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Programa de Vida

4. El camino de la conversión
Dios me quiere de un modo muy preciso en cada uno de los lugares en donde me muevo.


Por: Germán Sánchez Griese | Fuente: Catholic.net



No sé si has sido capaz de llegar a este punto de tu programa de crecimiento interior. No se trata sencillamente de haber llegado leyendo hasta aquí, sino de haber llegado viviendo todo lo que hemos comentado hasta este punto. Te invito a hacer un pequeño balance de lo vivido hasta ahora, a través del siguiente cuestionario. Es cierto que muchas veces nos da miedo revisarnos. No hay que tener miedo. Estos auto-exámenes no se califican por un maestro. Aunque, escribiendo esto he pensado que he mentido. Realmente si reciben una calificación y esta calificación la da uno de los jueces más rigurosos de toda la historia: nuestra propia conciencia.

Anímate, deja que tu conciencia sea la que califique el cuestionario.


Cuestionario.

1. ¿He cumplido con mi programa de crecimiento interior?
Sí____ No____
¿Por qué?

2. ¿Qué resultados prácticos, tangibles he obtenido con mi programa de crecimiento interior?

3. ¿Ya tengo hecho mi horario personal?
Sí____ No____
¿Por qué?

4. ¿Cumplí alguno de los tips de la formación de la voluntad?
Sí____ No____¿Por qué?
¿Cómo han influido esos “tips” en mi conversión interior?

5. ¿Qué medios concretos voy a seguir poniendo para aprovechar mejor este curso de “Luces?”


¿Qué calificación obtuviste? Lo importante no es la calificación, sino las actitudes que has venido desarrollando a partir del momento en que has comenzado tu programa de crecimiento interior, que no es otra cosa que tu programa de conversión. Y es que quizás, lo más difícil de aceptar en nuestro camino de conversión es constatar que no somos lo que deberíamos de ser. Y esto, que suena un poco a trabalenguas, no es un trabalenguas sino una de las verdades dela vida espiritual más profundas y verdaderas: no somos lo que estamos llamados a ser. Lo que deberíamos ser.

Te invito a hacer un viaje por la Biblia y a descubrir esta realidad. Toma tu Biblia en el libro del Génesis capítulo 3, versículo 8. Ahí lees lo siguiente: “Oyeron luego el ruido de los pasos de Yahveh Dios que se paseaba por el jardín a la hora de la brisa, y el hombre y su mujer se ocultaron de la vista de Yahveh Dios por entre los árboles del jardín.” Nos damos cuenta que Dios acostumbraba venir a la hora de la brisa, a platicar con el hombre, con el dueño de la creación, con aquél que es su imagen y semejanza. Lo había creado de tal forma que Dios podía verse en el hombre y el hombre a su vez podía verse en Dios. Pero después de la caída, que te invito a leer en el mismo libro del Génesis, versículos del 1 al 7, el hombre, se ha movido del lugar en que Dios lo ha dejado. Ya no está en el puesto en que Dios lo dejó, se ha movido de lugar.

Movernos del lugar donde Dios nos quiere puede encerrar la verdad de una vida alejada de Dios, hecha de acuerdo a lo que nosotros creemos que es lo verdadero y no hecha de acuerdo a lo que Dios quiere para nosotros. Nuestro defecto dominante no es ni más ni menos que esa fuerza que nos mueve del lugar en el que Dios nos quiere. Dios me quiere, por ejemplo como un esposo fiel, un padre providente y atento a las necesidades de mis hijos y un hombre honrado en mi trabajo. Ahí es dónde Dios me quiere, ésa es la forma cómo Dios me ha pensado desde toda la eternidad. Pero si “muerdo el anzuelo de la tentación” como Adán y Eva y soy un marido infiel, un padre despreocupado de la formación de sus hijos y un hombre que en negocio hace triquiñuelas disfrazadas de legitimidad, entonces dejo de ser lo que Dios ha querido para mí. Y este mismo ejemplo lo puedo aplicar a mi caso personal, como esposa, como madre, como hija, como estudiante de universidad o preparatoria.

Dios me quiere de un modo muy preciso en cada uno de los lugares en donde me muevo, con las amistades que frecuento, con las palabras que digo. Nada escapa a esa imagen que Él quiere para mí. Y que por otro lado, cumpliendo con esa imagen, seré plenamente feliz, con una felicidad semejante a la que tenían Adán y Eva en el Paraíso. Porque viviendo la vida de gracia que no es otra cosa que vivir en amistad con Dios a través de la huída del pecado mortal y venial, viviré con una felicidad plena y total.

Mi defecto dominante es esa fuerza que me lleva a dejar de ser lo que tengo que ser. Llamado a ser hijo de Dios, prefiero vivir de acuerdo a lo que yo pienso que me puede hacer más feliz. Pero al reconocer que me he equivocado, que no voy por el buen camino, estoy ya haciendo mucho en mi labor de conversión: estoy siendo humilde y la humildad es la clave de la conversión, la clave de mi crecimiento interior.

De nada me sirve cumplir con mi programa de vida si no acepto que me he desviado de lo que Dios quiere para mí. Ya lo dice Juan Pablo II en su encíclica “Redemptoris missio”, número 43: “La Iglesia y los misioneros deben dar también testimonio de humildad, ante todo en sí mismos, lo cual se traduce en la capacidad de un examen de conciencia, en el ámbito personal y comunitario, para conseguir en los propios comportamientos lo que es antievangélico y desfigura el rostro de Cristo”.

Acercarnos a este rostro de Cristo, como el mismo Juan Pablo II nos lo dice en la carta apostólica Novo Millenio Ineunte:“Al final del Jubileo, a la vez que reemprendemos el camino ordinario, llevando en el ánimo las ricas experiencias vividas durante este período singular, la mirada se queda más que nunca fija en el rostro del Señor.” (Cfr. no. 16)

Y al contemplar el rostro de Cristo, podemos contemplar la imagen a la cual debemos tender. Ser hijos de Dios es ser hermanos de Cristo y es tenerlo a Él como modelo de vida. Nos sucede muchas veces que nos perdemos en este esfuerzo por alcanzar la santidad, por luchar contra nuestro defecto dominante, por ir adquiriendo cada día más las virtudes que debemos. Pero sucede que vamos como caminante sin guía, sin un punto fijo al que debemos arribar. Quiero ser más santo, quiero estar más cerca de Cristo. Y eso está muy bien. ¿Pero quieres parecerte a Cristo, quieres ser como Cristo? Y ante estas dos preguntas nuestras rodillas nos tiemblan, los ojos se nos saltan de asombro y la voluntad no se mueve para nada. ¿Puedo yo ser como Cristo? Es que precisamente esta es la pregunta base de nuestra conversión, de nuestro crecimiento interior, en un a palabra, de nuestra santidad.

La posibilidad de serlo nos la da el mismo Cristo: “Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto”. Podemos serlo, en la medida de nuestra humanidad. Pero lo seremos en realidad en la medida de nuestra humildad. Mientras no reconozcamos que estamos alejados de Cristo, mientras no reconozcamos que estamos llamados a copiar en nuestras personas la persona y el rostro de Cristo, mientras no aceptemos que estamos alejados de Cristo, entonces no lograremos avanzar en nuestro camino de santidad y de conversión interior.

¿Qué necesito para ser santo? Reconocer lo que soy: un hijo de Dios, llamado a imitar a Cristo, pero alejado de esa imagen por el pecado y principalmente por mi defecto dominante.

¿Cómo puedo ser humilde? ¿Cómo puedo vivir sustancialmente en mi vida práctica la humildad? Esto lo veremos en nuestro siguiente artículo.


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