Programa de Vida
11. El secreto de la felicidad
Por: Germán Sánchez Griese | Fuente: Catholic.net
Corazón inquieto
Una vez que hemos hecho esta recapitulación vale la pena que te pregunte qué estas haciendo con tu vida, hacia dónde la estas dirigiendo. Si has cumplido con honestidad cada una de las actividades de los artículos precedentes seguramente habrás experimentado ya un cambio en tu vida. Los procesos de introspección, de evaluación diaria, de purificación y el haber comenzado a fortalecer tu voluntad deberán desembocar en una vida cada vez más cercana a Dios y a sus intereses, a su voluntad.
Sin embargo debemos considerar ahora un aspecto fundamental en la adquisición de nuestra santidad. Se trata de una actividad que unifica todo nuestro ser. Una actividad que nace desde lo más íntimo de nuestro corazón y que informa todo lo que hacemos o lo que debemos hacer. Una actividad, si es que así la podemos llamar que resume la vida de todos los hombres. Por esta actividad bien o mal entendida se cometen actos heroicos o atrocidades, se lleva una vida de acuerdo a lo que Dios quiere o de acuerdo al propio egoísmo. Me refiero al amor. Una actividad que parte de lo más íntimo del corazón de todos los hombres y que les lanza a realizar diversos tipos de actos.
Piensan por un momento en los corazones jóvenes. Sin corazones con ganas de hacer las cosas, son corazones en busca de hacer tanto. Corazones que comienzan a latir y a buscar amar. Pero aquí esta la cuestión importante. ¿Qué es lo que aman? Aman lo que se les presenta a su corazón. En el momento en que su corazón ve un objeto digno de amar, un ideal por el cual vale la pena dar la vida, el joven o la joven se exponen a cualquier cosa con tal de lograr alcanzar ese ideal. Es necesario la fuerza de voluntad para alcanzar ese ideal, pero en el momento en que el corazón ama el ideal, en ese preciso instante el corazón comienza a amar y la voluntad persigue su objeto hasta alcanzarlo. Una actividad peligrosa esta de amar, porque cómo bien dice un refrán tradicional “el amor es ciego”. Y con la ceguedad se pueden cometer muchos errores. Hay jóvenes cuyo corazón está guiado por un ideal positivo, un ideal bueno. Recuerdo el caso del terremoto de 1995 en la ciudad de México. Jóvenes universitarios que día y noche se lanzaron a las calles de la gran metrópolis a realizar aquellas labores que el Estado por distintas circunstancias no fue capaz de resolver. Jóvenes que dirigían el tráfico, organizaban albergues, se lanzaban al rescate de víctimas atrapadas en los escombros, distribuían víveres que llegaban de países extranjeros. Pero al mismo tiempo pienso que en esos mismos momentos otros jóvenes, del otro lado del Atlántico, con un corazón que les hervía en el pecho organizaban actos de terrorismo en España, en Irlanda del Norte, o en el mismo continente americano en la guerrilla de algún país centroamericano o en Colombia. ¿Dos tipos de jóvenes? Yo no diría eso. Un mismo tipo de joven, un solo corazón pero que han seguido un distinto ideal. “El amor es ciego”, busca alcanzar su objeto. Se les ha presentado el objeto en forma interesante, en forma de reto y el joven ha ido tras ese reto, tras ese ideal.
Esto que hemos explicado para el corazón de un joven, también lo podemos explicar para cualquier tipo de corazón. Hay otro refrán que dice así “para el amor no hay tiempo que valga”. Se ama a cualquier edad. ¿Quién te diría cuando tenías diez o doce años que serías capaz de dar tu vida por un hombre o una mujer? ¿Habrías sospechado pasarte noches en vela al lado de la cama de un niño porque su vida dependía de tus cuidados? ¿Preveías en tus años mozos lo mucho que te alegrarías al oír a tu primer hijo llamarte “papá” o “mamá”? Así es el amor: capaz de los más grandes sacrificios, pero capaz también de los actos más míseros y ruines. ¿Y por qué esta diferencia?
Vamos a tratar de explicar un poco este proceso del amor, porque en el verdadero amor se encuentra el concepto de la felicidad. ¿Cuál es el sentido auténtico del amor?
