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El Cristianismo
El cristianismo es la religión de los seguidores de Jesucristo.


Por: Lic. Rubén Magaña Luna | Fuente: Catholic.net




Jesucristo testimonio vivo del amor

El cristianismo es la religión de los seguidores de Jesucristo. Hijo de Dios hecho hombre, que empezaron a llamarse cristianos desde los primeros tiempos. Jesucristo nació probablemente en el año 748 de la fundación de Roma, en Belén, un pueblecito a nueve kilómetros de Jerusalén. Pasó gran parte de su vida trabajando en el taller de su padre, en Nazaret de Galilea, de modo que se le llamo comúnmente Jesús de Nazaret o Nazareno. Alrededor de los treinta años, Jesús empezó a predicar su doctrina tras haber recibido el Bautismo de manos de Juan. Su predicación, limitada primero a Galilea, se extendió después a toda Palestina; mientras multitudes cada vez más numerosas se acercaban a él, atraídas por la fama de su palabra y de sus milagros.

La religión del amor

La Buena Nueva, anunciada por Jesús, se resume en los dos grandes preceptos del amor de Dios y del amor al prójimo. Así, el amor de Dios debe explicarse y extenderse en el amor al prójimo.

Dios ha amado primero. En realidad no es primero el amor del hombre a Dios, sino el amor de Dios al hombre. El concepto de amor, que otras antropologías entienden como fruto de algo que falta, como aspiración de quien no tiene gracia quien tiene, es en el Cristianismo un don de Aquél que tiene (porque es el que es) otorgado a quien no tiene: el amor cristiano no es eros, sino charitas.

El mandato de amar al prójimo encuentra necesariamente su base y su motivo en el amor de Dios, así como el mandato del amor de Dios encuentra su fundamento en la libertad como manifestación de la conversión espiritual: “si vivimos según el espíritu, obremos también según el Espíritu” (Gal. 5, 25; cfr. Rom. 5, 12-23; 1Cor 5, 7; 6, 11)

El amor va dirigido a todo hombre, también al pecador, al publicano, a la meretriz, al samaritano y al enemigo. Amor, a todos los hombres, y sobretodo para los más necesitados están de él, por ejemplo, los pobres y los abandonados, que no son invitados a la cena precisamente porque no pueden devolver lo que se les da (cfr. 14, 12-14).

La llamada al amor fraterno llega a ser el reconocimiento de la igualdad de todos los hombres, por encima de toda distinción racial, nacional o social.

Jesucristo es el Hijo de Dios, Redentor del hombre y su único Modelo.

Cristo, Dios y hombre

Jesús se ha llamado Maestro, pero en un sentido distinto de los maestros tradicionales: no enseña un camino de sabiduría (como Buda), sino que carga con el pecado del mundo, y, como signo de contradicción, ha afrontado el escándalo de la cruz. Más que Maestro, por tanto, Jesús es el hijo de Dios, Redentor de hombre y su único Modelo.

Jesús tuvo plena conciencia de ser el Mesías, no en el sentido nacionalista, sino en sentido universal y escatológico.

Muchos milagros obrados por Jesús son interpretados por el mismo Cristo como prueba de evidente de su completa autoridad sobre todas las cosas, y no como prodigios extrínsecos reveladores de poder terreno. El mismo Jesucristo ha indicado su doble naturaleza, humana y divina: Hijo del hombre e Hijo de Dios. La expresión Hijo del hombre, tan frecuentemente usada en los evangelios (81 veces), pretende poner de relieve no sólo la naturaleza de Cristo, sino también su dignidad mesiánica en sentido religioso. La locución de Hijo de Dios, también usada muchas veces (54 en los Sinópticos y 42 en las Epístolas), quiere subrayar la divinidad de Cristo. Pero la proclamación divina testimonia además de unidad de Cristo con el Padre, “Yo y el Padre somos una sola cosa” (Jn. 10, 30). Esta unidad con el Padre y con el Espíritu Santo es la que permite a Cristo colocarse como mediador entre el hombre y Dios.

El cristiano lo es verdaderamente en la medida en que se hace “imitador de Cristo”, en la medida que se une a Cristo y se identifica con Él en la Eucaristía. La medida de la verdad y del bien es siempre únicamente Cristo. Por “su causa” el discípulo será odiado y perseguido, pero precisamente por eso salvará la propia vida. Cristo exige la decisión absoluta y total. Discípulo de Jesús es aquél que, como Pedro, reconoce a Cristo.

