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Mientras más difícil, más confía en Dios
Pruebas difíciles que Dios y el tiempo se encargó de remediar


Por: Sr. Peter Franklin y Sra. Julie Best | Fuente: Catholic.net



Tenemos muchos años de casados . En todos este tiempo hemos sido bendecidos con ratos felices y con ratos difíciles. Los momentos felices han sido muchos, pero los más felices, para los dos, han sido los nacimientos de nuestros siete hijos. Desde un inicio nosotros nos comprometimos a dejar que Dios planificara nuestro matrimonio (nunca nos imaginamos que lo fuera a hacer del modo que lo hizo, ya lo verá). Durante los dos primeros años, nos sentimos fracasados al ver que pasaban los meses y no venían los niños, incluso empezamos a considerar la posibilidad de adoptar uno. Ahora que miramos para atrás, eso nos parece simpático, al mismo tiempo que agradecemos a Dios nuestros siete hijos. El nacimiento de cada uno de ellos ha sido diferente y cada uno de ellos con su única personalidad, han traído muchas bendiciones para nuestra familia.

Algunos de los momentos de mayor paz y gozo son cuando vamos a misa y vemos a nuestras ya hijas casadas o a nuestros hijos adolescentes participar en la liturgia, o simplemente cuando rezamos juntos en familia, o festejamos algún logro de nuestros hijos.

Durante nuestro matrimonio hemos disfrutado muchos ratos de felicidad como pareja. No hemos tenido la oportunidad de irnos a unas largas vacaciones o de viajar en yate, aunque sí nos hubiera gustado. Sin embargo, hemos considerado muy importante el salir juntos una vez a la semana. A veces, salimos sólo salido a beber una Coca-Cola o a tomar un helado. No hemos sido fieles siempre al respecto pero es un propósito extremadamente útil cuando sube la tensión y el estrés.

En nuestro matrimonio también hemos sufrido muchas pruebas. Cada una de ellas nos ha provocado usar la fe en Dios y en cada uno. A veces, al crecer nuestra fe, parecía aumentar también la severidad de las pruebas.

Nuestra primera prueba fue poco después de nuestro tercer aniversario. Mi marido se puso enfermo en octubre de 1970. Hospitalizado por más de seis semanas, no sabíamos aún qué clase de enfermedad tenía. Estuvimos sin recibir su sueldo y él tenía que recibir tratamiento médico a 130 Kms. de donde trabajábamos y vivíamos. Tuve que abandonar la casa que habíamos alquilado y me fui a vivir con mis papás para ahorrar dinero y obtener ayuda para nuestra hija de cuatro meses. La semana antes de Navidad, un examen reveló que mi marido no tenía cáncer, cosa que habíamos temido. Tenía en una condición llamada “sarcoidosis”, la cual era tratable y se podía curar.

Durante los años siguientes vinieron, lo que podríamos llamar, “pruebas matrimoniales”. Nacieron otro hijo y otra hija. También tuvimos nuestros discrepancias y pleitos, unos más graves que otros, y algunos pusieron nuestro matrimonio a prueba de fuego. Durante este período experimentamos un profundo crecimiento espiritual, seguido por la decisión, en mi caso, de dedicarme más al hogar.
En 1982 tuve un aborto natural. En marzo, me di cuenta de que estaba embarazada con nuestro cuarto hijo. En abril lo perdí, un hecho dolorosísimo para mi marido y para mí. Esto probó nuestra fe en la Providencia de Dios para con nuestras necesidades. Al preguntarle a Dios, su respuesta fue simplemente: “Confía en mí”.

En junio, el socio de negocios de mi marido canceló el seguro de salud de la compañía, debido a problemas financieros. Antes de que pudiéramos obtener otro seguro, me di cuenta de que estaba embarazada una vez más. Un día mientras rezaba a Dios acerca de nuestros problemas con los gastos médicos, oí que Dios me susurraba al corazón: “Yo soy el dueño del ganado de mil colinas; confía en Mí, yo me encargo”. En septiembre, saltamos de gozo al saber que íbamos a tener gemelos. Pareció como si Dios hubiera restituido la vida que creíamos haber perdido. Cuando di a luz a los gemelos en marzo de 1983, un bienhechor anónimo pagó la factura médica y hubo suficiente dinero para pagar toda la factura del hospital. Para nuestro consuelo, además eran dos hijos muy sanos.

El año 1984 nos encontró esperando nuestro sexto hijo, otra vez sin seguro, y con pruebas adicionales. En agosto de 1983 a mi marido y su socio les encomendaron un contrato fuera del estado para renovar una iglesia bastante grande. Yo cuidé de nuestros tres hijos mayores y de los gemelos de tres meses sin mi marido, pues solía irse los lunes por la mañana hasta la tarde del viernes, todas las semanas desde agosto del ‘83 hasta enero del ‘84. Al comenzar el nuevo año, mi marido y su socio fueron al consejo de la parroquia para pedirles más tiempo y más dinero debido a varios problemas con el trabajo y a la inflación que en aquel entonces aquejaba a toda la nación. El consejo rechazó su petición y les llevaron a juicio, por lo que la compañía quebró. Empezamos febrero del ‘84 sin sueldo y con el jaleo de encontrar un abogado de finanzas para cerrar el negocio. En marzo, de nuevo embarazada. Mi marido se pasó el resto del año en paro. Y, como siempre, Dios fue fiel, y cuando nuestro hijo nació en noviembre, una vez más apareció el dinero para pagar al doctor y al hospital. Mi marido encontró un trabajo el mes siguiente.

