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6. La nueva evangelización y las asociaciones y movimientos eclesiales
La tarea de la evangelización no es una mera estrategia pastoral; es una exigencia que brota del bautismo


Por: + Luis Bambarén Gastelumendi, S.J. | Fuente: Comisión Episcopal de Apostolado Laical, Perú



6.1.Una renovada evangelización de cara a los nuevos tiempos

La llamada a una nueva evangelización, nueva en su ardor, en sus métodos y en sus expresiones que ha hecho el Papa Juan Pablo II constituye un inmenso desafío para el Pueblo de Dios. Se trata de impulsar un dinamismo evangelizador que profundice y renueve la vida cristiana de los fieles e ilumine la convivencia social, tratando de llevar el mensaje del Evangelio tanto a quien habiendo recibido el bautismo se ha alejado de Dios, como a quienes aún no han tenido la gracia de recibir el don de la fe. Este nuevo empeño debe llevar a evangelizar «no de una manera decorativa, como un barniz superficial, sino de manera vital, en profundidad y hasta sus mismas raíces la cultura y las culturas del hombre» (200).

El punto de partida de este renovado impulso evangelizador es la certeza de que en Cristo hay una «"inescrutable riqueza" (Ef 3,8), que no agota ninguna cultura, ni ninguna época, y a la cual podemos acudir siempre los hombres para enriquecernos» (201). Se trata de renovar nuestro compromiso y nuestra presentación del único Evangelio de donde siempre se «pueden sacar luces nuevas para los problemas nuevos» (202). Es una invitación a enfrentar con renovado ímpetu los nuevos desafíos que se están presentando para ofrecerles la permanente novedad del Evangelio del Señor Jesús.

Cuando el Papa Juan Pablo II convocó a emprender una nueva evangelización pidió a todo el Pueblo de Dios que se movilizara. Ningún bautizado debe quedar al margen de este inmenso desafío, cada cual desde su vocación, circunstancia y estado de vida (203), individual y asociadamente (204), puesto que todos en la Iglesia debemos cooperar decididamente en la tarea común (205). Como señala el Romano Pontífice, «a nadie le es lícito permanecer ocioso» en esta «magnífica y dramática hora de la historia ante la inminente llegada del Tercer Milenio» (206). Los laicos tienen en esta nueva etapa de la historia una enorme responsabilidad. Como en otros momentos del bimilenario peregrinar de la Iglesia, los laicos deben asumir su lugar en esta gesta misionera. La historia guarda memoria del testimonio de fieles laicos que desde los primeros tiempos anunciaron con ardor el Evangelio de Cristo en los diversos ambientes y circunstancias, llegando incluso muchos a dar la vida por la causa del Reino de Dios.

La invitación a que todos los hijos de la Iglesia se comprometan con la tarea de la evangelización no es una mera estrategia pastoral; es una exigencia que brota del bautismo. La enseñanza del Concilio Vaticano II lo destaca de manera singular: «...se impone a todos los cristianos la obligación gloriosa de colaborar para que todos los hombres, en todo el mundo, conozcan y acepten el mensaje divino de salvación» (207). El Papa Pablo VI lo ponía de manifiesto comentando las enseñanzas conciliares sobre el ser y misión del laico: «¿Y qué diremos del apostolado de los seglares? Este apostolado es una vocación, y por ello es libre, pero moralmente es un deber. Una de las verdades afirmadas con mayor energía, es ésta: la participación en la misión de la Iglesia está abierta a todos los cristianos, hijos suyos; abierta, pero obligatoria» (208). El Papa Juan Pablo II indica también: «La necesidad de que todos los fieles compartan tal responsabilidad no es sólo cuestión de eficacia apostólica, sino de un deber-derecho basado en la dignidad bautismal, por la cual "los fieles laicos participan, según el modo que les es propio, en el triple oficio -sacerdotal, profético y real- de Jesucristo"» (209).