Nuestro corazón, ya lo hemos dicho, tiene una fuerza enorme, capaz de mover montañas, capaz de grandes sacrificios. Busca realizar aquello que la inteligencia le presenta como bueno, como apetecible, como portador de felicidad. Puede dirigirse a derecha o izquierda, arriba o abajo. No importa si es fácil o difícil. Mientras la inteligencia le marque el norte como una brújula marca obstinadamente el polo norte, nuestro corazón irá en busca de ese objeto.
Por lo tanto, es muy conveniente presentarle a nuestro corazón un objeto. Pero sucede que en la vida diaria, esto no es fácil. En la vida de todos los días se nos presentan diversos objetos. Se nos presentan objetos desde el nivel más sencillo, podríamos decir biológico, hasta los niveles espirituales. Y cada uno de esos objetos nos reportan un a cierta felicidad.
¿Podemos decir entonces que existen diversos grados de felicidad? Efectivamente. Hay tipos de felicidad que se nos presentan en forma inmediata. Hay tipos de felicidad que se nos presentan a más largo plazo. Los hay que bombardean y llaman a nuestros sentidos mientras que hay otros niveles de felicidad que miran más hacia el espíritu.
No somos espíritu puro ni somos materia pura. Participamos de la materia y del espíritu que juntas forman la persona humana. ¿Habrá que buscar pues metas u objetos en el espíritu y metas u objetos en la materia? Esto sería como dividir un poco nuestra persona. Imagínate: ahora soy más materia que espíritu, por lo tanto me dejo llevar por mis instintos: como hasta llegar a la gula, me doy todo tipo de concesiones en los placeres de la carne. Y al día siguiente soy más espíritu y me olvido que soy materia: grandes momentos de meditación y contemplación hasta olvidarme casi de comer y de ver por mis necesidades más elementales. ¿Cómo resolvemos este aparente dilema?
Volvamos al ejemplo con el que iniciamos este artículo. El joven o la joven que ayudaban durante el terremoto de la ciudad de México o aquellos jóvenes que estaban en ese mismo momento urdiendo un golpe de terrorismo en España o en la Irlanda del Norte. Por un ideal, eran capaces, ambos tipos de jóvenes de no comer, no dormir, sacrificarse lo necesario para ver cumplido su ideal: unos, al ver unas cuántas víctimas del terremoto salir de los escombros, otros, al ver cómo morían muchas personas después del estallido de un coche bomba.
El ideal polarizaba sus corazones, sus mentes, sus espíritus. Por el ideal eran capaces de darlo todo. Se olvidaban por un momento de sus necesidades más humanas, con tal de alcanzar el ideal que se habían propuesto. Tal era el grado de felicidad que una u otra actividad les reportaba que los otros grados de felicidad como podrían ser el comer, el descansar, el pasarla muy bien con los amigos durante una tarde, pasaban a segundo plano. Sin embargo el mismo ideal les obligaba, a no sobrepasarse y a mirar por sus necesidades más básicas en la medida en que podían luego volver con mayor entusiasmo y mayor fuerza a conquistar su ideal. No se olvidaban de socializar, de comer, de frecuentar a sus amigos. Pero cada una de esas actividades las realizaban “tanto en cuanto” les ayudaba a alcanzar la meta que su corazón quería alcanzar.
Hemos tocado una palabra clave, una palabra casi mágica que nos da el sentido de todo este embrollo espiritual. “Tanto en cuanto”. Es una regla muy sencilla y muy simple. Hago la aclaración que yo no he inventado esta regla. Es una regla casi tan antigua como la humanidad misma, pero quien en verdad la ha descubierto y la ha explicado maravillosamente desde hace un poco más de 550 años ha sido San Ignacio de Loyola.
El gran soldado de las vascongadas, Iñigo de la ciudad de Loyola, con todo ese genio humano con que Dios le dotó, además de su gran espíritu contemplativo, al idear por inspiración divina los Ejercicios espirituales, escribió esta pequeña pero sabia regla del tanto en cuanto. Tres palabras que encierran tanta sabiduría. Tres palabras que nos enseñan a educar nuestro corazón y a decirle la forma en qué debe amar. ¿Qué es lo que debe amar? ¿Cómo lo debe amar? ¿Con cuánta fuerza debe amarlo? ¿Cuándo lo debe amar? Todo se resuelve con la regla del “tanto en cuanto”.
¿Quieres conocer esta regla, ver su funcionamiento y aplicar a tu corazón?
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