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Olegario González de Cardedal y la Cristología
Presenta ambiguedad en sus tesis sobre la Unión Hipostática y la conciencia divina del Hombre Cristo...


Por: P. José María Iraburu | Fuente: Catholic.net



La Cristología de Olegario González de Cardedal es un manual muy amplio –seiscientas páginas–, lleno de sí, de erudición, pero con tesis dudosas, y algunas erróneas, que conviene señalar.

Conviene advertir antes de nada que el lenguaje de González de Cardedal, más literario que filosófico y teológico, resulta muchas veces confuso. No siempre es fácil saber qué es lo que dice; o lo que quiere decir.

–La unión hipostática. González de Cardedal expone unas veces esta cuestión en sentido católico indudable; pero otras, siguiendo a Rahner, estima en términos muy ambiguos que la cristología es una consumación de la antropología:

«La naturaleza humana tiene capacidad receptiva obediencial para dar ese salto al límite y recibir ese salto del límite» (456).

González de Cardedal, después de recordar ocho modos de entender, en distintos autores, qué es la persona, se pregunta «cómo Cristo es persona», y nos indica en primer lugar que «para comprender la respuesta tenemos que excluir varios malentendidos previos».

–«Malentendido por exclusión. Se afirma que Cristo es persona divina por sustracción de la real humanidad que nos caracteriza a todos los demás humanos [...] Al pensar que Cristo no es una persona humana, está diciendo que le falta lo esencial, lo que de verdad constituye al hombre en cuanto tal. Queda, en consecuencia, [Cristo] equiparado a un fantasma, ángel o mediador perteneciente a otro mundo»... (449).

Según esto, parece que González de Cardedal estima que hay en Cristo una persona humana, grave error muchas veces condenado por la Iglesia. Si así fuera, habría que deducir que la Virgen María es madre de la persona humana de Cristo, pero no propiamente Madre de Dios. Y por supuesto, que es solamente la persona humana de Cristo la que muere por nosotros en el sacrificio de la cruz, quedando así éste absolutamente devaluado.

«La herejía nestoriana veía en Cristo una persona humana junto a la persona divina del Hijo de Dios. Frente a ella, San Cirilo de Alejandría y el tercer Concilio Ecuménico reunido en Éfeso, en el año 431, confesaron que “el Verbo, al unirse en su persona a una carne animada por un alma racional, se hizo hombre” (DH 250). La humanidad de Cristo no tiene más sujeto que la persona divina del Hijo de Dios, que la ha asumido y hecho suya desde su concepción. Por eso el Concilio de Éfeso proclamó en el año 431 que María llegó a ser con toda verdad Madre de Dios mediante la concepción humana del Hijo de Dios en su seno» (Catecismo n.466).

Esta fe católica no lleva a creer en una fantasmagórica humanidad de Cristo, sino que afirma que el Verbo divino posee ontológica e íntegramente la naturaleza humana que ha asumido. Pero vengamos al otro posible malentendido:

–«Malentendido por excepción. Se parte del hecho de que Cristo es la gran excepción, el gran milagro o enigma de lo humano, [y] que por tanto habría que pensarlo con otras categorías al margen de como pensamos la relación de Dios con cada hombre y la relación del hombre con Dios» (450).

Con textos como éste, González de Cardedal no podrá sentirse falsamente acusado por quienes vean en su cristología una clave mental adopcionista. La fe católica sobre la relación de Jesús con Dios, evidentemente, hay que pensarla con «categorías distintas de las que nos valen para afirmar la relación de Dios con cada hombre y la relación de cada hombre con Dios». De otro modo, es imposible llegar a la verdad católica de la unión hipostática, sino sólo a una unión de gracia que, por muy única y perfecta que sea, es inconciliable con la fe de la Iglesia.

–La conciencia divina del hombre Cristo. Cuando Jesús pregunta en el Evangelio a sus discípulos: «¿quién creéis vosotros que soy yo?», sitúa el misterio de su identidad personal en un plano ontológico, referido al ser, y no lo limita a un nivel meramente relacional: «¿cuál creéis que es mi relación con Dios?».

González de Cardedal, por el contrario, hace prevalecer la perspectiva relacional en sus reflexiones cristológicas –muy largas, complejas y matizadas– acerca de la conciencia filial de Jesús.

Pero tampoco en este tema de la auto-conciencia de Cristo en cuanto Hijo divino, tan delicado e importante, es fácil captar con seguridad la posición del profesor González de Cardedal. Parece, en todo caso, estimarse que es la comunidad cristiana post-pascual la que asigna a Cristo el título de «Hijo», partiendo del uso que el mismo Jesús hizo del término Abba, Padre:

«Para expresar el valor de Jesús y la relación que tiene con Dios [...] los discípulos pensaron en la categoría de Hijo» (372; cf. 373-374; 402-403).