La nueva evangelización surge, pues, como una respuesta de todo el Pueblo de Dios a los nuevos desafíos y a las nuevas situaciones de nuestro tiempo y cultura. Santo Domingo, recogiendo las enseñanzas de Juan Pablo II, señala que es algo operativo y dinámico: «Es ante todo una llamada a la conversión (cf. S.S. Juan Pablo II, Discurso inaugural, 1) y a la esperanza, que se apoya en las promesas de Dios y que tiene como certeza inquebrantable la Resurrección de Cristo, primer anuncio y raíz de toda evangelización, fundamento de toda promoción humana, principio de toda auténtica cultura cristiana (cf. ib., 25). Es también un nuevo ámbito vital, un nuevo Pentecostés (cf. ib., 30-31) donde la acogida del Espíritu Santo hará surgir un pueblo renovado constituido por hombres libres conscientes de su dignidad (cf. ib., 19) y capaces de forjar una historia verdaderamente humana. Es el conjunto de medios, acciones y actitudes aptos para colocar el Evangelio en diálogo activo con la modernidad y lo post-moderno, sea para interpelarlos, sea para dejarse interpelar por ellos» (210).


6.2.Desafíos de la cultura adveniente

¿Cuáles son los desafíos en nuestro medio de este tiempo que algunos han llamado post-modernidad? Quizá el punto principal sea el proceso de descristianización de nuestra sociedad, tradicionalmente católica, que está alcanzado niveles inimaginables hace unos años. Se descubre en muchos bautizados un abandono de una vida verdaderamente cristiana, agudizándose así la ruptura entre fe y vida; de ahí que se hable de los bautizados alejados (211).

A la luz de la situación actual son dramáticamente actuales las palabras de la constitución pastoral Gaudium et spes: «...muchedumbres cada vez más numerosas se alejan prácticamente de la religión. Negar a Dios o la religión, o bien prescindir de ellos, no constituye ya, como en épocas anteriores, algo insólito e individual; hoy en día aparecen muchas veces casi como exigencias del progreso científico y de un cierto humanismo nuevo. En muchas regiones, estas actitudes se encuentran expresadas no sólo en las opiniones de los filósofos, sino que afectan también profundamente a las letras, las artes, la interpretación de las ciencias humanas y de la historia e incluso a las mismas leyes civiles, no sin la consiguiente turbación de muchos» (212).

Se está así difundiendo una suerte de agnosticismo funcional, que muchas veces no niega directamente a Dios, sino que prescinde de Él en la vida diaria. En muchos casos se actúa simplemente como si no existiera. Se ignora además toda referencia a una norma moral objetiva, cayéndose a menudo en un total relativismo. Es una especie de reedición del deísmo de la Ilustración sólo que con características mucho más graves, tanto por la manera sutil de difundirse como por la amplitud de ámbitos de la vida del ser humano que van siendo invadidos por estas actitudes. Juega un papel muy importante aquí el llamado secularismo en sus distintas y complejas expresiones (213). El Papa Juan Pablo II en su carta apostólica Tertio millennio adveniente manifiesta su preocupación sobre el particular: «¿Cómo callar, por ejemplo, ante la indiferencia religiosa que lleva a muchos hombres de hoy a vivir como si Dios no existiera o a conformarse con una religión vaga, incapaz de enfrentarse con el problema de la verdad y con el deber de la coherencia? A esto hay que añadir aún la extendida pérdida del sentido trascendente de la existencia humana y el extravío en el campo ético...» (214).

Esto, entre otras cosas, ha ido generando una paulatina pero creciente marginación de la Iglesia de los espacios públicos, causada en gran medida por la difusión del secularismo y la mentalidad consumista que se propaga a través de la ideología liberal -ahora remozada después del fracaso del llamado socialismo real-. Así, algunos pretenden una suerte de cristianismo sin Iglesia -para éstos la Iglesia no sería necesaria para lograr un nivel "desarrollado" de vida espiritual y de "conexión con lo divino"-. O, si se acepta a la Iglesia, se pretende reducirla al ámbito subjetivo y personal de cada cual. De esta manera se quiere convertir a la Iglesia en algo privado y opcional, sin ninguna incidencia en la vida pública social y cultural de los pueblos.

Paralelamente a lo dicho, se difunden todo tipo de sectas que practican un proselitismo agresivo. En muchos aspectos ofrecen un supuesto espacio de encuentro con Dios y de experiencia de fe, generándose así un peligroso espejismo. Debemos reconocer con pena que en muchos casos estas sectas se introducen a partir de vacíos que los hijos de la Iglesia hemos dejado. Descubrimos la triste situación de algunos bautizados que terminan buscando en dichas sectas lo que debieron encontrar en la Iglesia y quizá no supimos presentar. Cabría preguntarse si el sesgo sociologizante que asumieron algunos en las décadas pasadas no ha restado fuerza para el anuncio del Evangelio.

