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3. La riqueza de los carismas
Los carismas pueden ser muchos y muy distintos, aunque todos tienen el mismo origen


Por: + Luis Bambarén Gastelumendi, S.J. | Fuente: Comisión Episcopal de Apostolado Laical, Perú



3.1.Los carismas en la Iglesia

Los movimientos y asociaciones eclesiales testimonian ante el mundo la riqueza de los dones que el Espíritu derrama para el enriquecimiento del Pueblo de Dios. «Cristo ha dotado a la Iglesia, su Cuerpo, de la plenitud de los bienes y medios de salvación; el Espíritu Santo mora en ella, la vivifica con sus dones y carismas, la santifica, la guía y la renueva sin cesar» (105).

La palabra carisma -que viene del griego charis y se traduce por gracia- expresa la realidad de un don gratuito que nos es dado por obra del Espíritu Santo en orden a la edificación de la Iglesia. «Sean extraordinarios, sean simples y sencillos, los carismas -señala el Papa Juan Pablo II- son siempre gracias del Espíritu Santo que tienen, directa o indirectamente, una utilidad eclesial, ya que están ordenados a la edificación de la Iglesia, al bien de los hombres y a las necesidades del mundo» (106). Estos dones o carismas «son la fuente de toda genuina experiencia asociativa» (107).

Los carismas pueden ser muchos y muy distintos, aunque todos tienen el mismo origen. Como dice San Pablo: «Hay diversidad de carismas, pero el Espíritu es el mismo» (1 Cor 12,4). No existe un número determinado de ellos; surgen siempre en función de las necesidades del Pueblo de Dios. Por esta razón San Pablo ofrece diversas listas de carismas (cf. Rm 12,6-8ss; 1 Cor 12,8-10.28-30).

En el Concilio Vaticano II se explicitó y desarrolló el sentido e importancia de los carismas para el Pueblo de Dios. En sus documentos se señala con toda claridad que el Espíritu Santo no sólo santifica y edifica a su Iglesia mediante los sacramentos y los ministros, sino que «también reparte gracias especiales entre los fieles de cualquier estado o condición» (108). Se trata de edificar el Cuerpo de Cristo en un proceso de distribución de dones que se da dentro de una armonía en medio de la pluralidad y complementariedad de funciones y estados de vida (109). Todo carisma, explica San Pablo, debe vivirse en unidad y armonía con los restantes carismas (cf. 1 Tes 5,12.19-21; 1 Cor 3,8). En la Apostolicam actuositatem se dice: «Para ejercer este apostolado, el Espíritu Santo opera la santificación del Pueblo de Dios por el ministerio y los sacramentos, concede también dones peculiares a los fieles (cf. 1 Cor 12,7), "distribuyéndolos a cada uno según quiere" (1Cor 12,11), para que todos, "poniendo cada uno la gracia recibida al servicio de los demás", sean "buenos administradores de la multiforme gracia de Dios" (1 Pe 4,10), en orden a la edificación de todo el cuerpo en el amor (cf. Ef 4,16)» (110).

La pluralidad y la diversidad de miembros y estilos de vida en la Iglesia es expresión del único Cuerpo de Cristo. Y esta pluralidad es posible y legítima solamente a partir de la unidad del Cuerpo y en cuanto tiende a su unidad, de modo que todas las particularidades existan en función de las otras y para la totalidad del Cuerpo. Así pues, la variedad de los carismas no pone en peligro la unidad, antes bien la fortalece (111). El Espíritu Santo no sólo es principio de permanente renovación en orden a la santidad, sino que es también fundamento de unidad y comunión.

La Iglesia, sabemos bien, es una, santa, católica y apostólica. Al interior de ella se da una rica variedad que contribuye al fortalecimiento de la comunión en la unidad de la fe. Desde la singularidad de cada carisma se construye y fortalece la comunión. «La comunión en la Iglesia no es pues uniformidad -señala el Papa Juan Pablo II-, sino don del Espíritu que pasa también a través de la variedad de los carismas y de los estados de vida. Éstos serán tanto más útiles a la Iglesia y a su misión, cuanto mayor sea el respeto de su identidad. En efecto, todo don del Espíritu es concedido con objeto de que fructifique para el Señor en el crecimiento de la fraternidad y de la misión» (112). Los carismas se fundamentan en la caridad y tienen a ésta como regla suprema (cf. 1 Cor 13,2; Ga 5,22). En ese sentido es útil tener siempre presente aquel axioma agustiniano: «En lo necesario unidad, en la duda libertad, en todo caridad» (113).

