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Movimientos Eclesiales: Distinciones y criterios
Es muy evidente que el Espíritu Santo continúa actuando en la Iglesia con nuevos dones, gracias a los cuales ella revive el gozo de su juventud


Por: Card. Joseph Ratzinger | Fuente: Zenit.org (27 de mayo, 1998)



Como último y necesario punto de esta relación, es inevitable afrontar el problema de los criterios de discernimiento. Para poder dar respuestas sensatas, se debería en primer lugar precisar todavía un poco el concepto de «movimiento» y quizás también intentar la propuesta de una tipología de ellos. Pero es obvio que eso ahora no es posible. También se debería evitar la propuesta de una definición demasiado rigurosa, ya que el Espíritu Santo siempre tiene preparadas sorpresas, y sólo retrospectivamente somos capaces de reconocer que detrás de la gran diversidad hay una esencia común. No obstante, como inicio de una clarificación conceptual, quisiera mostrar con brevedad tres tipos diversos de movimientos, individuables en la historia reciente. Los distinguiré con tres denominaciones: movimientos, corrientes e iniciativas. Al movimiento litúrgico de la primera mitad de nuestro siglo, como también el movimiento mariano, que emergió con fuerza siempre creciente en la Iglesia desde el siglo XIX, los caracterizaría no tanto como movimientos, sino más bien como corrientes, que después han podido materializarse, sí, en movimientos concretos, como las Congregaciones Marianas o las agrupaciones de juventud católica, pero no se reducen a ellos. Las recolecciones de firmas para postular una definición dogmática o para pedir cambios en la Iglesia, frecuentes hoy en día, no son tampoco movimientos, sino iniciativas. Qué sea un verdadero y propio movimiento probablemente se puede ver con la máxima claridad en el florecimiento franciscano del siglo XIII: generalmente los movimientos nacen de una persona carismática guía, se configuran en comunidades concretas, que en fuerza de su origen reviven el Evangelio en su totalidad y sin reticencias y reconocen en la Iglesia su razón de ser, sin la cual no podrían subsistir.

Con este intento -ciertamente bastante insuficiente- de encontrar una definición, hemos ya llegado a los criterios que, por así decir, pueden ocupar este lugar. El criterio esencial ya ha aparecido espontáneamente, es la radicación en la fe de la Iglesia. Quien no condivide la fe apostólica no llevar adelante la actividad apostólica. Desde el momento en que la fe es única para toda la Iglesia, y es ella la que produce la unidad de la Iglesia, a la fe apostólica esta necesariamente vinculado el deseo de unidad, la voluntad de estar en la viviente comunión de la Iglesia entera, para decirlo lo más concretamente posible: de estar con los sucesores de los apóstoles y con el sucesor de Pedro, a quien corresponde la responsabilidad de la integración entre iglesias locales e Iglesia universal, como único pueblo de Dios. Si la ubicación, el lugar de los movimientos de la Iglesia, es su carácter apostólico, es lógico que para ellos, en todas las épocas, el querer la vita apostolica es fundamental. Renuncia a la propiedad, a la descendencia, a imponer la propia concepción de la Iglesia, es decir, la obediencia en el seguimiento de Cristo, han sido considerados en toda época los elementos esenciales de la vida apostólica, que naturalmente no pueden valer de modo idéntico para todos los que forman parte de un movimiento, pero que son para todos ellos, en modalidades diversas, puntos de referencia de la vida personal. La vida apostólica, además, no es un fin en sí misma, mas bien da la libertad para el servicio. La vida apostólica implica acción apostólica: en primer lugar, - otra vez según modalidades diversas - está el anuncio del Evangelio: el elemento misionero. En el seguimiento de Cristo la evangelización es siempre, en primer lugar, evangelizare pauperibus, anunciar el Evangelio a los pobres. Pero eso no se hace solamente con palabras; el amor, que es el corazón del anuncio, su centro de verdad y su centro operativo, debe ser vivido y hacerse él mismo anuncio. Por lo tanto, a la evangelización está siempre unido el servicio social, en cualquier de sus formas. Todo esto, - debido casi siempre al entusiasmo arrollador que dimana del carisma originario -, presupone un profundo encuentro personal con Cristo. El llegar a ser comunidad, el construir la comunidad no excluye, al contrario, exige la dimensión de la persona. Solamente cuando la persona es tocada y conmovida por Cristo en lo más profundo de su intimidad, se puede tocar la intimidad del otro, sólo entonces puede darse la reconciliación en el Espíritu Santo, sólo entonces puede construirse una verdadera comunión. En el contexto de esta articulación fundamental cristológico-pneumatológica y existencial pueden darse acentos y subrayados diversísimos, en los cuales se da incesantemente la novedad del cristianismo, e incesantemente el Espíritu Santo a la Iglesia «como al aguiela renueva la juventud» (Sal 103, 5)