Han crecido también en los últimos tiempos todo tipo de grupos esotéricos que ofertan supuestos caminos de apertura a lo espiritual. Se mezclan en ellos el recurso a lo mágico y a lo fantástico, con la "promesa" de métodos de felicidad y crecimiento espiritual que hacen uso indiscriminado e irresponsable de un cierto sicologismo. Se difunden en una línea semejante grupos y métodos que vienen del Oriente. Se debe mencionar también propuestas como las del new age, que en muchos sentidos viene a ser una penosa reedición del gnosticismo. En estas expresiones y grupos se llega a una suerte de religión sin Cristo, y, más aún, a un espiritualismo sin trascendencia.

Frente a esta situación se presenta como una exigencia de fidelidad a Dios el compromiso por promover un profundo y radical programa de nueva evangelización. Ésa es la gran misión para el Pueblo de Dios de cara al Tercer Milenio. El núcleo de esa nueva evangelización no puede ser otro que el testimonio de vida que surge de una conversión a Jesucristo, que va creciendo cada día más con la fuerza de la gracia. Santo Domingo ha subrayado este elemento nuclear de la vida de la Iglesia señalando que Jesucristo es el contenido central de la nueva evangelización. Jesucristo, «Evangelio del Padre», es quien «rompe el horizonte estrecho en que el secularismo encierra al hombre, le devuelve su verdad y dignidad de hijo de Dios y no permite que ninguna realidad temporal, ni los estados, ni la economía, ni la técnica se conviertan para los hombres en la realidad última a la que deban someterse» (215).

La nueva evangelización necesita de hombres y mujeres, de toda edad y estado, que puedan dar testimonio en primera persona de Jesucristo salvador y evangelizador. Personas que puedan hablar de Él porque se han encontrado con Él. Personas que vivan coherentemente las consecuencias de su bautismo en la vida cotidiana. Personas que muestren con su vida la riqueza de la fe en el Señor Jesús, y que pongan de manifiesto que esta fe nos ofrece la posibilidad de una vida verdaderamente humana. Personas que puedan mostrar la fuerza transformadora del amor. De esta manera, por el testimonio y el anuncio de la persona de Jesucristo con la propia vida, se hará más comprensible para el hombre actual la Buena Nueva y se podrá construir una cultura verdaderamente humana, una cultura cristiana.


6.3.Comunidades evangelizadas y evangelizadoras

Para ello tenemos necesidad de comunidades donde se viva con radicalidad la vida cristiana y donde se fortalezca el compromiso con el Señor. Comunidades que además puedan traducir en la vida cotidiana la fuerza de liberación y reconciliación que nos trae el Evangelio y pongan de manifiesto el misterio de comunión evangelizadora que es la Iglesia. Comunidades que, abiertas al impulso del Espíritu Santo, puedan hablarle al hombre actual en su lenguaje y sepan afrontar de manera crítica y creativa los desafíos de la compleja cultura adveniente. Comunidades, en suma, que puedan ser fermento en la masa (cf. 1 Cor 5,6) y puedan llegar a aquellos ambientes que están alejados del Evangelio de Cristo. Ante los grandes desafíos de los tiempos actuales se debe tomar conciencia de lo que enseña el Papa Juan Pablo II: «La gran tarea en el momento actual es la de favorecer la renovada evangelización y reconciliación de vuestras Iglesias locales, para que así evangelizadas y reconciliadas sean a su vez evangelizadoras y reconciliadoras de todos cuantos lo necesitan (cf. Evangelii nuntiandi, 13; Reconciliatio et paenitentia, 8)» (216).

