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"Es casi una niña..."
Para la madre de Santa Catalina su gloria era haber sido derrotada por el amor de su hija. Su triunfo era su fracaso


Por: José Miguel Cejas | Fuente: interrogantes.net



Muchas de las posturas de rechazo hacia la vocación de los hijos, desde un punto de vista puramente humano, son comprensibles. Los padres tienden a pensar –y los padres de los santos no son una excepción a esta regla general– que sus hijos son perpetuamente niños. "Si es casi una niña"... se iba repitiendo Monna Lapa en aquel día de primavera de 1383 en el que se encontraban en su corazón un cúmulo de sentimientos. Iba en la procesión mirando al suelo, andando trabajosamente bajo el peso de sus ochenta años, sostenida por dos jóvenes mantellate. Escuchaba a su alrededor los murmullos de admiración: "ésa es, ésa es la madre". De vez en cuando, alzaba la vista y veía, en el relicario que ahora se llevaba triunfalmente por las calles de Siena –un busto de bronce dorado, cincelado por los mejores orfebres del país–, entre el gozo de la multitud y el repicar de las campanas, la cabeza de su hija. Una hija a la que había amado con locura. Y a la que no había entendido en absoluto.

Había tenido veinticinco hijos, muchos de ellos gemelos, de los que le sobrevivieron sólo algunos. Catalina había sido realmente su última hija, porque Juana, que era su melliza, murió pronto, y otra Juana que nació más tarde, murió niña también. Por eso, la quiso de ese modo especial con que se quiere al hijo menor, al más pequeño.

Pero de pronto, aquella hija empezó hacer cosas incomprensibles. Ahora, en la procesión, viendo la cara de fervor de sus conciudadanos ante la reliquia de su hija, los recuerdos se tamizaban con una luz tan distinta... Pero entonces no lograba entender el sentido de las cosas que hacía. Le parecían, sencillamente..., caprichos incomprensibles de una niña demasiado mística. Porque ella, como es natural, como cualquier madre de Siena de buena familia, le tenía reservado un buen partido: un joven de una familia acomodada de Siena, con la que les vendría muy bien, además, emparentar a los Benincasa. Y cuando estaban a punto de concertar el matrimonio entre las familias, a Catalina ¡le dio por cortarse el pelo casi al completo!

Ahora esos recuerdos la hacían sonreír. Pero entonces no le hicieron ninguna gracia; y no era una mujer de genio fácil: la riñó y la gritó como solamente ella, Lapa di Puccio di Piagente, sabía hacerlo: "¡Te casarás aunque se te rompa el corazón!" La amenazó: "No te dejaremos en paz hasta que hagas lo que te mandamos".

Fue todo inútil. Y la hizo sufrir. Sin querer, desde luego, porque... ¿cómo se iba a imaginar ella entonces que su hija había decidido entregarse a Dios para siempre..., pero que no tenía el menor deseo de irse a un convento? ¿Cómo iba a suponer que pensaba vivir célibe, allí, en su propia casa? Lapa seguía empeñada con el casamiento y empleó todas sus tácticas, su ingenio y su genio: le gritaba, le hacía trabajar sin desmayo, le reñía constantemente. Todo en vano.

Y un día su hija, casi una niña, reunió a toda la familia y desveló sus planes: no estaba dispuesta a casarse: "dejad todas esas negociaciones –les dijo– sobre mi matrimonio, porque en eso jamás obedeceré a vuestra voluntad; yo tengo que obedecer a Dios antes que a los hombres. Si vosotros queréis tenerme en casa en estas condiciones, dejadme estar como criada; haré con gozo todo lo que buenamente pueda hacer por vosotros. Pero si me echáis por haber tomado esta resolución, sabed que esto no cambiará en absoluto mi corazón".

Ay, Lapa... ¡Qué cosas dijo entonces! Miró a su marido: su tranquilidad también la exasperaba a veces. Y ante su sorpresa, Jacobo Benincasa dijo: "Querida hija mía, lejos de nosotros oponernos de ninguna manera a la voluntad de Dios, de quien viene esa resolución suya. Sabemos por larga experiencia, y ahora lo sabemos con seguridad, que no te mueve la obstinación de la juventud sino la misericordia de Dios. Mantén tu promesa libremente y vive como el Espíritu Santo te diga que tienes que hacerlo. Jamás te molestaremos en tu vida de oración y en tus devociones, ni intentaremos apartarte de tu camino. Pide que seamos fieles a fin de que seamos dignos del Esposo que has elegido a edad tan temprana".

