Novo millennio ineunte
Por: S.S. Juan Pablo II | Fuente: vatican.va
CARTA APOSTÓLICA
NOVO MILLENNIO INEUNTE
DEL SUMO PONTÍFICE JUAN PABLO II
AL EPISCOPADO
AL CLERO Y A LOS FIELES
AL CONCLUIR EL GRAN JUBILEO
DEL AÑO 2000
A los Obispos,
a los sacerdotes y diáconos,
a los religiosos y religiosas y
a todos los fieles laicos.
1. Al comienzo del nuevo milenio, mientras se cierra el Gran Jubileo en el que hemos celebrado los dos mil años del nacimiento de Jesús y se abre para la Iglesia una nueva etapa de su camino, resuenan en nuestro corazón las palabras con las que un día Jesús, después de haber hablado a la muchedumbre desde la barca de Simón, invitó al Apóstol a « remar mar adentro » para pescar: « Duc in altum » (Lc 5,4). Pedro y los primeros compañeros confiaron en la palabra de Cristo y echaron las redes. « Y habiéndolo hecho, recogieron una cantidad enorme de peces » (Lc 5,6).
¡Duc in altum! Esta palabra resuena también hoy para nosotros y nos invita a recordar con gratitud el pasado, a vivir con pasión el presente y a abrirnos con confianza al futuro: « Jesucristo es el mismo, ayer, hoy y siempre » (Hb 13,8).
La alegría de la Iglesia, que se ha dedicado a contemplar el rostro de su Esposo y Señor, ha sido grande este año. Se ha convertido, más que nunca, en pueblo peregrino, guiado por Aquél que es « el gran Pastor de las ovejas » (Hb 13,20). Con un extraordinario dinamisno, que ha implicado a todos sus miembros, el Pueblo de Dios, aquí en Roma, así como en Jerusalén y en todas las Iglesias locales, ha pasado a través de la « Puerta Santa » que es Cristo. A él, meta de la historia y único Salvador del mundo, la Iglesia y el Espíritu Santo han elevado su voz: « Marana tha - Ven, Señor Jesús » (cf. Ap 22,17.20; 1 Co 16,22).
Es imposible medir la efusión de gracia que, a lo largo del año, ha tocado las conciencias. Pero ciertamente, un « río de agua viva », aquel que continuamente brota « del trono de Dios y del Cordero » (cf. Ap 22,1), se ha derramado sobre la Iglesia. Es el agua del Espíritu Santo que apaga la sed y renueva (cf. Jn 4,14). Es el amor misericordioso del Padre que, en Cristo, se nos ha revelado y dado otra vez. Al final de este año podemos repetir, con renovado regocijo, la antigua palabra de gratitud: « Cantad al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia » (Sal 118-117,1).
2. Por eso, siento el deber de dirigirme a todos vosotros para compartir el canto de alabanza. Había pensado en este Año Santo del dos mil como un momento importante desde el inicio de mi Pontificado. Pensé en esta celebración como una convocatoria providencial en la cual la Iglesia, treinta y cinco años después del Concilio Ecuménico Vaticano II, habría sido invitada a interrogarse sobre su renovación para asumir con nuevo ímpetu su misión evangelizadora.
¿Lo ha logrado el Jubileo? Nuestro compromiso, con sus generosos esfuerzos y las inevitables fragilidades, está ante la mirada de Dios. Pero no podemos olvidar el deber de gratitud por las « maravillas » que Dios ha realizado por nosotros. « Misericordias Domini in aeternum cantabo » (Sal 89-88,2).
Al mismo tiempo, lo ocurrido ante nosotros exige ser considerado y, en cierto sentido, interpretado, para escuchar lo que el Espíritu, a lo largo de este año tan intenso, ha dicho a la Iglesia (cf. Ap 2,7.11.17 etc.).
3. Sobre todo, queridos hermanos y hermanas, es necesario pensar en el futuro que nos espera. Tantas veces, durante estos meses, hemos mirado hacia el nuevo milenio que se abre, viviendo el Jubileo no sólo como memoria del pasado, sino como profecía del futuro. Es preciso ahora aprovechar el tesoro de gracia recibida, traduciéndola en fervientes propósitos y en líneas de acción concretas. Es una tarea a la cual deseo invitar a todas las Iglesias locales. En cada una de ellas, congregada en torno al propio Obispo, en la escucha de la Palabra, en la comunión fraterna y en la « fracción del pan » (cf. Hch 2,42), está « verdaderamente presente y actúa la Iglesia de Cristo, una, santa, católica y apostólica ».1 Es especialmente en la realidad concreta de cada Iglesia donde el misterio del único Pueblo de Dios asume aquella especial configuración que lo hace adecuado a todos los contextos y culturas.
Este encarnarse de la Iglesia en el tiempo y en el espacio refleja, en definitiva, el movimiento mismo de la Encarnación. Es, pues, el momento de que cada Iglesia, reflexionando sobre lo que el Espíritu ha dicho al Pueblo de Dios en este especial año de gracia, más aún, en el período más amplio de tiempo que va desde el Concilio Vaticano II al Gran Jubileo, analice su fervor y recupere un nuevo impulso para su compromiso espiritual y pastoral. Con este objetivo, deseo ofrecer en esta Carta, al concluir el Año Jubilar, la contribución de mi ministerio petrino, para que la Iglesia brille cada vez más en la variedad de sus dones y en la unidad de su camino.
I. EL ENCUENTRO CON CRISTO, HERENCIA DEL GRAN JUBILEO
4. « Gracias te damos, Señor, Dios omnipotente » (Ap 11,17). En la Bula de convocatoria del Jubileo auguraba que la celebración bimilenaria del misterio de la Encarnación se viviera como un « único e ininterrumpido canto de alabanza a la Trinidad »2 y a la vez como camino de reconciliación y como signo de genuina esperanza para quienes miran a Cristo y a su Iglesia ».3 La experiencia del año jubilar se ha movido precisamente en estas dimensiones vitales, alcanzando momentos de intensidad que nos han hecho como tocar con la mano la presencia misericordiosa de Dios, del cual procede « toda dádiva buena y todo don perfecto » (St 1,17).
Pienso, sobre todo, en la dimensión de la alabanza. Desde ella se mueve toda respuesta auténtica de fe a la revelación de Dios en Cristo. El cristianismo es gracia, es la sorpresa de un Dios que, satisfecho no sólo con la creación del mundo y del hombre, se ha puesto al lado de su criatura, y después de haber hablado muchas veces y de diversos modos por medio de los profetas, « últimamente, en estos días, nos ha hablado por medio de su Hijo » (Hb 1,1-2).
