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El proceso al monoteísmo
El gnosticismo tiene un visceral rechazo de la Encarnación


Por: P. Ricardo Clarey, VE | Fuente: http://www.dialogoreligioso.org/



Todo este gran movimiento de retorno, de un modo más o menos manifiesto al paganismo, encuentra una fundamentación doctrinal privilegiada en una expresión cultural y teológica muy peculiar: el proceso al monoteísmo.

En la revista Teología[1], de la Facultad de Teología de la Universidad Católica Argentina, Marcelo González ha publicado un artículo titulado “Cuestiones emergentes en torno al monoteísmo. Análisis de dos obras recientes”. Se trata de dos obras colectivas. La primera es una investigación interdisciplinaria e interconfesional de las facultades de Teología de Friburgo, Génova, Lausanne y Neûchatel: ¿Es el cristianismo un monoteísmo? La segunda son las Actas del VII Curso de Actualización para Docentes de Teología Dogmática, de la Asociación Teológica Italiana: Monoteísmo cristiano y monoteísmos.

Se plantea allí un enfoque de la religiosidad monoteísta y del monoteísmo en sí mismo. “El monoteísmo habría funcionado en la cultura occidental a modo de matriz, de estructura profunda, de legitimación de una aventura cultural a la que se considera fracasada y destructiva. Los costados más oscuros de la modernidad tendrían en él su inspiración”[2]. Se habla en consecuencia de una dictadura del Uno, de una “imposición de la uniformidad”. “Sus secuelas serían la intolerancia, la invisibilización, la opresión y hasta supresión de la diversidad, de lo diferente, de las alteridades. Se lo acusa, además, de ser la raíz del imperialismo de la razón instrumental, de la técnica arrasadora que desemboca en la muerte de la tierra y la crisis ecológica, de la lógica competitiva y conquistadora.”[3]

¿Quién inicia este “proceso al monoteísmo”? Dos son los principales referentes: Hölderlin (una de las principales fuentes de Hegel) y Nietzche. A éstos acompañan y siguen una gran cantidad de autores menores. Todos ellos no se limitan a acusar y criticar, sino que proponen un itinerario de “desmantelamiento de esta dictadura monoteísta, sacándola de su rol de obviedad cultural y mostrándola como construcción histórica.”[4]

¿Cómo se lleva a cabo este proceso? De diversas maneras. Por un lado, se cuestiona la “obviedad” de la afirmación de la superioridad del monoteísmo. Se parte del presupuesto de que el monoteísmo es presentado como la cumbre de un progreso irreversible respecto del politeísmo y de otras formas de creencia, un paradigma al cual tienden y según el cual se miden todas las formas religiosas. Para estos autores, esta afirmación se basaría en el equívoco de haber hecho de una figura histórica, de un hecho contingente (i.e. se impuso en Occidente el monoteísmo judeocristiano) un valor y un criterio absoluto para juzgar la historia.

En esta misma línea, Nietzche afirma que la raíz está en que Occidente se dejó contagiar por un desprecio a la vida y una exaltación de la muerte y del sufrimiento. El fondo del monoteísmo cristiano reside en un rechazo a la vida terrena. “Que las fuertes razas del norte de Europa no hayan rechazado al Dios cristiano, no hace honor en verdad a sus dones religiosos, por no decir nada de su gusto. Deberían haberse librado de ese engendro de la decadencia, enfermizo y decrépito [...] ¡Casi dos mil años y ni un solo dios nuevo! Subsiste aún y como por derecho [...] ese lamentable Dios del monótono-teísmo cristiano. Ese híbrido edificio ruinoso hecho de nulidad, concepto y contradicción, en el que todos los instintos de decadencia, todas las cobardías y todas las fatigas del alma hallan su sanción.”[5]

Nietzche habla también de la voluntad de verdad, como una culpa de la cultura occidental. Se trata de “la verdad a todo precio, esta locura juvenil en el amor por la verdad”[6]. Esta búsqueda insaciable de conocer todo a fondo haría que el hombre se hastiase y en definitiva solamente desease lo superficial: “¡Oh, estos griegos! Ellos sabían cómo vivir: para eso hace falta quedarse valientemente de pie ante la superficie, el pliegue, la piel, venerar la apariencia. Los griegos eran superficiales, ¡por ser profundos!”[7]

Y llega más lejos aún: sostiene que la famosa muerte de Dios proclamada por él se debe, entre otras causas, “a la aparición de un principio único, que desprecia la vida y la pluralidad de lo viviente”[8].