Por el contrario, esa enseñanza no parece conciliable con los datos evangélicos, según los cuales Cristo tuvo clara conciencia de su condición de Hijo único del Padre, como aparece en muchos lugares de San Juan y también de los sinópticos (p. ej., Mt 11,25-26; Mc 12,1-12; 13,32; Lc 2,49). Así ha entendido siempre la Tradición católica esos textos.

Además, si el mismo Jesucristo no hubiera conocido y enseñado a sus discípulos la eternidad y unicidad de su filiación divina, jamás la comunidad cristiana primera, procedente del monoteísmo judaico, habría tenido capacidad de imaginar siquiera a un Hijo divino unido al Padre celeste, pero personalmente «distinto» de él.

Es necesario reconocer que los errores que el profesor González de Cardedal parece exponer sobre «La unión hipostática» y «La conciencia divina del hombre Cristo» pueden verse neutralizados por otros textos suyos del mismo libro, en los que afirma la fe católica.

Sin embargo, la ambigüedad de los textos aludidos y de otros semejantes, en materia tan grave, es de suyo inadmisible, y más en un manual de teología católica. Y, por otra parte, son ambigüedades especialmente reprobables en los tiempos actuales de Iglesia en que precisamente la tentación arriana, nestoriana, adopcionista, es la que en temas cristológicos ofrece sin duda más peligro.

–La muerte de Cristo. El doctor González de Cardedal afirma, al parecer, que la pasión de Cristo no es el cumplimiento de un plan divino, anunciado por los profetas y por Él mismo. De la pasión de Jesús él dice así:

«Esa muerte no fue casual, ni fruto de una previa mala voluntad de los hombres, ni un destino ciego, ni siquiera un designio de Dios, que la quisiera por sí misma, al margen de la condición de los humanos y de su situación bajo el pecado. La muerte de Jesús es un acontecimiento histórico, que tiene que ser entendido desde dentro de las situaciones, instituciones y personas en medio de las que él vivió... [...] Menos todavía fue [...] considerada desde el principio como inherente a la misión que tenía que realizar en el mundo [...]

«Su muerte fue resultado de unas libertades y decisiones humanas en largo proceso de gestación, que le permitieron a él percibirla como posible, columbrarla como inevitable, aceptarla como condición de su fidelidad ante las actitudes que iban tomando los hombres ante él y, finalmente, integrarla como expresión suprema de su condición de mensajero del Reino»... (94-95).

«En los últimos siglos ha tenido lugar una perversión del lenguaje en la soteriología cristiana [...] El proyecto de Dios está condicionado y modelado por la reacción de los hombres. Dios no envía su Hijo a la muerte, no la quiere, ni menos la exige: tal horror no ha pasado jamás por ninguna mente religiosa» (517; cf. ss).

La Escritura, en cambio, dice con gran frecuencia lo contrario. Afirma claramente que judíos y romanos, causando la pasión de Cristo, realizan «el plan» que la autoridad de Dios «había de antemano determinado» (Hch 4,27-28); de modo que judíos y romanos, «al condenarlo, cumplieron las profecías» (13,27). En efecto, «era necesario que el Mesías padeciera» y diera así cumplimiento a lo anunciado por Moisés y todos los profetas (Lc 24,26-27).

En esta misma línea verbal de la Escritura (cf. Mt 26,39; Jn 4,34; 12,27; 14,31; 18,11; Flp 2,6-8; Heb 5,7-9), el lenguaje de los Padres, de los Concilios y de las diversas Liturgias, hasta el día de hoy, es unánime en la Iglesia: «quiso Dios que su Hijo muriese en la cruz» para así expresarnos Su amor en forma suprema, para expiar en forma sacrificial y dolorosa por el pecado del mundo, y para otros fines que en seguida recordaremos.

Renunciar a este lenguaje de la fe, y estimarlo como inducente a error es contradecir el lenguaje de la Revelación y de la Tradición.

Claro está que no quiso Dios la muerte de Cristo «por sí misma, al margen de la condición de los humanos y de su situación bajo el pecado». Eso es obvio, y nunca ha dicho nadie cosa semejante en la Iglesia. ¿Cómo va a establecer la Voluntad divina providente plan alguno en la historia de la salvación ignorando el juego histórico de las libertades humanas? Nadie ha entendido en la Iglesia que en el plan de la Providencia divina se «asigna la muerte de Cristo a un Dios violento y masoquista» (517).