¡En estos días! Sí, el Jubileo nos ha hecho sentir que dos mil años de historia han pasado sin disminuir la actualidad de aquel « hoy » con el que los ángeles anunciaron a los pastores el acontecimiento maravilloso del nacimiento de Jesús en Belén: « Hoy os ha nacido en la ciudad de David un salvador, que es Cristo el Señor » (Lc 2,11). Han pasado dos mil años, pero permanece más viva que nunca la proclamación que Jesús hizo de su misión ante sus atónitos conciudadanos en la Sinagoga de Nazaret, aplicando a sí mismo la profecía de Isaías: « Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír » (Lc 4,21). Han pasado dos mil años, pero siente siempre consolador para los pecadores necesitados de misericordia —y ¿quién no lo es?— aquel « hoy » de la salvación que en la Cruz abrió las puertas del Reino de Dios al ladrón arrepentido: « En verdad te digo, hoy estarás conmigo en el Paraíso » (Lc 23,43).
La plenitud de los tiempos
5. La coincidencia de este Jubileo con la entrada en un nuevo milenio, ha favorecido ciertamente, sin ceder a fantasías milenaristas, la percepción del misterio de Cristo en el gran horizonte de la historia de la salvación. ¡El cristianismo es la religión que ha entrado en la historia! En efecto, es sobre el terreno de la historia donde Dios ha querido establecer con Israel una alianza y preparar así el nacimiento del Hijo del seno de María, « en la plenitud de los tiempos » (Ga 4,4). Contemplado en su misterio divino y humano, Cristo es el fundamento y el centro de la historia, de la cual es el sentido y la meta última. En efecto, es por medio él, Verbo e imagen del Padre, que « todo se hizo » (Jn 1,3; cf. Col 1,15). Su encarnación, culminada en el misterio pascual y en el don del Espíritu, es el eje del tiempo, la hora misteriosa en la cual el Reino de Dios se ha hecho cercano (cf. Mc 1,15), más aún, ha puesto sus raíces, como una semilla destinada a convertirse en un gran árbol (cf. Mc 4,30-32), en nuestra historia.
« Gloria a ti, Cristo Jesús, hoy y siempre tú reinarás ». Con este canto, tantas veces repetido, hemos contemplado en este año a Cristo como nos lo presenta el Apocalipsis: « El Alfa y la Omega, el Primero y el Último, el Principio y el Fin » (Ap 22,13). Y contemplando a Cristo hemos adorado juntos al Padre y al Espíritu, la única e indivisible Trinidad, misterio inefable en el cual todo tiene su origen y su realización.
Purificación de la memoria
6. Para que nosotros pudiéramos contemplar con mirada más pura el misterio, este Año jubilar ha estado fuertemente caracterizado por la petición de perdón. Y esto ha sido así no sólo para cada uno individualmente, que se ha examinado sobre la propia vida para implorar misericordia y obtener el don especial de la indulgencia, sino también para toda la Iglesia, que ha querido recordar las infidelidades con las cuales tantos hijos suyos, a lo largo de la historia, han ensombrecido su rostro de Esposa de Cristo.
Para este examen de conciencia nos habíamos preparado mucho antes, conscientes de que la Iglesia, acogiendo en su seno a los pecadores « es santa y a la vez tiene necesidad de purificación ».4 Unos Congresos científicos nos han ayudado a centrar aquellos aspectos en los que el espíritu evangélico, durante los dos primeros milenios, no siempre ha brillado. ¿Cómo olvidar la conmovedora Liturgia del 12 de marzo de 2000, en la cual yo mismo, en la Basílica de san Pedro, fijando la mirada en Cristo Crucificado, me he hecho portavoz de la Iglesia pidiendo perdón por el pecado de tantos hijos suyos? Esta « purificación de la memoria » ha reforzado nuestros pasos en el camino hacia el futuro, haciéndonos a la vez más humildes y atentos en nuestra adhesión al Evangelio.
Los testigos de la fe
7. Sin embargo, la viva conciencia penitencial no nos ha impedido dar gloria al Señor por todo lo que ha obrado a lo largo de los siglos, y especialmente en el siglo que hemos dejado atrás, concediendo a su Iglesia una gran multitud de santos y de mártires. Para algunos de ellos el Año jubilar ha sido también el año de su beatificación o canonización. Respecto a Pontífices bien conocidos en la historia o a humildes figuras de laicos y religiosos, de un continente a otro del mundo, la santidad se ha manifestado más que nunca como la dimensión que expresa mejor el misterio de la Iglesia. Mensaje elocuente que no necesita palabras, la santidad representa al vivo el rostro de Cristo.
Mucho se ha trabajado también, con ocasión del Año Santo, para recoger las memorias preciosas de los Testigos de la fe en el siglo XX. Los hemos conmemorado el 7 de mayo de 2000, junto con representantes de otras Iglesias y Comunidades eclesiales, en el sugestivo marco del Coliseo, símbolo de las antiguas persecuciones. Es una herencia que no se debe perder y que se ha de trasmitir para un perenne deber de gratitud y un renovado propósito de imitación.
Iglesia peregrina
8. Siguiendo las huellas de los Santos, se han acercado aquí a Roma, ante las tumbas de los Apóstoles, innumerables hijos de la Iglesia, deseosos de profesar la propia fe, confesar los propios pecados y recibir la misericordia que salva. Mi mirada en este año ha quedado impresionada no sólo por las multitudes que han llenado la Plaza de san Pedro durante muchas celebraciones. Frecuentemente me he parado a mirar las largas filas de peregrinos en espera paciente de cruzar la Puerta Santa. En cada uno de ellos trataba de imaginar la historia de su vida, llena de alegrías, ansias y dolores; una historia de encuentro con Cristo y que en el diálogo con él reemprendía su camino de esperanza.
Observando también el continuo fluir de los grupos, los veía como una imagen plástica de la Iglesia peregrina, la Iglesia que está, como dice san Agustín « entre las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios ».5 Nosotros sólo podemos observar el aspecto más externo de este acontecimiento singular. ¿Quién puede valorar las maravillas de la gracia que se han dado en los corazones? Conviene callar y adorar, confiando humildemente en la acción misteriosa de Dios y cantar su amor infinito: « ¡Misericordias Domini in aeternum cantabo! ».
Los jóvenes
9. Los numerosos encuentros jubilares han congregado las más diversas clases de personas, notándose una participación realmente impresionante, que a veces ha puesto a prueba el esfuerzo de los organizadores y animadores, tanto eclesiales como civiles. Deseo aprovechar esta Carta para expresar a todos ellos mi agradecimiento más cordial. Pero, además del número, lo que tantas veces me ha conmovido ha sido constatar el serio esfuerzo de oración, de reflexión y de comunión que estos encuentros han manifestado.
Y, ¿cómo no recordar especialmente el alegre y entusiasmante encuentro de los jóvenes? Si hay una imagen del Jubileo del Año 2000 que quedará viva en el recuerdo más que las otras es seguramente la de la multitud de jóvenes con los cuales he podido establecer una especie de diálogo privilegiado, basado en una recíproca simpatía y un profundo entendimiento. Fue así desde la bienvenida que les di en la Plaza de san Juan de Letrán y en la Plaza de san Pedro. Después les vi deambular por la Ciudad, alegres como deben ser los jóvenes, pero también reflexivos, deseosos de oración, de « sentido » y de amistad verdadera. No será fácil, ni para ellos mismos, ni para cuantos los vieron, borrar de la memoria aquella semana en la cual Roma se hizo « joven con los jóvenes ». No será posible olvidar la celebración eucarística de Tor Vergata.
