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Movimientos Eclesiales: Ministerios universales y locales
El elemento universal, que va más allá de los servicios debidos a las iglesias locales, permanece como una necesidad imprescindible


Por: Card. Joseph Ratzinger | Fuente: 27 de mayo, 1998



Preguntémonos, pues: ¿cómo aparece el exordio de la Iglesia? También quien dispone de un modesto conocimiento de los debates sobre la Iglesia naciente, en función de cuya configuración todas las iglesias y comunidades cristianas buscan justificarse, sabe bien que parece una empresa desesperada poder llegar a algún resultado partiendo desde semejante pregunta de naturaleza historiográfica. Si no obstante esto, me arriesgo a comenzar para buscar a tientas una solución, esto sucede con el presupuesto de una visión católica de la Iglesia y de sus orígenes que, por una parte, nos ofrece una marco sólido, pero, por otro lado, nos deja espacios abiertos de ulterior reflexión, que están todavía muy lejos de ser agotados. No queda ninguna duda de que los inmediatos destinatarios de la misión de Cristo sean, a partir de Pentecostés, los doce apóstoles, que rápidamente encontramos denominados también «apóstoles». A ellos se les confía el deber de hacer llegar el mensaje de Cristo «hasta los últimos confines de la tierra» (Hc 1, 8), de ir a todos los pueblos y hacer de todos los hombres discípulos de Jesús (cf. Mt 28, 19). El área asignada a ellos es el mundo. Sin delimitaciones locales ellos sirven a la creación del único cuerpo de Cristo, del único pueblo de Dios, de la única Iglesia de Cristo. Los apóstoles no eran obispos de determinadas iglesias locales, aunque sí apóstoles y, en cuanto tales, destinados al mundo entero y a la entera Iglesia por construir; la Iglesia universal precede a las iglesias locales que surgen como actuaciones concretas de ella. Para decirlo aún más claramente y sin sombra de equívocos, Pablo no fue jamás obispo de una determinada localidad, ni quiso jamás serlo. La única repartición que se tuvo a los inicios Pablo la delínea en Gal 2, 9: «Nosotros -Bernabé y yo- para los paganos; ellos -Pedro, Santiago y Juan- para los hebreos». Sólo que de esta bipartición inicial se pierde rápidamente toda huella: también Pedro y Juan se saben enviados a los paganos e inmediatamente cruzan los confines de Israel. Santiago, el hermano del Señor, que después del año 42 se convierte en una especie de primado de la Iglesia hebraica, no era un apóstol.

También sin ulteriores consideraciones de detalle, podemos afirmar que el ministerio apostólico es un ministerio universal, dirigido a la humanidad entera, y por lo tanto a la única Iglesia Universal. A partir de la actividad misionera de los apóstoles nacen las iglesias locales, las cuales tienen necesidad de responsables que las guíen. A ellos incumbe la obligación de garantizar la unidad de fe con la Iglesia entera, de plasmar la vida interna de las iglesias locales y de mantener abiertas las comunidades, a fin de permitirles crecer numéricamente y de hacer llegar el don del Evangelio a los conciudadanos aún no creyentes. Este ministerio eclesial local, que al inicio aparece bajo múltiples denominaciones, adquiere poco a poco una configuración estable y unitaria. En la Iglesia naciente, por lo tanto, existen con toda evidencia, codo a codo, dos estructuras que, aun teniendo, sin duda, relación entre sí, son netamente distinguibles: por una parte, los servidores de las iglesias locales, que poco a poco van asumiendo formas estables; por otra, el ministerio apostólico, que pronto ya no está reservado únicamente a los Doce (cf Ef 4, 10). En Pablo se pueden distinguir netamente dos concepciones de «apóstol»: por un lado, él acentúa mucho la unicidad específica de su apostolado, que apoya sobre un encuentro con el Resucitado y que, por lo tanto, lo coloca al mismo nivel que los Doce. Por el otro, Pablo prevé -por ejemplo en 1 Cor 12, 28- un ministerio de «apóstol» que trasciende por mucho el círculo de los Doce: también cuando en Rm 16, 7 él designa a Andrónico y a Junia como apóstoles, subyace esta concepción más amplia. Una terminología análoga encontramos en Ef 2, 20, donde, hablándonos de apóstoles y profetas como fundamento de la Iglesia, ciertamente no se refiere sólo a los Doce. Los Profetas de los que habla la Didaché, al inicio del segundo siglo, son considerados con toda evidencia como un ministerio misionero universal. Todavía más interesante es que de ellos se dice: «Son vuestros sumos sacerdotes» (13, 3).

