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La Dignidad de toda raza y la unidad del género humano
Cualquiera sea, en el curso de la historia, su dispersión geográfica o la acentuación de sus diferencias, están siempre destinados a formar una sola familia, según el plan de Dios establecido


Por: Roger Card. Etchegaray | Fuente: .



17. La doctrina cristiana sobre el hombre se ha desarrollado a partir de la revelación bíblica y a su luz, así como también en una incesante confrontación con las aspiraciones y experiencias de los pueblos. Es esta doctrina que ha inspirado las actitudes de la Iglesia, que hemos señalado ya, en el curso de la historia.

Ha sido reiterada de manera clara y sintética, para nuestro tiempo, por el Concilio Vaticano II , en varios textos decisivos. El siguiente texto puede servir de ilustración: "La igualdad fundamental entre todos los hombres exige un reconocimiento cada vez mayor. Porque todos los hombres, dotados de alma racional y creados a imagen de Dios, tienen la misma naturaleza y el mismo origen.

Y porque redimidos por Cristo, disfrutan de la misma vocación y de idéntico destino. Es evidente que no todos los hombres son iguales en lo que toca a la capacidad física y a las cualidades intelectuales y morales. Sin embargo, toda forma de discriminación en los derechos fundamentales de la persona, ya sea social o cultural, por motivos de sexo, raza, color, condición social, lengua o religión, debe ser vencida y eliminada, por ser contraria al plan divino".

Esta enseñanza es reiterada a menudo por los Papas y los obispos. Así, Pablo VI precisaba ante el cuerpo diplomático: "Para quien cree en Dios, todos los seres humanos, incluso los menos favorecidos, son hijos del Padre universal que los ha creado a su imagen y guía sus destinos con amor solícito.

La paternidad de Dios significa fraternidad entre los hombres: éste es uno de los puntos clave del universalismo cristiano, un punto en común también con otras grandes religiones, y un axioma de la más profunda sabiduría humana de todos los tiempos, la que rinde culto a la dignidad del hombre".

Y Juan Pablo II insiste: "La creación del hombre por Dios ´a su imagen´ confiere a toda persona humana una dignidad eminente; supone además la igualdad fundamental de todos los seres humanos.

Para la Iglesia, esta igualdad, enraizada en el mismo ser del hombre, adquiere la dimensión de una fraternidad especialísima mediante la encarnación del Hijo de Dios...

En la redención realizada por Jesucristo, la Iglesia contempla una nueva base para los derechos y deberes de la persona humana. Por ello, cualquier forma de discriminación por causa de la raza... es absolutamente inaceptable”.

18. Este principio de la igual dignidad de todos los hombres, cualquiera sea la raza a que pertenecen, encuentra ya un serio apoyo en el plano científico, y un sólido fundamento en el plano de la filosofía, de la moral y de las religiones en general.

La fe cristiana respeta esta intuición y la afirmación consiguiente y se regocija por ella. Revela una convergencia muy digna de nota entre las diversas disciplinas que refuerza las convicciones de la mayoría de los hombres de buena voluntad y permite la elaboración de declaraciones, convenciones y pactos internacionales para la salvaguardia de los derechos del hombre y la eliminación de toda forma de discriminación racial. En este sentido, Pablo VI podía hablar de "un axioma de la más profunda sabiduría humana de todos los tiempos".

Sin embargo, todos estos abordajes no son del mismo orden y es importante respetar sus niveles respectivos.

Las ciencias, por su parte, contribuyen a disipar no pocas falsas certidumbres con las cuales se intenta cubrirse cuando se quiere justificar conductas racistas o retrasar las transformaciones necesarias.

Según el texto de una declaración, redactada en la UNESCO el 8 de junio de 1951 por un cierto número de personalidades científicas: "Los sabios reconocen generalmente que todos los hombres actualmente vivientes pertenecen a una misma especie, el homo sapiens, y que proceden de un mismo tronco".

Pero las ciencias no son suficientes para asegurar las convicciones anti-racistas: por sus métodos mismos, ellas se prohiben a sí mismas decir una palabra final sobre el hombre y su destino y definir reglas morales universales obligatorias para las conciencias.

