"No nos quieres"
Por: José Miguel Cejas | Fuente: interrogantes.net
"Es que no nos quieres", suelen argumentar algunos padres, ante el dolor de la separación. Pero saben que no es verdad: nadie que se entrega a Dios por amor, puede dejar de amar a los más próximos en el corazón. La llamada divina fortalece los lazos del cariño, aunque en ocasiones se agranden las distancias. Santa Teresa ofrece el testimonio de su propia vida. "Cuando salí de casa de mi padre –cuenta–, no creo será más el sentimiento cuando me muera; porque me parece cada hueso se me apartaba por sí; que, como no había amor de Dios que quitase el amor del padre y parientes, era todo haciéndome una fuerza tan grande, que si el Señor no me ayudara, no bastaran mis consideraciones para ir adelante. Aquí me dio ánimo contra mí, de manera que lo puse por obra" (Libro de la Vida, cap. 4, 1).
Sucede todo lo contrario: en el hijo que se entrega a Dios ese amor por los padres se hace más hondo y recio, más limpio y profundo, más verdadero. Basta pensar en las razones que pueden mover a un hijo para abandonar lo que más quiere en el mundo. Sólo hay una: un amor más fuerte que ese amor: el Amor de Cristo. Pero Cristo no separa las almas, no establece oposiciones, no enfrenta el primer mandamiento (amar a Dios sobre todas las cosas) contra el cuarto mandamiento (amar a los padres). Lo que establece es una jerarquía: el amor a Dios debe ser lo primero en el corazón; y alienta, cuando surge un conflicto entre estos dos amores (dos amores, no hay que olvidarlo, para un mismo corazón), a poner en primer lugar el amor de Dios. "Los padres han de ser honrados –escribe San Agustín–, pero Dios debe ser obedecido" (Sermo 100, 2).
"Quien ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; y quien ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí" (Mt 10, 37). Estas palabras de Jesucristo pueden aplicarse conjuntamente a los padres y a los hijos: la vocación supone un acto de entrega y de confianza en Dios por parte de unos y otros. Por eso, cada crisis vocacional supone un "test" espiritual para la familia: padres, familiares, hermanos...
Y no es verdadera piedad filial la que lleva a desoír la vocación, la llamada de Dios. "Dad a cada uno lo suyo –recuerda San Agustín– conforme a una escala de obligaciones; no subordinéis lo anterior a lo posterior. Amad a los padres, mas poned a Dios por delante de los padres" (Sermo, 100, 2).
No es fácil ese trance. Tampoco lo fue para María y José: ellos no entendieron que Jesús hubiese permanecido en el Templo mientras lo buscaban angustiados por todo Jerusalén. Guillén de Castro pone en labios de María un planto sobrecogedor:
"Hijas de Jerusalén: ¿habéis visto, habéis sabido de un Niño que yo he perdido que es mi Hijo, que es mi bien?"
Recordemos la escena. Cuando María y José llegaron al templo, después de tres días de angustia y desconsuelo por todo Jerusalén, "su Madre le dijo: Hijo, ¿por qué te has portado así con nosotros? Mira que tu padre y yo, llenos de aflicción, te hemos andado buscando".
Jesús les dio una respuesta que parece dura y desconcertante: "El les respondió: ¿Cómo es que me buscabais? ¿No sabíais que debo ocuparme en las cosas que miran al servicio de mi Padre?" (Lc II, 48–49).
A primera vista parece incomprensible que un Hijo como Aquel hubiera consentido ese dolor en una Madre como Aquella. Más tarde se entiende que Jesús quiso dejar grabada esta enseñanza con su propia vida para dar fortaleza a los que deberían seguirle en el futuro y mostrar un ejemplo a sus padres. Porque María y José no protestaron. Buscaron humildemente en todo, aun en lo más incomprensible y doloroso, la Voluntad de Dios: "María guardaba todas estas cosas en su corazón".
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