Una vez más, los jóvenes han sido para Roma y para la Iglesia un don especial del Espíritu de Dios. A veces, cuando se mira a los jóvenes, con los problemas y las fragilidades que les caracterizan en la sociedad contemporánea, hay una tendencia al pesimismo. Es como si el Jubileo de los Jóvenes nos hubiera « sorprendido », trasmitiéndonos, en cambio, el mensaje de una juventud que expresa un deseo profundo, a pesar de posibles ambigüedades, de aquellos valores auténticos que tienen su plenitud en Cristo. ¿No es, tal vez, Cristo el secreto de la verdadera libertad y de la alegría profunda del corazón? ¿No es Cristo el amigo supremo y a la vez el educador de toda amistad auténtica? Si a los jóvenes se les presenta a Cristo con su verdadero rostro, ellos lo experimentan como una respuesta convincente y son capaces de acoger el mensaje, incluso si es exigente y marcado por la Cruz. Por eso, vibrando con su entusiasmo, no dudé en pedirles una opción radical de fe y de vida, señalándoles una tarea estupenda: la de hacerse « centinelas de la mañana » (cf. Is 21,11-12) en esta aurora del nuevo milenio.
Peregrinos de diversas clases
10. Obviamente no puedo detenerme en detalles sobre todas las celebraciones jubilares. Cada una de ellas ha tenido sus características y ha dejado su mensaje no sólo a los que han asistido directamente, sino también a los que lo han conocido o han participado a distancia a través de los medios de comunicación social. Pero, ¿cómo no recordar el tono festivo del primer gran encuentro dedicado a los niños? Empezar por ellos significaba, en cierto modo, respetar la exhortación de Jesús: « Dejad que los niños se acerquen a mí » (Mc 10,14). Más aún, quizás significaba repetir el gesto que él hizo cuando « colocó en medio » a un niño y lo presentó como símbolo mismo de la actitud que había que asumir, si se quiere entrar en el Reino de Dios (cf. Mt 18,2-4).
Y así, en cierto sentido, siguiendo las huellas de los niños han venido a pedir la misericordia jubilar las más diversas clases de adultos: desde los ancianos a los enfermos y minusválidos, desde los trabajadores de las oficinas y del campo a los deportistas, desde los artistas a los profesores universitarios, desde los Obispos y presbíteros a las personas de vida consagrada, desde los políticos y los periodistas hasta los militares, venidos para confirmar el sentido de su servicio como un servicio a la paz.
Gran impacto tuvo el encuentro de los trabajadores, desarrollado el 1 de mayo dentro de la tradicional fecha de la fiesta del trabajo. A ellos les pedí que vivieran la espiritualidad del trabajo, a imitación de san José y de Jesús mismo. Su jubileo me ofreció, además, la ocasión para lanzar una fuerte llamada a remediar los desequilibrios económicos y sociales existentes en el mundo del trabajo, y a gestionar con decisión los procesos de la globalización económica en función de la solidaridad y del respeto debido a cada persona humana.
Los niños, con su incontenible comportamiento festivo, volvieron en el Jubileo de las Familias, en el cual han sido señalados al mundo como « primavera de la familia y de la sociedad ». Muy elocuente fue este encuentro jubilar en el cual tantas familias, procedentes de diversas partes del mundo, vinieron para obtener, con renovado fervor, la luz de Cristo sobre el proyecto originario de Dios (cf. Mc 10,6-8; Mt 19,4-6). Ellas se comprometieron a difundirla en una cultura que corre el peligro de perder, de modo cada vez más preocupante, el sentido mismo del matrimonio y de la institución familiar.
Entre los encuentros más emotivos está también para mí el que tuve con los presos de Regina Caeli. En sus ojos leí el dolor, pero también el arrepentimiento y la esperanza. Para ellos el Jubileo fue por un motivo muy particular un « año de misericordia ».
Simpático fue, finalmente, en los últimos días del año, el encuentro con el mundo del espectáculo. A las personas que trabajan en este sector recordé la gran responsabilidad de proponer, con la alegre diversión, mensajes positivos, moralmente sanos, capaces de transmitir confianza y amor a la vida.
Congreso Eucarístico Internacional
11. En la lógica de este Año jubilar, un significado determinante debía tener el Congreso Eucarístico Internacional. ¡Y lo tuvo! Si la Eucaristía es el sacrificio de Cristo que se hace presente entre nosotros, ¿cómo podía su presencia real no ser el centro del Año Santo dedicado a la encarnación del Verbo? Precisamente por ello fue previsto como año « intensamente eucarístico »6 y así hemos procurado vivirlo. Al mismo tiempo, ¿cómo podía faltar, al lado del recuerdo del nacimiento del Hijo, el de la Madre? María ha estado presente en las celebraciones jubilares no sólo por medio de oportunos y cualificados congresos, sino sobre todo a través del gran Acto de consagración con el que, rodeado por buena parte del Episcopado mundial, confié a su solicitud materna la vida de los hombres y de las mujeres del nuevo milenio.
La dimensión ecuménica
12. Se comprenderá así que hable espontáneamente del Jubileo visto desde la Sede de Pedro. Sin embargo, no olvido que yo mismo quise que su celebración tuviese lugar de pleno derecho también en las Iglesias particulares, y es allí donde la mayor parte de los fieles han podido obtener las gracias especiales y, en particular, la indulgencia del Año jubilar. Así pues, es significativo que muchas Diócesis hayan sentido el deseo de hacerse presentes, con numerosos grupos de fieles, también aquí en Roma. La Ciudad Eterna ha manifestado, pues, una vez más su papel providencial de lugar donde las riquezas y los dones de todas y cada una de las Iglesias, y también de cada nación y cultura, se armonizan en la « catolicidad », para que la única Iglesia de Cristo manifieste de modo cada vez más elocuente su misterio de sacramento de unidad.7
Había pedido también que, en el programa del Año jubilar, se prestara una particular atención a la dimensión ecuménica. ¿Qué ocasión más propicia para animar el camino hacia la plena comunión que la celebración común del nacimiento de Cristo? Se han llevado a cabo muchos esfuerzos para este objetivo, y entre ellos destaca el encuentro ecuménico en la Basílica de San Pablo el 18 de enero de 2000, cuando por primera vez en la historia una Puerta Santa fue abierta conjuntamente por el Sucesor de Pedro, por el Primado Anglicano y por un Metropolitano del Patriarcado Ecuménico de Constantinopla, en presencia de representantes de Iglesias y Comunidades eclesiales del todo el mundo. En esta misma dirección han ido también algunos importantes encuentros con Patriarcas ortodoxos y Jerarcas de otras Confesiones cristianas. Recuerdo, en particular, la reciente visita de S.S. Karekin II, Patriarca Supremo y Catholicos de todos los Armenios. Además, muchos fieles de otras Iglesias y Comunidades eclesiales han participado en los encuentros jubilares de los diversos grupos. El camino ecuménico es ciertamente laborioso, quizás largo, pero nos anima la esperanza de estar guiados por la presencia de Cristo resucitado y por la fuerza inagotable de su Espíritu, capaz de sorpresas siempre nuevas.
