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Hijos para el cielo
Los testimonios de padres que han preparado con generosidad la entrega de sus hijos recorren todo el arco de la historia


Por: José Miguel Cejas | Fuente: interrogantes.net



A lo largo de la historia de la Iglesia se han sucedido ejemplos numerosos de padres cristianos que han ayudado a recorrer con su abnegación personal, los primeros pasos de la entrega de sus hijos. Son hombres y mujeres que han entendido con profundidad la grandeza de su misión: tener hijos para el cielo. Su paternidad se ha abierto hacia horizontes insospechados y han buscado "lo mejor para Dios", lo mejor para sus hijos, aunque fuese lo más duro para ellos, aunque tuviera que estar amasado con su sacrificio personal. La actitud de la madre de los apóstoles Santiago y Juan constituye su mejor ejemplo: "dispón –pide al Señor– que estos dos hijos míos tengan asiento en tu Reino, uno a tu derecha y otro a tu izquierda" (Mt, XX, 20–21). Jesucristo no rechaza esa audacia de madre, nacida del amor: sólo le aclara que eso lo concede su Padre celestial.

No hay que remontarse a los primeros siglos del cristianismo, cuando la entereza con que los padres cristianos afrontaban el martirio era el mayor acicate para sus hijos: los testimonios de padres que han preparado con generosidad la entrega de sus hijos recorren todo el arco de la historia, en la que se suceden testimonios emocionantes de desprendimiento y generosidad. Te aseguro –escribía Santo Tomás Moro a su hija Margarita– que antes que por descuido mío se echen a perder mis hijos, capaz soy de gastar toda mi fortuna y despedirme de negocios y ocupaciones para dedicarme por entero a vosotros..."

Esta realidad se observa de modo especialmente patente en la vida de los santos. La historia presenta una galería magnífica –y desconocida– de padres de santos, que con su ejemplo y su entrega silenciosa en favor de sus hijos hicieron, sin saberlo, un servicio inconmensurable a la Iglesia universal.

Sus figuras permanecen humildemente y eficazmente detrás en las biografías de sus hijos. Pero ninguno protestaría por esto: su vida fue, en gran medida, la de sus hijos; su vivir fue des–vivirse por ellos: la gloria de su hijos es su mejor gloria. Ahora, la luminaria de santidad de la vida de los santos nos deslumbra y casi nos impide ver a sus padres: pero fueron ellos en multitud de ocasiones los que cuidaron que esa luz, encendida en el alma de sus hijos por el Espíritu Santo, no se apagara.

Resulta difícil elegir un ejemplo sobresaliente entre todos ellos. Hay emperatrices, reinas y madres de reyes, como Blanca de Castilla, madre de San Luis, Rey de Francia, o su hermana Berenguela, madre de Fernando III el Santo. Y también humildes padres de familia que no llegaron a conocer en la tierra la gloria de sus hijos.


Un pobre alguacil de Riese

Esto fue lo que le sucedió a un pobre alguacil de Riese, un pueblecito del Norte de Italia. Se llamaba Juan Bautista Sarto y vivía de lo que podía: de su trabajo en el Ayuntamiento –75 céntimos al día–, de los frutos de un pequeño huerto, y de lo que le proporcionaba el cuidado de una vaca. Era un hombre humilde y su casa se le iba llenando de hijos: Giuseppe, Angelo, Rosa, Teresa, María, Antonia, Lucía, Ana, Pedro Cayetano... Su mujer, Margarita Sanson, trabajaba día y noche de costurera. El mayor, Beppino, parecía un chico despierto. Era una pena que esa inteligencia se perdiera, pero él no tenía dinero para darle estudios. Hasta que un día vino el coadjutor a verle: había que enviar a aquel chico, que prometía tanto, a estudiar a Castelfranco, a siete kilómetros de Riese. Beppi quería ser sacerdote.

Juan Baustista Sarto se angustió: ¿qué podía hacer él, un pobre alguacil de pueblo, sin más recursos que su huerto y su vaca, con siete hijos a la mesa? El esperaba, además, que Beppi empezara a ayudarle pronto a sostener a la familia y...; pero estaba dispuesto a hacer cualquier sacrificio para que su hijo pudiera ser sacerdote, y, aunque fuera muy doloroso para él y para su hijo, no se le ocurrió otra solución que ésta: él tendría que redoblar su trabajo; y Beppino iría y volvería todos los días de Riese a Castelfranco... andando.

Beppi salía de madrugada y volvía de noche. Castelfranco estaba a siete kilómetros. Venía con los pies ensangrentados: se quitaba las sandalias para no gastarlas. A su madre se le partía el corazón al verle así. Pero no había más remedio. Pasó el tiempo; Beppi terminó sus estudios en Castelfranco, y tenía que seguir estudiando. Acudió al párroco: él quería sacar adelante la vocación de su hijo, pero ¿qué podía hacer? Don Fito tuvo una idea: escribirían al Patriarca de Venecia, que era de Riese y procedía también de una familia pobre, como él. ¡Mamma mia! ¡El Patriarca de Venecia! Aquellas palabras sonaban imponentes y casi inaccesibles en los oídos del pobre alguacil. ¡El Patriarca de Venecia! Pero la escribió: ¿qué cosa hay que un padre no haga por un hijo que quiere ser sacerdote?

Pasaron las semanas. Cuando llegó la carta no se atrevió a abrirla. Le temblaba el pulso; fue corriendo a buscar al cura. D. Fito leyó: ¡el Cardenal de Venecia concedía una beca para que su hijo estudiara en Padua! Aquello era un portillo de luz en medio de su pobreza, que seguía siendo agobiante: para hacerle la sotana, Margarita tuvo que llevar un viejo colchón al monte de Piedad de Castelfranco.

Juan Bautista murió poco tiempo después. El joven Beppi vio, con el corazón destrozado, cómo su madre tuvo que trabajar aún más, de día y noche, para sacar adelante a la numerosa familia sin contar con su ayuda. Pero ella lo hizo gustosa por sacar adelante la vocación de su hijo. Un hijo que un día llegaría a ser cardenal de Venecia; Papa, con el nombre de Pío X; y santo.

La historia de los padres de San Pío X no es un caso aislado. Como ésta, podrían relatarse miles de historias en la que los padres cristianos han escrito, con sencillez, páginas admirables de callado heroísmo y de abnegación. Una abnegación que ha dado frutos de santidad en toda la Iglesia: en el amplio cuadro de renovación y de impulso espiritual que supuso el Pontificado de Pío X se recorta en la lejanía, con toda la grandeza de su humildad, la sencilla figura del pobre alguacil de Riese.

 



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