Podemos, por lo tanto, partir de la idea de que la copresencia de los dos tipos de ministerio -el universal y el local- perdura hasta avanzado el siglo segundo, esto es, hasta la época en que se cuestiona ya seriamente quién sea ahora el detentor de la unidad apostólica. Varios textos nos inducen a pensar que la copresencia de las dos estructuras estuvo muy lejos del proceder sin conflictos. La Tercera carta de Juan nos evidencia una situación conflictiva del género. Pero cuanto más se alcanzaban -tal como eran accesibles entonces- los «últimos confines de la tierra», tanto más se volvía difícil continuar atribuyendo a los «itinerantes» una posición que tuviese un sentido; es posible que abusos en su ministerio hayan contribuido a favorecer la separación gradual. Quizás correspondía a las comunidades locales y a sus responsables -que mientras tanto habían asumido un perfil bien denotado en la tríada de obispo, presbítero, diácono- el deber de propagar la fe en las áreas de las respectivas iglesias locales. Que en el tiempo del emperador Constantino los cristianos sumasen cerca del ocho por ciento de la población de todo el imperio y que al fin del siglo IV fuesen todavía una minoría, es un hecho que dice cuán grave era aquél deber. En tal situación los jefes de las iglesias locales, los obispos, debieron darse cuenta de que quizás ellos se habían convertido en los sucesores de los apóstoles y que el mandato apostólico recaía completamente sobre sus espaldas. La conciencia de que los obispos, los jefes responsables de las iglesias locales, son los sucesores de los apóstoles, encuentra una clara configuración en Ireneo de Lyon en la segunda mitad del siglo II. Las determinaciones que él da sobre la esencia del ministerio episcopal incluyen dos elementos fundamentales:

a) «Sucesión apostólica» significa sobretodo algo que para nosotros es obvio: garantizar la continuidad y la unidad de la fe y eso en una continuidad que nosotros llamamos «sacramental».

b) Pero a todo esto va unido un deber concreto, que trasciende la administración de las iglesias locales: los obispos deben preocuparse de que se siga cumpliendo el mandato de Jesús, el mandato de hacer de todos los pueblos discípulos suyos, y de llevar el Evangelio hasta los confines de la tierra. A ellos -e Ireneo lo subraya vigorosamente- les toca impedir que la Iglesia se transforme en una federación de iglesias locales yuxtapuestas, y que conserve su unidad y su universalidad. Los obispos deben continuar el dinamismo universal del carácter apostólico de la Iglesia.

Si al inicio hemos mencionado el peligro de que el ministerio presbiteral pueda transformarse en algo meramente institucional y burocrático, olvidando la dimensión carismática, ahora se perfila un segundo peligro: el ministerio de la sucesión apostólica puede reducirse a despachar servicios en el ámbito de la iglesia local, olvidando en el corazón y en la acción, la universalidad del mandato de Cristo. La inquietud que nos impulsa a llevar a los demás el don de Cristo puede extinguirse en la parálisis de una Iglesia firmemente organizada. En palabras un poco más fuertes: es intrínseco al concepto de sucesión apostólica algo que trasciende el ministerio eclesiástico meramente local. La sucesión apostólica no puede reducirse a esto. El elemento universal, que va más allá de los servicios debidos a las iglesias locales, permanece como una necesidad imprescindible.

 

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Imagen: jmarti.ciberia.es
 

 

 

 







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