 1-2).
6. Jesús nació del Pueblo elegido, en cumplimiento de la promesa hecha a Abraham y recordada constantemente por los profetas. Estos hablaban en nombre y en lugar de Dios. En efecto, la economía del Antiguo Testamento está esencialmente ordenada a preparar y anunciar la venida de Cristo, Redentor del universo, y de su Reino mesiánico. Los libros de la Antigua Alianza son así testigos permanentes de una atenta pedagogía divina.(8) En Cristo esta pedagogía alcanza su meta: El no se limita a hablar « en nombre de Dios » como los profetas, sino que es Dios mismo quien habla en su Verbo eterno hecho carne. Encontramos aquí el punto esencial por el que el cristianismo se diferencia de las otras religiones, en las que desde el principio se ha expresado la búsqueda de Dios por parte del hombre. El cristianismo comienza con la Encarnación del Verbo. Aquí no es sólo el hombre quien busca a Dios, sino que es Dios quien viene en Persona a hablar de sí al hombre y a mostrarle el camino por el cual es posible alcanzarlo. Es lo que proclama el Prólogo del Evangelio de Juan: « A Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo único, que estaba en el seno del Padre, El lo ha contado » (1, 18). El Verbo Encarnado es, pues, el cumplimiento del anhelo presente en todas las religiones de la humanidad: este cumplimiento es obra de Dios y va más allá de toda expectativa humana. Es misterio de gracia.
En Cristo la religión ya no es un « buscar a Dios a tientas » (cf. Hch 17, 27), sino una respuesta de fe a Dios que se revela: respuesta en la que el hombre habla a Dios como a su Creador y Padre; respuesta hecha posible por aquel Hombre único que es al mismo tiempo el Verbo consustancial al Padre, en quien Dios habla a cada hombre y cada hombre es capacitado para responder a Dios. Más todavía, en este Hombre responde a Dios la creación entera.
Jesucristo es el nuevo comienzo de todo: todo en El converge, es acogido y restituido al Creador de quien procede. De este modo, Cristo es el cumplimiento del anhelo de todas las religiones del mundo y, por ello mismo, es su única y definitiva culminación. Si por una parte Dios en Cristo habla de sí a la humanidad, por otra, en el mismo Cristo, la humanidad entera y toda la creación hablan de sí a Dios, es más, se donan a Dios. Todo retorna de este modo a su principio. Jesucristo es la recapitulación de todo (cf. Ef 1, 10) y a la vez el cumplimiento de cada cosa en Dios: cumplimiento que es gloria de Dios. La religión fundamentada en Jesucristo es religión de la gloria, es un existir en vida nueva para alabanza de la gloria de Dios (cf. Ef 1, 12). Toda la creación, en realidad, es manifestación de su gloria; en particular el hombre (vivens homo) es epifanía de la gloria de Dios, llamado a vivir de la plenitud de la vida en Dios.
7. En Jesucristo Dios no sólo habla al hombre, sino que lo busca. La Encarnación del Hijo de Dios testimonia que Dios busca al hombre. De esta búsqueda Jesús habla como del hallazgo de la oveja perdida (cf. Lc 15, 1-7). Es una búsqueda que nace de lo íntimo de Dios y tiene su punto culminante en la Encarnación del Verbo. Si Dios va en busca del hombre, creado a su imagen y semejanza, lo hace porque lo ama eternamente en el Verbo y en Cristo lo quiere elevar a la dignidad de hijo adoptivo. Por tanto Dios busca al hombre, que es su propiedad particular de un modo diverso de como lo es cada una de las otras criaturas. Es propiedad de Dios por una elección de amor: Dios busca al hombre movido por su corazón de Padre.
¿Por qué lo busca? Porque el hombre se ha alejado de El, escondiéndose como Adán entre los árboles del paraíso terrestre (cf. Gn 3, 8-10). El hombre se ha dejado extraviar por el enemigo de Dios (cf. Gn 3, 13). Satanás lo ha engañado persuadiéndolo de ser él mismo Dios, y de poder conocer, como Dios, el bien y el mal, gobernando el mundo a su arbitrio sin tener que contar con la voluntad divina (cf. Gn 3, 5). Buscando al hombre a través del Hijo, Dios quiere inducirlo a abandonar los caminos del mal, en los que tiende a adentrarse cada vez más. « Hacerle abandonar » esos caminos quiere decir hacerle comprender que se halla en una vía equivocada; quiere decir derrotar el mal extendido por la historia humana. Derrotar el mal: esto es la Redención. Ella se realiza en el sacrificio de Cristo, gracias al cual el hombre rescata la deuda del pecado y es reconciliado con Dios. El Hijo de Dios se ha hecho hombre, asumiendo un cuerpo y un alma en el seno de la Virgen, precisamente por esto: para hacer de sí el perfecto sacrificio redentor. La religión de la Encarnación es la religión de la Redención del mundo por el sacrificio de Cristo, que comprende la victoria sobre el mal, sobre el pecado y sobre la misma muerte. Cristo, aceptando la muerte en la cruz, manifiesta y da la vida al mismo tiempo porque resucita, no teniendo ya la muerte ningún poder sobre El.
8. La religión que brota del misterio de la Encarnación redentora es la religión del « permanecer en la intimidad de Dios », del participar en su misma vida. De ello habla san Pablo en el pasaje citado al principio: « Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre! » (Gal 4, 6). El hombre eleva su voz a semejanza de Cristo, el cual se dirigía a Dios « con poderoso clamor y lágrimas » (Hb 5, 7), especialmente en Getsemaní y sobre la cruz: el hombre grita a Dios como gritó Cristo y así da testimonio de participar en su filiación por obra del Espíritu Santo. El Espíritu Santo, que el Padre envió en el nombre del Hijo, hace que el hombre participe de la vida íntima de Dios; hace que el hombre sea también hijo, a semejanza de Cristo, y heredero de aquellos bienes que constituyen la parte del Hijo (cf. Gal 4, 7). En esto consiste la religión del « permanecer en la vida íntima de Dios », que se inicia con la Encarnación del Hijo de Dios. El Espíritu Santo, que sondea las profundidades de Dios (cf. 1 Cor 2, 10), nos introduce a nosotros, hombres, en estas profundidades en virtud del sacrificio de Cristo.
