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"No nos oponemos, pero..."
Luis tenía unos planes diferentes a los que habían previsto sus padres: quería irse de casa y entregarse a Dios. ¡Qué locura!


Por: José Miguel Cejas | Fuente: interrogantes.net



No todos los padres que ponen dificultades tienen el carácter ardoroso de Monna Lapa. Los señores Beltrán, de las mejores familias de Valencia fueron mucho más comprensivos que la madre de Santa Catalina de Siena. Además, ellos no querían en absoluto interferir en la vocación de su hijo Luis. Querían orientarla, sencillamente... Estaban acostumbrados a que su hijo les obedeciera en todo, y por eso, se quedaron desconcertados cuando les dijo que tenía unos planes diferentes a los que habían previsto: quería irse de casa y entregarse a Dios. ¡Qué locura! Era un joven no muy fuerte; no soportaría las exigencias de ese tipo de vida. No sabía lo que hacía. Y empezaron su batalla. Pero cedieron pronto: aquello decididamente era de Dios. Y no querían luchar contra Dios.

Al final, viendo la entereza de su decisión, aceptaron que se fuera. Pero ahora no, dijeron: quizá en un futuro, y, desde luego, en un lugar donde no se le exigiera a su hijo un trabajo intenso. No pasaba nada por esperar. Lo tenían todo planeado. Debía comprenderlo: su postura era razonable; y sobre todo, era su hijo y les debía obedecer en todo, como siempre...

Habían olvidado que la obediencia que los hijos deben prestar a sus padres tiene una frontera específica: la elección de estado. Los hijos están obligados a escuchar y valorar los consejos de sus padres en esta materia, pero no a aceptar una decisión ni unas condiciones que comprometen una vida que... no es la suya. Y el joven Luis obró con la misma libertad que hubiese pedido para sí en caso de elegir una mujer que no hubiera agradado a sus padres. Escuchó sus consejos, y luego actuó con libertad, con santa libertad: con una libertad que sus padres decididamente le negaban. Y un buen día, en vista de la rotunda negativa paterna, decidió no volver a casa. Tenía dieciocho años.

Estalló el escándalo familiar: una pequeña tragedia que se repite con frecuencia, con rasgos parecidos, siglo tras siglo, en aquellos hogares en los que un alma decide dejarlo todo por Dios.

Don Juan Luis Bertrán y Doña Angela Exarch no lo entendían: ni lo podían, ni lo querían entender. El era un hombre recto, un notario conocido en Valencia, acostumbrado a mandar y hacerse obedecer; y ella era una mujer "de muy buenas partidas, gran sierva de Dios y muy humilde". En definitiva, unos padres piadosos y buenos cristianos: ¿cómo les podía hacer esto? Además, ¡ellos no se oponían a que se entregase a Dios! Lo único que pedían era que en vez de dominico, se hiciese cartujo o jerónimo. Porque, realmente, a él ¿qué más le daba?

Muchos padres experimentan esta misma tentación y exclaman, si sus hijos deciden entregarse a Dios en medio del mundo: "¡qué locura! ¡si al menos se metiera en un convento, o se me hiciera cura o fraile!" Y si decide hacerlo, suelen protestar acto seguido: "pero ¡qué locura! ¡Hacerse cura! ¡meterse a fraile!" Los hijos argumentan que la vocación no se elige, como una prenda en los grandes almacenes, sino que es un don que Dios da, como quiere, cuando quiere y a quien quiere: la llamada imperiosa de Cristo –¡sígueme!– resuena en todos los caminos de la tierra sin compartimentos estancos. Lo importante no es dónde Dios llama, sino acudir generosamente a donde Dios llama.

Los caminos de Dios no son, con frecuencia, exactamente los caminos que los padres prevén para sus hijos. Y como en una composición musical que se repite, con la misma variedad de tonos, a lo largo de la historia en los ambientes familiares cristianos más diversos, se escucharon también en el hogar de los Bertrán los sucesivos movimientos de esta sinfonía airada paterno–filial: enfados, tensiones, llantos, silencios, negativas, gritos, y luego, en un crescendo temible de indignación, la explosión final: una carta tremenda en la que don Juan Luis –un hombre piadoso que no acababa de entender y de aceptar del todo la Voluntad de Dios– recrimina duramente a su hijo por su comportamiento y acusa a sus superiores de haberle inducido a abandonarlos. En nuestros días, el bueno de don Juan Luis quizá le hubiese escrito: "hijo mío, ésos te han comido el coco".

El joven Luis contesta con una carta serena, escrita con estilo recio y conciso, que revela, a pesar de su juventud, su madurez de carácter:

"Una carta de vuestra merced he recibido, y, mirándola bien, hallo que en suma tiene dos cosas: la una que (...) su intención es que sirva a Dios en la cartuja o en la orden de San Jerónimo; la otra, que los padres de esta casa me han persuadido (...). Acerca del primer punto, tenga paciencia vuestra merced, porque no sería consuelo mío... Cuanto a lo segundo, créame vuestra merced que estos padres me han sido contrarios. Mas a la postre, vista mi importunación y perseverancia, les ha parecido que no condescender conmigo era resistir al Espíritu Santo... (...) Así que vuestra merced se consuele y descanse, que yo estoy consolado en mi espíritu, y en cuanto a las fuerzas exteriores, me siento mejor que en toda mi vida. Guarde que no se diga de vuestra merced lo que dice David: "Temblaron donde no había que temer". La gracia del Espíritu Santo guarde a vuestra merced y a la señora y a todos, como se lo ruego de día y de noche".

La historia de Luis Bertrán acabó como la gran mayoría de estas pequeñas "tragedias" familiares: con la aceptación gozosa de su vocación por parte de sus padres, que ignoraban que ése era el camino que Dios quería para un santo de la Iglesia. Aquel hijo suyo, por cuya salud se preocupaban tanto, evangelizó a numerosos indios de Nueva Granada –aseguran las crónicas que bautizó a más de quince mil en un solo día–, hizo milagros y sirvió eficazmente y sin desfallecer a la Iglesia. Un día, Luis sintió que su padre se moría: corrió junto a su lecho y escuchó sus últimas palabras: "Hijo, una de las cosas que en esta vida me han dado pena ha sido verte fraile, y lo que hoy más me consuela es que lo seas. Mi alma te encomiendo".

Las últimas palabras del padre de San Luis Beltrán muestran el gran bien que acaban haciendo a sus padres los hijos que son fieles a su vocación, pese a las dificultades. Esas "dificultades graves en el seno de la familia – en palabras de Juan Pablo II– no son ciertamente un límite o un obstáculo a la acción que la gracia realiza en las almas para hacerlas conscientes de la llamada divina; más bien, como a veces constatamos, ésta puede hacerse sentir también en ambientes familiares no capaces todavía de apreciar tan inmenso don de Dios y, tal vez, francamente contrarios a ella. Las dificultades que surgen constituyen entonces una prueba de la vocación, la cual, si es auténtica, termina por salir robustecida y, no raramente, tales dificultades llevan a los mismos familiares a una madurez espiritual, por la que llegan a apreciar la elección del hijo o del hermano a la que primeramente se opusieron o despreciaron".

Pero ese no fue el caso de los padres de San Luis Bertrán: ellos querían "orientar" la vocación, sencillamente... Sin embargo otros no se conforman con protestar si el camino elegido por su hijo no coincide con sus planes.








 



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