La peregrinación en Tierra Santa
13. ¿Cómo no recordar también mi Jubileo personal por los caminos de Tierra Santa? Habría deseado iniciarlo en Ur de los Caldeos, para seguir casi prácticamente las huellas de Abraham « nuestro padre en la fe » (cf. Rm 4,11-16). En cambio, tuve que contentarme con una etapa únicamente espiritual, mediante la sugestiva « Liturgia de la palabra » celebrada el 23 de febrero en el Aula Pablo VI. A continuación tuvo lugar la verdadera peregrinación, siguiendo el itinerario de la historia de la salvación. Así tuve el gozo de pararme en el Monte Sinaí, lugar que recuerda la entrega del Decálogo y de la primera Alianza. Un mes después retomé el camino, llegando al Monte Nebo y visitando luego los mismos lugares habitados y santificados por el Redentor. Es difícil expresar la emoción que experimenté al poder venerar los lugares del nacimiento y de la vida de Cristo, en Belén y Nazaret, al celebrar la Eucaristía en el Cenáculo, en el mismo lugar de su institución, al meditar el misterio de la Cruz sobre el Gólgota, donde él dio su vida por nosotros. En aquellos lugares, aún tan probados e incluso recientemente entristecidos por la violencia, pude experimentar una acogida extraordinaria no sólo por parte de los hijos de la Iglesia, sino también por parte de las comunidades israelítica y palestina. Grande fue mi emoción en la oración ante el Muro de las Lamentaciones y durante la visita al Mausoleo de Yad Vashem, en el recuerdo aterrador de las víctimas de los campos de exterminio nazis. Aquella peregrinación fue un momento de fraternidad y de paz, que me complace señalar como uno de los dones más bellos del acontecimiento jubilar. Pensando en el clima vivido en aquellos días, expreso el sincero augurio de una pronta y justa solución de los problemas aún abiertos en aquellos lugares santos, tan queridos a la vez por los judíos, los cristianos y los musulmanes.
La deuda internacional
14. El Jubileo ha sido también, —y no podía ser de otro modo— un gran acontecimiento de caridad. Desde los años preparatorios, hice una llamada a una mayor y más comprometida atención a los problemas de la pobreza que aún afligen al mundo. Un significado particular ha tenido, a este respecto, el problema de la deuda internacional de los Países pobres. En relación con éstos, un gesto de generosidad estaba en la lógica misma del Jubileo, que en su originaria configuración bíblica era precisamente el tiempo en el cual la comunidad se comprometía a restablecer la justicia y la solidaridad en las relaciones entre las personas, restituyendo también los bienes materiales substraídos. Me complace observar que recientemente los Parlamentos de muchos Estados acreedores han votado una reducción sustancial de la deuda bilateral que tienen los Países más pobres y endeudados. Formulo mis votos para que los respectivos Gobiernos acaten, en breve plazo, estas decisiones parlamentarias. Más problemática ha resultado, sin embargo, la cuestión de la deuda multilateral, contraída por Países pobres con los Organismos financieros internacionales. Es de desear que los Estados miembros de tales organizaciones, sobre todo los que tienen un mayor peso en las decisiones, logren encontrar el consenso necesario para llegar a una rápida solución de una cuestión de la que depende el proceso de desarrollo de muchos Países, con graves consecuencias para la condición económica y existencial de tantas personas.
Un nuevo dinamismo
15. Éstos son algunos de los aspectos más sobresalientes de la experiencia jubilar. Ésta deja en nosotros tantos recuerdos. Pero si quisiéramos individuar el núcleo esencial de la gran herencia que nos deja, no dudaría en concretarlo en la contemplación del rostro de Cristo: contemplado en sus coordenadas históricas y en su misterio, acogido en su múltiple presencia en la Iglesia y en el mundo, confesado como sentido de la historia y luz de nuestro camino.
Ahora tenemos que mirar hacia adelante, debemos « remar mar adentro », confiando en la palabra de Cristo: ¡Duc in altum! Lo que hemos hecho este año no puede justificar una sensación de dejadez y menos aún llevarnos a una actitud de desinterés. Al contrario, las experiencias vividas deben suscitar en nosotros un dinamismo nuevo, empujándonos a emplear el entusiasmo experimentado en iniciativas concretas. Jesús mismo nos lo advierte: « Quien pone su mano en el arado y vuelve su vista atrás, no sirve para el Reino de Dios » (Lc 9,62). En la causa del Reino no hay tiempo para mirar para atrás, y menos para dejarse llevar por la pereza. Es mucho lo que nos espera y por eso tenemos que emprender una eficaz programación pastoral postjubilar.
Sin embargo, es importante que lo que nos propongamos, con la ayuda de Dios, esté fundado en la contemplación y en la oración. El nuestro es un tiempo de continuo movimiento, que a menudo desemboca en el activismo, con el riesgo fácil del « hacer por hacer ». Tenemos que resistir a esta tentación, buscando « ser » antes que « hacer ». Recordemos a este respecto el reproche de Jesús a Marta: « Tú te afanas y te preocupas por muchas cosas y sin embargo sólo una es necesaria » (Lc 10,41-42). Con este espíritu, antes de someter a vuestra consideración unas líneas de acción, deseo haceros partícipes de algunos puntos de meditación sobre el misterio de Cristo, fundamento absoluto de toda nuestra acción pastoral.
II. UN ROSTRO PARA CONTEMPLAR
16. « Queremos ver a Jesús » (Jn 12,21). Esta petición, hecha al apóstol Felipe por algunos griegos que habían acudido a Jerusalén para la peregrinación pascual, ha resonado también espiritualmente en nuestros oídos en este Año jubilar. Como aquellos peregrinos de hace dos mil años, los hombres de nuestro tiempo, quizás no siempre conscientemente, piden a los creyentes de hoy no sólo « hablar » de Cristo, sino en cierto modo hacérselo « ver ». ¿Y no es quizá cometido de la Iglesia reflejar la luz de Cristo en cada época de la historia y hacer resplandecer también su rostro ante las generaciones del nuevo milenio?
Nuestro testimonio sería, además, enormemente deficiente si nosotros no fuésemos los primeros contempladores de su rostro. El Gran Jubileo nos ha ayudado a serlo más profundamente. Al final del Jubileo, a la vez que reemprendemos el ritmo ordinario, llevando en el ánimo las ricas experiencias vividas durante este período singular, la mirada se queda más que nunca fija en el rostro del Señor.