Dentro de esta perspectiva, los movimientos y asociaciones eclesiales ofrecen una singular y rica ocasión de renovación. La vitalidad que han demostrado plantea un horizonte lleno de posibilidades que debe germinar para bien de todo el Pueblo de Dios. Por lo demás, ya se ven frutos concretos que son elocuente manifestación de lo que se está suscitando en muchas de estas comunidades, tanto en lo que se refiere a la formación y coherencia de vida como en la proyección misionera en la sociedad actual a través de nuevas maneras de anunciar el mismo y único Evangelio, como también en la solidaridad social desde el Señor. De ahí que el Papa Juan Pablo II destaque a menudo el importante papel que deben desempeñar en el compromiso de la nueva evangelización. En su encíclica Redemptoris missio afirma: «...los movimientos representan un verdadero don de Dios para la nueva evangelización y para la actividad misionera propiamente dicha» (217).

El Papa Pablo VI destacaba en su tiempo el florecimiento de la vida asociada y el singular aporte que hacían las asociaciones y movimientos eclesiales en el Pueblo de Dios: «También se ha hecho necesario buscar -y ello es una suerte de nuestro tiempo- un testimonio colectivo por parte de los cristianos, adaptado a la edad, al ambiente y a los medios sociales y profesionales, en una palabra, a las múltiples realidades de la vida. De esta necesidad han surgido numerosos movimientos que sostienen el apostolado de sus miembros por medio de intercambios, de revisión de vida en común, de objetivos madurados y realizados comunitariamente. Más aún, recientemente estos movimientos han adquirido el carácter de universalidad que es propio de la Iglesia católica y responde a las necesidades de un mundo cada vez más unificado: se han hecho internacionales» (218).

Las asociaciones y movimientos eclesiales se están manifestando como uno de los medios de enorme fecundidad con los que cuenta la Iglesia para afrontar los desafíos evangelizadores del presente. Frente a la preocupación del porqué del abandono de tantos cristianos de una vida de fe activa y coherente con su bautismo, constituyen ciertamente una esperanza para el Pueblo de Dios que hace presagiar nuevos tiempos de crecimiento en la fe. En Santo Domingo se dice con mucho acierto: «Como respuesta a las situaciones de secularismo, ateísmo e indiferencia religiosa y como fruto de la aspiración y necesidad de lo religioso (cf. S.S. Juan Pablo II, ChL, 4), el Espíritu Santo ha impulsado el nacimiento de movimientos y asociaciones de laicos que han producido ya muchos frutos en nuestras Iglesias» (219).

El impulso misionero y en muchos aspectos la audacia evangelizadora que manifiestan los lleva a insertarse en ambientes que a menudo están alejados del radio de acción de las instancias pastorales tradicionales. Su misma conformación, mayoritariamente laical, les permite una presencia en medio de los quehaceres de la sociedad, desde los más cotidianos hasta los más especializados, pasando por ámbitos tan importantes como la vida pública y los medios de comunicación social. La pastoral en las ciudades -que tiene tantas dificultades- puede encontrar en los movimientos instrumentos muy eficaces, como lo ha destacado Santo Domingo (220).

El dinamismo comunitario que generan los convierte también en ámbitos de comunión y participación tanto para la vida de la Iglesia como para la sociedad en general. Más aún, a la luz de las experiencias de los últimos años, se puede decir que la promoción de la vida asociada de los fieles fortalece espacios de participación social y cultural en los pueblos. Estos espacios vienen siendo ámbitos naturales de defensa de la dignidad y los derechos del ser humano -como se ha podido ver en la promoción de la justicia y la defensa de la vida-.

Los movimientos y asociaciones se han constituido asimismo en espacios naturales de convocatoria de la juventud. El Santo Padre lo ha destacado con claridad: «Hablando del futuro no se puede olvidar a los jóvenes, que en numerosos países representan ya más de la mitad de la población. ¿Cómo hacer llegar el mensaje de Cristo a los jóvenes no cristianos, que son el futuro de Continentes enteros? Evidentemente ya no bastan los medios ordinarios de la pastoral; hacen falta asociaciones e instituciones, grupos y centros apropiados, iniciativas culturales y sociales para los jóvenes. He ahí un campo en el que los movimientos eclesiales modernos tienen amplio espacio para trabajar con empeño» (221). Santo Domingo, en una línea análoga, señala al asociacionismo juvenil como una de las características positivas de la Iglesia en nuestro continente: «Cada vez son más los que se congregan en grupos, movimientos y comunidades eclesiales para orar y realizar distintos servicios de acción misionera y apostólica» (222). Los movimientos y asociaciones son un espacio muy adecuado para la educación en la fe de los jóvenes, así como para el crecimiento en la vida cristiana y en la maduración de la propia vocación (223).