Sin embargo, lo que parecía el comienzo, lleno de esperanza, de un nuevo año –1985- , terminó siendo una prueba mayor, muy dura, para los dos. El nuevo trabajo de mi marido consistía en vender diversos productos en una zona que comprendía varios estados. Después de cinco meses de duro trabajo y mucho esfuerzo, se dio cuenta de que con ese nuevo puesto no podía mantener a la familia y regresó a trabajar en el campo de la enseñanza. Yo sabía que él había hecho esta decisión en la oración, pero de todas maneras yo la recibí con un gran dolor en mi corazón. Dándome cuenta del sueldo que íbamos a recibir, temí que yo también tendría que dedicarme a enseñar otra vez. Durante los dos meses siguientes recé, con lágrimas en los ojos, al seguir escuchando un mensaje al que me rebelaba. Finalmente, una tarde fui con el Señor con un corazón agobiado, y oré por cuatro horas, pidiéndole que me mostrara sus caminos. Por medio de unos pasajes de la Sagrada Escritura me guió, me habló amablemente pero al mismo tiempo firmemente, y ya no dudé más de Su Voluntad.

La decisión que mi esposo y yo escuchamos en nuestra oración fue dolorosa, pero después vino otro sufrimiento mucho más grande, que opacó por completo esa decisión. Pasado un mes, al comenzar el nuevo año escolar, nos enteramos que nuestra hija mayor –una joven de quince años, muy guapa e inteligente, estudiante con matrícula de honor, a punto de comenzar su segundo año de Secundaria- estaba embarazada. Nuestro mundo y el suyo quedaron de pies a cabeza.

En los meses siguientes parecía que aquella situación nos aplastaba más de lo que podíamos aguantar: el reajuste al tener que volver al trabajo, un salario mínimo, aprietos económicos, y una hija embarazada… Pero Dios usa todo para el bien, tal y como Él nos prometió.

Rezamos juntos para pedir fortaleza y luz, para descubrir el lado positivo de todos estos “dolores de cabeza”. Dios respondió fielmente.

En la clase de nuestra hija otra joven quedó embarazada. Ella era una estudiante muy famosa y muy activa. Algunas de sus amigas más cercanas propusieron llevarla a una clínica para abortar a otra ciudad, a unas dos horas de distancia. Como nuestra hija también estaba embarazada, el grupo le confió su plan. Nuestra hija llevó desde nuestra casa unas revistas y folletos ‘pro-vida’, para compartirlas con sus amigas de la escuela. Al final, cambiaron de parecer cinco de las seis chicas que habían organizado el viaje, salvando así la vida del niño (y tal vez de los que pudieran venir en el futuro).

Llegó el momento, y dimos la bienvenida a nuestra nieta, y orientamos lo mejor que pudimos a nuestra hija en medio de sus luchas, en su doble papel de estudiante y de mamá, bajo nuestro techo y guía. Nosotros le ofrecimos nuestro apoyo y nuestra compresión en sus problemas, pues su novio, desbordado por el embarazo y la paternidad, prefirió dedicarse a otros intereses. Festejamos la graduación de nuestra hija, la tercera en una clase de 150, y además fue aceptada en una universidad vecina con una beca completa. En su último año de universidad, empezó a salir otra vez con el padre de su hija, quien había recapacitado sobre la jerarquía de sus intereses y afectos. Se casaron justo antes de su graduación de la universidad, y ahora tienen otra hija, una niña preciosa.

Unos meses después del nacimiento de nuestra nieta, nos dimos cuenta de que íbamos a tener nuestro séptimo hijo. Con su nacimiento en noviembre del ’87, teníamos ya cinco hijos en casa por debajo de los 5 años de edad. En menos de cinco años, Dios había bendecido nuestro hogar con una nueva vida cada 18 ó 19 meses. No es que los ocho niños llegaran a casa en el tiempo más oportuno o más fácil. Ésta ha sido la mayor lección de fe que Dios nos ha enseñado: entregarle nuestras vidas y confiar en Su plan sobre nosotros.