El testimonio de los Evangelios
17. La contemplación del rostro de Cristo se centra sobre todo en lo que de él dice la Sagrada Escritura que, desde el principio hasta el final, está impregnada de este misterio, señalado oscuramente en el Antiguo Testamento y revelado plenamente en el Nuevo, hasta el punto que san Jerónimo afirma con vigor: « Ignorar las Escrituras es ignorar a Cristo mismo ».8 Teniendo como fundamento la Escritura, nos abrimos a la acción del Espíritu (cf. Jn 15,26), que es el origen de aquellos escritos, y, a la vez, al testimonio de los Apóstoles (cf. ibíd., 27), que tuvieron la experiencia viva de Cristo, la Palabra de vida, lo vieron con sus ojos, lo escucharon con sus oídos y lo tocaron con sus manos (cf. 1 Jn 1,1).
Lo que nos ha llegado por medio de ellos es una visión de fe, basada en un testimonio histórico preciso. Es un testimonio verdadero que los Evangelios, no obstante su compleja redacción y con una intención primordialmente catequética, nos transmitieron de una manera plenamente comprensible.9
18. En realidad los Evangelios no pretenden ser una biografía completa de Jesús según los cánones de la ciencia histórica moderna. Sin embargo, de ellos emerge el rostro del Nazareno con un fundamento histórico seguro, pues los evangelistas se preocuparon de presentarlo recogiendo testimonios fiables (cf. Lc 1,3) y trabajando sobre documentos sometidos al atento discernimiento eclesial. Sobre la base de estos testimonios iniciales ellos, bajo la acción iluminada del Espíritu Santo, descubrieron el dato humanamente desconcertante del nacimiento virginal de Jesús de María, esposa de José. De quienes lo habían conocido durante los casi treinta años transcurridos por él en Nazaret (cf. Lc 3,23), recogieron los datos sobre su vida de « hijo del carpintero » (Mt 13,55) y también como « carpintero », en medio de sus parientes (cf. Mc 6,3). Hablaron de su religiosidad, que lo movía a ir con los suyos en peregrinación anual al templo de Jerusalén (cf. Lc 2,41) y sobre todo porque acudía de forma habitual a la sinagoga de su ciudad (cf. Lc 4,16).
Después los relatos serán más extensos, aún sin ser una narración orgánica y detallada, en el período del ministerio público, a partir del momento en que el joven galileo se hace bautizar por Juan Bautista en el Jordán y, apoyado por el testimonio de lo alto, con la conciencia de ser el « Hijo amado » (cf. Lc 3,22), inicia su predicación de la venida del Reino de Dios, enseñando sus exigencias y su fuerza mediante palabras y signos de gracia y misericordia. Los Evangelios nos lo presentan así en camino por ciudades y aldeas, acompañado por doce Apóstoles elegidos por él (cf. Mc 3,13-19), por un grupo de mujeres que los ayudan (cf. Lc 8,2-3), por muchedumbres que lo buscan y lo siguen, por enfermos que imploran su poder de curación, por interlocutores que escuchan, con diferente eco, sus palabras.
La narración de los Evangelios coincide además en mostrar la creciente tensión que hay entre Jesús y los grupos dominantes de la sociedad religiosa de su tiempo, hasta la crisis final, que tiene su epílogo dramático en el Gólgota. Es la hora de las tinieblas, a la que seguirá una nueva, radiante y definitiva aurora. En efecto, las narraciones evangélicas terminan mostrando al Nazareno victorioso sobre la muerte, señalan la tumba vacía y lo siguen en el ciclo de las apariciones, en las cuales los discípulos, perplejos y atónitos antes, llenos de indecible gozo después, lo experimentan vivo y radiante, y de él reciben el don del Espíritu Santo (cf. Jn 20,22) y el mandato de anunciar el Evangelio a « todas las gentes » (Mt 28,19).
El camino de la fe
19. « Los discípulos se alegraron de ver al Señor » (Jn 20,20). El rostro que los Apóstoles contemplaron después de la resurrección era el mismo de aquel Jesús con quien habían vivido unos tres años, y que ahora los convencía de la verdad asombrosa de su nueva vida mostrándoles « las manos y el costado » (ibíd.). Ciertamente no fue fácil creer. Los discípulos de Emaús creyeron sólo después de un laborioso itinerario del espíritu (cf. Lc 24,13-35). El apóstol Tomás creyó únicamente después de haber comprobado el prodigio (cf. Jn 20,24-29). En realidad, aunque se viese y se tocase su cuerpo, sólo la fe podía franquear el misterio de aquel rostro. Ésta era una experiencia que los discípulos debían haber hecho ya en la vida histórica de Cristo, con las preguntas que afloraban en su mente cada vez que se sentían interpelados por sus gestos y por sus palabras. A Jesús no se llega verdaderamente más que por la fe, a través de un camino cuyas etapas nos presenta el Evangelio en la bien conocida escena de Cesarea de Filipo (cf. Mt 16,13-20). A los discípulos, como haciendo un primer balance de su misión, Jesús les pregunta quién dice la « gente » que es él, recibiendo como respuesta: « Unos, que Juan el Bautista; otros, que Elías; otros, que Jeremías o uno de los profetas » (Mt 16,14). Respuesta elevada, pero distante aún —¡y cuánto!— de la verdad. El pueblo llega a entrever la dimensión religiosa realmente excepcional de este rabbí que habla de manera fascinante, pero que no consigue encuadrarlo entre los hombres de Dios que marcaron la historia de Israel. En realidad, ¡Jesús es muy distinto! Es precisamente este ulterior grado de conocimiento, que atañe al nivel profundo de su persona, lo que él espera de los « suyos »: « Y vosotros ¿quién decís que soy yo? » (Mt 16,15). Sólo la fe profesada por Pedro, y con él por la Iglesia de todos los tiempos, llega realmente al corazón, yendo a la profundidad del misterio: « Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo » (Mt 16,16).
20. ¿Cómo llegó Pedro a esta fe? ¿Y qué se nos pide a nosotros si queremos seguir de modo cada vez más convencido sus pasos? Mateo nos da una indicación clarificadora en las palabras con que Jesús acoge la confesión de Pedro: « No te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos » (16,17). La expresión « carne y sangre » evoca al hombre y el modo común de conocer. Esto, en el caso de Jesús, no basta. Es necesaria una gracia de « revelación » que viene del Padre (cf. ibíd.). Lucas nos ofrece un dato que sigue la misma dirección, haciendo notar que este diálogo con los discípulos se desarrolló mientras Jesús « estaba orando a solas » (Lc 9,18). Ambas indicaciones nos hacen tomar conciencia del hecho de que a la contemplación plena del rostro del Señor no llegamos sólo con nuestras fuerzas, sino dejándonos guiar por la gracia. Sólo la experiencia del silencio y de la oración ofrece el horizonte adecuado en el que puede madurar y desarrollarse el conocimiento más auténtico, fiel y coherente, de aquel misterio, que tiene su expresión culminante en la solemne proclamación del evangelista Juan: « Y la Palabra se hizo carne, y puso su Morada entre nosotros, y hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad » (Jn 1,14).