Aunque los carismas se otorgan a personas concretas, pueden ser participados y vividos por otros. De ahí que se pueda hablar del carisma de una determinada asociación (114). La vida asociada se inicia cuando el Espíritu inspira a unas personas la formación de una comunidad que asume características propias en respuesta a los signos de los tiempos. Estas personas que el Paráclito convoca son los fundadores y fundadoras. Todas las comunidades y asociaciones eclesiales a lo largo de la historia han tenido su comienzo en la respuesta de personas concretas a la gracia que el Espíritu derramó en ellos. «El carisma mismo de los fundadores se revela como una experiencia del Espíritu (cf. S.S. Pablo VI, Evangelii nuntiandi, 11), transmitida a los propios discípulos para ser por ellos vivida, custodiada, profundizada y desarrollada constantemente en sintonía con el Cuerpo de Cristo en crecimiento perenne» (115). Los carismas, una vez que han sido reconocidos por la autoridad eclesial, encuentran una forma de institucionalización jurídica y dan origen a servicios y formas de vida estable.

Por otro lado, los carismas no se refieren únicamente a la vida privada de los fieles; tienen siempre una resonancia comunitaria. «A cada cual se le otorga la manifestación del Espíritu para provecho común» (1 Cor 12,7). A lo largo de la historia de la Iglesia se han suscitado movimientos y fermentos colectivos que han puesto de manifiesto la presencia del Espíritu Santo guiando y renovando a la Iglesia. Los carismas infundidos han generado en las comunidades una singular capacidad de lectura de los signos de los tiempos a la vez que un impulso a dar respuesta a los desafíos de cada momento y circunstancia. El florecimiento de nuevas formas de vida asociada en los tiempos actuales claramente evidencia la presencia dinamizadora del Espíritu en la Iglesia. Los movimientos y asociaciones eclesiales son una de las significativas expresiones de esta presencia carismática en la vida del Pueblo de Dios que peregrina en nuestro tiempo.


3.2.El discernimiento de los carismas

En la porción del Pueblo de Dios encomendada a su cuidado pastoral, el Obispo es principio y fundamento visible de comunión y unidad en la fe, en la caridad y en el apostolado, por virtud del don del Espíritu Santo que ha recibido. Para ello es dotado de una potestad de gobierno ordinaria, propia e inmediata (116), que ejerce directamente sobre todos los fieles de la Iglesia particular, individual o asociadamente, ya sean clérigos, consagrados -en sus diversas expresiones- o laicos.

Corresponde a los Obispos discernir la autenticidad de los diversos carismas. Como se indica en la Lumen gentium, «el juicio acerca de su autenticidad y la regulación de su ejercicio pertenece a los que dirigen la Iglesia. A ellos compete sobre todo no apagar el Espíritu, sino examinarlo todo y quedarse con lo bueno (cf. 1 Tes 5,12 y 19-21)» (117). A los Obispos les compete el ministerio de discernir los carismas, así como confirmarlos según la fe de la Iglesia. Este discernimiento siempre es un paso necesario, tanto para comprobar que sean dones del Espíritu Santo, como para velar por que sean ejercidos en fidelidad a la fe de la Iglesia, pues precisamente la vida asociada está ordenada a la misión de la Iglesia (118).

No siempre, sin embargo, es fácil realizar este discernimiento. Es necesario tener en cuenta que el Espíritu Santo sopla donde quiere y como quiere (cf. Jn 3,8 y 1 Cor 12,7), y que lo hace además en relación a circunstancias históricas concretas. La acción del Espíritu no puede ser encuadrada en un determinado patrón, ni reducida a un determinado estilo. De allí precisamente la legítima pluralidad de espiritualidades y estilos que existen en la unidad de la Iglesia.