II
EL JUBILEO DEL AÑO 2000
9. Cuando san Pablo habla del nacimiento del Hijo de Dios lo sitúa en « la plenitud de los tiempos » (cf. Gal 4, 4). En realidad el tiempo se ha cumplido por el hecho mismo de que Dios, con la Encarnación, se ha introducido en la historia del hombre. La eternidad ha entrado en el tiempo: ¿qué « cumplimiento » es mayor que este? ¿qué otro « cumplimiento » sería posible? Alguien ha pensado en ciertos ciclos cósmicos arcanos, en los que la historia del universo, y en particular del hombre, se repetiría constantemente. El hombre surge de la tierra y a la tierra retorna (cf. Gn 3, 19): este es el dato de evidencia inmediata. Pero en el hombre hay una irrenunciable aspiración a vivir para siempre. ¿Cómo pensar en su supervivencia más allá de la muerte? Algunos han imaginado varias formas de reencarnación: según cómo se haya vivido en el curso de la existencia precedente, se llegaría a experimentar una nueva existencia más noble o más humilde, hasta alcanzar la plena purificación. Esta creencia, muy arraigada en algunas religiones orientales, manifiesta entre otras cosas que el hombre no quiere resignarse a una muerte irrevocable. Está convencido de su propia naturaleza esencialmente espiritual e inmortal.
La revelación cristiana excluye la reencarnación, y habla de un cumplimiento que el hombre está llamado a realizar en el curso de una única existencia sobre la tierra. Este cumplimiento del propio destino lo alcanza el hombre en el don sincero de sí, un don que se hace posible solamente en el encuentro con Dios. Por tanto, el hombre halla en Dios la plena realización de sí: esta es la verdad revelada por Cristo. El hombre se autorrealiza en Dios, que ha venido a su encuentro mediante su Hijo eterno.
Gracias a la venida de Dios a la tierra, el tiempo humano, iniciado en la creación, ha alcanzado su plenitud. En efecto, « la plenitud de los tiempos » es sólo la eternidad, mejor aún, Aquel que es eterno, es decir Dios. Entrar en la « plenitud de los tiempos » significa, por lo tanto, alcanzar el término del tiempo y salir de sus confines, para encontrar su cumplimiento en la eternidad de Dios.
10. En el cristianismo el tiempo tiene una importancia fundamental. Dentro de su dimensión se crea el mundo, en su interior se desarrolla la historia de la salvación, que tiene su culmen en la « plenitud de los tiempos » de la Encarnación y su término en el retorno glorioso del Hijo de Dios al final de los tiempos. En Jesucristo, Verbo encarnado, el tiempo llega a ser una dimensión de Dios, que en sí mismo es eterno. Con la venida de Cristo se inician los « últimos tiempos » (cf. Hb 1, 2), la « última hora » (cf. 1 Jn 2, 18), se inicia el tiempo de la Iglesia que durará hasta la Parusía.
De esta relación de Dios con el tiempo nace el deber de santificarlo. Es lo que se hace, por ejemplo, cuando se dedican a Dios determinados tiempos, días o semanas, como ya sucedía en la religión de la Antigua Alianza, y sigue sucediendo, aunque de un modo nuevo, en el cristianismo. En la liturgia de la Vigilia pascual el celebrante, mientras bendice el cirio que simboliza a Cristo resucitado, proclama: « Cristo ayer y hoy, principio y fin, Alfa y Omega. Suyo es el tiempo y la eternidad. A El la gloria y el poder por los siglos de los siglos ». Pronuncia estas palabras grabando sobre el cirio la cifra del año en que se celebra la Pascua. El significado del rito es claro: evidencia que Cristo es el Señor del tiempo, su principio y su cumplimiento; cada año, cada día y cada momento son abarcados por su Encarnación y Resurrección, para de este modo encontrarse de nuevo en la « plenitud de los tiempos ». Por ello también la Iglesia vive y celebra la liturgia a lo largo del año. El año solar está así traspasado por el año litúrgico, que en cierto sentido reproduce todo el misterio de la Encarnación y de la Redención, comenzando por el primer Domingo de Adviento y concluyendo en la solemnidad de Cristo, Rey y Señor del universo y de la historia. Cada domingo recuerda el día de la resurrección del Señor.
11. Desde esta perspectiva se hace comprensible el uso de los jubileos, que comenzó en el Antiguo Testamento y continúa en la historia de la Iglesia. Jesús de Nazaret fue un día a la sinagoga de su ciudad y se levantó para hacer la lectura (cf. Lc 4, 16-30). Le entregaron el volumen del profeta Isaías, donde leyó el siguiente pasaje: « El Espíritu del Señor Yahveh está sobre mí, por cuanto que me ha ungido Yahveh. A anunciar la buena nueva a los pobres me ha enviado, a vendar los corazones rotos; a pregonar a los cautivos la liberación, y a los reclusos la libertad; a pregonar año de gracia de Yahveh » (61, 1-2).
El Profeta hablaba del Mesías. « Hoy —añadió Jesús— se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír » (Lc 4, 21), haciendo entender que el Mesías anunciado por el Profeta era precisamente El, y que en El comenzaba el « tiempo » tan deseado: había llegado el día de la salvación, la « plenitud de los tiempos ». Todos los jubileos se refieren a este « tiempo » y aluden a la misión mesiánica de Cristo, venido como « consagrado con la unción » del Espíritu Santo, como « enviado por el Padre ». Es El quien anuncia la buena noticia a los pobres. Es El quien trae la libertad a los privados de ella, libera a los oprimidos, devuelve la vista a los ciegos (cf. Mt 11, 4-5; Lc 7, 22). De este modo realiza « un año de gracia del Señor », que anuncia no sólo con las palabras, sino ante todo con sus obras. El jubileo, « año de gracia del Señor », es una característica de la actividad de Jesús y no sólo la definición cronológica de un cierto aniversario.