La profundidad del misterio
21. ¡La Palabra y la carne, la gloria divina y su morada entre los hombres! En la unión íntima e inseparable de estas dos polaridades está la identidad de Cristo, según la formulación clásica del Concilio de Calcedonia (a. 451): « Una persona en dos naturalezas ». La persona es aquélla, y sólo aquélla, la Palabra eterna, el hijo del Padre. Sus dos naturalezas, sin confusión alguna, pero sin separación alguna posible, son la divina y la humana.10
Somos conscientes de los límites de nuestros conceptos y palabras. La fórmula, aunque siempre humana, está sin embargo expresada cuidadosamente en su contenido doctrinal y nos permite asomarnos, en cierto modo, a la profundidad del misterio. Ciertamente, ¡Jesús es verdadero Dios y verdadero hombre! Como el apóstol Tomás, la Iglesia está invitada continuamente por Cristo a tocar sus llagas, es decir, a reconocer la plena humanidad asumida en María, entregada a la muerte, transfigurada por la resurrección: « Acerca aquí tu dedo y mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado » (Jn 20,27). Como Tomás, la Iglesia se postra ante Cristo resucitado, en la plenitud de su divino esplendor, y exclama perennemente: ¡« Señor mío y Dios mío »! (Jn 20,28).
22. « La Palabra se hizo carne » (Jn 1,14). Esta espléndida presentación joánica del misterio de Cristo está confirmada por todo el Nuevo Testamento. En este sentido se sitúa también el apóstol Pablo cuando afirma que el Hijo de Dios nació de la estirpe de David « según la carne » (Rm 1,3; cf. 9,5). Si hoy, con el racionalismo que reina en gran parte de la cultura contemporánea, es sobre todo la fe en la divinidad de Cristo lo que constituye un problema, en otros contextos históricos y culturales hubo más bien la tendencia a rebajar o desconocer el aspecto histórico concreto de la humanidad de Jesús. Pero para la fe de la Iglesia es esencial e irrenunciable afirmar que realmente la Palabra « se hizo carne » y asumió todas las características del ser humano, excepto el pecado (cf. Hb 4,15). En esta perspectiva, la Encarnación es verdaderamente una kenosis, un "despojarse", por parte del Hijo de Dios, de la gloria que tiene desde la eternidad (cf. Flp 2,6-8; 1 P 3,18).
Por otra parte, este rebajarse del Hijo de Dios no es un fin en sí mismo; tiende más bien a la plena glorificación de Cristo, incluso en su humanidad. « Por lo cual Dios le exaltó y le otorgó un Nombre sobre todo nombre. Para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese que Cristo Jesús es Señor para gloria de Dios Padre » (Flp 2,9-11).
23. « Señor, busco tu rostro » (Sal 2726,8). El antiguo anhelo del Salmista no podía recibir una respuesta mejor y sorprendente más que en la contemplación del rostro de Cristo. En él Dios nos ha bendecido verdaderamente y ha hecho « brillar su rostro sobre nosotros » (Sal 6766,3). Al mismo tiempo, Dios y hombre como es, Cristo nos revela también el auténtico rostro del hombre, « manifiesta plenamente el hombre al propio hombre ».11
Jesús es el « hombre nuevo » (cf. Ef 4,24; Col 3,10) que llama a participar de su vida divina a la humanidad redimida. En el misterio de la Encarnación están las bases para una antropología que es capaz de ir más allá de sus propios límites y contradicciones, moviéndose hacia Dios mismo, más aún, hacia la meta de la « divinazación », a través de la incorporación a Cristo del hombre redimido, admitido a la intimidad de la vida trinitaria. Sobre esta dimensión salvífica del misterio de la Encarnación los Padres han insistido mucho: sólo porque el Hijo de Dios se hizo verdaderamente hombre, el hombre puede, en él y por medio de él, llegar a ser realmente hijo de Dios.12
Rostro del Hijo
24. Esta identidad divino-humana brota vigorosamente de los Evangelios, que nos ofrecen una serie de elementos gracias a los cuales podemos introducirnos en la « zona-límite » del misterio, representada por la autoconciencia de Cristo. La Iglesia no duda de que en su narración los evangelistas, inspirados por el Espíritu Santo, captaran correctamente, en las palabras pronunciadas por Jesús, la verdad que él tenía sobre su conciencia y su persona. ¿No es quizás esto lo que nos quiere decir Lucas, recogiendo las primeras palabras de Jesús, apenas con doce años, en el templo de Jerusalén? Entonces él aparece ya consciente de tener una relación única con Dios, como es la propia del « hijo ». En efecto, a su Madre, que le hace notar la angustia con que ella y José lo han buscado, Jesús responde sin dudar: « ¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en la casa de mi Padre? » (Lc 2,49). No es de extrañar, pues, que, en la madurez, su lenguaje expresara firmemente la profundidad de su misterio, como está abundantemente subrayado tanto por los Evangelios sinópticos (cf. Mt 11,27; Lc 10,22), como por el evangelista Juan. En su autoconciencia Jesús no tiene dudas: « El Padre está en mí, y yo en el Padre » (Jn 10,38).
Aunque sea lícito pensar que, por su condición humana que lo hacía crecer « en sabiduría, en estatura y en gracia » (Lc 2,52), la conciencia humana de su misterio progresa también hasta la plena expresión de su humanidad glorificada, no hay duda de que ya en su existencia terrena Jesús tenía conciencia de su identidad de Hijo de Dios. Juan lo subraya llegando a afirmar que, en definitiva, por esto fue rechazado y condenado. En efecto, buscaban matarlo, « porque no sólo quebrantaba el sábado, sino que llamaba a Dios su propio Padre, haciéndose a sí mismo igual a Dios » (Jn 5,18). En el marco de Getsemaní y del Gólgota, la conciencia humana de Jesús se verá sometida a la prueba más dura. Pero ni siquiera el drama de la pasión y muerte conseguirá afectar su serena seguridad de ser el Hijo del Padre celestial.
Rostro doliente
25. La contemplación del rostro de Cristo nos lleva así a acercarnos al aspecto más paradójico de su misterio, como se ve en la hora extrema, la hora de la Cruz. Misterio en el misterio, ante el cual el ser humano ha de postrarse en adoración.
Pasa ante nuestra mirada la intensidad de la escena de la agonía en el huerto de los Olivos. Jesús, abrumado por la previsión de la prueba que le espera, solo ante Dios, lo invoca con su habitual y tierna expresión de confianza: « ¡Abbá, Padre! ». Le pide que aleje de él, si es posible, la copa del sufrimiento (cf. Mc 14,36). Pero el Padre parece que no quiere escuchar la voz del Hijo. Para devolver al hombre el rostro del Padre, Jesús debió no sólo asumir el rostro del hombre, sino cargarse incluso del « rostro » del pecado. « Quien no conoció pecado, se hizo pecado por nosotros, para que viniésemos a ser justicia de Dios en él » (2 Co 5,21).