La novedad del carisma trae también en ocasiones dificultades para su comprensión y discernimiento. «Todo carisma auténtico lleva consigo una carga de genuina novedad en la vida espiritual de la Iglesia, así como de peculiar efectividad, que puede resultar tal vez incómoda e incluso crear situaciones difíciles, dado que no siempre es fácil e inmediato el reconocimiento de su proveniencia del Espíritu» (119).

Las diversas dificultades que en algunos casos se pueden presentar hacen tanto más importante y delicado el proceso de discernimiento, exigiendo por su misma naturaleza que se ponga en él una especial atención y reverencia. Sólo una auténtica apertura a la acción del Espíritu, en una actitud y un clima de oración, permiten las condiciones para un recto y fructuoso discernimiento. Se ha de cultivar también la sensibilidad para percibir los signos de los tiempos en atención a las cambiantes circunstancias en medio de las que peregrina la Iglesia y se manifiesta el divino Plan. La presencia de los frutos que confirman el origen de una obra en el Espíritu Santo es, asimismo, característica fundamental del discernimiento y confirmación del mismo: «Por sus frutos los conoceréis» (Mt 7,16).

Este servicio de discernimiento de la eclesialidad de las manifestaciones de apostolado y vida cristiana asociada es una responsabilidad irrenunciable de la Jerarquía. «Los Pastores en la Iglesia no pueden renunciar al servicio de su autoridad, incluso ante posibles y comprensibles dificultades de algunas formas asociativas y ante el afianzamiento de otras nuevas, no sólo por el bien de la Iglesia, sino además por el bien de las mismas asociaciones laicales» (120).

Junto con el proceso de discernimiento de los carismas también les corresponde a los Obispos el servicio de fomentar y promover el apostolado asociado en sus diversas expresiones, pues la Iglesia aprecia «todas las formas de apostolado» (121). En esta tarea al Pastor le compete una atención especial a las asociaciones cuyo carisma ha sido reconocido y aprobado (122). Forma parte de su ministerio protegerlas y acompañarlas con su autoridad y cuidado pastoral alentándolas a la fidelidad al propio carisma. El Obispo, en virtud de su propio ministerio, es responsable del crecimiento en la santidad de todos los fieles, en cuanto que es el principal dispensador de los misterios de Dios y perfeccionador de su grey según la vocación de cada uno (123). Es claro, por lo demás, que al Obispo le ha sido confiado el cuidado de los diversos carismas. Así pues, el discernimiento debe estar acompañado de la acogida, el aliento, la guía y la orientación pastoral, así como del estímulo a un crecimiento de las asociaciones y movimientos eclesiales, según su estilo propio, en la comunión y misión de la Iglesia.

La Iglesia cuida que no sea obstaculizada la acción del Espíritu Santo. Igualmente expresa su respeto por la dignidad de las personas convocadas por el Paráclito para recibir un carisma y para llevar una determinada forma de vida asociada en la comunidad eclesial. Los Pastores sagrados se preocupan, igualmente, de comunicar los bienes espirituales de la Iglesia, principalmente la Palabra de Dios y los sacramentos (124). Para todo ello los Pastores reciben una abundancia de especiales dones del Espíritu Santo para poder obrar según el designio divino.

Los movimientos y asociaciones, por su parte, dan muestras de autenticidad eclesial sometiéndose con docilidad al discernimiento de los Pastores, acogiendo con humildad (125) sus orientaciones pastorales y dejándose guiar en la comunión de la Iglesia y con su Pastor universal. De ahí que cuando se habla en el Magisterio de los movimientos y asociaciones se explicite, como una señal inequívoca de su eclesialidad, la fidelidad a la comunión en la Iglesia bajo los legítimos Pastores y el Magisterio universal.

Son aplicables a la realidad de las asociaciones y movimientos eclesiales no pocas de las orientaciones del documento sobre la vida consagrada Mutuae relationis, dada la analogía de las diversas formas de vida asociada en la Iglesia. «La caracterización carismática propia de cada instituto requiere, tanto por parte del fundador cuanto por parte de sus discípulos, el verificar constantemente la propia fidelidad al Señor, la docilidad al Espíritu, la atención a las circunstancias y la visión cauta de los signos de los tiempos, la voluntad de inserción en la Iglesia, la conciencia de la propia subordinación a la sagrada Jerarquía, la audacia en las iniciativas, la constancia en la entrega, la humildad en sobrellevar los contratiempos» (126).