María, Madre de Jesús

El cristiano sólo adora a Dios. A un Dios único que se ha revelado en Jesucristo, que es Él mismo Dios, hecho hombre.

Jesucristo nace, en la carne de María. Por intervención divina, María es santísima desde su concepción, por que el Santo, Dios no podría haberse encarnado en el seno de una persona manchada por el pecado. Asimismo, María concibió al Hijo de Dios sin la intervención de varón. Por ello es Virgen Inmaculada. Ella, con todos estos atributos, es la intercesora por excelencia ente Dios. Por eso, los cristianos acudimos a ella con veneración, para rogarle que como buena madre, nos alcance de su hijo Divino las gracias espirituales que necesitamos para cumplir nuestra misión en este mundo y alcanzar la gloria prometida.

La Iglesia y su origen

Cristo pretendía alejar el concepto de Reino de la actitud nacionalista de Israel. Sin negar el papel fundamental del pueblo de Israel para la historia de la Salvación, Jesús pone de relieve, no obstante, el carácter universal del Reino. El Reino no es, por tanto, poder terreno o triunfo nacional, sino una realidad salvífica.

El tiempo que va desde el acontecimiento esencial de la Encarnación-Muerte-Resurrección de Cristo hasta su vuelta en la Parusía, el tiempo que se interpone entre el momento de la salvación comenzada y el momento de la salvación completada, es el tiempo de la Iglesia, Cuerpo de Cristo, ya que en ella vive el Espíritu Santo. Pero la Iglesia no es todavía la plenitud del Reino, en ella están mezclados los buenos y los malos.

Es en la Iglesia donde se actualiza cada día el Sacramento de la muerte de Cristo y de su Resurrección. La Iglesia es el instrumento de la predicación misionera y de la Buena Nueva, y el de la aplicación de la obra salvadora por vía sacramental, que extiende así la historia de la salvación.

Con un acto concreto, dirigiéndonos a un discípulo preciso, Cristo funda el Primado de San Pedro y de sus sucesores, uno de los actos esenciales en al fundación de la Iglesia: “Tomando entonces la palabra Jesús, le respondió: Tú eres Pedro, o sea piedra, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia... Yo te daré las llaves del Reino de los Cielos: todo lo que atares en la tierra será atado en el Cielo, y lo que desates en la tierra será desatado en el Cielo” . (Mateo 16, 18). Pedro es en este pasaje, además de una persona histórica, símbolo ejemplar de todos los “apóstoles” y “profetas”, sobre los que también está fundada la Iglesia (Eph. 2,20).

De esa manera, el discípulo de Cristo llega a ser “pescador de hombres” (Mt. 4,19; Mc. 1, 17 ), y la Iglesia “sal de la tierra” y “luz del mundo (Mt. 5, 13-16). La Iglesia es necesariamente universal y católica.

La misión del sumo Pontífice

El Cristianismo es una religión de amor, de la fraternidad universal, porque todos tenemos un único Padre: Dios. El amor nos empuja a buscar el bien de nuestros hermanos, y ese bien que nos realizará plenamente es la Salvación en Jesucristo. Por eso, la actitud misionera es propia y esencial del cristiano.

Pero el mensaje salvífico no es propio de cada uno. Es el mensaje de Jesucristo, por eso debemos transmitirlo sin contaminaciones o interpretaciones personales. El Papa tiene la misión de mantener el depósito de la fe, de cuidar la fidelidad el Evangelio, de velar porque los falsos profetas no siembren cizaña y desorienten al Pueblo de Dios. Por eso el cristiano debe estar en comunión con la Sede de Pedro, pues sólo sobre esa piedra se edificará la Iglesia de Jesucristo.

La doble ciudadanía del cristiano

El discípulo de Cristo vive en el mundo, pero no pertenece al mundo. El mundo es el lugar de la salvación, pero este mundo tendrá un final (1Cor. 7,31:I 1º. 2, 17).

El cristiano es siempre, de alguna manera, extraño al mundo (1 Pet. 2, 11). Sin embargo, la actitud cristiana, a diferencia de la gnóstica y maniquea, no es de rechazo o de fuga del mundo.

La actitud consiste más bien en considerar el mundo como provisorio e instrumental respecto del Reino, es al mismo tiempo una actitud de aceptación, en cuanto que el mundo es obra de Dios y lugar y medio de santificación, y de rechazo; en cuanto que en el mundo existe el pecado que aparta de Dios.

