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¿Es la conversión una infidelidad?
Para un hombre inteligente y ferviente hebreo, la conversión significa obediencia a la voz de la conciencia


Por: Eugenio Zolli | Fuente: www.dialogoreligioso.org



Israel Zoller (Eugenio Zolli) fue Gran Rabino de Roma durante los difíciles años de la Segunda Guerra Mundial. Su conversión al catolicismo provocó una dura reacción de la comunidad judía romana, donde es considerado un apóstata. Respondiendo a esta acusación escribió un libro titulado "Before the Dawn" (Antes del Alba) impreso en los Estados Unidos (¡no consiguió editor en Italia!). Presentamos el capítulo 11 titulado "¿Es la conversión una infidelidad?" al que consideramos una verdadera "página inolvidable".

Algunos opinan que estos ejemplos entorpecen el diálogo interreligioso (de hecho a Eugenio Zolli lo llaman en la comunidad judía de Roma "el Innominado"), pero creemos que no es así. Puede ser un obstáculo para el diálogo superficial pero no para el verdadero diálogo, que se basa en la verdad y en la caridad. Dejemos que las palabras de este Gran Rabino hablen por sí mismas...



Mi pensamiento corre hacia la Carta de San Pablo a los Romanos y a sus inolvidables palabras: "digo la verdad en Cristo, no miento, - mi conciencia me lo atestigua en el Espíritu Santo -, siento una gran tristeza y un dolor incesante en el corazón. Pues desearía ser yo mismo anatema, separado de Cristo, por mis hermanos, los de mi raza según la carne, los israelitas" (Rom 9, 1-4). Así es como comenta Eric Peterson la última frase de este pasaje: "La exaltación conmovedora está en su ápice, un intenso dolor busca una expresión suprema. Pablo deseaba el anatema sobre sí, por amor a sus hermanos, de linaje israelí. Él nunca se cansaba de llamarlos con nuevos nombres. Sentimos cuán unido estaba Pablo con su pueblo en toda su existencia: moral, física y religiosamente. Para San Pablo, las relaciones entre la Sinagoga y la Iglesia eran un problema de existencia".

La nota dominante en la psicología del Apóstol es su inmenso amor que nunca vacila, aún de frente a las más extremas consecuencias. La luz deslumbrante en el camino a Damasco enciende el fuego que quema el alma de Saulo y la consume. Él, Saulo, está muerto. Cuando se levanta, es crucificado para el mundo y el mundo es crucificado para él; desde ahora su alma, su vida, es Jesucristo. Saulo se convierte en Pablo, e incluso Pablo ya no vive, Cristo vive en él. Su amor vehemente, vivido por él hasta sus más completas consecuencias, no retrocede ante ningún sacrificio, no importa lo grande que sea. Él desea ser liberado incluso del frágil cuerpo que envuelve la llama sagrada dentro suyo, porque es un cuerpo de muerte. Aquí está, listo para renunciar a su vínculo con Cristo por la salvación de Israel, el Israel de Dios. ¡Israel debe elevarse! Israel que ha visto una cruz erigida debe reconocer, amar y adorar esta cruz, la Cruz de Cristo.

¡Qué heroica, me atrevería a decir qué trágica, es la psicología de los santos! San Francisco Javier hubiera aceptado la condenación eterna, si con eso hubiese incrementado la gloria de Dios; y San Pablo está queriendo ser separado de Cristo por Cristo. El Apóstol tenía un ilimitado amor de libertad, y ¿puede alguno ser libre a menos que sea siervo y seguidor de Cristo?

Los doctores de la Ley acostumbran decir: la libertad está grabada en las tablas de la Ley. Nadie es libre sino el hombre que estudia la Ley. La justicia, que es justificación, es la Ley. Y Pablo quería ver florecer la ley del amor en vez del amor por la Ley. La Ley en oposición a la "fe que trabaja por la caridad" es como la esclava Agar; el Sinaí, un monte en Arabia, tiene gran parecido con la actual Jerusalén, una esclava con sus hijos. Pero la Jerusalén de arriba, que es libre, es nuestra madre. Una madre ama y es amada. Cristo no murió en vano. La Jerusalén de arriba, la Iglesia, el Cristo-Amor. Cuando amamos, vivimos en Cristo. El Espíritu procede una y otra vez del amor. La Ley sin amor es estéril, y engendra esclavos. El que obedece al amor sigue un impulso amante que es creativo, confiere alegría y bendiciones. El amor de Dios y de Cristo es la suprema ley. El amor es ley para sí mismo. El amor es vivo, siempre más vigoroso, dotado con un poder moral ilimitado, siempre renovado y fortalecido.