Para que se lleve debidamente a cabo el proceso de discernimiento, las asociaciones y movimientos eclesiales deben hacer conocer a la autoridad competente de manera precisa su existencia y su experiencia de vida cristiana asociada de modo que ésta pueda examinar su naturaleza y la finalidad de los mismos, confirmar su autenticidad eclesial y valorar la oportunidad de su reconocimiento jurídico. Es muy importante para ello el conocimiento de los Estatutos. Por reconocimiento jurídico se debe entender una aprobación explícita de la autoridad eclesial competente.

Algunas asociaciones han solicitado y obtenido reconocimiento formal por parte de la Iglesia. Las autoridades competentes para este reconocimiento jurídico en la Iglesia son: la Santa Sede para asociaciones internacionales; las Conferencias Episcopales para las que operan a nivel nacional; el Obispo diocesano -o quien se le equipara en derecho- para las que operan en su territorio (127). En el proceso de inserción en una Iglesia particular el Pastor debe tener presente tanto el discernimiento de la Sede Apostólica, como el realizado por sus hermanos en el Episcopado. El reconocimiento de la Santa Sede se extiende a toda la Iglesia universal.

Los Obispos cumplen un servicio sumamente importante discerniendo el carisma y animando a las asociaciones en su desarrollo e inserción en la Iglesia particular. El gobierno pastoral del Obispo en la porción del Pueblo de Dios a él encomendada cuida que sea respetada la justa autonomía de vida y de gobierno de las asociaciones y movimientos. Asimismo procura que sean apreciadas y reconocidas las características propias y los diferentes modos de obrar, buscando crear en todos la conciencia de que de esa rica pluralidad de dones se han venido produciendo abundantes frutos para el Reino de Cristo.

Corresponde a los moderadores (128) de cada comunidad determinar no sólo los aspectos de la vida interna sino también las obras y proyectos que pueden asumir en fidelidad a su carisma e identidad. Esto vale también para los moderadores que son laicos, a los que se les reconoce la capacidad general de ejercer el gobierno de la asociación a la que pertenecen (129).

La capacidad de gobierno y autonomía de vida que se reconoce a las asociaciones y movimientos eclesiales no resta en lo más mínimo el debido reconocimiento de las orientaciones pastorales que el Obispo da para el gobierno de la Iglesia particular a su cuidado, especialmente en lo referente al ejercicio del culto divino, la enseñanza de la fe y lo que se conoce como la cura pastoral.

Por lo demás es claro, según el derecho de la Iglesia, que el consentimiento de un Obispo para constituir una asociación o movimiento implica el derecho de los integrantes de estas instituciones a ejercitar sus obras propias, y a hacerlo según sus métodos, espiritualidad, modo de proceder y disciplina propios. De ahí que no sea correcto pedirle a una asociación o movimiento que asuma proyectos que no corresponden a su carisma, estilo y fines particulares. Como tampoco parece correcto solicitarle a algún miembro de estas asociaciones eclesiales que asuma obras que lo aparten del vínculo que tiene con su comunidad. Es oportuno, por ello, fijar siempre de común acuerdo -entre los Obispos y las asociaciones- los términos del servicio y presencia en cada Iglesia particular. Este reconocimiento de una justa autonomía de vida y acción de las asociaciones y movimientos eclesiales debe integrarse adecuadamente con las exigencias de una comunión orgánica, según la naturaleza de la Iglesia, requerida por una sana vida eclesial.

La autonomía de vida a la que tienen derecho las asociaciones debidamente reconocidas está protegida y normada por su derecho propio -es decir sus Estatutos y normas propias-. Este derecho interno brota de la experiencia eclesial de la asociación o movimiento confirmada por la Iglesia. Una vez reconocido este derecho le corresponde al Obispo tutelar el nuevo carisma. Para ello la autoridad competente aprueba unas normas o Estatutos que deben regir la vida de la asociación tanto interna -gobierno, forma de vida, etc.- como externamente -su proyección y servicio apostólico-. La aprobación de estos Estatutos es una garantía de eclesialidad y una forma de tutelar los derechos de la nueva asociación y de sus miembros.