El desarrollo de la historia, que en el pensamiento clásico griego adopta la forma cíclica del eterno retorno de lo idéntico, adquiere en la perspectiva cristiana un sentido concreto, en cuanto que esta orientado, desde la creación, a través del pecado y la Redención, hacia la Parusía o la última venida de Cristo. La salvación del cristiano no consiste, como para los griegos antiguos, en la continua repetición cíclica de los mismos acontecimientos a intervalos regulares, sino en el fin de la historia y en el establecimiento de una dimensión cualitativamente diversa.

Esta radical apertura al futuro, esta esperanza segura fundada en la fe, es la que permite superar el problema del sufrimiento. Si Cristo, el único justo, ha aceptado el sufrimiento, el cristiano debe sufrir y morir con Cristo puesto que es cierto que todo dolor y muerte se traduce en alegría y vida (Jn. 16, 20-22). El cristiano no ama el sufrimiento, la actitud patológica del que se complace en el dolor es totalmente ajena de la del Cristianismo. Éste no vence el sufrimiento no con la indiferencia ni con la apatía, sino con la fe, mediante la cual el hombre interior triunfa sobre el exterior (2 Cor.4, 16-18).

Frente a los humanismos que reducen todo única y exclusivamente el hombre, el Cristianismo se afirma como fermento social precisamente en cuanto que dice al hombre que esta llamado a algo más que a este mundo: a un amor pleno en Dios, cuya plenitud se dará en la consumación final, que debe manifestarse en las obras.

Primacía de la persona en lo espiritual

La dimensión social es constitutiva del hombre, pero no agota la esencia del mismo. El hombre que es también un animal social, no es solo eso, sino que por encima de todo es un ser creado a imagen de Dios. Este dimensión sobrenatural constituye el calor de la persona, en cuanto que todo hombre es un reflejo presente de lo divino, que lo hace insustituible y no subyugable: en la perspectiva del Cristianismo, por tanto el hombre deja de ser un “medio” y llega a ser un “fin”.

Sobre la base del reconocimiento del valor de la persona se fijara la doctrina de los derechos naturales de la misma fundados sobre la ley eterna de Dios. Podemos resumir esta característica con una frase muy significativa de Santo Tomas: “El hombre no se ordena a la comunidad política según todo su ser y todas las cosas que le pertenecen, y por eso no es necesario que todos sus actos sean meritorios o no respecto de la sociedad. En cambio, todo lo que hay en el hombre, lo que puede y lo que posee, debe ordenarse a Dios; de ahí que todos sus actos, buenos o malos, por su misma naturaleza tengan mérito o demérito delante de Dios” (Suma Teológica, 1-2, q.21).

Afirmar que en el Cristianismo lo espiritual tiene la primacía, no significa establecer un dualismo irreconciliable entre el espíritu y la materia, entre el ama y el cuerpo, como lo entendía la antropología griega. El Cristianismo valora y redime la misma corporeidad, en cuanto que considera la materia como indiferente, capaz de ser buena o mala según el uso que de ella haga la voluntad del hombre. El hombre del que habla el Cristianismo es un ser integral, compuesto de cuerpo y alma como realidades distintas, pero unidas sustancialmente; es un espíritu encarnado que vive y obra unitariamente, y unitariamente se salva (o se condena) mediante la Resurrección de la carne (no como en la visión griega donde se afirma solo la inmortalidad del alma). En pocas palabras, la salvación (o condenación) comenzada ya inmediatamente después de la muerte, solo se hace completa con la Resurrección de la carne en el día del Juicio Final.

Un mensaje universal

La evangelización es esencial a la Iglesia. Jesucristo, antes de subir al cielo, después de resucitado, nos ordenó: “Id a todo el mundo y predicar el Evangelio, bautizando en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”. Esta misión es de todos y cada uno de los miembros de la Iglesia: tenemos que comportarnos como miembros vivos y no como células inertes. El amor de Cristo nos urge; y nos urge buscar el bien de nuestros hermanos los hombres. Ese Bien por antonomasia esta en el encuentro y conocimiento del Evangelio. Por eso, los bautizados en Cristo, debemos dar testimonio de nuestra fe, con el ejemplo y con la palabra, es decir, con la autenticidad de nuestra vida.

La conciencia de que somos misioneros, protagonistas de la extensión del Reino, nos coloca en la vanguardia de los que colaboran con Jesucristo en su obra salvadora.

Los bautizados en Cristo, debemos dar testimonio de nuestra fe, con el ejemplo y con la palabra, es decir, con la autenticidad de nuestra vida.

El Lic. Rubén Magaña es Licenciado en Derecho y catedrático de la Universidad Anáhuac







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