La filosofía, la moral y las grandes religiones se interesan, ellas también, del origen, la naturaleza y el destino del hombre, y ello en un plano que supera la investigación científica abandonada a sus fuerzas. Procuran fundamentar el respeto incondicional de toda vida humana sobre una base más firme que la observación de las costumbres y el consenso, siempre frágil y ambiguo, de una época. Logran así, en el mejor de los casos, adoptar un universalismo que la doctrina cristiana apoya sólidamente en la revelación divina.

19. Según esta revelación bíblica, Dios ha creado al ser humano -hombre y mujer- a su imagen y semejanza.

Este vínculo del hombre con su Creador funda su dignidad y sus derechos humanos inalienables, con Dios mismo como garante. A esos derechos personales corresponden evidentemente deberes hacia los demás hombres. Ni el individuo, ni la sociedad, ni el Estado, ni ninguna otra institución humana, pueden reducir al hombre -o un grupo de hombres- al estado de objeto.

La fe en un Dios que está en el origen del género humano, trasciende, unifica y da sentido a todas las observaciones parciales que la ciencia puede acumular sobre el proceso de la evolución y el desenvolvimiento de las sociedades. Es la afirmación más radical de la idéntica dignidad de todos los hombres en Dios.

Conforme a esta concepción, la persona escapa a todas las manipulaciones de los poderes humanos y de la propaganda ideológica destinada a justificar la sujeción de los más débiles. La fe en un solo Dios, creador y redentor de todo el género humano, hecho a su imagen y semejanza, constituye la negación absoluta e insoslayable de toda ideología racista.

Pero es preciso extraer de ella todas sus consecuencias: "No podemos invocar a Dios, Padre de todos, si nos negamos a conducirnos fraternalmente con algunos hombres, creados a imagen de Dios".

20. La revelación insiste, en efecto, igualmente en la unidad de la familia humana: todos los hombres creados tienen en Dios un mismo origen.

Cualquiera sea, en el curso de la historia, su dispersión geográfica o la acentuación de sus diferencias, están siempre destinados a formar una sola familia, según el plan de Dios establecido "al principio". En el primer hombre, la unidad de todo el género humano, presente y futuro, es tipológicamente afirmada. Adán -de adama, la tierra- es un singular colectivo. Es la especie humana que es "imagen de Dios". Eva, la primera mujer, es llamada "la madre de todos los vivientes".

De la primera pareja "proviene la raza de los hombres". Todos son de la "familia de Adán". San Pablo declarará a los atenienses: "Dios creó, de un solo principio, todo el linaje humano, para que habitase sobre toda la faz de la tierra"; de manera que todos pueden decir con el poeta que son del "linaje" mismo de Dios.

La elección del pueblo judío no contradice este universalismo, se trata de una pedagogía divina que se propone asegurar la preservación y el desarrollo de la fe en el Eterno, que es único, y fundamentar así las responsabilidades consiguientes.

Si el pueblo de Israel ha tomado conciencia de una relación especial con Dios, ha afirmado también que hay una alianza con él de todo el género humano, y que, aún en la Alianza concluida con él, todos los pueblos son llamados a la salvación: "Y serán bendecidas en ti todas las familias de la tierra" declara Dios a Abraham.



21. El Nuevo Testamento refuerza esta revelación de la dignidad de todos los hombres, de su unidad fundamental y de su deber de fraternidad, porque todos han sido igualmente salvados y reunidos por Cristo.

El misterio de la encarnación manifiesta en qué honor Dios ha tenido la naturaleza humana, ya que, en su Hijo, ha querido, sin confusión ni separación, unirla a la suya. Cristo se ha unido, en cierto modo con todo hombre . Cristo es, por título exclusivo, la "imagen de Dios invisible". Sólo él revela de manera perfecta el ser de Dios en la humilde condición humana que ha asumido libremente.

