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Todo acerca del Via Crucis de la JMJ 2011, Madrid
Especial: Vídeos, imágenes, meditaciones


Por: Catholic.net | Fuente: Varios



  • El Via Crucis completo en vídeos
    Catorce estaciones, oración a la Virgen y bendición del Papa en la JMJ 2011, Madrid
     
  • Procesión por Madrid de los pasos de la JMJ 2011











    El Papa participa con los jóvenes en el Vía Crucis




    Texto del Via Crucis con los jóvenes en la JMJ Madrid 2011

    El texto del Via Crucis de la JMJ ha sido com­puesto por las Hermanas de la Cruz, orden fun­dada por santa Ángela de la Cruz en Sevilla en 1875.



    Primera Estación

    Última Cena de Jesús con sus discípulos



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    Y to­mando pan, des­pués de pro­nun­ciar la ac­ción de gra­cias, lo partió y se lo dio, di­ciendo: «Esto es mi cuerpo, que se en­trega por vo­so­tros; haced esto en me­moria mía». Después de cenar, hizo lo mismo con el cáliz, di­ciendo: «Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre, que es de­rra­mada por vo­so­tros» (Lc 22, 19–20).

    Jesús, antes de tomar entre sus manos el pan, acoge con amor a todos los que están sen­tados en su mesa. Sin ex­cluir a nin­guno: ni al traidor, ni al que lo va a negar, ni a los que huirán. Los ha ele­gido como nuevo pueblo de Dios. La Iglesia, lla­mada a ser una.

    Jesús muere para re­unir a los hijos de Dios dis­persos (Jn 11, 52). «No sólo por ellos ruego, sino tam­bién por los que crean en mí por la pa­labra de ellos, para que todos sean uno» (Jn 17, 20–21). El amor for­ta­lece la unidad. Y les dice: «Que os améis unos a otros» (Jn 13, 34). El amor fiel es hu­milde: «También vo­so­tros de­béis la­varos los pies unos a otros» (Jn 13, 14).

    Unidos a la ora­ción de Cristo, oremos para que, en la tierra del Señor, la Iglesia viva unida y en paz, cese toda per­se­cu­ción y dis­cri­mi­na­ción por causa de la fe, y todos los que creen en un único Dios vivan, en jus­ticia, la fra­ter­nidad, hasta que Dios nos con­ceda sen­tarnos en torno a su única mesa.


    Segunda Estación

    El beso de Judas



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    «Y, un­tando el pan, se lo dio a Judas, hijo de Simón el Iscariote. Detrás del pan, entró en él Satanás» (Jn 13, 26).

    «Se acercó a Jesús… y le besó. Pero Jesús le con­testó: “Amigo, a qué vienes”» (Mt 26, 49–50).

    En la Cena se res­pira un há­lito de mis­terio sa­grado. Cristo está se­reno, pen­sa­tivo, su­friente. Había dicho: «Ardientemente he deseado comer esta Pascua con vo­so­tros, antes de pa­decer» (Lc 22, 15). Y ahora, a media voz, deja es­capar su sen­ti­miento más pro­fundo: «En verdad, en verdad os digo: uno de vo­so­tros me va a en­tregar» (Jn 13, 21).

    Judas se siente mal, su am­bi­ción ha cam­biado, a precio de trai­ción, al Dios del Amor por el ídolo del di­nero. Jesús lo mira y él desvía la mi­rada. Le llama la aten­ción ofre­cién­dole pan con salsa. Y le dice: «Lo que vas a hacer, hazlo pronto» (Jn 13, 27). El co­razón de Judas se había es­tre­chado y se fue a contar su di­nero, para des­pués en­tregar a Jesús con un beso. Y Cristo, al sentir el frío del beso traidor, no se lo re­procha, le dice: Amigo. Si estás sin­tiendo en tu carne el frío de la trai­ción, o el te­rrible su­fri­miento pro­vo­cado por la di­vi­sión entre her­manos y la lucha fra­tri­cida, ¡acude a Jesús!, que, en el beso de Judas, hizo suyas las do­lo­rosas traiciones.