La Ley, a menudo actúa desde lo exterior hacia el centro; el amor empieza desde el centro. La Ley enseña; marca el camino. Cristo-Amor es el Camino, la Vida, la Luz. Un hombre puede ser desviado del camino de la Ley, si la caridad no le da vida. Pero no hay desviación de la ley del Amor, si éste se mantiene ardiente y verdadero. Uno puede obedecer la Ley y mantenerse correcto, pero frío en su alma. El amor, en la medida en que es verdadero, es luz y calor; la oscuridad y el frío no pueden entrar donde arde el Amor.

La Ley, manejada inteligentemente, puede condenar y enviar a un inocente a la muerte. La Ley requiere luz y amor para llevar a cabo su misión. Con sólo lo exterior de la Ley, un santo puede ser condenado a muerte; uno de esos santos nacidos del amor, crecidos en el amor, que muere por amor.

Cuando el amor es puesto en el centro,se convierte en ley, santa y gloriosamente operativa; por lo tanto San Pablo está listo, por amor, a aceptar todos los sacrificios, si de ese modo puede dar a Israel, el pueblo de la Ley, la más grande ley del Amor. Y cada cristiano, cada hermano de Jesucristo, debe sembrar amor en el alma de Israel, Israel herido y sangrante. Solamente el que siembra caridad produce que la fe que trabaja por la caridad germine, y Dios es caridad.

¿Es la conversión una infidelidad, una infidelidad hacia la fe profesada previamente? Responder rápidamente si o no, no sería justo; el celo excesivo es claramente dañino. Antes de responder, uno debe detenerse y preguntarse que es la fe en sí misma. La fe es una adhesión, no a una tradición, a una familia o tribu, o incluso nación, es una adhesión de nuestra vida y nuestras obras a la Voluntad de Dios como nos es mostrada a cada uno en la intimidad de la conciencia. ¿Fue Pablo infiel? ¡Cuantos judíos cristianos había metido en prisión! Cuán despiadado había sido contra sus hermanos, que solo eran culpables de haber aceptado el mensaje de Cristo.

Pero el Espíritu de Dios sopla donde quiere y como quiere. Un día, llegó el rumor, a Trieste, donde yo era el Gran Rabino, que uno de los más diligentes y celosos consejeros de la comunidad, el Profesor David Guido Nacamuli, que más tarde murió en América, se había hecho cristiano, católico. Después de unos pocos días él mismo me informó en una carta en la que daba gracias a Dios por la amistad que nos unía, y me preguntaba si yo estaba dispuesto a continuarla. Le di una respuesta afirmativa por teléfono. Media hora después vino a verme; hablamos una hora de diversos asuntos sin tocar el tema en la conversación. Si me hubiese preguntado mi opinión, le hubiera replicado que para un hombre inteligente y ferviente hebreo, como él había sido (era además un ardiente sionista), la conversión significa obediencia a la voz de la conciencia.

Los judíos que se convierten hoy día, como en época de San Pablo, tienen mucho, o incluso todo que perder en cuanto a su vida terrena, y tienen mucho, si no todo, que ganar en la vida de la gracia. Los tiempos en que un obispo, o un patricio, o un príncipe tomaban a un convertido bajo su manto, han pasado. Hace unos pocos años, me encontré aquí en Roma, en los escalones de la Piazza della Pilotta, con un joven hebreo. Él y su familia –esposa e hijos- se habían convertido al cristianismo varios años antes de la persecución racial. "Somos felices", me dijo, "pero no logro encontrar trabajo. El pan y la sopa que me dan cada día en un convento no son suficientes. ¡Somos muchos en mi familia!". Le pregunté: "¿Qué tipo de trabajo está buscando?". Me respondió: "Me gustaría ser limpiabotas y portero en un hotel, incluso uno de segunda clase". ¿Fue la ambición el motivo de la conversión de este hombre? La respuesta es clara. Aproximadamente diez días después me lo volví a encontrar. "¿Cómo va todo?", le pregunté. "Muy bien, realmente", respondió. "Encontré el trabajo que quería".

A veces se acusa que "los convertidos buscan liberarse del yugo de la Ley, esto es de las ‘obras’". ¿Es que el cristianismo ofrece un camino fácil a través de la fe sin las obras? Hay diferentes tipos de obras; pero hay una muchas "obras", y la enseñanza cristiana propone una fuerte llamada a las obras.

Jesús dijo: "No todo el que me diga: Señor, Señor, entrará en el Reino de los Cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre celestial" (Mt. 7, 21). "Pues todo el que cumpla la voluntad de mi Padre celestial, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre" (Mt. 12, 50).