12. Las palabras y las obras de Jesús constituyen de este modo el cumplimiento de toda la tradición de los jubileos del Antiguo Testamento. Es sabido que el jubileo era un tiempo dedicado de modo particular a Dios. Se celebraba cada siete años, según la Ley de Moisés: era el « año sabático », durante el cual se dejaba reposar la tierra y se liberaban los esclavos. La obligación de liberar los esclavos, estaba regulada por detalladas prescripciones contenidas en el Libro del Exodo (23, 10-11), del Levítico (25, 1-28), del Deuteronomio (15, 1-6) y, prácticamente, en toda la legislación bíblica, que adquiere así esta dimensión peculiar. En el año sabático, además de la liberación de esclavos, la Ley preveía la remisión de todas las deudas, según normas muy precisas. Todo esto debía hacerse en honor a Dios. Lo referente al año sabático valía también para el « jubilar », que tenía lugar cada cincuenta años. Sin embargo, en el año jubilar se ampliaban las prácticas del sabático y se celebraban con mayor solemnidad. Leemos en el Levítico: « Declararéis santo el año cincuenta, y proclamaréis en la tierra liberación para todos sus habitantes. Será para vosotros un jubileo; cada uno recobrará su propiedad, y cada cual regresará a su familia » (25, 10). Una de las consecuencias más significativas del año jubilar era la «emancipación » de todos los habitantes necesitados de liberación. En esta ocasión cada israelita recobraba la posesión de la tierra de sus padres, si eventualmente la había vendido o perdido al caer en esclavitud. No podía privarse definitivamente de la tierra, puesto que pertenecía a Dios, ni podían los israelitas permanecer para siempre en una situación de esclavitud, dado que Dios los había « rescatado » para sí como propiedad exclusiva liberándolos de la esclavitud en Egipto.
13. Aunque en gran parte los preceptos del año jubilar no pasaron de ser una expectativa ideal —más una esperanza que una concreta realización, estableciendo por otro lado una prophetia futuri como preanuncio de la verdadera liberación que habría sido realizada por el Mesías venidero— sobre la base de la normativa jurídica contenida en ellos se viene ya delineando una cierta doctrina social, que se desarrolló después más claramente a partir del Nuevo Testamento. El año jubilar debía devolver la igualdad entre todos los hijos de Israel, abriendo nuevas posibilidades a las familias que habían perdido sus propiedades e incluso la libertad personal. Por su parte, el año jubilar recordaba a los ricos que había llegado el tiempo en que los esclavos israelitas, de nuevo iguales a ellos, podían reivindicar sus derechos. En el tiempo previsto por la Ley debía proclamarse un año jubilar, que venía en ayuda de todos los necesitados. Esto exigía un gobierno justo. La justicia, según la Ley de Israel, consistía sobre todo en la protección de los débiles, debiendo el rey distinguirse en ello, como afirma el Salmista: « Porque él librará al pobre suplicante, al desdichado y al que nadie ampara; se apiadará del débil y del pobre, el alma de los pobres salvará » (Sal 7273, 12-13). Los presupuestos de estas tradiciones eran estrictamente teológicos, relacionados ante todo con la teología de la creación y con la de la divina Providencia. De hecho, era común convicción que sólo a Dios, como Creador, correspondía el « dominium altum », esto es, la señoría sobre todo lo creado, y en particular sobre la tierra (cf. Lv 25, 23). Si Dios en su Providencia había dado la tierra a los hombres, esto significaba que la había dado a todos. Por ello las riquezas de la creación se debían considerar como un bien común a toda la humanidad. Quien poseía estos bienes como propiedad suya era en realidad sólo un administrador, es decir, un encargado de actuar en nombre de Dios, único propietario en sentido pleno, siendo voluntad de Dios que los bienes creados sirvieran a todos de un modo justo. El año jubilar debía servir de ese modo al restablecimiento de esta justicia social. Así pues, en la tradición del año jubilar encuentra una de sus raíces la doctrina social de la Iglesia, que ha tenido siempre un lugar en la enseñanza eclesial y se ha desarrollado particularmente en el último siglo, sobre todo a partir de la Encíclica Rerum novarum.
14. Es preciso subrayar siempre lo que Isaías expresa con las palabras: « proclamar un año de gracia del Señor ». El jubileo, para la Iglesia, es verdaderamente este « año de gracia », año de perdón de los pecados y de las penas por los pecados, año de reconciliación entre los adversarios, año de múltiples conversiones y de penitencia sacramental y extrasacramental. La tradición de los años jubilares está ligada a la concesión de indulgencias de un modo más generoso que en otros años. Junto a los jubileos que recuerdan el misterio de la Encarnación, el cumplimiento de los cien, los cincuenta o los veinticinco años, existen también aquellos que conmemoran la obra de la Redención: la cruz de Cristo, su muerte sobre el Gólgota y su resurrección. La Iglesia, en estas circunstancias, proclama « un año de gracia del Señor » y se afana para que todos los fieles puedan gozar más ampliamente de esta gracia. Es por ello que los jubileos se celebran no sólo « in Urbe », sino también « extra Urbem »: tradicionalmente esto se hacía el año sucesivo a la celebración « in Urbe ».