Otro de los aspectos en el que destacan las asociaciones y movimientos es la valoración de la mujer. En ellos se descubre una gran cantidad de ocasiones y ámbitos de participación femenina. Esto se da tanto en el campo eclesial propiamente, como en los diversos campos sociales y culturales. La valoración de su dignidad como hija de Dios y el reconocimiento de sus particulares dones, son característicos de muchas comunidades en las cuales la mujer ocupa roles centrales.

También se debe destacar el espacio que significan los movimientos y asociaciones en relación a la pastoral familiar (224). Algunos movimientos se han orientado incluso específicamente hacia este importante ámbito de la vida de la sociedad y de la Iglesia. Como una de las fronteras de la nueva evangelización, la familia debe ocupar un lugar central en la pastoral de la Iglesia. En ella, como primera comunidad evangelizadora, se forja el futuro de la humanidad y, en cierto sentido, también de la respuesta a la gracia de Dios en la Iglesia. El Papa Juan Pablo II ha destacado el aporte de las asociaciones y movimientos eclesiales en relación a la familia: «...se han de reconocer y valorar -cada una según las características, finalidades, incidencias y métodos propios- las varias comunidades eclesiales, grupos y movimientos comprometidos de distintas maneras, por títulos y a niveles diversos, en la pastoral familiar» (225). Santo Domingo también lo ha señalado: «Los movimientos apostólicos que tienen por objetivo el matrimonio y la familia pueden ofrecer apreciable cooperación a las Iglesias particulares, dentro de un plan orgánico integral» (226).

Ligada a la pastoral familiar está la defensa de la vida, verdadero desafío en la sociedad actual. En efecto, la familia, como santuario de la vida, es el ámbito natural de protección y promoción de la vida; en ella se educa a valorarla según el designio de Dios. Pero no es el único ámbito. Las asociaciones y movimientos eclesiales también han demostrado una especial involucración en la defensa de la vida y la promoción de una maternidad y paternidad responsables (227). En nuestro medio hemos sufrido el embate de las corrientes anti-vida. Los miembros de las asociaciones y movimientos han demostrado cómo cada cual, desde su particular competencia, puede aportar mucho en la orientación de las personas. Así, por ejemplo, hemos visto cómo se han unido en un mismo esfuerzo y dinamismo apostólico la profesionalidad de un médico y la competencia jurídica de un abogado, con la presencia ministerial de un sacerdote, para defender y promover el respeto por la vida humana, desde su concepción hasta su muerte natural. Se pone de manifiesto aquí el fértil campo para el crecimiento y difusión de la fe que significan las asociaciones y movimientos eclesiales en relación a los distintos campos profesionales -como el de la medicina (228) o el de las leyes, por mencionar sólo dos de los muchos-.

Las asociaciones y movimientos vienen siendo igualmente instrumentos privilegiados de solidaridad y compromiso efectivo y afectivo con los más necesitados. Como comunidades organizadas canalizan las muestras de solidaridad y hacen efectivo el servicio a quienes padecen situaciones que amenazan su dignidad humana, en aquellos en quienes se descubre los rasgos del Cristo sufriente: los pobres, los enfermos, los marginados, los huérfanos, las viudas, los minusválidos, los exiliados, los encarcelados. A través de ellos se pueden generar espacios de compromiso en los que se promueva el desarrollo integral. Las muestras de solidaridad que se han hecho patentes han sido muchas. A través de la acción silenciosa pero efectiva de numerosos miembros de movimientos se ha impulsado una verdadera y fecunda corriente de solidaridad (229). En la acción de muchos movimientos se pone de manifiesto de manera concreta, al margen de toda ideologización, la armonía entre evangelización y promoción humana.