No hay que olvidar que la teología a de investigar y expresar, con mucha paz y exactitud, los grandes misterios de la fe.

La crítica que el profesor González de Cardedal se atreve a realizar al lenguaje soteriológico termina por afectar al del misterio de la salvación tal como viene expresado por la Revelación desde los profetas de Israel hasta nuestros días, pasando por los evangelistas, Pablo, la Carta a los Hebreos y el Apocalipsis, los santos Padres, las diversas liturgias, los escritos de los santos, los Concilios, las encíclicas. Atenta contra «la norma de hablar que la Iglesia, con un prolongado trabajo de siglos, no sin ayuda del Espíritu Santo, ha establecido, confirmándola con la autoridad de los Concilios» (Mysterium fidei 10).

El lenguaje de la fe es perfectamente entendido por los fieles cristianos, pues tiene universalidad y continuidad. En cambio, determinadas teorías teológicas son las que el pueblo no entiende o entiende mal, porque es un lenguaje incomparablemente más equívoco. Claro está que el lenguaje bíblico y tradicional sobre la pasión de Cristo puede ser mal entendido. Pero para evitar los errores, no habrá que suprimir ese lenguaje, sino explicarlo bien.

Por último, no es posible asimilar ese nuevo lenguaje sin tener que renunciar al mismo tiempo a otras muchas expresiones de la Revelación: «no se haga mi voluntad, sino la tuya», «obediente hasta la muerte», «para que se cumplan las Escrituras», etc.

–Sacrificio de expiación y reparación. Refiriéndose González de Cardedal a los términos «sustitución, satisfacción, expiación, sacrificio», utilizados para expresar el misterio de la redención, afirma que no podemos prescindir de esas palabras sagradas y primordiales, aunque hoy estén puestas bajo sospecha. Si esas palabras, dice, han sido degradadas o manchadas, lo que debemos hacer es «levantarlas del suelo» y lavarlas, para que «podamos admirar su valor y ver el mundo en su luz» (535).

Se ha de reconocer que el mundo católico tradicional ha tenido siempre una recta inteligencia de esos términos; luego, no son tan equívocos. Dicho pueblo ha contemplado y vivido siempre, también hoy, con gran amor la pasión de Cristo como sacrificio de expiación por el pecado de los hombres.


«Sacrificio. Esta palabra suscita en muchos [¿en muchos católicos?] el mismo rechazo que las anteriores [sustitución, expiación, satisfacción]. Afirmar que Dios necesita sacrificios o que Dios exigió el sacrificio de su Hijo sería ignorar la condición divina de Dios, aplicarle una comprensión antropomorfa y pensar que padece hambre material o que tiene sentimientos de crueldad. La idea de sacrificio llevaría consigo inconscientemente la idea de venganza, linchamiento... [...] Ese Dios no necesita de sus criaturas: no es un ídolo que en la noche se alimenta de las carnes preparadas por sus servidores» (540-541).

Tristemente, González de Cardedal, al exponer el sentido de los términos «sustitución, satisfacción, expiación, sacrificio», no parece tanto querer iluminar su sentido católico tradicional –pacíficamente vivido ayer y hoy–, sino enfatizar su posible acepción errónea, presentando una interpretación más inadmisible, para penetrar rectamente el misterio de la muerte de Cristo.

De este modo, esas sagradas palabras, tan fundamentales para la fe y la espiritualidad de la Iglesia, no son purificadas, sino dejadas a un lado como si carecieran de significado ninguno.
«Ciertos términos han cambiado tanto su sentido originario que casi resultan impronunciables. Donde esto ocurra, el sentido común exige que se los traduzca en sus equivalentes reales [...]

«Quizá la categoría soteriológica más objetiva y cercana a la conciencia actual sea la de “reconciliación”» (543).


Isaías dice que el Siervo de Yavé, como un cordero, «ofrece su vida en sacrificio expiatorio» por el pecado. Jesús, Él mismo, dice que «entrega su cuerpo y derrama su sangre por muchos (upér pollon), para el perdón de sus pecados». Eso mismo es lo que una y otra vez dice la Carta a los Hebreos –el primer tratado de Cristología compuesto en la Iglesia–. Pero todos, por lo visto, aunque dicen la verdad, se expresan en un lenguaje equívoco, al menos para el hombre de hoy.

No podemos dejar de lado el lenguaje de la tradición viva de la Iglesia, que es el que más se adapta a los modos elegidos por el mismo Dios en la Revelación, guardados y desarrollados por la Iglesia, «no sin la ayuda del Espíritu Santo», a lo largo de una tradición continua y universal.