Lapa estaba desconcertada. ¡Su propio marido se ponía de parte de su hija, casi una niña! ¡Si tenía sólo diecisiete, dieciocho años! Pero Jacobo la miró fijamente, y Lapa sabía lo que esa mirada significada. Había perdido la batalla. "Desde hoy –dijo gravemente su marido– nadie molestará a esta querida hija mía ni se atreverá a poner obstáculos en su camino. Dejadla servir a su Esposo con entera libertad y que pida diligentemente por nosotros. Nosotros jamás podríamos procurarle un matrimonio tan honroso; por tanto, no nos quejemos porque en vez de un mortal tengamos al Dios inmortal hecho hombre".

No tuvo más remedio que ceder. Pero luego empezó a sospechar, horrorizada, las mortificaciones que hacía su hija. Ella sabía bien lo que era el dolor: su vida había sido una serie ininterrumpida de embarazos; estaba experimentada en el sacrificio; pero no estaba dispuesta a aquello. Gritaba, lloraba: "¡Ay, hija mía, que te vas a matar! ¡Que te estás quitando la vida! ¡Ay, quién me ha quitado a mi hija! ¡Qué dolor tan grande! ¡Ay, qué desgracia!" Y como convenía con su carácter, no se conformaba con lamentarse: si Catalina dormía en tabla, ella se la llevaba a su cama entre almohadas suaves y blandas. Hasta que le extrañó que, a partir de un día, la niña la obedeciese demasiado dócilmente; pero pronto descubrió la razón: Catalina había metido tablas bajo el lugar donde la obligaba a acostarse. Así no se podía seguir.

Y luego vinieron los pobres. La ropa le desaparecía: ¡otra limosna! Ahora se reía en su interior recordando todo esto, pero entonces descargaba toda su furia contra aquella frágil adolescente. Sin embargo, los pobres, las limosnas, no le importaban tanto: al fin y al cabo, ella también era caritativa. Pero a lo que no estaba dispuesta era a las maledicencias. Ah, no, eso no: ella no era una mujer rica, era la esposa de un tintorero, pero nunca faltaba comida en su mesa y todos envidiaban en Siena su vieja casa en la Via dei Tintori, junto a Fontebranda, y las ropas de sus hijos, y... No; ella nunca había dado que hablar. Y ahora el nombre de su hija corría de plaza en plaza, por culpa de las malas lenguas de una leprosa a la que atendía, que murmuraba cosas irrepetibles de ella: "¡Mira, mira –le gritaba cuando volvía a casa después de cuidarla–, mira cómo te paga esa leprosa tu caridad cristiana!". Y es que Lapa había perdido todas las batallas: había perdido sus proyectos de futuro, su hija, su tranquilidad familiar. Bien. Lo que no estaba dispuesta era a perder, encima, su buena fama. Y estalló: "Si no dejas de cuidarla, si llego a saber que has estado cerca de donde ella vive, jamás volveré a llamarte hija mía".

Mientras iba evocando todo esto, la procesión seguía: los comerciantes, los miserables de Siena a los que su hija acogía en otro tiempo, los artesanos, los nobles, los gobernantes de aquella pequeña república; todos la miraban pasar fervorosamente tras la reliquia de su hija. Contaban sus milagros, sus obras de caridad, y relataban en voz baja cómo Catalina Benincasa, una mujer joven, sin más poder que su amor a Dios, había logrado cerrar uno de los capítulos más tristes de la historia de la Iglesia; su palabra pudo lo que no pudieron guerras, presiones y amenazas: un reto de siglos: que el Papa volviera a Roma y abandonara definitivamente Aviñón. Lapa no los escuchaba: iba como ausente, mirando al suelo para no encontrarse con las miradas de la multitud. Temblaba al pensar que su hija, de haber sido débil, le hubiera hecho caso... Ahora, su orgullo, paradójicamente, era su gran equivocación. Su gloria era haber sido derrotada por el amor de su hija. Su triunfo era su fracaso. Se daba cuenta de que ella, como madre, había sido una de las sombras en la vida de su hija –la sombra más amada por ella–, en la que ahora se proyectaba poderosamente su luz. De vez en cuando, alzaba la mirada y contemplaba, en el relicario, el resto de aquel rostro bellísimo, apagado a los treinta y tres años. Y su corazón de madre no podía reprimir el antiguo lamento: "pero si es todavía una niña...".




 



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