Por ello, es el "nuevo Adán", prototipo de una humanidad nueva, "primogénito entre muchos hermanos", en quien ha sido restaurada la semejanza divina empañada por el pecado. Al hacerse carne entre nosotros, el Verbo eterno de Dios "ha compartido nuestra humanidad" para conformarnos a su divinidad. La obra de salvación realizada por Cristo es universal. No tiene como destinatario solamente el pueblo elegido. Toda la "raza de Adán" es afectada, "recapitulada" en Cristo, según la expresión de san Ireneo


En Cristo, todos los hombres son llamados a entrar, por la fe, en la Alianza definitiva con Dios, al margen de la circuncisión, de la Ley de Moisés y de la raza.

Esta Alianza ha sido realizada y sellada por el sacrificio de Cristo, que obró la redención de una humanidad pecadora. Por su cruz fue abolida la división religiosa -que se había hecho más rígida como división étnica- entre el pueblo de la promesa, ahora cumplida, y el resto de la humanidad. Los gentiles, hasta ahora "excluidos de la ciudadanía de Israel y extraños a las alianzas de la promesa", "han llegado a estar cerca por la sangre de Cristo".

El, "de los dos pueblos hizo uno, derribando el muro que los separaba, la enemistad". A partir del judío y del gentil, Cristo ha querido "crear en sí mismo, de los dos, un solo Hombre Nuevo". Este "Hombre Nuevo" es el nombre colectivo de la humanidad redimida por él, en toda la variedad de sus componentes, reconciliada con Dios para formar un solo cuerpo que es la Iglesia, gracias a la cruz que ha suprimido la enemistad.

De esta manera, no hay ya más "griego ni judío, circuncisión e incircuncisión: bárbaro, escita, esclavo, libre, sino que Cristo es todo y en todos". El creyente, cualquiera fuera su condición anterior, ha revestido así ese Hombre Nuevo, que no cesa de ser renovado a imagen de su Creador. Y Cristo reúne los hijos de Dios que estaban dispersos.

El mensaje de Cristo no mira solamente a una fraternidad espiritual. Presupone y pone en marcha comportamientos concretos, muy importantes en la vida cotidiana: Cristo mismo ha dado el ejemplo. El marco estrecho de Palestina, donde se ha desarrollado casi toda su vida terrestre, no le brindaba demasiadas ocasiones de encontrar gente de otras razas.

No obstante, se ha mostrado acogedor con todas las categorías de personas con las cuales entró en contacto. No temió dedicarse a los samaritanos y ponerlos como ejemplo , cuando eran menospreciados por los judíos y tratados como herejes. Ha hecho beneficiarios de su salvación a todos los que estaban marginados por una u otra razón: los enfermos, los pecadores hombres y mujeres, las prostitutas, los publicanos, los paganos como la mujer sirofenicia.

Han quedado excluidos solamente los que se auto-excluyen, por su suficiencia, como algunos fariseos. Y él nos amonesta solemnemente: habremos de ser juzgados según la actitud que tuvimos hacia el extranjero, o hacia el más pequeño de sus hermanos. Incluso sin saberlo, encontramos en ellos a él mismo.

La resurrección de Cristo y el don del Espíritu Santo en Pentecostés han inaugurado esta humanidad nueva. La incorporación a ella se realiza por la fe y el bautismo, a la zaga de la predicación y la libre adhesión al evangelio. Y esta buena nueva está destinada a todas las razas. "Haced discípulos a todas las gentes”.


22. La Iglesia tiene en consecuencia la vocación de ser, en medio del mundo, "el pueblo de los redimidos", reconciliados con Dios y entre sí, siendo ´un solo cuerpo y un solo espíritu" en Cristo y manifestando a todos los hombres respeto y amor.


"Todas las naciones que hay bajo el cielo" estaban representadas simbólicamente en Jerusalén, el día de Pentecostés, superación y anticipo de la dispersión de Babel . Como afirma Pedro, cuando fue llamado a casa del pagano Cornelio: "A mí me ha mostrado Dios que no hay que llamar profano o impuro a ningún hombre... Verdaderamente comprendo que Dios no hace acepción de personas".