    Tercera Estación

    Negación de Pedro



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    «¿Con que darás tu vida por mí? En verdad en verdad te digo: no can­tará el gallo antes que me hayas ne­gado tres veces» (Jn13, 37).

    «Y sa­liendo afuera, lloró amar­ga­mente» (Lc 22, 62).

    Un cris­tiano tiene que ser un va­liente. Y ser va­liente no es no tener miedos, sino saber vencerlos.

    El cris­tiano va­liente no se es­conde por ver­güenza de ma­ni­festar en pú­blico su fe. Jesús avisó a Pedro: «Satanás os ha re­cla­mado para cri­baros como trigo. Pero yo he pe­dido por ti» (Lc 22, 31). «Te digo, Pedro, que no can­tará hoy el gallo antes de que tres veces hayas ne­gado co­no­cerme» (Lc 22, 34). Y el apóstol, por temor a unos criados, lo negó di­ciendo: «No lo co­nozco» (Lc 22, 57). Al pasar Jesús por uno de los pa­tios, lo mira…, él se es­tre­mece re­cor­dando sus pa­la­bras…, y llora con amar­gura su trai­ción. La mi­rada de Dios cambia el co­razón. Pero hay que de­jarse mirar.

    Con la mi­rada de Pedro, el Señor ha puesto sus ojos en los cris­tianos que se aver­güenzan de su fe, que tienen res­petos hu­manos, que les falta va­lentía para de­fender la vida desde su inicio, hasta su tér­mino na­tural, o quieren quedar bien con cri­te­rios no evan­gé­licos. El Señor los mira para que, como Pedro, hagan acopio de valor y sean tes­tigos con­ven­cidos de lo que creen.


    Cuarta Estación

    Jesús, sen­ten­ciado a muerte



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    «Es reo de muerte» (Mt 26, 66).

    «Entonces se lo en­tregó para que lo cru­ci­fi­caran» (Jn 19, 16).

    La mayor in­jus­ticia es con­denar a un inocente in­de­fenso. Y, un día, la maldad juzgó y con­denó a muerte a la Inocencia. ¿Por qué con­de­naron a Jesús? Porque Jesús hizo suyo todo el dolor del mundo. Al en­car­narse, asume nuestra hu­ma­nidad y, con ella, las he­ridas del pe­cado. Cargó con los crí­menes de ellos (Is 53, 11), para cu­rarnos por el sa­cri­ficio de la Cruz. Como un hombre de do­lores, acos­tum­brado a su­fri­mientos (Is 53, 3), ex­puso su vida a la muerte (Is 53, 12).

    Lo que más im­pre­siona es el si­lencio de Jesús. No se dis­culpa, es el cor­dero de Dios que quita el pe­cado del mundo (Jn 1, 29), fue azo­tado, ma­cha­cado, sa­cri­fi­cado. Enmudecía y no abría la boca (Is 53, 7).

    En el si­lencio de Dios, están pre­sentes todas las víc­timas inocentes de las gue­rras que arrasan los pue­blos y siem­bran odios di­fí­ciles de curar. Jesús calla en el co­razón de mu­chas per­sonas que, en si­lencio, es­peran la sal­va­ción de Dios.


    Quinta Estación

    Jesús carga con su cruz



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    «Terminada la burla, le qui­taron la púr­pura y le pu­sieron su ropa. Y lo sa­caron para cru­ci­fi­carlo» (Mc 15, 20).

    «Y, car­gando Él mismo con la cruz, salió al sitio lla­mado “de la ca­la­vera”» (Jn 19, 17).