–Resurrección, Ascensión y Parusía. González de Cardedal considera que más allá de la muerte ya no puede hablarse propiamente de «tiempos y lugares» –entendidos éstos, por supuesto, según nuestro modo presente–; así se concluye que no puede hablarse propiamente de la Ascensión y de la Parusía de Cristo en términos de «hechos nuevos», distintos de su Resurrección. La verdadera escatología impediría, pues, reconocer un sentido objetivo e histórico a esos acontecimientos que confesamos en el Credo.

«Esa condición escatológica y esa significación universal, tanto de la muerte como de la resurrección de Jesús, es lo último que quieren explicitar estos artículos del Credo. No son hechos nuevos, que haya que fijar en un lugar y en un tiempo [...]

«Por tanto, en realidad, no hay nuevos episodios o fases en el destino de Jesús, que predicó, murió y resucitó. Carece de sentido plantear las cuestiones de tiempo y de lugar, preguntando cuándo subió a los cielos y cuándo bajó a los infiernos, lo mismo que calcularlos con topografías y cronologías, tanto antiguas como modernas. Los artículos del Credo que hacen referencia al Descenso, Ascensión y Parusía de Cristo son, sin embargo, esenciales. Sería herético descartarlos. Ellos nos dicen la eficacia, concreción y repercusión del Cristo muerto y resucitado para nosotros, que somos mundo y tiempo» (171-173).

Con estas palabras, se corre el riesgo de descuidar la historicidad de los acontecimientos postpascuales. Los relatos neotestamentarios y la tradición de la Iglesia han hablado siempre de la Resurrección, las apariciones, la Ascensión y la Parusía como de hechos históricos distintos y acontecimientos sucesivos en el desarrollo del misterio de Cristo, de suerte que han señalado sus tiempos y lugares, y por supuesto han hablado de la Parusía como de un hecho todavía no acontecido.

El teólogo no debe impugnar el lenguaje bíblico y tradicional elegido por Dios para expresar los grandes misterios de la fe. No tiene que desprestigiarlo, sino explicarlo, actualizarlo y defenderlo de todo mal entendimiento posible.

La Iglesia ha hablado siempre de la Resurrección, de las apariciones, de la Ascensión y de la Venida última de Cristo al final de los tiempos con expresiones «topográficas y cronológicas» claramente diferenciadas. Y no debe verse en esas expresiones unos antropomorfismos desafortunados. Y menos puede uno permitirse poner en duda la historicidad objetiva de los acontecimientos salvíficos postpascuales atestiguados «cronológica y topográficamente» por los Apóstoles y evangelistas en numerosos textos.

Según enseña González de Cardedal, «sería herético descartar» en el Credo los artículos que hacen referencia al Descenso, Ascensión y Parusía de Cristo. Podemos, pues, seguir confesándolos; pero siempre que tengamos claro que los «hechos» que profesamos no expresan «hechos nuevos», no son «acontecimientos», que puedan ser situados en «un lugar y tiempo» de la historia. ¿Y así se cree que se hace más inteligible el misterio de la fe? ¿Cómo va a quien afirma que la verdad de unos hechos, si al mismo tiempo advierte que no han acontecido realmente?

El hombre de antes y el de ahora, el creyente y el incrédulo, entienden incomparablemente mejor el lenguaje tradicional del Catecismo, que afirma la misteriosa historicidad de aquellos hechos salvíficos, cumplidos por Cristo en el tiempo que va de su Resurrección a su Ascensión (n.659).

La Iglesia habla de «el carácter velado de la gloria del Resucitado durante este tiempo [...] Esto indica una diferencia de manifestación entre la gloria de Cristo resucitado y la de Cristo exaltado a la derecha del Padre. El acontecimiento a la vez histórico y transcendente de la Ascensión marca la transición de una a otra» (n. 660).

Todos los acontecimientos históricos, por supuesto, han acontecido históricamente en lugares y tiempos determinados. Y aquellos que no tienen connotaciones «topográficas y cronológicas» no han existido jamás. No habría, pues, por qué incluirlos en el Credo.

–Conclusión. La Cristología del profesor Olegario González de Cardedal contiene varias enseñanzas muy dudosas y algunos graves errores. Y en modo alguno puede ser integrada en una Serie de Manuales de Teología católica.

El doctor Olegario González de Cardedal es profesor de Teología en la Universidad Pontificia de Salamanca, miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, director de la Escuela de Teología de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo, de Santander, etc.

Olegario González de Cardedal
Cristología
BAC, manuales Sapientia Fidei, nº 24, Madrid 2001, 601 pgs.







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