La misión ad gentes también tiene en los movimientos un importante soporte (230). «En la actividad misionera -señala el Papa Juan Pablo II- hay que revalorar las varias agrupaciones del laicado, respetando su índole y finalidades: asociaciones del laicado misionero, organismos cristianos y hermandades de diverso tipo; que todos se entreguen a la misión ad gentes y la colaboración con las Iglesias locales» (231). Su capacidad de adaptación y movilidad los hace comunidades ideales para situarse en puestos de frontera en donde se está impulsando la plantatio Ecclesiae (232). Ya se han visto, por ejemplo, significativas experiencias de familias misioneras pertenecientes a movimientos y asociaciones eclesiales que han dejado sus pueblos natales para salir a anunciar el Evangelio a otras tierras. Los movimientos ofrecen, además del dinamismo y entusiasmo evangelizador, el ámbito para la formación, el soporte humano y material, el espacio comunitario, para sostener el compromiso misionero.

En el campo de la formación y la catequesis les corresponde una participación activa. Las asociaciones y movimientos son espacios singularmente apropiados para la educación en la fe de la Iglesia (233). El Papa Juan Pablo II lo puso de manifiesto en la Catechesi tradendae, mencionándolos dentro de los ámbitos naturales de formación en la fe. Dirigiéndose a las asociaciones, movimientos y agrupaciones de fieles, y luego de alentarlos, precisó que «toda asociación de fieles en la Iglesia debe ser, por definición, educadora de la fe» (234). Debe destacarse la enorme creatividad que vienen evidenciando muchas de estas experiencias asociativas en el campo de la catequesis y la formación a través de nuevos métodos y medios eclesiales.

No puede dejar de mencionarse el fructífero ámbito que vienen siendo las asociaciones para el crecimiento espiritual. En efecto, son numerosos los movimientos y asociaciones donde se han desarrollado singulares iniciativas comunitarias en las que la vida espiritual y sacramental han encontrado un sólido apoyo. El Papa Juan Pablo II mencionaba como una señal muy alentadora de las nuevas iniciativas de estos tiempos el hecho de que «en estos años va aumentando también el número de personas que, en movimientos o grupos cada vez más extendidos, dan la primacía a la oración y en ella buscan la renovación de la vida espiritual. Éste es un síntoma significativo y consolador, ya que esta experiencia ha favorecido realmente la renovación de la oración entre los fieles que han sido ayudados a considerar mejor el Espíritu Santo, que suscita en los corazones un profundo anhelo de santidad» (235).

Unido al tema de la vida espiritual se debe destacar un hecho muy reconfortante: la intensa devoción a la Virgen María que se descubre en la mayoría de las asociaciones y movimientos. El amor filial a la Madre del Señor es un rasgo de auténtica eclesialidad que ha encontrado una nueva tierra fértil (236). Es una devoción que une la vida espiritual con la sacramental (237), y que resulta ser impulso para el compromiso apostólico y solidario. María es para las asociaciones y movimientos motivo de alegría y fuente de inspiración. A Ella acuden como la estrella de la evangelización, y bajo su manto se cobijan como la Madre de la Iglesia y de los pueblos de América Latina (238).

Otro aspecto que encuentra una sugerente plasmación es la dimensión de universalidad de la Iglesia. Es notorio que en los últimos tiempos los pueblos se están acercando cada vez más a partir del desarrollo de la tecnología. Incluso se ha llegado a hablar de un proceso de "globalización". Más allá del alcance de este fenómeno es un hecho que se está desarrollando la comunicación y la interacción entre los pueblos de manera impresionante. Este fenómeno está generando cambios profundos que afectarán a los seres humanos a nivel planetario. A la luz de esta situación parece conveniente reforzar la conciencia de la dimensión universal de la fe en Jesucristo. Las asociaciones y movimientos internacionales ofrecen a las Iglesias locales un sugestivo aporte en este importante aspecto.

Se debe mencionar también las respuestas que están empezando a dar algunos movimientos y asociaciones a los desafíos que las nuevas tecnologías vienen planteando. En una sociedad que experimenta cambios profundos en la cultura por efecto de los medios de comunicación social es muy importante que la Iglesia salga al frente y asuma el reto de orientar el proceso de cambio de paradigmas culturales. Como señala el Santo Padre: «La Iglesia tiene que utilizar los nuevos recursos facilitados por la investigación humana en la tecnología de computadoras y satélites para su cada vez más urgente tarea de evangelización» (239). El umbral del Tercer Milenio, que queremos con el Papa Juan Pablo II que sea un umbral de la esperanza, nos sitúa ante nuevos desafíos que afectarán profundamente a la humanidad. Los movimientos se presentan también aquí como una promesa para orientar, discernir y asumir los desafíos de la cultura adveniente.