    Cruz no sólo sig­ni­fica ma­dero. Cruz es todo lo que di­fi­culta la vida. Entre las cruces, la más pro­funda y do­lo­rosa está arrai­gada en el in­te­rior del hombre. Es el pe­cado que en­du­rece el co­razón y per­vierte las re­la­ciones hu­manas. «Porque del co­razón salen pen­sa­mientos per­versos, ho­mi­cidas, adul­te­rios for­ni­ca­ciones, robos, di­fa­ma­ciones, blas­fe­mias» (Mt 15, 19). La cruz que ha car­gado Jesús sobre sus hom­bros para morir en ella, es la de todos los pe­cados de la Humanidad en­tera. También los míos. Él llevo nues­tros pe­cados en su cuerpo (1Pe 2, 24). Jesús muere para re­con­ci­liar a los hom­bres con Dios. Por eso hace a la cruz re­den­tora. Pero la cruz por sí sola, no nos salva. Nos salva el Crucificado.

    Cristo hizo suyo el can­sancio, el ago­ta­miento y la des­es­pe­ranza de los que no en­cuen­tran tra­bajo, así como de los in­mi­grantes que re­ciben ofertas la­bo­rales in­dignas o in­hu­manas, que pa­decen ac­ti­tudes ra­cistas o mueren en el em­peño por con­se­guir una vida más justa y digna.


    Sexta Estación

    Jesús cae bajo el peso de la cruz



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    Triturado por nues­tros crí­menes (Is 53, 5).

    Jesús cayó bajo el peso de la cruz va­rias veces en el ca­mino del Calvario (Tradición de la Iglesia de Jerusalén).

    La Sagrada Escritura no hace re­fe­rencia a las caídas de Jesús, pero es ló­gico que per­diera el equi­li­brio mu­chas veces. La pér­dida de sangre por el des­ga­rra­miento de la piel en los azotes, los do­lores mus­cu­lares in­so­por­ta­bles, la tor­tura de la co­rona de es­pinas, el peso del ma­dero…, ¡no hay pa­la­bras para des­cribir el dolor que Cristo debió ex­pe­ri­mentar! Todos, al­guna vez, hemos tro­pe­zado y caído al suelo. ¡Con qué ra­pidez nos le­van­tamos para no hacer el ri­dículo! Contempla a Jesús en el suelo y todos a su al­re­dedor riendo con sorna y dán­dole algún que otro pun­tapié para que se le­van­tara. ¡Qué ri­dículo, qué hu­mi­lla­ción, Dios mío! Dice el salmo: «Pero yo soy un gu­sano, no un hombre, ver­güenza de la gente, des­precio del pueblo; al verme se burlan de mí, hacen vi­sajes, me­nean la ca­beza» (Sal.22, 7–8). Jesús sufre con todos los que tro­piezan en la vida y caen sin fuerzas víc­timas del al­cohol, las drogas y otros vi­cios que les hacen es­clavos, para que, apo­yados en Él, y en quienes los so­co­rren, se levanten.


    Séptima Estación

    El Cirineo ayuda a llevar la cruz



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    «Mientras lo con­du­cían, echaron mano de un cierto Simón de Cirene, que volvía del campo» (Lc 23, 26). «Y lo for­zaron a llevar su cruz» (Mt 27, 32).

    Simón era un agri­cultor que venía de tra­bajar en el campo. Le obli­garon a llevar la cruz de nuestro Señor, no mo­vidos por la com­pa­sión, sino por temor a que se les mu­riese en el ca­mino. Simón se re­siste, pero la im­po­si­ción, por parte de los sol­dados, es ta­jante. Tuvo que aceptar a la fuerza. Al con­tacto con Jesús, va cam­biando la ac­titud de su co­razón y ter­mina com­par­tiendo la si­tua­ción de aquel ajus­ti­ciado des­co­no­cido que, en si­lencio, lleva un peso su­pe­rior a sus dé­biles fuerzas. ¡Qué im­por­tante es para los cris­tianos des­cu­brir lo que pasa a nuestro al­re­dedor, y tomar con­ciencia de las per­sonas que nos necesitan!

    Jesús se ha sen­tido ali­viado gra­cias a la ayuda del Cirineo. Miles de jó­venes mar­gi­nados de la so­ciedad, de toda raza, con­di­ción y credo, en­cuen­tran cada día ci­ri­neos que, en una en­trega ge­ne­rosa, ca­minan con ellos abra­zando su misma cruz.