La Iglesia ha recibido la vocación sublime de realizar, primero en sí misma, la unidad del género humano, más allá de toda división étnica, cultural, nacional, social y otras todavía, a fin de significar precisamente el término de esas divisiones, abolidas por la cruz de Cristo.

Al hacerlo, contribuye a promover la convivencia fraterna entre los pueblos. El Concilio Vaticano II ha definido muy justamente la Iglesia "como un sacramento, o sea signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano, porque "Cristo y la Iglesia... trascienden todo particularismo de raza o de nación". En la Iglesia no hay "ninguna desigualdad por razón de la raza o de la nacionalidad, de la condición social o del sexo".

Es precisamente el sentido del término "católico", es decir, universal; él caracteriza la Iglesia. Y a medida que esta realiza su expansión, la catolicidad se vuelve más manifiesta: la Iglesia reúne efectivamente los fieles de Cristo de todas las naciones del mundo, con las culturas más variadas, guiadas por los pastores de sus pueblos, comulgando todos en la misma fe y en la misma caridad.

Aquello que la Iglesia tiene vocación y misión de realizar, por mandato divino, sus fracasos repetidos, obra de la dureza de los hombres y de los pecados de sus miembros, no pueden de ninguna manera anularlo. Esto confirma que no se trata de una empresa de hombres, sino de un proyecto que supera las fuerzas humanas.

Es importante, en todo caso, que los cristianos se den cuenta mejor que son llamados, todos ellos, a ejercer el papel de signos en el mundo. A través de su conducta, que excluye toda forma de discriminación racial, étnica, nacional o cultural, el mundo debe poder reconocer la novedad del evangelio de la reconciliación. Les toca anticipar, en la Iglesia, la comunidad escatológica y definitiva del reino de Dios.



23. La doctrina cristiana, que acabamos de exponer, tiene, en efecto, serias consecuencias morales, que se puede resumir en tres palabras claves: respeto de las diferencias, fraternidad, solidaridad.


Si los hombres y las comunidades humanas, son todos iguales en dignidad, ello no quiere decir que todos disfruten, simultáneamente, de las mismas capacidades físicas, los mismos dones culturales, las mismas fuerzas intelectuales y morales, el mismo estadio de desarrollo.

La igualdad no es uniformidad. Importa reconocer la diversidad y la complementariedad de las riquezas culturales y las cualidades morales de unos y de otros.

La igualdad de trato presupone así un cierto reconocimiento de la diferencia, que las minorías reclaman a fin de desenvolverse según su genio propio, en el respeto de los demás y del bien común de la sociedad y de la comunidad mundial. Pero ningún grupo humano se puede engreír de poseer sobre otros una superioridad de naturaleza, ni de ejercer ninguna discriminación que afecte los derechos fundamentales de la persona.

Sin embargo, el mutuo respeto no basta. Es preciso instaurar una fraternidad. El dinamismo necesario para tal fraternidad no es otro que la caridad, que está, también ella, en el corazón del mensaje cristiano: "Todo hombre es mi hermano".

La caridad no es un simple sentimiento de benevolencia o de piedad; se orienta más bien a hacer que cada uno se beneficie efectivamente de aquellas condiciones de vida dignas que le corresponden por justicia, en orden a su subsistencia, su libertad y su desarrollo bajo todos los aspectos. Ella hace ver en todo hombre y en toda mujer otro ser como uno, en Cristo, conforme al precepto divino: "amarás a tu prójimo como a ti mismo".

El reconocimiento de la fraternidad no basta. Se trata de ir hasta la solidaridad activa con todos, y en especial entre ricos y pobres. La reciente encíclica de Juan Pablo II, Sollicitudo rei socialis (30 de diciembre de 1987) insiste en el hecho de la interdependencia, "percibida como sistema determinante de relaciones en el mundo actual... y asumida como categoría moral. Cuando la interdependencia es reconocida así, su correspondiente respuesta, como actitud moral y social, y como ´virtud´, es la solidaridad". En esto se juega la paz entre hombres y naciones: "Opus solidaritatis pax, la paz como fruto de la solidaridad.




 







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