Nunca acabaremos de conocer la profundidad de este misterio. Es toda la aspereza de esta paradoja la que emerge en el grito de dolor, aparentemente desesperado, que Jesús da en la cruz: « "Eloí, Eloí, ¿lema sabactaní?" —que quiere decir— "¡Dios mío, Dios mío! ¿por qué me has abandonado?" » (Mc 15,34). ¿Es posible imaginar un sufrimiento mayor, una oscuridad más densa? En realidad, el angustioso « por qué » dirigido al Padre con las palabras iniciales del Salmo 22, aun conservando todo el realismo de un dolor indecible, se ilumina con el sentido de toda la oración en la que el Salmista presenta unidos, en un conjunto conmovedor de sentimientos, el sufrimiento y la confianza. En efecto, continúa el Salmo: « En ti esperaron nuestros padres, esperaron y tú los liberaste... ¡No andes lejos de mí, que la angustia está cerca, no hay para mí socorro! » (2221, 5.12).
26. El grito de Jesús en la cruz, queridos hermanos y hermanas, no delata la angustia de un desesperado, sino la oración del Hijo que ofrece su vida al Padre en el amor para la salvación de todos. Mientras se identifica con nuestro pecado, « abandonado » por el Padre, él se « abandona » en las manos del Padre. Fija sus ojos en el Padre. Precisamente por el conocimiento y la experiencia que sólo él tiene de Dios, incluso en este momento de oscuridad ve límpidamente la gravedad del pecado y sufre por esto. Sólo él, que ve al Padre y lo goza plenamente, valora profundamente qué significa resistir con el pecado a su amor. Antes aun, y mucho más que en el cuerpo, su pasión es sufrimiento atroz del alma. La tradición teológica no ha evitado preguntarse cómo Jesús pudiera vivir a la vez la unión profunda con el Padre, fuente naturalmente de alegría y felicidad, y la agonía hasta el grito de abandono. La copresencia de estas dos dimensiones aparentemente inconciliables está arraigada realmente en la profundidad insondable de la unión hipostática.
27. Ante este misterio, además de la investigación teológica, podemos encontrar una ayuda eficaz en aquel patrimonio que es la « teología vivida » de los Santos. Ellos nos ofrecen unas indicaciones preciosas que permiten acoger más fácilmente la intuición de la fe, y esto gracias a las luces particulares que algunos de ellos han recibido del Espíritu Santo, o incluso a través de la experiencia que ellos mismos han hecho de los terribles estados de prueba que la tradición mística describe como « noche oscura ». Muchas veces los Santos han vivido algo semejante a la experiencia de Jesús en la cruz en la paradójica confluencia de felicidad y dolor. En el Diálogo de la Divina Providencia Dios Padre muestra a Catalina de Siena cómo en las almas santas puede estar presente la alegría junto con el sufrimiento: « Y el alma está feliz y doliente: doliente por los pecados del prójimo, feliz por la unión y por el afecto de la caridadque ha recibido en sí misma. Ellos imitan al Cordero inmaculado, a mi Hijo Unigénito, el cual estando en la cruz estaba feliz y doliente ».13 Del mismo modo Teresa de Lisieux vive su agonía en comunión con la de Jesús, verificando en sí misma precisamente la misma paradoja de Jesús feliz y angustiado: « Nuestro Señor en el huerto de los Olivos gozaba de todas las alegrías de la Trinidad, sin embargo su agonía no era menos cruel. Es un misterio, pero le aseguro que, de lo que pruebo yo misma, comprendo algo ».14 Es un testimonio muy claro. Por otra parte, la misma narración de los evangelistas da lugar a esta percepción eclesial de la conciencia de Cristo cuando recuerda que, aun en su profundo dolor, él muere implorando el perdón para sus verdugos (cf. Lc 23,34) y expresando al Padre su extremo abandono filial: « Padre, en tus manos pongo mi espíritu » (Lc 23,46).
Rostro del Resucitado
28. Como en el Viernes y en el Sábado Santo, la Iglesia permanece en la contemplación de este rostro ensangrentado, en el cual se esconde la vida de Dios y se ofrece la salvación del mundo. Pero esta contemplación del rostro de Cristo no puede reducirse a su imagen de crucificado. ¡Él es el Resucitado! Si no fuese así, vana sería nuestra predicación y vana nuestra fe (cf. 1 Co 15,14). La resurrección fue la respuesta del Padre a la obediencia de Cristo, como recuerda la Carta a los Hebreos: « El cual, habiendo ofrecido en los días de su vida mortal ruegos y súplicas con poderoso clamor y lágrimas al que podía salvarle de la muerte, fue escuchado por su actitud reverente, y aun siendo Hijo, con lo que padeció experimentó la obediencia; y llegado a la perfección, se convirtió en causa de salvación eterna para todos los que le obedecen » (5,7-9).
La Iglesia mira ahora a Cristo resucitado. Lo hace siguiendo los pasos de Pedro, que lloró por haberle renegado y retomó su camino confesando, con comprensible temor, su amor a Cristo: « Tú sabes que te quiero » (Jn 21,15.17). Lo hace unida a Pablo, que lo encontró en el camino de Damasco y quedó impactado por él: « Para mí la vida es Cristo, y la muerte, una ganancia » (Flp 1,21).
Después de dos mil años de estos acontecimientos, la Iglesia los vive como si hubieran sucedido hoy. En el rostro de Cristo ella, su Esposa, contempla su tesoro y su alegría. « Dulcis Iesu memoria, dans vera cordis gaudia »: ¡cuán dulce es el recuerdo de Jesús, fuente de verdadera alegría del corazón! La Iglesia, animada por esta experiencia, retoma hoy su camino para anunciar a Cristo al mundo, al inicio del tercer milenio: Él « es el mismo ayer, hoy y siempre » (Hb 13,8).
III. CAMINAR DESDE CRISTO
29. « He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo » (Mt 28,20). Esta certeza, queridos hermanos y hermanas, ha acompañado a la Iglesia durante dos milenios y se ha avivado ahora en nuestros corazones por la celebración del Jubileo. De ella debemos sacar un renovado impulso en la vida cristiana, haciendo que sea, además, la fuerza inspiradora de nuestro camino. Conscientes de esta presencia del Resucitado entre nosotros, nos planteamos hoy la pregunta dirigida a Pedro en Jerusalén, inmediatamente después de su discurso de Pentecostés: « ¿Qué hemos de hacer, hermanos? » (Hch 2,37).
Nos lo preguntamos con confiado optimismo, aunque sin minusvalorar los problemas. No nos satisface ciertamente la ingenua convicción de que haya una fórmula mágica para los grandes desafíos de nuestro tiempo. No, no será una fórmula lo que nos salve, pero sí una Persona y la certeza que ella nos infunde: ¡Yo estoy con vosotros!