Nuestros bebés y nuestra nieta trajeron enorme gozo y esperanza a la familia en medio de todas las tormentas que tuvimos que aplacar. Nuestros muchos hijos han sido una bendición para nosotros. Nos hemos alegrado tanto en los pequeños éxitos como en los grandes. Por ejemplo, dos de nuestras hijas obtuvieron matrícula de honor en preparatoria y en la universidad. Algunos de nuestros hijos parecen seguir su mismo ejemplo aunque no todos…; pero incluso esto, nos ha enseñado a saber descubrir en ellos otros talentos y cualidades que Dios les ha regalado. El hecho de tener una familia numerosa ha sido como un llamado a esforzarnos para hacer de nuestro hogar una comunidad cristiana, amándonos, compartiéndolo todo, interesándonos los unos por los otros, perdonándonos.

Dios nos ha proveído en nuestras necesidades a lo largo de todos estos años, algunas veces de forma milagrosa. Todo esto ha enseñado a nuestros hijos la importancia de la fe en Él.

Durante estos últimos años hemos vivido muchas alegrías junto a nuestros hijos. Pero también hemos tenido más preocupaciones. Nuestras niñas ya han crecido y ya son unas mujeres. Ambas terminaron universidad y ahora están ya casadas. Sin embargo, nuestros cinco hijos, con siete años de diferencia entre el mayor y el más joven, es otro cantar. Es decir, van entrando uno detrás del otro en esos años difíciles de la adolescencia. Nuevas pruebas les llegan a diario y nosotros les estamos cercanos en esta edad, donde necesitan tanto coraje para mantenerse firmes ante tantos peligros del mundo de hoy. La misión de guiarles que como padres tenemos es un nuevo reto cada día. Es una responsabilidad “genial”. Dios nos ha demostrado una y otra vez su amor y su fidelidad. Y sabemos que Él es la fuente de nuestra fuerza.

No es todo. Además, nuestras problemas financieros se han prolongado a lo largo de todos estos años. Recientemente, mi marido empezó un nuevo negocio y ha reducido nuestras entradas y afectado nuestras deudas. Pero es un negocio en el que nuestros hijos han podido colaborar y han podido aprender a trabajar con ética y con responsabilidad. Dios, quien ha sido tan fiel dándonos nuestro “pan de cada día”, seguirá siendo fiel, también en esta situación.

Durante estos 30 años, hemos tenido reproches mutuos como pareja. Diferencias personales de estilo de vida, del trabajo y de gustos personales a menudo nos tentaron a seguir nuestros caminos egoístas. Hemos experimentado fuertes divergencias, y tenido diferentes puntos de vista. Llegamos incluso a considerar la separación o el divorcio. Sin embargo, ambos hemos creído y creemos firmemente en los votos que hicimos delante de Dios hace 30 años –ese compromiso de mantenernos unidos, uno junto al otro, en la prosperidad y en la adversidad, en la riqueza y en la pobreza, hasta que la muerte nos separe…-. Durante cada prueba, gracias de Dios, siempre hemos encontrado el modo de reconciliarnos; claro que no ha sido fácil.

En un mundo “mentalidado por el microhondas”, donde todos quieren “¡todo, ya, ahora mismo!”, la fidelidad a los votos matrimoniales es a veces muy duro, requiere mucho tiempo. Es doloroso afrontar cada prueba. No obstante, ambos creemos que los votos que hicimos delante de Dios son sagrados y Él nos llama a LUCHAR para mantener unido nuestro matrimonio. Esto requiere ser creativos, dedicar tiempo para estar juntos, buscar y encontrar nuevas soluciones.

Una última cosa. Nos hicimos promesa: “nunca irnos a dormir en camas separadas, no importa cuán enfadados estemos el uno con el otro”. La hemos mantenido fielmente. Hoy creemos que el “no haber dormido en camas separadas aunque estuviéramos enfadados” nos ha ayudado a “no haber dormido en otras camas” cuando sentíamos la tentación…

Gracias solamente a la ayuda de Dios y a su poder, podemos celebrar estos 30 años de matrimonio juntos.

Reflexión:
“En el reino del amor –decía Fulton F. Sheen- no hay llanura que valga; siempre se sube o se baja”. Y subiendo y bajando… esta formidable pareja ha pasado estos 30 años, pero siempre “en el reino del amor”. Abundantes dificultades, discusiones, aprietos económicos, enredos familiares, reproches mutuos, preocupaciones, trabas, luchas, súplicas, pruebas en la fe,… pero, ¡siempre en la misma cama! ¡Qué hermoso!
Me ha gustado uno de sus trucos: salir juntos. Es verdad que no siempre es posible por 999 razones (los niños, el trabajo, la enfermedad, la lluvia, etc.). Pero tampoco es imposible encontrar 1 entre 1000 para salir juntos al campo, salir juntos al cine, salir juntos a cenar, salir juntos, dándose la mano. Pascal acertó: “El corazón tiene razones que la razón no conoce”.
“El roce provoca el amor”, ¿te acuerdas? No basta amar a alguien, hay que demostrárselo. No dejes pasar un sólo día sin haber plantado una semilla de amor. No pasará mucho tiempo, y te verás rodeado de un paraíso terrenal.
Pero recuerda que en todo jardín siempre hay una serpiente: el egoísmo…

 

 







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