Estas afirmaciones son seguidas en nuestro tiempo por diversos autores. Son tres las grandes líneas de esta postura:

a)aquellos que sostienen que el monoteísmo debe ser suplantado por una visión y una vida pagana sin límites, y por eso la actitud correcta ante la vida es la ligereza;

b)aquellos que afirman que el monoteísmo judeocristiano es enemigo de la vida y por tanto es preciso el ideal ascético, propio de una religión del resentimiento;

c)y aquellos que sostienen que el monoteísmo se apoya en la convicción de que las religiones y las culturas son incomparables, se trata de absolutos, y de allí se sigue una lucha contra todo lo que sea extraño y diverso. En cambio, el politeísmo supone una actitud de comparación, de relación armónica, de pertenencia al todo.

En esta postura, no solamente hay que superar la afirmación de la unicidad de Dios: hay rechazo explícito de la trascendencia divina. “Se trata de decir no al Dios todopoderoso, omnisciente, infinito y absoluto; a la revelación, al profetismo y el mesianismo. Se trata de dar un sí a los dioses múltiples, dependientes del mundo y expresivos de él, sin ningún cara a cara personalizado.”[9]

3. Crítica

Dejando de lado la referencia a conclusiones motivadas en argumentos tomados evidentemente de la sensibilidad, y obviamente errores históricos (como el adjudicar a la Cristiandad o a la fe monoteísta los males y desgracias del mundo contemporáneo), nos centramos en la crítica a las bases intelectuales de esta postura.

a) Falla en la consideración sobre la percepción del ente

Hay en la mentalidad que subyace a estas afirmaciones de crítica al monoteísmo una mala consideración del ente. Si se considera que la diversidad es anterior a la unidad, e incluso se afirma el disparate de una “dictadura del Uno”, es porque se toma el ente en el sentido formalista de un género supremo. En ese caso se entiende que se rechace una unidad indiferenciada que no puede incluir de un modo propio la diversidad. En el ser unívoco y generalísimo, se han debido sacrificar las formalidades y perfecciones propias para quedarse con lo simplemente común y uniforme a todo. Pero esto común y uniforme, a fin de cuentas, no es nada, no tiene la determinación de la existencia.

Por el contrario, la percepción tomista del ente no excluye la diversidad de los particulares, sino que los supera en una síntesis más alta y originaria. ¿Qué se capta en al percibir el ente? Simplemente algo que es. Y esta percepción es anterior y concomitante con cualquier otra percepción particular. Nada por tanto más universal y primero. El uno aparece con espontánea claridad como anterior y fundante de la diversidad, no como su oponente, pero es anterior y fundante sólo a condición de considerarlo de un orden o ámbito diverso de los distintos particulares. El uno es el ente en cuanto libre de toda indivisión interna, y esto, que se halla en el ámbito trascendental, es lo que permite que pueda darse una multiplicidad real. Todos los distintos entes son reales precisamente porque en todos ellos no hay indivisión interna.

b) Error sobre la consideración del esse ut actus y de Dios como Ipsum Esse

El error acerca del ente tiene otro aspecto, y es la falla en la consideración del acto. No se afirma que el elemento perfectivo es el ser como acto, que por sí es en la realidad y consecuentemente pone en acto todo lo que de alguna manera es. El ser como acto es el contenido propio de nuestra percepción del ente, y lo que a posteriori nos permitirá distinguir claramente un coprincipio fundante en el ente: el acto de ser. Una perfección realísima en todos los seres, pero limitada. Y que por ende exige una fundamentación extrínseca, es decir, una derivación a partir de una posesión plena e indivisa de este acto. Por este camino descubrimos a Dios, que en su condición más íntima es el mismo acto de ser sin limitación, con todas las perfecciones del ser. Y por tanto subsistente en sí, no recibido, ni dependiente, ni dividido. Dios es el Ipsum Esse Subsistens. Esto es lo que lo distingue radical e inmediatamente de cualquier otro ente, es lo que funda la unicidad y trascendencia de Dios.

