La gran rebeldía
Por: José Miguel Cejas | Fuente: interrogantes.net
La respuesta a la llamada de Dios es la gran rebeldía: ante el pecado, ante el aburguesamiento, ante la tibieza, ante la falta de ideal. Y suele aparecer con frecuencia no sólo en la juventud, sino mucho antes, en la niñez, aunque sólo pueda llevarse a cabo años más tarde, conforme a las prudentes prescripciones canónicas de la Iglesia. Un escritor contemporáneo, Luis Rosales, refiere en un largo texto, transido de emoción poética, una llamada de Dios a los doce años:
"Así era ella. Se llamaba María para jugar y entretenerse en algo y era la más pequeña de nosotros. Doce años bien cumplidos, pelicastaños, joviales (...).
Jugaba siempre a tener alegría, a no dejar cosas por hacer, a vivir en mañana de fiesta, y a tener providencia de nosotros para que no nos abandonáramos demasiado a ser hombres. Tenía los ojos justos para ver: ni demasiado grandes ni demasiado chicos; la estatura, mediana; la frente, comba y salediza; los movimientos, desenvueltos e imprevisibles entre el cañaveral de alegría.
–Mira, Luis, hazme caso. Te digo que tengo
vocación y que voy a aprender a tocar el piano para ser la organista del convento. Tener primos, ya lo sabéis, es una maravilla. Mientras hablaba, recuerdo que jugábamos con las columnas y los primos en el patio de casa. Aunque reía para nosotros, estaba disgustada porque a mí aquello del piano me pareció decisión para nunca. No sé lo que le dije; probablemente alguna tontería cuando no la recuerdo. Y ella siguió viviendo sus doce años como jugando al escondite con ellos; pero por las mañanas, durante varias horas, se iba quedando quieta y monja, sentada ante el piano y haciendo música celestial. Al principio, naturalmente, no consiguió que nadie tomara en serio su vocación. Todos culpábamos de aquel repente a sus amigas, que eran mayores, agrandadas, intransitables, y miraban al mundo parpadeando, como si todavía tuvieran en los ojos alumbrado de gas. Nos decíamos, para quitarle importancia al asunto, que ellas debían haberla sonsacado, pero a sabiendas de que María no era fácil de sonsacar. Y así pasaron varios años. Lo que más nos extrañaba al observarla, al conversar con ella, más ligero cambio en su carácter. Al contrario, la alegría se le fue haciendo más inmediata e irrestañable. Le nacía de más hondo: esto era todo. Sus ademanes y sus juicios seguían teniendo aquel desplante y aquella impávida terquedad de siempre. Dulce también lo era, pero al hablar nos miraba con tanto aplomo y decisión que parecía subirse en una silla para ponernos los ojos en hora. Hablaba sin malicia, sin tapujos y sin ingenuidad, diciendo siempre lo que pensaba, porque no hay nada verdadero en la vida que no sea compatible con la inocencia. Como toda persona buena, era un poco indiscreta y las hormigas se la llevaban en volandas. Se interesaba por todo, y a pesar de su dejo burlón la confidencia era con ella tan inmediata e indeclinable como caer cuando has perdido el equilibrio. A fuerza de quererla llegué a saber que la tristeza no es cristiana (...).
–Pero vamos a ver, María, ¿cómo estás tan segura, a tu edad, de tener vocación religiosa? Recuerdo el patio familiar, los cenadores de azulejo, el pino magistrado, las macetas de hiedra, el toldo y el sombrío. Recuerdo la hora justa. Recuerdo que me miraba entre risueña y dolorosa, con el cuerpo algo inclinado hacia adelante, como el que está esperando la llegada del tren (...).
–Mira, Luis, la edad no tiene nada que ver con estas cosas. Yo veo mi vida entera ya en un mismo camino. Ahora, hablando contigo, la estoy viendo seguida. No puedo equivocarme. Y no se equivocó. La vocación no se equivoca. Desde entonces todos los años que ha vivido se le reunieron en la luz de una mañana. Recuerdo la hora justa. Recuerdo que, aun sabiendo que la perdíamos para siempre, no me dolieron sus palabras. Comencé a comprenderlas, a vivirlas, a habitar dentro de ellas. Desde aquel día ambos tenemos la misma edad: Hemos cumplido los mismos años de estar solos. Ahora comprendo que a ella le debo la certidumbre de mi vocación: la certidumbre de estar pisando todavía sobre el último grano de arena que se ha quedado solo frente al mar, la certidumbre de seguir siendo el mismo hombre y de volver a prometernos –¿verdad, María?– que, ocurra lo que ocurra, los dos seremos fieles a nuestra vocación".
La cita ha sido extensa, pero es altamente reveladora de una experiencia multisecular de la Iglesia: la respuesta a la llamada manifiesta la madurez de la persona entregada, que se expresa conforme a las características psicológicas propias de la edad. Por eso, no hay que contraponer estas manifestaciones frente a la entrega o la santidad. La madre de Jacinta y Francisco, los videntes de Fátima, a los que la Iglesia ha abierto un proceso de beatificación, declaraba que sus hijos eran niños normales: "niños muy niños". Y su biografía nos los presenta rezando a la Virgen y mortificándose por los pecadores, sí; pero también cantando casi sin parar, bailando, correteando y jugando, como todos los niños.
Y es que los santos jóvenes fueron santos porque
supieron vivir plenamente cara a Dios su juventud. Sabían que un santo triste es un triste santo y amaron heroicamente a Dios sin dejar de ser lo que eran: niños, jóvenes, con toda la alegría de su edad: ¿por qué no? Los padres de una chica española del Opus Dei en proceso de beatificación, Montse Grases, evocaban en TVE la figura su hija y recordaban que había sido "de pequeña, muy revoltosa. Era una niña muy niña". Su madre contaba cómo luego se convirtió en una joven "clara, transparente, sencilla y sin doblez". Su padre corroboraba: "era una chica normal, con mucha serenidad". Y sus amigas la recuerdan siempre sonriente, tocando la guitarra, jugando al baloncesto, haciendo excursiones con sus amigas: "muy deportista, muy vitalista. Era una chica ardiente".
La mayoría de los santos jóvenes no fueron "jóvenes raros" sino jóvenes extraordinarios en lo ordinario. "Era tan normal –comentaba una amiga de Montserrat Grases– que cuando empezaron a pedir testigos de su vida, pensaba que no tenía nada extraordinario que declarar. Luego, con el transcurso de los años, la vida, la madurez, incluso la profesión –porque soy enfermera y trabajo en un centro médico–, me han hecho comprender que su normalidad era realmente extraordinaria. Porque que reaccionara así, en aquella adolescencia, una persona que sabía que tenía un cáncer de huesos, que tenía vida para poco tiempo... sin pensar en sí misma, preocupándose igualmente de los demás, sin cambiar de humor... Ha sido luego cuando he valorado realmente lo extraordinario de su comportamiento".
Estos ejemplos nos muestran que los jóvenes santos vivieron la plenitud del Amor de Dios en la plenitud de su propia edad; y se cumplieron en ellos las palabras de la Escritura: super senes intelexi: entendieron a Dios mejor que los ancianos.
Por esa razón alentaba Juan Pablo II a un grupo numeroso de jóvenes: "¡No tengáis miedo de vuestra juventud! ¡No tengáis miedo de correr el riesgo de la libertad! ¡No ahoguéis los generosos impulsos del amor que os pide que hagáis, de vuestra vida, un servicio a los demás!" (Juan Pablo II, Discurso a los participantes en el UNIV 86, 24.III.86).
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