3.3.Carisma y Jerarquía al servicio de la comunión

«El Espíritu Santo -indica el Papa Juan Pablo II- no sólo confía diversos ministerios a la Iglesia-Comunión, sino que también la enriquece con otros dones e impulsos particulares, llamados carismas» (130). Se trata de dones complementarios -los dones carismáticos y los dones jerárquico-ministeriales- suscitados por un mismo Espíritu, con un mismo fin: la edificación de la Iglesia. El carisma auténtico no sólo expresa y fomenta la comunión y la unidad de la Iglesia, en la rica pluralidad de sus expresiones de vida, sino que en el fondo el don -carisma- por excelencia es la Iglesia misma, signo e instrumento de comunión y reconciliación en Cristo.

El carisma no ha de presentarse al margen de la Jerarquía, a quien le compete, en comunión con el sucesor del apóstol San Pedro, ser principio y fundamento de la unidad de la Iglesia. Como se afirma en Puebla, los Obispos, sucesores de los Apóstoles, constituyen «el centro visible donde se ata, aquí en la tierra, la unidad de la Iglesia» (131). A los Pastores sagrados les corresponde velar por la comunión en el Pueblo de Dios. El Papa Juan Pablo II tocó el tema en su importante Discurso inaugural de la IV Conferencia General del Episcopado Latinoamericano celebrada en Santo Domingo: «En torno al Obispo y en perfecta comunión con él tienen que florecer las parroquias y comunidades cristianas como células pujantes de vida eclesial» (132). En esa dinámica se sitúa la misión del Obispo de estimular el «crecimiento de las asociaciones de los fieles laicos en la comunión y misión de la Iglesia» (133).

Al llevar a cabo el proceso de discernimiento eclesial no se debe oponer jamás la Jerarquía y los dones carismáticos. Como afirmó el Papa Juan Pablo II en su importante mensaje a los movimientos y asociaciones eclesiales reunidos en Rocca di Papa en 1987: «Los dones carismáticos y los dones jerárquicos son distintos, pero también recíprocamente complementarios» (134). En esa misma oportunidad citó el Santo Padre dos pasajes de las cartas de San Pablo que fundamentan y explicitan esta complementariedad. Como dice la Carta a los Romanos, nosotros los cristianos, «siendo muchos, somos un solo cuerpo en Cristo, pero cada miembro está al servicio de los otros miembros» (Rm 12,5). Y en la Primera Carta a los Corintios, se afirma cómo es que Dios ha querido que «no hubiera escisiones en el cuerpo, antes todos los miembros se preocupen por igual unos de otros» (1 Cor 12,25), cada cual según su propia vocación y función. Un claro signo de nuestro tiempo es el acento de la comunión eclesial. Cobran hoy en día un especial sentido histórico las palabras de nuestro Señor: «Éste es el mandamiento mío: que os améis los unos a los otros como yo os he amado» (Jn 15,12).

Como enseña el Papa Juan Pablo II, «en la Iglesia, tanto el aspecto institucional, como el carismático... son coesenciales y contribuyen a la vida, a la renovación, a la santificación, aunque de modo diverso y de tal manera que haya un intercambio y una comunión recíprocas: los Pastores de la Iglesia son los "ecónomos de la gracia" (cf. LG, 26), que salva, purifica y santifica; guardan el "depósito" de la Palabra de Dios y gobernando al Pueblo de Dios, tienen también la responsabilidad de dar el juicio definitivo sobre la autenticidad de los carismas (cf. LG, 12)» (135). La Iglesia es una realidad jerárquica y carismática a una misma vez, que tiene un aspecto visible y otro invisible. Podría añadirse la cita de San Pablo que habla de los cristianos, «edificados sobre el cimiento de los apóstoles y profetas, siendo la piedra angular Cristo mismo» (Ef 2,20).