De aquí se sigue lo imposible y absurdo de una diversidad de divinidades. No puede hablar pluralidad de dioses no por una imposibilidad material, como un cuerpo que ocupe todo un espacio disponible, o un infinito que ocupe un ámbito reservado solamente para sí y por tanto excluya cualquier otra realidad, sino por una imposibilidad formal: no puede haber no-ser en el mismo ser.

c) Gnosticismo e inmanencia

Evidentemente, el trasfondo de estas posturas es el gnosticismo. La paradójica realidad de Dios que trasciende al mundo y al mismo tiempo está íntimamente presente a él - en él vivimos, nos movemos y existimos (He 17,28)- es deformada por la visión gnóstica, que permea toda la cultura y el pensamiento moderno y se constituye, hoy nuevamente, en el principal peligro para la fe y para la vida cristiana, y por ende para la evangelización de la cultura.

El gnosticismo es una enfermedad del intelecto humano. Se trata de “toda concepción de Dios, el mundo y el hombre que asigna una única sustancia, homogénea, a estas tres realidades. Se trata de un Dios indeterminado -del Caos, del Silencio, del Abismo-, un Dios que contiene el sí y el no, el mal y el bien, lo masculino y lo femenino, y que se va haciendo el mundo y el hombre. El hombre sería, en la concepción gnóstico-cabalística, la culminación del proceso emanativo del universo”[10].

La característica común del pensamiento gnóstico es, por tanto, la confusión. La confusión, que implica una identificación indebida, es algo peor que el error, que significa la afirmación de verdadero a aquello que no lo es. En el error se mantiene la validez del principio de no contradicción, si bien aplicado torcidamente; en la confusión se deja directamente de lado. Por eso es que la mente aborrece naturalmente la confusión y huye de ella, como huye de lo indefinido y del vacío.

La consecuencia de la confusión es, ante todo, que no se advierte qué es una cosa y qué es otra. Y necesariamente se produce también la destrucción, al menos nocionalmente, de los elementos que se identifican indebidamente. Si el alma es lo mismo que el cuerpo, el alma no es tal, y tampoco lo será el cuerpo; si Dios es lo mismo que el conjunto de las creaturas, Dios no es Dios, y tampoco la creatura será creatura; si el ser es lo mismo que el no ser, entonces obviamente el ser no es el ser y no existe.

De esta confusión no se libra la condición creatural y la condición divina: más bien se ve como el fundamento real de toda la visión gnóstica. Dios está presente en el mundo, como una parte, un momento o como el todo, como en el mundo en su conjunto. Dios es el mundo, la creatura se hace Dios, la creatura, por su propia naturaleza, es Dios.

El gnosticismo tiene un visceral rechazo de la Encarnación: el misterio de la Encarnación es el misterio de la perfecta unión de lo divino y lo humano, sin mezcla ni confusión. Se mantienen clarísimamente distinguidos los órdenes (divino-humano, natural-sobrenatural) pero unidos en la única Persona del Verbo. Y Dios se hace presente de un modo nuevo, mucho más perfecto e íntimo al universo que con la simple creación.