15. En la vida de cada persona los jubileos hacen referencia normalmente al día de nacimiento, aunque también se celebran los aniversarios del Bautismo, de la Confirmación, de la primera Comunión, de la Ordenación sacerdotal o episcopal y del sacramento del Matrimonio. Algunos de estos aniversarios tienen su correspondencia en el ámbito secular, pero los cristianos les atribuyen siempre un carácter religioso. De hecho, en la visión cristiana cada jubileo —el 25° aniversario del sacerdocio o del matrimonio, llamado « de plata », o el 50°, denominado « de oro », o el 60°, « de diamante »— constituye un particular año de gracia para la persona que ha recibido uno de los sacramentos enumerados. Lo que hemos dicho sobre los jubileos particulares se puede aplicar también a las comunidades o a las instituciones. Así pues se celebra el centenario o el milenio de fundación de una ciudad o de un municipio. Y en el ámbito eclesial se festejan los jubileos de las parroquias o de las diócesis. Todos estos jubileos personales o comunitarios tienen un papel importante y significativo en la vida de los individuos y de las comunidades.
Bajo este aspecto, los dos mil años del nacimiento de Cristo —prescindiendo de la exactitud del cálculo cronológico— representan un Jubileo extraordinariamente grande no sólo para los cristianos, sino indirectamente para toda la humanidad, dado el papel primordial que el cristianismo ha jugado en estos dos milenios. Es significativo que el cómputo del transcurso de los años se haga casi en todas partes a partir de la venida de Cristo al mundo, la cual se convierte así en el centro del calendario más utilizado hoy. ¿Acaso no es también esto un signo de la incomparable aportación que para la historia universal ha significado el nacimiento de Jesús de Nazaret?
16. El término « jubileo » expresa alegría; no sólo alegría interior, sino un júbilo que se manifiesta exteriormente, ya que la venida de Dios es también un suceso exterior, visible, audible y tangible, como recuerda san Juan (cf. 1 Jn 1, 1). Es justo, pues, que toda expresión de júbilo por esta venida tenga su manifestación exterior. Esta indica que la Iglesia se alegra por la salvación, invita a todos a la alegría, y se esfuerza por crear las condiciones para que las energías salvíficas puedan ser comunicadas a cada uno. Por ello, el 2000 marcará la fecha del Gran Jubileo.
En cuanto al contenido, este Gran Jubileo será, en cierto modo, igual a cualquier otro. Pero, al mismo tiempo, será diverso y más importante que los anteriores. En efecto, la Iglesia respeta las medidas del tiempo: horas, días, años, siglos. De esta forma camina al paso de cada hombre, haciendo que todos comprendan cómo cada una de estas medidas está impregnada de la presencia de Dios y de su acción salvífica. Con este espíritu la Iglesia se alegra, da gracias y pide perdón, presentando súplicas al Señor de la historia y de las conciencias humanas.
Entre las súplicas más fervientes de este momento excepcional al acercarse un nuevo Milenio, la Iglesia implora del Señor que prospere la unidad entre todos los cristianos de las diversas Confesiones hasta alcanzar la plena comunión. Deseo que el Jubileo sea la ocasión adecuada para una fructífera colaboración en la puesta en común de tantas cosas que nos unen y que son ciertamente más que las que nos separan. A este propósito ayudaría mucho que, respetando los programas de cada Iglesia y Comunidad, se alcanzasen acuerdos ecuménicos para la preparación y celebración del Jubileo: éste tendrá aún más fuerza si se testimonia al mundo la decidida voluntad de todos los discípulos de Cristo de conseguir lo más pronto posible la plena unidad en la certeza de que « nada es imposible para Dios ».
III
LA PREPARACIÓN DEL GRAN JUBILEO
17. En la historia de la Iglesia cada jubileo es preparado por la divina Providencia. Esto vale también para el Gran Jubileo del Año 2000. Convencidos de ello, hoy miramos con sentido de gratitud y también de responsabilidad cuanto ha sucedido en la historia de la humanidad a partir del nacimiento de Cristo, principalmente los acontecimientos entre el Mil y el Dos mil. De un modo muy particular dirigimos la mirada de fe a este siglo nuestro, buscando en él aquello que da testimonio no sólo de la historia del hombre, sino también de la intervención divina en las vicisitudes humanas.
18. En este sentido se puede afirmar que el Concilio Vaticano II constituye un acontecimiento providencial, gracias al cual la Iglesia ha iniciado la preparación próxima del Jubileo del segundo milenio. Se trata de un Concilio semejante a los anteriores, aunque muy diferente; un Concilio centrado en el misterio de Cristo y de su Iglesia, y al mismo tiempo abierto al mundo. Esta apertura ha sido la respuesta evangélica a la reciente evolución del mundo con las desconcertantes experiencias del siglo XX, atormentado por una primera y una segunda guerra mundial, por la experiencia de los campos de concentración y por horrendas matanzas. Lo sucedido muestra sobre todo que el mundo tiene necesidad de purificación, tiene necesidad de conversión.
Se piensa con frecuencia que el Concilio Vaticano II marca una época nueva en la vida de la Iglesia. Esto es verdad, pero a la vez es difícil no ver cómo la Asamblea conciliar ha tomado mucho de las experiencias y de las reflexiones del período precedente, especialmente del pensamiento de Pío XII. En la historia de la Iglesia, « lo viejo » y « lo nuevo » están siempre profundamente relacionados entre sí. Lo « nuevo » brota de lo « viejo » y lo « viejo » encuentra en lo « nuevo » una expresión más plena. Así ha sido para el Concilio Vaticano II y para la actividad de los Pontífices relacionados con la Asamblea conciliar, comenzando por Juan XXIII, siguiendo con Pablo VI y Juan Pablo I, hasta el Papa actual.
Lo que ellos han realizado durante y después del Concilio, tanto el magisterio como la actividad de cada uno, ha aportado ciertamente una significativa ayuda a la preparación de la nueva primavera de vida cristiana que deberá manifestar el Gran Jubileo, si los cristianos son dóciles a la acción del Espíritu Santo.
