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Muerte de Jesús

4. Las últimas palabras de Jesús
La muerte de Jesús. ¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?


Por: P. Enrique Cases | Fuente: Catholic.net



 

 

¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?

"Y al llegar la hora sexta, toda la tierra se cubrió de tinieblas hasta la hora nona. Y a la hora nona exclamó Jesús con fuerte voz: Eloí, Eloí, ¿lemá sabacthaní?, que significa: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado? Y algunos de los que estaban cerca, al oírlo, decían: Mirad, llama a Elías"(Mc).

Las tres primeras palabras manifiestan la caridad infinita que brilla en el centro del mismo dolor. Jesús parece olvidar sus torturas, pide perdón por quien le maltrata, ofrece el paraíso quien se arrepiente, entrega a su Madre y la cuida. Las dos palabras siguientes expresan la intensidad de su dolor. Son gemidos hondos que llegan al Cielo.

La manifestación de la cruz

Han pasado una o dos horas desde la crucifixión; la mayoría han sido de silencio. Con este grito fuerte se abre una ventana al hondo dolor de Jesús, se manifiesta el escándalo de la cruz hasta lo más profundo. Dios parece inerme, derrotado, distante, pasivo, permitiendo el dolor de su Hijo, queriéndolo. Ahora Jesús experimenta el abandono, y apura el cáliz del dolor. Es el momento de la total desnudez de quien no tiene ya nadie en que apoyarse. Parece como si la prueba fuese excesiva y Jesús estuviera apunto de quebrarse. Es más hondo aún que, cuando en la agonía del huerto, pide al Padre que aleje aquel cáliz, pero acepta en obediencia lo que va a venir. Ahora el cáliz está aquí, ya no es agonía, es muerte, es abandono. Parece que la humanidad de Jesús no experimenta el consuelo de la presencia de Dios, como si no se sintiese Hijo siéndolo realmente.

La oración de Jesús

Es abandono, no desesperación. Jesús sigue hablando con el Padre con el salmo 21, convertido ahora en la oración perfecta y sigue así: "Me rodean como perros, me cercan una nube de malvados, han taladrado mis manos y mis pies y me han acostado en el polvo de la muerte. Cuentan mis huesos uno a uno, me miran, me contemplan. Se reparten mis vestidos, echan a suerte mi túnica. Pero tú, oh Yavé, no te alejes fuerza mía, ven pronto a socorrerme. No despreció a un desdichado, ni rehusó responderle. No apartó de mí su rostro me escuchó cuando le imploraba. Anunciaré tu nombre a mis hermanos".

El sol se había ocultado; estaba todo a oscuras. Es la hora de las tinieblas, La hora de Satanás. Jesús está realmente solo y gritó, no lo hizo en la flagelación, ni durante la crucifixión. Sí, ahora, porque está asumiendo los pecados del mundo, se hace pecado. El dolor del alma es intenso, mayor que el del cuerpo. Así desvela el amor del Hijo, del Padre y del Espíritu Santo que salva la injusticia con la misericordia.

Es el penúltimo escalón del anonadamiento. Jesús baja hasta experimentar como una ausencia de Dios en su alma humana, a pesar de que Él mismo es Dios. Pero como hombre experimenta la soledad infinita de esa ausencia, es casi como el infierno. La angustia de la agonía era poco, al lado de la realidad actual. Pero no se separa de la voluntad del Padre, y sigue pensando en los que serán redimidos del infierno real. Dios se nos revela aquí escandalosamente, sin ninguna manifestación de su poder. Su única potencia es amar con corazón de Padre y con corazón de Hijo a los hombres.

Tengo sed

"Después de esto, sabiendo Jesús que todo estaba ya consumado, para que se cumpliera la Escritura, dijo: Tengo sed"(Jn). La cuarta y la quinta palabra hablan de un exceso de sufrimiento. La cuarta, además, habla de congoja interior. La quinta es más humilde y lastimosa todavía; es el grito de la penuria física. Ahora ya no hay más que el grito del suplicio de la sed. Es el gemido extremo, arrancado a Jesús por el dolor físico tomando palabras de un texto mesiánico.

En el grito de la sed del Señor vemos un cuerpo que se ha desangrado gota a gota durante la flagelación y en las horas clavado al madero. Jesús había dicho: "el que beba del agua que yo le diere ya no tendrá sed jamás"(Jn) ¿Por qué tiene sed?

La sed de Jesús

Es una sed verdadera, física, material; la lengua como piedra seca y la garganta como un camino polvoriento. Es la palabra más radicalmente humana. Es la prueba definitiva de que está muriendo una muerte verdadera, de que en la cruz hay un hombre, no un fantasma.

Un soldado tiene piedad, y le ofrece posca, una mezcla de vino, vinagre y agua que apaga la sed. No ha entendido las otras palabras, pero ésta está más a su altura. "Había allí un vaso lleno de vinagre. Sujetaron una esponja empapada en el vinagre a una caña de hisopo y se la acercaron a la boca"(Jn). Y se cumple el salmo 68 "en mi sed me dieron a beber vinagre". Y Jesús tomó el vinagre.

Es humilde hasta en el dejarse ayudar cuando el dolor es supremo. Jesús ahora es el hijo que pide. Tantas veces socorrió las necesidades de los débiles, ahora pide que sean misericordiosos con Él. No se trata de atender solamente a las necesidades espirituales, también lo material que nos lleva a ser más humanos.

La sed del alma

Pero, más allá de la sed física, está la sed de almas. El salmo 21 dice: "mi garganta está seca como el barro cocido, y la lengua se me pega al paladar". Siente sed de amor de todas las almas.

Todo está consumado

"Cuando hubo gustado el vinagre dijo: Todo está consumado"(Jn). Próxima ya a la muerte vuelve a aparecer el diálogo con el Padre, y su alma se llena de nuevo de paz.

Sólo Cristo sabe hasta el fondo que esa voluntad del Padre es amor total, amor fontal, amor que engendra hijos, amor misericordioso. Sabe que, paralelo al amor del Hijo, tan palpable en su humanidad, hay un dolor del Padre. La perfección divina, su inmutabilidad, es tan amorosa que sufre un dolor de amor que es perfección afectiva, no limitación. Jesús ve como la sabiduría del Padre respeta la libertad del hombre, y, al verlo hundido por el pecado, incapaz de superar la postración, da al Hijo y se da el Padre mismo. No quiso Dios que Abraham consumase el sacrificio del hijo de la promesa. Pero Él mismo no se ahorra ese dolor.

Jesús obedece

Y Jesús obedece la voluntad amorosa del Padre. Siempre obedeció Jesús venciendo la desobediencia del pecado, pero ahora su obediencia es más valiosa porque la dificultad es máxima. De ahí la, paz honda de quien ha obedecido, de quien sabe que el Padre está satisfecho, de quien consuela al Padre.

La paz se entreve en la sexta palabra: todo está consumado, he obedecido; he vencido al diablo; la desobediencia del diablo y de Adán está superada: el camino de la nueva vida está ya abierto.



 

 

 









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