Por eso es que estas posturas de rechazo al monoteísmo deben también rechazar el misterio de la Encarnación, que no solamente reafirma la existencia del Dios vivo y verdadero, infinitamente perfecto e inmutable, trino en Personas pero único en su trascendencia, sino también la realidad de su presencia viva y operante en el mundo. El misterio de la Encarnación nos recuerda que Dios se ha hecho presente visiblemente: En Cristo reside toda la plenitud de la divinidad corporalmente (Col 2,9). Y hemos experimentado lo que dice el profeta Baruc: Apareció la Sabiduría en la tierra, y entre los hombres convivió (3,38). Ha habido testigos presenciales de todo esto: Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y tocaron nuestras manos acerca de la Palabra de vida […] lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos (1 Jn 1, 1.3). Todo aquello que en el paganismo antiguo, y mucho más en el neopaganismo moderno, no pasa de ser una ilusión, un relato mítico, una sublimación de la nostalgia divina que hay en cada corazón del hombre, en el cristianismo, gracias al misterio de la Encarnación, es verdad patente y tangible, tan concreta como la carne de Cristo, tan puntual como el tiempo y el espacio que ocupó en su vida terrena en medio de los hombres.

Otra de las características del gnosticismo es, paradójicamente, el historicismo, es decir, la afirmación de que Dios se hace en la historia. Es un lugar común en la visión gnóstica. “La gran tentación gnóstica de seréis como dioses prende en el género humano y lo pierde […] La Cábala mala se funda en el cambio puro, que recibe los nombres de evolucionismo, historicismo, dialecticismo o progresismo. El cambio no se encontraría en la criatura sino en el Creador. Dios se haría con el universo y con el hombre. Dios sería Historia, Evolución, Dialéctica y Progreso. Dios no sería el Esse Subsistens, en cuya contemplación durante la eternidad han de encontrar su gozo los bienaventurados, sino que sería un incesante hacerse, un devenir, una praxis, a cuya fabricación ha de aplicarse la criatura.”[11]

d) Una esperanza intramundana

Una ulterior falla, consecuencia de una falsa concepción del hombre y del olvido de su condición de imagen de Dios, es la búsqueda de un ideal terreno. Se busca alcanzar la plenitud del hombre: pero se busca según una medida mundana. Este rechazo del único y verdadero Dios tiene también la motivación de fabricarse dioses a la medida de los gustos y alcances humanos: se busca solamente quienes permitan fundamentar una esperanza mundana. Recuerda el P. Fabro: “La pérdida en el mundo moderno de la esperanza cristiana, en el sentido de la pérdida de la trascendencia doble, ha sido obtenida en varias direcciones y a niveles siempre más profundos de radicalización de la fundación de lo real y de la libertad: como totalidad en acto en los sistemas racionalistas, como espontaneidad inmediata en el empirismo, como libertad a priori en Kant y en el idealismo, como identidad de ciencia y verdad en el positivismo, como dialéctica de hombre y sociedad en el marxismo y de existencia y libertad en el existencialismo, para terminar (y podría ser el fin del mismo género humano) con el arrollador dominio de la técnica que ya ha sujetado la misma ciencia, y con ella la política y la ética, y está reduciendo el hombre a instrumento del cosmos... Ahora bien, la raíz responsable de esta universal catástrofe... es precisamente el principio de inmanencia”[12].

4. Consecuencias prácticas

Destacamos dos consecuencias, particularmente ligadas a revalorizar la importancia de la formación sacerdotal cuyo nuevo ciclo hoy iniciamos.

a) Importancia del conocimiento de la filosofía

Más allá de la situación personal de los pensadores que sostienen estas posturas, el andamiaje de los argumentos y de las afirmaciones depende de una determinada metafísica. Y más allá de las diversidades secundarias de los distintos sistemas y movimientos filosóficos, la disyuntiva se encuentra entre la filosofía del ser, la metafísica natural del entendimiento humano, y la filosofía de la inmanencia.