19. El Concilio, aunque no empleó el tono severo de Juan Bautista, cuando a orillas del Jordán exhortaba a la penitencia y a la conversión (cf. Lc 3, 1-17), ha puesto de relieve algo del antiguo Profeta, mostrando con nuevo vigor a los hombres de hoy a Cristo, el « Cordero de Dios que quita el pecado del mundo » (Jn 1, 29), el Redentor del hombre, el Señor de la historia. En la Asamblea conciliar la Iglesia, queriendo ser plenamente fiel a su Maestro, se planteó su propia identidad, descubriendo la profundidad de su misterio de Cuerpo y Esposa de Cristo. Poniéndose en dócil escucha de la Palabra de Dios, confirmó la vocación universal a la santidad; dispuso la reforma de la liturgia, « fuente y culmen » de su vida; impulsó la renovación de muchos aspectos de su existencia tanto a nivel universal como al de Iglesias locales; se empeñó en la promoción de las distintas vocaciones cristianas: la de los laicos y la de los religiosos, el ministerio de los diáconos, el de los sacerdotes y el de los Obispos; redescubrió, en particular, la colegialidad episcopal, expresión privilegiada del servicio pastoral desempeñado por los Obispos en comunión con el Sucesor de Pedro. Sobre la base de esta profunda renovación, el Concilio se abrió a los cristianos de otras Confesiones, a los seguidores de otras religiones, a todos los hombres de nuestro tiempo. En ningún otro Concilio se habló con tanta claridad de la unidad de los cristianos, del diálogo con las religiones no cristianas, del significado específico de la Antigua Alianza y de Israel, de la dignidad de la conciencia personal, del principio de libertad religiosa, de las diversas tradiciones culturales dentro de las que la Iglesia lleva a cabo su mandato misionero, de los medios de comunicación social.
20. La enorme riqueza de contenidos y el tono nuevo, desconocido antes, de la presentación conciliar de estos contenidos constituyen casi un anuncio de tiempos nuevos. Los Padres conciliares han hablado con el lenguaje del Evangelio, con el lenguaje del Sermón de la Montaña y de las Bienaventuranzas. El mensaje conciliar presenta a Dios en su señorío absoluto sobre todas las cosas, aunque también como garante de la auténtica autonomía de las realidades temporales.
En efecto, la mejor preparación al vencimiento bimilenario ha de manifestarse en el renovado compromiso de aplicación, lo más fiel posible, de las enseñanzas del Vaticano II a la vida de cada uno y de toda la Iglesia. Con el Vaticano II se ha inaugurado, en el sentido más amplio de la palabra, la inmediata preparación del Gran Jubileo del 2000. Si buscáramos algo análogo en la liturgia, se podría decir que la anual liturgia del Adviento es el tiempo más parecido al espíritu del Concilio. El Adviento nos prepara al encuentro con Aquel que era, que es y que constantemente viene (cf. Ap 4, 8).
21. En el camino de preparación a la cita del 2000 se incluye la serie de Sínodos iniciada después del Concilio Vaticano II: Sínodos generales y Sínodos continentales, regionales, nacionales y diocesanos. El tema de fondo es el de la evangelización, mejor todavía, el de la nueva evangelización, cuyas bases fueron fijadas por la Exhortación Apostólica Evangelii nuntiandi de Pablo VI, publicada en el año 1975 después de la tercera Asamblea General del Sínodo de los Obispos. Estos Sínodos ya forman parte por sí mismos de la nueva evangelización: nacen de la visión conciliar de la Iglesia, abren un amplio espacio a la participación de los laicos, definiendo su específica responsabilidad en la Iglesia, y son expresión de la fuerza que Cristo ha dado a todo el Pueblo de Dios, haciéndolo partícipe de su propia misión mesiánica, profética, sacerdotal y regia. Muy elocuentes son a este respecto las afirmaciones del segundo capítulo de la Const. dogm. Lumen gentium. La preparación del Jubileo del Año 2000 se realiza así en toda la Iglesia, a nivel universal y local, animada por una conciencia nueva de la misión salvífica recibida de Cristo. Esta conciencia se manifiesta con significativa evidencia en las Exhortaciones postsinodales dedicadas a la misión de los laicos, a la formación de los sacerdotes, a la catequesis, a la familia, al valor de la penitencia y de la reconciliación en la vida de la Iglesia y de la humanidad y, próximamente, a la vida consagrada.
22. Con vista al Gran Jubileo del Año 2000, esperan alministerio del Obispo de Roma tareas y responsabilidades específicas. En esta línea han actuado de algún modo todos los Pontífices del siglo que está por acabar. Con el programa de renovar todo en Cristo, san Pío X trató de prevenir los trágicos derroteros que iba adquiriendo la situación internacional de principios de siglo. La Iglesia, frente a la consolidación en el mundo contemporáneo de tendencias opuestas a la paz y a la justicia, era consciente del deber de actuar de un modo decisivo para favorecer y defender bienes tan fundamentales. Los Pontífices del período preconciliar se movieron en este sentido con gran diligencia, cada uno desde su propia situación: Benedicto XV se halló frente a la tragedia de la primera guerra mundial; Pío XI debió afrontar las amenazas de los sistemas totalitarios o no respetuosos de la libertad humana en Alemania, en Rusia, en Italia, en España, y antes aún en México. Pío XII intervino contra la mayor injusticia de la segunda guerra mundial, el sumo desprecio de la dignidad humana, y dio también luminosas orientaciones para el nacimiento de un nuevo orden mundial después de la caída de los sistemas políticos precedentes.