"¿Qué aprovecha hermanos, si un hombre dice que tiene fe, pero no tiene obras?", dice Santiago (2, 14). "La fe sin obras está realmente muerta" (2, 17). "Ya veis cómo el hombre es justificado por las obras y no por la fe solamente" (2, 24). "Poned por obra la Palabra y no os contentéis sólo con oírla, engañándoos a vosotros mismos. Porque si alguno se contenta con oír la Palabra sin ponerla por obra, ése se parece al que contempla su imagen en un espejo: se contempla, pero, en yéndose, se olvida de cómo es. En cambio el que considera atentamente la Ley perfecta de la libertad y se mantiene firme, no como oyente olvidadizo sino como cumplidor de ella, ése, practicándola, será feliz" (1, 22-25).

¿Es que el convertido avanza en la jerarquía de la vida social? El gran prisionero por el Señor, San Pablo, dice: "Nada hagáis por rivalidad, ni por vanagloria, sino con humildad, considerando cada cual a los demás como superiores a sí mismo, buscando cada cual no su propio interés sino el de los demás". "Mas ahora, desechad también vosotros todo esto: cólera, ira, maldad, maledicencia y palabras groseras, lejos de vuestra boca... soportándoos unos a otros y perdonándoos mutuamente... Como el Señor os perdonó, perdonaos también vosotros. Y por encima de todo esto, revestíos del amor, que es el vínculo de la perfección... Mujeres, sed sumisas a vuestros maridos... Hijos, obedeced en todo a vuestros padres... Esclavos, obedeced en todo a vuestros amos de este mundo".

Uno aprende como ser libre en Dios aun cuando sea un esclavo. Onésimo, el esclavo fugitivo, robó a su amo, un cristiano rico de Colosas, amigo de San Pablo. El esclavo, convertido por San Pablo en Roma, retornó libremente a su puesto de servidumbre, portando con él un invalorable tesoro: una corta carta de San Pablo. En ella el Apóstol dice: "Por lo cual, aunque tengo en Cristo bastante libertad para mandarte lo que conviene, prefiero más bien rogarte en nombre de la caridad, yo, este Pablo ya anciano, y además ahora preso de Cristo Jesús. Te ruego en favor de mi hijo, a quien engendré entre cadenas, Onésimo, que en otro tiempo te fue inútil, pero ahora muy útil para ti y para mí. Te lo devuelvo, a éste, mi propio corazón" (Flm 8-12). San Pablo quería que el beneficio de la liberación de Onésimo por parte de Filemón no fuera forzada sino voluntaria; quería que el amo recibiese al esclavo como un hijo muy querido. El que libera y el liberado deben obedecer –y es dura obediencia para Onésimo- la voz de Cristo de quien todos somos siervos, en el cual todos somos liberados y elevados a través de la humildad.

¿Qué se le pide a un cristiano? No algo fácil. Oigamos a San Pablo nuevamente: "Bendecid a los que os persiguen, no maldigáis… Tened un mismo sentir los unos para con los otros; sin complaceros en la altivez; atraídos más bien por lo humilde; no os complazcáis en vuestra propia sabiduría. Sin devolver a nadie mal por mal…Y la paz de Dios, que supera todo conocimiento, custodiará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús". Como él decía, así vivía, y en nombre de lo que decía y vivía, murió derramando su sangre: él, Pablo, el judío convertido.

Inconscientemente, bastante inconscientemente, fui comenzando a encontrar en el cristianismo una primavera del espíritu, llena de la espera de nueva vida hecha eterna; el cristianismo representó para mí el objeto de un anhelo de amor que templaría el invierno de mi alma, una incomparable belleza que colmaría mi deseo de belleza. Mi libro "El Nazareno" fue una glorificación del cristianismo, que se había hecho oír como un cántico en mi alma. En palabras del Cantar de los Cantares: "ha pasado ya el invierno, han cesado las lluvias y se han ido. Aparecen las flores en la tierra, el tiempo de las canciones ha llegado, se oye el arrullo de la tórtola en nuestra tierra".

La lenta preparación para un re-nacimiento espiritual es como la preparación que acontece en la naturaleza: todo se cumple en silencio, y no aparecen signos del maravilloso evento que viene. De golpe –así parece- la tierra se cubre de verde y los árboles se visten de flores rojas y blancas. Como copos de nieve, los pétalos flotan en el aire, y tenemos la promesa de los frutos. Un gran proceso biológico ha llegado a su plenitud, y un nuevo ciclo de vida toma realidad concreta. La agonía que vimos es sólo aparente; significó la transformación de la vida vivida en nueva vida, en vida a ser vivida.

Lo que pareció morir en mí dejó en mi alma los gérmenes de una nueva vida, la vida de Jesucristo. Lo que pareció apartarse de mí fue dejando un inefable deseo de renovación. Nuevas fuerzas fueron despertadas; nada podía ser percibido; pero en las profundidades de mi alma sentí la tristeza de quien está solo en el camino.

 

 

 







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