El conocimiento de Dios es la cumbre de la metafísica. Por eso los principios metafísicos alcanzarán su aplicación más profunda en la consideración de la existencia y naturaleza divina. De allí que sea tan importante el esfuerzo por formarse en la auténtica sabiduría del ser. Toda falla en esta formación hará que luego nuestro conocimiento de Dios, y posteriormente nuestra predicación y nuestro testimonio, esté viciada con alguna deformación. No solamente de nuestra fe y nuestra vida espiritual sino también del sincero y correcto esfuerzo de nuestra penetración racional, dependerá la legitimidad y la eficacia de la presentación del misterio de Dios que hagamos a nuestros contemporáneos. Por eso esta importancia no queda limitada al tiempo de la formación inicial, sino que se continúa en todo el arco de momentos y actividades que constituyen la formación permanente

Y es preciso recordar que este conocimiento se continúa y se ensambla armónicamente con el estudio y la profundización de la Palabra de Dios y de los contenidos de la revelación. La teología, que se sirve de este estudio filosófico, plenifica de un modo nuevo e insospechado la penetración del misterio de Dios, que en su misericordia nos comunica su misma vida íntima. Por eso tampoco se limita, dentro de la formación inicial, al breve período de los años de estudio intensivo y sistemático de la filosofía.

Por esto el Papa enseña: “Deseo reafirmar decididamente que el estudio de la filosofía tiene un carácter fundamental e imprescindible en la estructura de los estudios teológicos y en la formación de los candidatos al sacerdocio. No es casual que el currículum de los estudios teológicos vaya precedido por un período de tiempo en el cual está previsto una especial dedicación al estudio de la filosofía. Esta opción, confirmada por el Concilio Lateranense V, tiene sus raíces en la experiencia madurada durante la Edad Media, cuando se puso en evidencia la importancia de una armonía constructiva entre el saber filosófico y el teológico.”[13]

b) Importancia de la fe y de la relación personal y existencial con Dios

Nunca será excesivo nuestro énfasis en la importancia fundamental de la relación personal y existencial con Dios a través de las virtudes teologales. Nuestro esfuerzo por la penetración racional de los principios del ser y de Dios, principio supremo de todas las cosas, debe estar vivificado por la vida de fe y de caridad sobrenatural. En efecto, nuestra relación con Dios está fundada en la humilde y confiada aceptación de lo que Él nos revela de Sí mismo y de nuestra absoluta y total dependencia de Él. Fabricarse ídolos por rechazar al único Dios verdadero nace de la locura de pensar que en algo podemos perfeccionar o condicionar a Dios. Nos recuerda San Ireneo: “Seguir al Salvador es beneficiarse de la salvación, y seguir la Luz es recibir la luz. Pues los que están en la luz no son los que iluminan a la luz, sino que la luz los ilumina y esclarece a ellos, ya que ellos nada le añaden, sino que son ellos los que se benefician de la luz. Del mismo modo, el servir a Dios nada le añade a Dios, ni tiene Dios necesidad alguna de nuestra sumisión... La razón por la que Dios desea que los hombres lo sirvan es su bondad y misericordia, por las que quiere beneficiar a los que perseveran en su servicio, pues, si Dios no necesita de nadie, el hombre, en cambio, necesita de la comunión con Dios”[14].


[*] El P. Ricardo Clarey, V.E.,rector del Seminario Mayor "Maria Madre del Verbo Encarnado" del Instituto del Verbo Encarnado en Argentina, aborda con profundidad –analizando filosóficamente- el tema del neopaganismo actual y del necesario regreso al verdadero monoteísmo, sacando conclusiones prácticas para la formación de los futuros sacerdotes…

[1] Nº 81 (2003/1), pp. 83-114.-

[2] Ib., p. 85.-

[3] Ib., 86.-

[4] Ib., 86.

[5] F. Nietzsche, El Anticristo, 19.

[6] F. Nietzche, La Gaya Ciencia, Pról. 2ª ed.

[7] Ibidem.

[8] M. González, “Cuestiones emergentes…”, 89.

[9] Ib., 95.-

[10] J. Meinvielle, De la Cábala al progresismo, Salta 1970, 14-15.

[11] De la cábala al progresismo, 7-8.

[12] C. Fabro, “Il cristiano s’interroga sulla speranza oggi”, Momenti dello spirito II, Assisi 1983, 226.

[13] Juan Pablo II, Fides et ratio, 62.

[14] Adversus haereses 4,14.







 







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