Resistencia a la entrega
Por: José Miguel Cejas | Fuente: interrogantes.net
Por eso, no se entiende demasiado esta resistencia que se está extendiendo en algún ambiente ante la entrega de los jóvenes, a los que se considera inmaduros para la entrega. "Os escribo a vosotros, jóvenes –escribe San Juan en el atardecer de su vida–, porque sois fuertes" (1 Jn 25–27). Porque esta resistencia –resistencia de los padres a entregarse ellos mismos, resistencia ante la entrega de sus hijos, resistencia a entregar sus hijos–, como otros muchos rasgos de nuestra sociedad, resulta contradictoria y paradójica.
Uno de los grandes problemas de la sociedad contemporánea es la delincuencia juvenil. Las bandas terroristas están compuestas también en su mayoría por jóvenes, en ocasiones casi adolescentes. El negocio de la droga y del sexo cuenta con los jóvenes –y con los niños– como fuente de ingresos. La prensa recoge con dolorosa frecuencia noticias en este sentido. En algunos países se da el triste espectáculo de madres–niñas, de jóvenes que viven solos a los quince años, frutos del divorcio y de un sentido de la independencia mal asimilado. Y sin embargo, en muchos de esos países se ha creado un fuerte flujo de opinión negativa –en el que se refugian tantos– que considera que la edad en la que los programas oficiales estimulan a la juventud a las relaciones sexuales prematrimoniales, y en la que se les juzga capaces de todas las aberraciones humanas, es, paradójicamente, una edad en la que se encuentran "psicológicamente inmaduros para la entrega".
Quizá esa actitud encuentre su explicación, en parte, en algunos rasgos y condicionantes de nuestra sociedad contemporánea. El menor número de hijos de tantas familias contemporáneas lleva en ocasiones a una sobreprotección de "la parejita": una sobreprotección que conduce, de la mano del egoísmo que ha hecho limitar tantos nacimientos, al egoísmo de considerar que la vida entera de los hijos debe ser para los padres. Y cuando Dios pide esos hijos para sí, surgen unos celos monstruosos, pero reales: celos de Dios, porque les arrebata... lo que es suyo.
Otro factor puede encontrarse en el envejecimiento general de la sociedad contemporánea, que propicia una mentalidad de seguridad y de huida del riesgo. Ese "pasotismo" que caracteriza a cierta juventud no es más que la asunción cómoda y acrítica de los valores materialistas de la sociedad de consumo que han construido los adultos: se pasa de entrega, se pasa de generosidad, se pasa de sacrificio –se pasa de Dios, en definitiva–... con tal de que queden a salvo los disfrutes materiales, los espejuelos y abalorios con que el consumismo engaña a una juventud que pierde en ellos el oro de su vida.
Otra tercera causa se encuentra, evidentemente, en la situación actual que padece la Iglesia en algunos sectores, con su triste carga de confusionismo y visión puramente horizontal de la existencia.
La causa definitiva
Pero la causa definitiva no es de orden sociológico ni coyuntural, sino que se libra en el corazón de cada persona. Hoy como ayer, Dios sigue llamando, sigue tocando fuerte y recio en el corazón del hombre, sigue convocando a la entrega, a la generosidad y al amor. Y las respuestas hoy, igual que ayer, dependen de cada hombre. Y se siguen formulando del mismo modo. Hace muchos siglos –en el año 626 antes de Cristo– Dios llamó a un adolescente diciéndole: "antes de que te formara en el vientre te reconocí y antes de que salieras del seno te consagré" (Jer 1, 5). Pero estas palabras no le parecieron razón suficiente, como hoy no le parecen razón suficiente a algunos jóvenes. Y protestó, con una excusa muy habitual en nuestros días: "¡Ah, ´Adonay Yahveh, he aquí que no sé hablar, pues soy un muchachito".
Pretendía escudarse en su juventud. Pero Dios no atiende a esos razonamientos puramente humanos. "Y díjome Yahveh –cuenta Jeremías–: no digas ´soy un muchacho´; pues a todos a quienes yo te enviare has de ir y todo lo que te ordene hablarás. No los temas, porque contigo estoy Yo para librarte" (Jer, 1, 6–8).
La Iglesia rezuma alegría de juventud
La Iglesia, fiel a los requerimientos divinos, ha bendecido la entrega a Dios en la juventud: una entrega que le ha dado tantos santos. "Bienaventurados los que se entregan a Dios para siempre en la juventud", escribió Don Bosco muy pocos días antes de su muerte. Porque es realmente entusiasmante el panorama de los santos de la Iglesia católica. Se dan cita todos los estados, todas las profesiones, todos los temperamentos y culturas. Militares fogosos, madres de familia, artistas, campesinos, juristas, religiosos, aventureros, reyes, mendigos, estadistas, obreros, sacerdotes. Y la mayoría de ellos se entregaron jóvenes, muy jóvenes. Basta repasar el santoral para ver cómo la Iglesia Católica rezuma alegría de juventud. No sólo no teme a la juventud, sino que la venera en sus altares y aprende de ella y de su heroísmo: la mayoría de los veintidós mártires de Uganda oscilaban entre los quince y los veintidós años. Tarsicio, Luis Gonzaga, Domingo Savio, Teresa de Lisieux, Bernardette Soubirous, María Goretti... murieron en la adolescencia, o en plena juventud. Y en nuestro tiempo se sigue beatificando a jóvenes: los últimos a los que ha beatificado el Papa son jóvenes laicos, como una campesina polaca, Carolina Kózka; un joven francés, Marcel Callo, o dos campesinas italianas: Pierina Morosini y Antonia Mesina.
La edad privilegiada
Sorprende por eso que se ponga como excusa para
no entregarse a Dios... ¡que se es joven! ¡Si precisamente la juventud es la época del amor! Cualquier tiempo es bueno para la entrega, como acabamos de ver, pero la juventud es la edad privilegiada. Se entiende bien aquel punto de Camino: "Me has hecho reír con tu oración impaciente. –Le decías: ´no quiero hacerme viejo, Jesús... ¡Es mucho esperar para verte! Entonces, quizá no tenga el corazón en carne viva, como lo tengo ahora. Viejo, me parece tarde. Ahora, mi unión sería más gallarda, porque te quiero con Amor de doncel´" (n. 111).
Se comprueba cómo, también en esto, los caminos del Señor son distintos de los nuestros y sus pensamientos no son nuestros pensamientos. Cuando el Señor le dice a Samuel que busque al futuro rey de Israel entre los hijos de Jesé, éste actúa a lo humano: dejándose llevar por las apariencias. Y pensó que el más adecuado de entre todos sus hijos sería Elíab, el mayor. Pero el Señor le hizo ver a Samuel: "No mires a su buena presencia, ni a su grande estatura, pues no es ése el que he escogido".
Con frecuencia la elección del Señor es desconcertante. Después de Elíab, Jesé pensó en el siguiente, Abinadab. Pero "tampoco a éste ha elegido Yahveh". Y así, cuenta la Escritura, fue haciendo pasar Jesé sus siete hijos delante de Samuel, pero Samuel le dijo: "No ha elegido Yahveh a ninguno de éstos". "¿No tienes ya más hijos?", le pregunta. Sí, Jesé, tenía un hijo más, el pequeño, en el que ni siquiera había pensado: porque ¡era tan joven!: "Aún tengo otro pequeño –contesta Jesé– que está apacentando las ovejas. Lo llamaron. Era rubio y de buena presencia. "Ungele –dijo el Señor– porque ése es" (I Sam 16, 17).
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