Un sabor amargo
Por: José Miguel Cejas | Fuente: interrogantes.net
La entrega de los jóvenes reviste rasgos problemáticos en algunos países en los que prevalece una concepción materialista y decadente de la existencia. Esa concepción choca frontalmente con el ideal cristiano y sus exigencias en la vida práctica, y se concreta frecuentemente en insidias, calumnias y murmuraciones. No es nada nuevo: ¿quién hay en la historia del cristianismo que no haya tenido que morder la fruta amarga de la contradicción, de la murmuración o de la calumnia? Sin embargo, los hombres de Dios no suelen hacer demasiado caso a esos mosquitos pegajosos. San Carlos Borromeo comentaba que "no conviene desanimarse por habladurías de gentes que siempre tienen en la cabeza imaginaciones nuevas. Basta obrar rectamente en todo y luego que cada cual diga lo que quiera". Pero a veces, no todo se queda en palabras: uno de sus detractores le disparó a quemarropa con un arcabuz mientras rezaba, afortunadamente sin consecuencias mortales. A Don Bosco le dispararon, intentaron acuchillarle; luego recurrieron al veneno; más tarde trataron de matarle a palos... Y estos casos no fueron los únicos.
En la vida de San Francisco de Sales, como en la vida de la mayoría de los santos, hay un largo capítulo dedicado a las difamaciones e injurias. En esos capítulos se proyecta con frecuencia la sombra triste de Judas: desgraciadamente, muchas de esas insidias provienen de personas que abandonaron la vocación, o que estuvieron muy cerca de los hombres de Dios. El Obispo de Ginebra había logrado convertir de su mala vida a una tal Mlle. Bellot, que tras pasar una temporada en el convento de la Visitación, regido por Santa Juana de Chantal, volvió a sus andanzas y se convirtió en la amante de un señor de la corte del Duque de Nemours. El escándalo alcanzó dimensiones colosales. San Francisco intentó hacerla cambiar, al principio privadamente; pero luego no tuvo más remedio que hacerlo desde el púlpito. Así logró que muchos se apartaran de ella.
La reacción no se hizo esperar: el amante de la Bellot, despechado, falsificó la letra del Obispo y puso en circulación –mediante una trama de engaños– una carta falsa, supuestamente dirigida a esa mujer, que leyó toda la ciudad haciéndose cruces. Las calumnias y las habladurías fueron en aumento y un día apareció un cartel sobre la puerta del convento que decía: "serrallo del Obispo de Ginebra". Un amigo, indignado por todo aquello, quiso batirse en duelo con el falsario. El Obispo se lo impidió: "tenía por principio –escribe Couannier– que en las calumnias es bueno justificarse, porque se debe este homenaje a la verdad, pero que si la acusación se sostiene hay que oponer la indiferencia y el silencio". Así que le dijo a su amigo que él no era el autor de aquella carta y se quedó tan tranquilo. Juana de Chantal, con su carácter fogoso y vehemente no comprendía aquella tranquilidad; quería denunciar a los falsificadores y llevarlos hasta los tribunales. El Obispo la calmó. Había que rezar por ellos y perdonarles. Un día se encontró con el autor del cartel y le dijo: "Vos me queréis mal y procuráis por todos los medios ennegrecer mi reputación; no hace falta que me deis excusas, porque lo sé muy bien y estoy seguro de ello. De todos modos, ya lo veis, si me hubierais arrancado un ojo, yo no dejaría de miraros amorosamente con el otro".
Historias semejantes podrían contarse de Santo Tomás Moro, de San Pedro Claver, del Cura de Ars o de Santa Teresa. Realmente, no ha habido santo libre de murmuraciones, trapisondas y enredos. Y no han sido sólo cosa de los comienzos de la Iglesia o frutos pasajeros de un momento. La murmuración se ha ensañado con almas de reconocida santidad. Un mediodía caluroso la chusma de Roma contempló un espectáculo inesperado: dos soldados conducían a un pobre anciano de ochenta y seis años a lo largo de la calle Bianchi, hacia las prisiones del Santo Oficio. Le habían detenido de repente, sin darle tiempo a ponerse el sombrero. Andaba incierto, encorvado y tambaleante. Se llamaba José de Calasanz.
El despecho murmurador llegó en el siglo pasado hasta Ars, una aldea miserable, donde un humilde párroco conmovía a toda Francia con su amor a Dios. "Durante este tiempo –escribía– vivía esperando que de un momento a otro me arrojarían a palos de casa para encerrarme en un calabozo".
¿Causas de la murmuración? ¿La envidia? ¿El despecho? Esta pregunta roza el mysterium iniquitatis: es imposible descubrir la clave de la pasión oscura que late bajo la ciénaga del mal. Pero siempre procede del mismo modo: insinuaciones viscosas, sospechas infundadas, acusaciones contra los que se entregan a Dios. En el siglo pasado, murmuraciones de ese tipo llegaron hasta la corte de Isabel II. Se cuchicheaba en todos los corros palaciegos: "¿no sabes? la de Jorbalán, la mismísima vizcondesa de Jorbalán se ha vuelto loca: se dedica a reeducar mujeres de mala vida". Y no faltaban las suposiciones maliciosas: ¿y no será que en vez de reeducarlas lo que hace es...?" Hasta que una persona prudente, un marqués amigo, se la encontró en la antesala de un ministerio, y empezó a gritarle: "Pero, ¿es posible que haya perdido usted la cabeza hasta ese punto? Déjese de tonterías, vuélvase a los suyos, que están desconsolados con sus locuras y no le busque Vd. cinco pies al gato..." Afortunadamente Santa Micaela no le hizo demasiado caso.
Esas murmuraciones contra las almas entregadas a Dios no parecen descansar nunca, ni arredrarse ante la santidad más floreciente: con motivo del reciente centenario de la muerte de San Juan Bosco, algún articulista italiano ha intentado derramar sobre su vida santa, que tantos frutos ha dado a la Iglesia, las sospechas más torpes y las calumnias más bajas. Y esto mismo le pasó en vida a Santa Teresa –a la que acusaron de todo durante sus andanzas por Castilla– y le ha seguido pasando en este siglo cuando ciertos "analistas" la han querido presentar como una neurótica y... ¿para qué seguir?
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