Son todavía muchos más los campos que se podrían incluir en esta enumeración, como por ejemplo la educación (240) y el ecumenismo (241). En ellos, como en los casos mencionados, los movimientos y asociaciones eclesiales vienen ofreciendo un sugerente aporte.


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NOTAS

200.S.S. Pablo VI, Evangelii nuntiandi, 20.

201.S.S. Juan Pablo II, Discurso inaugural en Santo Domingo, 12-X-1992, 6.

202.Santo Domingo, 24.

203.Cf. AA, 33.

204.Cf. S.S. Juan Pablo II, RMi, 2.

205.Cf. LG, 30; AA, 2-4; AG, 6, 23, 28, 36. Es ésta una preocupación que ha sido puesta de manifiesto por los últimos Romanos Pontífices de manera clara. Por ejemplo Pío XII afirmaba: «...todos los fieles están llamados a colaborar según sus posibilidades en este apostolado (de la Iglesia)» (S.S. Pío XII, Scoutismo, 6-VI-1952, 1). Cf. también Catecismo de la Iglesia Católica, 863.

206.S.S. Juan Pablo II, ChL, 3. Cf. S.S. Juan Pablo II, Tertio millennio adveniente (TMA).

207.AA, 3.

208.S.S. Pablo VI, Ser y misión del laicado según el Concilio, 11-VIII-1971.

209.S.S. Juan Pablo II, RMi, 71.

210.Santo Domingo, 24.

211.Cf. Santo Domingo, 129ss.

212.GS, 7.

213.Cf. S.S. Pablo VI, Evangelii nuntiandi, 55.

214.S.S. Juan Pablo II, TMA, 36.

215.Santo Domingo, 27.

216.S.S. Juan Pablo II, Discurso a los Obispos peruanos en visita ad Limina, 29-IX-1989, 3.

217.S.S. Juan Pablo II, RMi, 72. Razón por la cual el Santo Padre afirma: «...recomiendo difundirlos y valerse de ellos para dar nuevo vigor, sobre todo entre los jóvenes, a la vida cristiana y a la evangelización, con una visión pluralista de los modos de asociarse y de expresarse» (loc. cit.).

218.S.S. Pablo VI, El apostolado de los laicos en la Iglesia, 2-X-1974.

219.Santo Domingo, 102.

220.Cf. Santo Domingo, 259.

221.S.S. Juan Pablo II, RMi, 37. Cf. también Juan Pablo II, Carta apostólica a los jóvenes y a las jóvenes del mundo con ocasión del Año Internacional de la juventud, 31-III-1985, 14; Congregación para la Educación Católica, Dimensión religiosa de la educación en la escuela católica, 7-IV-1988, 21.

222.Santo Domingo, 112.

223.Cf. Juan Pablo II, PDV, 41 y 68.

224.Cf. AA, 11.

225.S.S. Juan Pablo II, Familiaris consortio, 72. Cf. también los nn. 66, 85 y 86.

226.Santo Domingo, 222.

227.Cf. S.S. Juan Pablo II, Carta a las familias, 23.

228.Cf. S.S. Juan Pablo II, Evangelium vitae, 26.

229.Cf. S.S. Juan Pablo II, RMi, 78.

230.Cf. Santo Domingo, 125.

231.S.S. Juan Pablo II, RMi, 72.

232.Cf. S.S. Juan Pablo II, RMi, 49.

233.Cf. AA, 30.

234.S.S. Juan Pablo II, Catechesi tradendae, 70.

235.S.S. Juan Pablo II, Dominum et vivificantem, 65.

236.Cf. S.S. Pablo VI, Marialis cultus, 51.

237.Cf. por ejemplo S.S. Juan Pablo II, Redemptoris Mater, 44.

238.Cf. Puebla, 168.

239.S.S. Juan Pablo II, Mensaje para la XXIV Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales, 24-I-1990.

240.Cf. Congregación para la Educación Católica, El laico católico testigo de la fe en la escuela, 15-X-1982, 75.

241.Cf. S.S. Juan Pablo II, Ut unum sint, 73.

 

 

 

 

 

 




 







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