Además los Papas a lo largo del siglo, siguiendo las huellas de León XIII, han tratado sistemáticamente los temas de la doctrina social católica, considerando las características de un sistema justo en el campo de las relaciones entre trabajo y capital. Basta pensar en la Encíclica Quadragesimo anno de Pío XI, en las numerosas intervenciones de Pío XII, en la Mater et Magistra y en la Pacem in terris de Juan XXIII, en la Populorum progressio y en la Carta Apostólica Octogesima adveniens de Pablo VI. Sobre este argumento yo mismo he vuelto repetidamente: he dedicado la Encíclica Laborem exercens de modo particular a la importancia del trabajo humano, mientras que con la Centesimus annus he intentado reafirmar la validez de la doctrina de la Rerum novarum después de cien años. Además anteriormente con la Encíclica Sollicitudo rei socialis había propuesto de nuevo en forma sistemática toda la doctrina social de la Iglesia desde la perspectiva del enfrentamiento entre los dos bloques Este-Oeste y del peligro de una guerra nuclear. Los dos elementos de la doctrina social de la Iglesia —la tutela de la dignidad y de los derechos de la persona en el ámbito de una justa relación entre trabajo y capital, y la promoción de la paz— se encontraron en este texto y se fusionaron. Asimismo tratan de servir a la causa de la paz los Mensajes pontificios anuales del primero de enero, publicados a partir de 1968, bajo el pontificado de Pablo VI.
23. El pontificado actual, desde el primer documento, habla explícitamente del Gran Jubileo, invitando a vivir el período de espera como « un nuevo adviento ».(9) Sobre este tema he vuelto después muchas otras veces, deteniéndome ampliamente en la Encíclica Dominum et vivificantem.(10) De hecho, la preparación del Año 2000 es casi una de sus claves hermenéutica. Ciertamente no se quiere inducir a un nuevo milenarismo, como se hizo por parte de algunos al final del primer milenio; sino que se pretendesuscitar una particular sensibilidad a todo lo que el Espíritu dice a la Iglesia y a las Iglesias (cf. Ap 2, 7ss.), así como a los individuos por medio de los carismas al servicio de toda la comunidad. Se pretende subrayar aquello que el Espíritu sugiere a las distintas comunidades, desde las más pequeñas, como la familia, a las más grandes, como las naciones y las organizaciones internacionales, sin olvidar las culturas, las civilizaciones y las sanas tradiciones. La humanidad, a pesar de las apariencias, sigue esperando la revelación de los hijos de Dios y vive de esta esperanza, como se sufren los dolores del parto, según la imagen utilizada con tanta fuerza por san Pablo en la Carta a los Romanos (cf. 8, 19-22).
24. Las peregrinaciones del Papa se han convertido en un elemento importante del esfuerzo por la aplicación del Concilio Vaticano II. Comenzadas por Juan XXIII, en puertas de la inauguración del Concilio, con una significativa peregrinación a Loreto y Asís (1962), tuvieron un notable incremento con Pablo VI, quien, después de haber ido en primer lugar a Tierra Santa (1964), realizó otros nueve grandes viajes apostólicos que lo llevaron al contacto directo con las poblaciones de los distintos continentes.
El pontificado actual ha ampliado aún más este programa, comenzando por México, con ocasión de la III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano celebrada en Puebla en 1979. Se realizó además, en aquel mismo año, la peregrinación a Polonia durante el Jubileo por el 900° aniversario de la muerte de san Estanislao obispo y mártir.
Las sucesivas etapas de este peregrinar son conocidas. Las peregrinaciones se han hecho sistemáticas, llegando a las Iglesias particulares de todos los continentes, con una cuidada atención por el desarrollo de las relaciones ecuménicas con los cristianos de las diversas confesiones. En este sentido revisten un particular relieve las visitas a Turquía (1979), Alemania (1980), Inglaterra, Gales y Escocia (1982), Suiza (1984), Países Escandinavos (1989) y últimamente a los Países Bálticos (1993).
En el momento presente, entre las metas de peregrinación vivamente deseadas se encuentra, además de Sarajevo en Bosnia-Herzegovina, el Oriente Medio: Líbano, Jerusalén y Tierra Santa. Sería muy elocuente si, con ocasión del año 2000, fuera posible visitar todos aquellos lugares que se hallan en el camino del Pueblo de Dios de la Antigua Alianza, a partir de los lugares de Abraham y de Moisés, atravesando Egipto y el Monte Sinaí, hasta Damasco, ciudad que fue testigo de la conversión de san Pablo.
25. En la preparación del Año 2000 juegan un papel propio lasIglesias particulares, que con sus jubileos celebran etapas significativas de la historia de salvación de los diversos pueblos. Entre estos jubileos locales o regionales han tenido suma importancia el milenio del Bautismo de la Rus en 1988 (11) y también los quinientos años del inicio de la evangelización del continente americano (1492). Junto a estos acontecimientos de vasto alcance, aunque no de dimensión universal, se deben recordar otros no menos significativos: por ejemplo, el milenio del Bautismo de Polonia en 1966 y de Hungría en 1968, junto con los seis cientos años del Bautismo de Lituania en 1987. Además se cumplirán próximamente el 1500° aniversario del Bautismo de Clodoveo rey de los francos (496), y el 1400° aniversario de la llegada de san Agustín a Canterbury (597), inicio de la evangelización del mundo anglosajón.
En relación a Asia, el Jubileo nos recordará al apóstol Tomás, que ya al comienzo de la era cristiana, según la tradición, llevó el anuncio evangélico a la India, a donde en torno al año 1500 llegarían después los misioneros portugueses. Se celebra este año el séptimo centenario de la evangelización de la China (1294) y nos disponemos a conmemorar la expansión misionera en Filipinas con la constitución de la sede metropolitana de Manila (1595), como también del IV centenario de los primeros mártires del Japón (1597).
En Africa, donde el primer anuncio se remonta a la época apostólica, junto a los 1650 años de la consagración episcopal del primer Obispo de los etíopes, san Frumencio (a. 397) y a los 500 años del inicio de la evangelización de Angola, en el antiguo reino del Congo (1491), naciones como Camerún, Costa de Marfil, República Centroafricana, Burundi y Burkina-Faso están celebrando los respectivos centenarios de la llegada a sus territorios de los primeros misioneros. A su vez, otras naciones africanas lo han celebrado hace poco.