No se trata, pues, de inventar un nuevo programa. El programa ya existe. Es el de siempre, recogido por el Evangelio y la Tradición viva. Se centra, en definitiva, en Cristo mismo, al que hay que conocer, amar e imitar, para vivir en él la vida trinitaria y transformar con él la historia hasta su perfeccionamiento en la Jerusalén celeste. Es un programa que no cambia al variar los tiempos y las culturas, aunque tiene cuenta del tiempo y de la cultura para un verdadero diálogo y una comunicación eficaz. Este programa de siempre es el nuestro para el tercer milenio.
Sin embargo, es necesario que el programa formule orientaciones pastorales adecuadas a las condiciones de cada comunidad. El Jubileo nos ha ofrecido la oportunidad extraordinaria de dedicarnos, durante algunos años, a un camino de unidad en toda la Iglesia, un camino de catequesis articulada sobre el tema trinitario y acompañada por objetivos pastorales orientados hacia una fecunda experiencia jubilar. Doy las gracias por la cordial adhesión con la que ha sido acogida la propuesta que hice en la Carta apostólica Tertio millennio adveniente. Sin embargo, ahora ya no estamos ante una meta inmediata, sino ante el mayor y no menos comprometedor horizonte de la pastoral ordinaria. Dentro de las coordenadas universales e irrenunciables, es necesario que el único programa del Evangelio siga introduciéndose en la historia de cada comunidad eclesial, como siempre se ha hecho. En las Iglesias locales es donde se pueden establecer aquellas indicaciones programáticas concretas —objetivos y métodos de trabajo, de formación y valorización de los agentes y la búsqueda de los medios necesarios— que permiten que el anuncio de Cristo llegue a las personas, modele las comunidades e incida profundamente mediante el testimonio de los valores evangélicos en la sociedad y en la cultura.
Por tanto, exhorto ardientemente a los Pastores de las Iglesias particulares a que, ayudados por la participación de los diversos sectores del Pueblo de Dios, señalen las etapas del camino futuro, sintonizando las opciones de cada Comunidad diocesana con las de las Iglesias colindantes y con las de la Iglesia universal.
Dicha sintonía será ciertamente más fácil por el trabajo colegial, que ya se ha hecho habitual, desarrollado por los Obispos en las Conferencias episcopales y en los Sínodos. ¿No ha sido éste quizás el objetivo de las Asambleas de los Sínodos, que han precedido la preparación al Jubileo, elaborando orientaciones significativas para el anuncio actual del Evangelio en los múltiples contextos y las diversas culturas? No se debe perder este rico patrimonio de reflexión, sino hacerlo concretamente operativo.
Nos espera, pues, una apasionante tarea de renacimiento pastoral. Una obra que implica a todos. Sin embargo, deseo señalar, como punto de referencia y orientación común, algunas prioridades pastorales que la experiencia misma del Gran Jubileo ha puesto especialmente de relieve ante mis ojos.
La santidad
30. En primer lugar, no dudo en decir que la perspectiva en la que debe situarse el camino pastoral es el de la santidad. ¿Acaso no era éste el sentido último de la indulgencia jubilar, como gracia especial ofrecida por Cristo para que la vida de cada bautizado pudiera purificarse y renovarse profundamente?
Espero que, entre quienes han participado en el Jubileo, hayan sido muchos los beneficiados con esta gracia, plenamente conscientes de su carácter exigente. Terminado el Jubileo, empieza de nuevo el camino ordinario, pero hacer hincapié en la santidad es más que nunca una urgencia pastoral.
Conviene además descubrir en todo su valor programático el capítulo V de la Constitución dogmática Lumen gentium sobre la Iglesia, dedicado a la « vocación universal a la santidad ». Si los Padres conciliares concedieron tanto relieve a esta temática no fue para dar una especie de toque espiritual a la eclesiología, sino más bien para poner de relieve una dinámica intrínseca y determinante. Descubrir a la Iglesia como « misterio », es decir, como pueblo « congregado en la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo »,15 llevaba a descubrir también su « santidad », entendida en su sentido fundamental de pertenecer a Aquél que por excelencia es el Santo, el « tres veces Santo » (cf. Is 6,3). Confesar a la Iglesia como santa significa mostrar su rostro de Esposa de Cristo, por la cual él se entregó, precisamente para santificarla (cf. Ef 5,25-26). Este don de santidad, por así decir, objetiva, se da a cada bautizado.
Pero el don se plasma a su vez en un compromiso que ha de dirigir toda la vida cristiana: « Ésta es la voluntad de Dios: vuestra santificación » (1 Ts 4,3). Es un compromiso que no afecta sólo a algunos cristianos: « Todos los cristianos, de cualquier clase o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección del amor ».16
31. Recordar esta verdad elemental, poniéndola como fundamento de la programación pastoral que nos atane al inicio del nuevo milenio, podría parecer, en un primer momento, algo poco práctico. ¿Acaso se puede « programar » la santidad? ¿Qué puede significar esta palabra en la lógica de un plan pastoral?
En realidad, poner la programación pastoral bajo el signo de la santidad es una opción llena de consecuencias. Significa expresar la convicción de que, si el Bautismo es una verdadera entrada en la santidad de Dios por medio de la inserción en Cristo y la inhabitación de su Espíritu, sería un contrasentido contentarse con una vida mediocre, vivida según una ética minimalista y una religiosidad superficial. Preguntar a un catecúmeno, « ¿quieres recibir el Bautismo? », significa al mismo tiempo preguntarle, « ¿quieres ser santo? » Significa ponerle en el camino del Sermón de la Montaña: « Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial » (Mt 5,48).
Como el Concilio mismo explicó, este ideal de perfección no ha de ser malentendido, como si implicase una especie de vida extraordinaria, practicable sólo por algunos « genios » de la santidad. Los caminos de la santidad son múltiples y adecuados a la vocación de cada uno. Doy gracias al Señor que me ha concedido beatificar y canonizar durante estos años a tantos cristianos y, entre ellos a muchos laicos que se han santificado en las circunstancias más ordinarias de la vida. Es el momento de proponer de nuevo a todos con convicción este « alto grado » de la vida cristiana ordinaria. La vida entera de la comunidad eclesial y de las familias cristianas debe ir en esta dirección. Pero también es evidente que los caminos de la santidad son personales y exigen una pedagogía de la santidad verdadera y propia, que sea capaz de adaptarse a los ritmos de cada persona. Esta pedagogía debe enriquecer la propuesta dirigida a todos con las formas tradicionales de ayuda personal y de grupo, y con las formas más recientes ofrecidas en las asociaciones y en los movimientos reconocidos por la Iglesia.
La oración
32. Para esta pedagogía de la santidad es necesario un cristianismo que se distinga ante todo en el arte de la oración. El Año jubilar ha sido un año de oración personal y comunitaria más intensa. Pero sabemos bien que rezar tampoco es algo que pueda darse por supuesto. Es preciso aprender a orar, como aprendiendo de nuevo este arte de los labios mismos del divino Maestro, como los primeros discípulos: « Señor, ensé&