Los movimientos y asociaciones congregan a los fieles por impulso del Espíritu Santo, no por una mera motivación humana. Leer esta rica realidad asociativa sin los ojos de la fe es exponerse a desnaturalizar su verdadero sentido, cuyo origen está en Dios mismo. La tendencia que se presentó en algunos sectores después del Concilio Vaticano II de contraponer carisma a Jerarquía constituyó un grave daño a la comunión de la Iglesia. A tenor de esta situación el Papa Juan Pablo II llamó la atención sobre esta falsa dicotomía tan característica del pensar ideológico, e invitó a «evitar esa lamentable contraposición entre carisma e institución, que tan nociva resulta no sólo para la unidad de la Iglesia, sino también para la credibilidad de su misión en el mundo, y para la misma salvación de las almas» (136).

A los Obispos, como servidores de la comunión y unidad de la Iglesia, les toca velar para que la comunión no se resquebraje. «Ser responsables del don de la comunión -dice el Papa Juan Pablo II- significa, antes que nada, estar decididos a vencer toda tentación de división y de contraposición que insidie la vida y el empeño apostólico de los cristianos» (137). Todo aquello que de alguna manera rompa esta comunión, ya sea en palabras -escritas o dichas- o en hechos -acción u omisión- debe ser objeto de especial preocupación pastoral por parte del Obispo. Es éste un aspecto muy importante del papel del Pastor sagrado como centro visible de la comunión de la Iglesia particular. Como enseña el Papa Juan Pablo II, la vida de comunión eclesial será «un signo para el mundo y una fuerza atractiva que conduce a creer en Cristo... De este modo la comunión se abre a la misión, haciéndose ella misma misión» (138).



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NOTAS

105.S.S. Juan Pablo II, RMi, 18.

106.S.S. Juan Pablo II, ChL, 24.

107.S.S. Juan Pablo II, Discurso a los miembros de la asamblea plenaria del Pontificio Consejo para los Laicos, 14-V-1992, 2.

108.LG, 12. Cf. también LG, 4 y AG, 4.

109.Cf. AG, 28; PO, 9.

110.AA, 3.

111.Cf. LG, 13; AG, 22.

112.S.S. Juan Pablo II, Vita consecrata (VC), 4.

113.Cf. Unitatis redintegratio, 4; GS, 92.

114.Cf. S.S. Juan Pablo II, ChL, 24.

115.Congregación para los Obispos y Congregación para los Religiosos e Institutos Seculares, Mutuae relationis, 14-V-1978, 11. Este documento, aunque se refiere a la vida consagrada, ofrece criterios de orientación aplicables a todo el fenómeno de la vida asociada en la Iglesia.

116.Cf. LG, 27; CD, 11; C.I.C., c. 381 § 1.

117.LG, 12. Cf. AA, 3.

118.Cf. AA, 19.

119.Congregación para los Obispos y Congregación para los Religiosos e Institutos Seculares, Mutuae relationis, 14-V-1978, 12.

120.S.S. Juan Pablo II, ChL, 31.

121.AA, 21.

122.Cf. loc. cit.

123.Cf. CD, 15.

124.Cf. C.I.C., c. 213.

125.Cf. S.S. Juan Pablo II, RMi, 72.

126.Congregación para los Obispos y Congregación para los Religiosos e Institutos Seculares, Mutuae relationis, 14-V-1978, 12.

127.Cf. C.I.C., c. 312 § 1.

128.Es decir, quienes las dirigen. Cf. por ejemplo para las asociaciones públicas y privadas de fieles: C.I.C., cc. 309, 317, 321 y 324.

129.Cf. C.I.C., c. 129 § 2.

130.S.S. Juan Pablo II, ChL, 24.

131.Puebla, 247.

132.S.S. Juan Pablo II, Discurso inaugural en Santo Domingo, 12-X-1992, 25.

133.S.S. Juan Pablo II, ChL, 31.

134.S.S. Juan Pablo II, Discurso a los participantes en el II Coloquio internacional de los movimientos eclesiales, Rocca di Papa, 2-III-1987, 3.

135.Loc. cit.

136.Ib., 4.

137.S.S. Juan Pablo II, ChL, 31.

138.Loc. cit.
 

 

 

 

 







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