?Cómo olvidar además las Iglesias de Oriente, cuyos antiguos Patriarcados nos acercan a la herencia apostólica y cuyas venerables tradiciones teológicas, litúrgicas y espirituales constituyen una enorme riqueza, patrimonio común de toda la cristiandad? Las múltiples celebraciones jubilares de estas Iglesias y de las Comunidades que en ellas reconocen el origen de su apostolicidad evocan el camino de Cristo en los siglos y contribuyen también al gran Jubileo del final del segundo milenio.
Vista así, toda la historia cristiana aparece como un único río, al que muchos afluentes vierten sus aguas. El Año 2000 nos invita a encontrarnos con renovada fidelidad y profunda comunión en las orillas de este gran río: el río de la Revelación, del Cristianismo y de la Iglesia, que corre a través de la historia de la humanidad a partir de lo ocurrido en Nazaret y después en Belén hace dos mil años. Es verdaderamente el « río » que con sus « afluentes », según la expresión del Salmo, « recrean la ciudad de Dios » (4645, 5).
26. En la perspectiva de la preparación del Año 2000 se sitúan también los Años Santos celebrados en el último período de este siglo. Está todavía fresco en la memoria el Año Santo que el Papa Pablo VI convocó en 1975; en la misma línea se ha celebrado posteriormente 1983 como Año de la Redención. Tal vez un eco todavía mayor tuvo el Año Mariano 198788, muy esperado y profundamente vivido en las Iglesias locales, y especialmente en los santuarios marianos del mundo entero. La Encíclica Redemptoris Mater, publicada entonces, evidenció la enseñanza conciliar sobre la presencia de la Madre de Dios en el misterio de Cristo y de la Iglesia: el Hijo de Dios se hizo hombre hace dos mil años por obra del Espíritu Santo y nació de la Inmaculada Virgen María. El Año Mariano fue como una anticipación del Jubileo, incluyendo en sí mucho de lo que se deberá expresar plenamente en el Año 2000.
27. Es difícil no advertir cómo el Año Mariano precedió de cerca a los acontecimientos de 1989. Son sucesos que sorprenden por su envergadura y especialmente por su rápido desarrollo. Los años ochenta se habían sucedido arrastrando un peligro creciente, en la estela de la « guerra fría »; el año 1989 trajo consigo una solución pacífica que ha tenido casi la forma de un desarrollo « orgánico ». A su luz nos sentimos inducidos a reconocer un significado incluso profético a la Encíclica Rerum novarum: cuanto el Papa León XIII allí escribe sobre el tema del comunismo encuentra en estos acontecimientos una puntual verificación, como he hecho presente en la Encíclica Centesimus annus.(12) Además se podía percibir cómo, en la trama de lo sucedido, operaba con premura materna la mano invisible de la Providencia: « ¿Acaso olvida una mujer a su niño de pecho...? » (Is 49, 15).
Después de 1989 han surgido, sin embargo, nuevos peligros y nuevas amenazas. En los países del antiguo bloque oriental, tras la caída del comunismo, ha aparecido el grave riesgo de los nacionalismos, como desgraciadamente muestran los percances de los Balcanes y de otras áreas próximas. Esto obliga a las naciones europeas a un serio examen de conciencia, reconociendo culpas y errores cometidos históricamente, en campo económico y político, en relación a las naciones cuyos derechos han sido sistemáticamente violados por los imperialismos del siglo pasado y del presente.
28. Actualmente, siguiendo la huella del Año Mariano y en semejante perspectiva, estamos viviendo el Año de la Familia, cuyo contenido se vincula estrechamente con el misterio de la Encarnación y con la historia misma del hombre. Por tanto, se puede alimentar la esperanza de que el Año de la Familia, inaugurado en Nazaret, llegue a ser, como el Año Mariano, una significativa etapa de la preparación del Gran Jubileo.
En este sentido, he dirigido una Carta a las Familias, en la que he querido presentar el núcleo de la enseñanza eclesial sobre la familia para llevarlo, por así decir, al interior de cada hogar doméstico. En el Concilio Vaticano II la Iglesia reconoció como una de sus tareas la de valorar la dignidad del matrimonio y de la familia.(13) El Año de la Familia pretende contribuir a la puesta en práctica del Concilio en esta dimensión. Es por esto necesario que la preparación del Gran Jubileo pase, en cierto modo, a través de cada familia. ¿Acaso no fue por medio de una familia, la de Nazaret, que el Hijo de Dios quiso entrar en la historia del hombre?
IV
LA PREPARACIÓN INMEDIATA
29. Ante la vista de este vasto panorama surge la pregunta: ¿se puede elaborar un programa específico de iniciativas para la preparación inmediata del Gran Jubileo? En verdad, cuanto se ha dicho anteriormente presenta ya algunos elementos de tal programa.
Una presentación más detallada de iniciativas « ad hoc », para no ser artificial y de difícil aplicación en las Iglesias particulares, que viven en condiciones tan diversas, debe resultar de una amplia consulta. Consciente de ello, he querido interpelar al respecto a los Presidentes de las Conferencias Episcopales y, en particular, a los Cardenales.
Estoy agradecido a los miembros del Colegio Cardenalicio que, reunidos en Consistorio extraordinario el 13 y 14 de junio de 1994, han preparado al respecto numerosas propuestas y han dado útiles orientaciones. Igualmente agradezco a los Hermanos en el Episcopado, los cuales de varios modos no han dejado de hacerme llegar valiosas sugerencias, que he tenido bien presentes en la elaboración de esta Carta Apostólica.