Aquí aparecen con claridad tanto los peligros como los caminos de superación que existen en los movimientos. Existe la amenaza de la unilateralidad que lleva a exagerar el mandato específico que tiene originen en un período dado o por efecto de un carisma particular. Que la experiencia espiritual a la cual se pertenece sea vivida no como una de las muchas formas de existencia cristiana, sino como el estar investido de la pura y simple integralidad del mensaje evangélico, es un hecho que puede llevar a absolutizar el propio movimiento, que pasa a identificarse con la Iglesia misma, a entenderse como el camino para todos, cuando de hecho este camino se da a conocer en modos diversos. Por lo mismo es casi inevitable que de la fresca vivacidad y de la totalidad de esta nueva experiencia nazcan constantemente amenazas de conflicto con la comunidad local: un conflicto en el que la culpa puede ser de ambas partes, y ambas sufren un desafío espiritual a su coherencia cristiana. Las iglesias locales pueden haber pactado con el mundo deslizándose hacia cierto conformismo, la sal puede hacerse insípida, como en su crítica a la cristiandad de su tiempo, recrimina con hiriente crudeza Kierkegaard. También ahí donde la distancia de la radicalidad del Evangelio no ha llegado al punto que ásperamente censura Kierkegaard, el irrumpir de algo nuevo puede ser percibido como algo que molesta, más todavía si está acompañado, como sucede con frecuencia, de debilidades, infantilismos y absolutizaciones erróneas de todo tipo.

Las dos partes deben dejarse educar por el Espíritu Santo y también por la autoridad eclesiástica, deben aprender el olvido de sí mismos sin el cual no es posible el consenso interior a la multiplicidad de formas que puede adquirir la fe vivida. Las dos partes deben aprender una de la otra a dejarse purificar, a soportarse y a encontrar la vía que conduce a aquellas conductas de las que habla Pablo en el himno de la caridad (1 Cor 13, 4 y ss). A los movimientos va dirigida esta advertencia: incluso si en su camino han encontrado y participan a otros la totalidad de la fe, ellos son un don hecho a la Iglesia entera, y deben someterse a las exigencias que derivan de este hecho, si quieren permanecer fieles a lo que les es esencial. Pero también debe decirse claramente a las iglesias locales, también a los obispos, que no les está permitido ceder a una uniformidad absoluta en las organizaciones y programas pastorales. No pueden ensalzar sus proyectos pastorales, como medida de aquello que le está permitido realizar al Espíritu Santo: ante meros proyectos humanos puede suceder puede suceder que las iglesias se hagan impenetrables al espíritu de Dios, a la fuerza que las vivifica. No es lícito pretender que todo deba insertarse en una determinada organización de la unidad; ¡mejor menos organización y más Espíritu Santo! Sobre todo no se puede apoyar un concepto de comunión en el cual el valor pastoral supremo sea evitar los conflictos. La fe es también una espada y puede exigir el conflicto por amor a la verdad y a la caridad (cf. Mt 10, 34). Un proyecto de unidad eclesial, donde se liquidan a priori los conflictos como meras polarizaciones y la paz interna es obtenida al precio de la renuncia a la totalidad del testimonio, pronto se revelaría ilusorio. No es lícito, finalmente, que se dé una cierta actitud de superioridad intelectual por la que se tache de fundamentalismo el celo de personas animadas por el Espíritu Santo y su cándida fe en la Palabra de Dios, y no se permita más que un modo de creer para el cual el «si» y el «pero» es más importante que la sustancia de lo que se dice creer. Para terminar, todos deben dejarse medir por la regla del amor por la unidad de la única Iglesia, que permanece única en todas las iglesias locales y, como tal, se evidencia continuamente en los movimientos apostólicos. Las iglesias locales y los movimientos apostólicos deberán, tanto unos como otros, reconocer y aceptar constantemente que es verdadero tanto el ubi Petrus, ibi Ecclesia, como el ubi episcopus, ibi ecclesia. Primado y episcopado, estructura eclesial local y movimientos apostólicos se necesitan mutuamente: el primado sólo puede vivir a través y con un episcopado vivo, el episcopado puede mantener su dinámica y apostólica unidad solamente en la unión permanente con el primado. Cuando uno de los dos es disminuido o debilitado sufre toda la Iglesia.

Después de todas estas consideraciones, es menester concluir con gratitud y alegría, pues es muy evidente que el Espíritu Santo continúa actuando en la Iglesia con nuevos dones, gracias a los cuales ella revive el gozo de su juventud (Sal 42, 4 Vg). Gratitud por tantas personas, jóvenes y ancianas, que siguen la llamada del Espíritu y, sin mirar atrás o alrededor, se lanzan alegremente al servicio del Evangelio. Gratitud por los obispos que se abren a nuevos caminos, les hacen puesto en sus respectivas iglesias, discuten pacientemente con sus responsables para ayudarles a superar toda unilateralidad y para conducirlos a la justa conformidad. Y sobretodo, en este lugar y en esta hora, agradecemos al Papa Juan Pablo II. Nos supera a todos en capacidad de entusiasmo, en la fuerza del rejuvenecimiento interior en la gracia de la fe, en el discernimiento de los espíritus, en la humilde y entusiasta lucha para que sean más copiosos los servicios prestados al Evangelio. Él nos precede a todos en la unidad con los obispos de todo el planeta, a los cuales escucha y guía incansablemente. Gracias sean dadas al Papa Juan Pablo II, que es para todos nosotros guía hacia Cristo. Cristo vive y desde el Padre envía al Espíritu Santo: esta es la gozosa y vivificante experiencia que se nos concede precisamente en el encuentro con los movimientos eclesiales de nuestro tiempo.

 

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Imagen: jmarti.ciberia.es
 

 

 

 







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