30. Una primera indicación, surgida con claridad de la consulta, es la relativa a los tiempos de la preparación. Para el 2000 faltan ya pocos años: ha parecido oportuno dividir este período en dos fases, reservando la fase propiamente preparatoria a los últimos tres años. Se ha pensado que un período más largo acabaría por acumular excesivos contenidos, atenuando la tensión espiritual.
Por tanto parece conveniente acercarse a la histórica fecha con una primera fase de sensibilización de los fieles sobre temas más generales, para después concentrar la preparación directa e inmediata en una segunda fase, de un trienio, orientada toda ella a la celebración del misterio de Cristo Salvador.
a) Primera Fase
31. La primera fase tendrá pues un carácter antepreparatorio: deberá servir para reavivar en el pueblo cristiano la conciencia del valor y del significado que el Jubileo del 2000 supone en la historia humana. Este, llevando consigo la memoria del nacimiento de Cristo, está intrínsecamente marcado por una connotación cristológica.
Conforme a la articulación de la fe cristiana en palabra y sacramento, parece importante juntar, también en esta particular ocasión, la estructura de la memoria con la de la celebración, no limitándonos a recordar el acontecimiento sólo conceptualmente, sino haciendo presente el valor salvífico mediante la actualización sacramental. El Jubileo deberá confirmar en los cristianos de hoy la fe en el Dios revelado en Cristo, sostener la esperanza prolongada en la espera de la vida eterna, vivificar la caridad comprometida activamente en el servicio a los hermanos.
En el curso de la primera fase (del 1994 al 1996) la Santa Sede, con la creación de un Comité al efecto, no dejará de sugerir líneas de reflexión y de acción a nivel universal, mientras que un esfuerzo análogo de sensibilización se desarrollará de un modo más capilar, por Comisiones semejantes en las Iglesias locales. Se trata, de cualquier modo, de continuar con lo realizado en la preparación remota y, al mismo tiempo, de profundizar los aspectos más característicos del acontecimiento jubilar.
32. El Jubileo es siempre un tiempo de gracia particular, « un día bendecido por el Señor »: como tal tiene —ya lo he comentado— un carácter de alegría. El Jubileo del Año 2000 quiere ser una gran plegaria de alabanza y de acción de gracias sobre todo por el don de la Encarnación del Hijo de Dios y de la Redención realizada por El. En el año jubilar los cristianos se pondrán con nuevo asombro de fe frente al amor del Padre, que ha entregado su Hijo, « para que todo el que crea en El no perezca, sino que tenga vida eterna » (Jn 3, 16). Elevarán además con profundo sentimiento su acción de gracias por el don de la Iglesia, fundada por Cristo como « sacramento o signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano ».(14) Su agradecimiento se extenderá finalmente a los frutos de santidad madurados en la vida de tantos hombres y mujeres que en cada generación y en cada época histórica han sabido acoger sin reservas el don de la Redención.
El gozo de un jubileo es siempre de un modo particular el gozo por la remisión de las culpas, la alegría de la conversión. Parece por ello oportuno poner nuevamente en primer plano el tema del Sínodo de Obispos de 1984, es decir, la penitencia y la reconciliación.(15) Este Sínodo fue un hecho muy significativo en la historia de la Iglesia postconciliar. Retoma la cuestión siempre actual de la conversión (« metanoia »), que es la condición preliminar para la reconciliación con Dios tanto de las personas como de las comunidades.
33. Así es justo que, mientras el segundo Milenio del cristianismo llega a su fin, la Iglesia asuma con una conciencia más viva el pecado de sus hijos recordando todas las circunstancias en las que, a lo largo de la historia, se han alejado del espíritu de Cristo y de su Evangelio, ofreciendo al mundo, en vez del testimonio de una vida inspirada en los valores de la fe, el espectáculo de modos de pensar y actuar que eran verdaderas formas de antitestimonio y de escándalo.
La Iglesia, aun siendo santa por su incorporación a Cristo, no se cansa de hacer penitencia: ella reconoce siempre como suyos, delante de Dios y delante de los hombres, a los hijos pecadores. Afirma al respecto la Lumen gentium: « La Iglesia, abrazando en su seno a los pecadores, es a la vez santa y siempre necesita de purificación, y busca sin cesar la conversión y la renovación ».(16)
La Puerta Santa del Jubileo del 2000 deberá ser simbólicamente más grande que las precedentes, porque la humanidad, alcanzando esta meta, se echará a la espalda no sólo un siglo, sino un milenio. Es bueno que la Iglesia dé este paso con la clara conciencia de lo que ha vivido en el curso de los últimos diez siglos. No puede atravesar el umbral del nuevo milenio sin animar a sus hijos a purificarse, en el arrepentimiento, de errores, infidelidades, incoherencias y lentitudes. Reconocer los fracasos de ayer es un acto de lealtad y de valentía que nos ayuda a reforzar nuestra fe, haciéndonos capaces y dispuestos para afrontar las tentaciones y las dificultades de hoy.
34. Entre los pecados que exigen un mayor compromiso de penitencia y de conversión han de citarse ciertamente aquellos que han dañado la unidad querida por Dios para su Pueblo. A lo largo de los mil años que se están concluyendo, aún más que en el primer milenio, la comunión eclesial, « a veces no sin culpa de los hombres por ambas partes »,(17) ha conocido dolorosas laceraciones que contradicen abiertamente la voluntad de Cristo y son un escándalo para el mundo.(18) Desgraciadamente, estos pecados del pasado hacen sentir todavía su peso y permanecen como tentaciones del presente. Es necesario hacer enmienda, invocando con fuerza el perdón de Cristo.
En esta última etapa del milenio, la Iglesia debe dirigirse con una súplica más sentida al Espíritu Santo implorando de El la gracia de la unidad de los cristianos. Es este un problema crucial para el testimonio evangélico en el mundo. Especialmente después del Concilio Vaticano II han sido muchas las iniciativas ecuménicas emprendidas c