    Octava Estación

    La Verónica en­juga el rostro de Jesús



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    «Jesús se volvió hacia ellas y les dijo: “Hijas de Jerusalén, no llo­réis por mí, llorad por vo­so­tras y por vues­tros hijos”» (Lc 23, 27–28).

    «El Señor lo guarda y lo con­serva en vida, para que sea di­choso en la tierra, y no lo en­trega a la saña de sus enemigos» (Sal 41, 3).

    Le se­guía una mul­titud del pueblo y un grupo de mu­jeres que se gol­peaban el pecho y se la­men­taban llo­rando. Jesús se volvió y les dijo: «No llo­réis por mí, llorad por vo­so­tras y por vues­tros hijos». Llorad, no con llanto de tris­teza que en­du­rece el co­razón y lo pre­dis­pone a pro­ducir nuevos crí­menes… Llorad con llanto suave de sú­plica, pi­diendo al cielo mi­se­ri­cordia y perdón. Una de las mu­jeres, con­mo­vida al ver el rostro del Señor lleno de sangre, tierra y sa­li­vazos, sorteó va­lien­te­mente a los sol­dados y llegó hasta Él. Se quitó el pa­ñuelo y le limpió la cara sua­ve­mente. Un sol­dado la apartó con vio­lencia, pero, al mirar el pa­ñuelo, vio que lle­vaba plas­mado el rostro en­san­gren­tado y do­liente de Cristo.

    Jesús se com­pa­dece de las mu­jeres de Jerusalén, y en el paño de la Verónica deja plas­mado su rostro, que evoca el de tantos hom­bres que han sido des­fi­gu­rados por re­gí­menes ateos que des­truyen a la per­sona y la privan de su dignidad.


    Novena Estación

    Jesús es des­po­jado de sus vestiduras



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    «Lo cru­ci­fican y se re­parten sus ropas, echán­dolas a suerte» (Mc 15, 24).

    «De la planta del pie a la ca­beza no queda parte ilesa» (Is 1, 6).

    Mientras pre­paran los clavos y las cuerdas para cru­ci­fi­carlo, Jesús per­ma­nece de pie. Un des­pia­dado sol­dado se acerca y, ti­rán­dole de la tú­nica, se la quita. Las he­ridas co­men­zaron a san­grar de nuevo cau­sán­dole un te­rrible dolor. Después se re­par­tieron los ves­tidos. Jesús queda des­nudo ante la plebe. Le han des­po­jado de todo y le hacen ob­jeto de burla. No hay mayor hu­mi­lla­ción, ni mayor desprecio.

    Los ves­tidos no sólo cu­bren el cuerpo, sino tam­bién el in­te­rior de la per­sona, su in­ti­midad, su dig­nidad. Jesús pasó por este bo­chorno porque quiso cargar con todos los pe­cados contra la in­te­gridad y la pu­reza, y murió para quitar los pe­cados de todos (Hb 9, 28).

    Jesús pa­dece con los su­fri­mientos de las víc­timas de ge­no­ci­dios hu­manos, donde el hombre se en­saña con brutal vio­lencia, en las vio­la­ciones y abusos se­xuales, en los crí­menes contra niños y adultos. ¡Cuántas per­sonas des­nu­dadas de su dig­nidad, de su inocencia, de su con­fianza en el hombre!


    Décima Estación

    Jesús es cla­vado en la cruz



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    Y cuando lle­garon al lugar lla­mado «La Calavera», lo cru­ci­fi­caron allí, a Él y a los mal­he­chores, uno a la de­recha y otro a la iz­quierda (Lc 23, 33).

    Habían con­du­cido a Jesús hasta el Gólgota. No iba solo, lo acom­pa­ñaban dos la­drones que tam­bién se­rían cru­ci­fi­cados. Lo cru­ci­fi­caron; y, con Él, a otros dos, uno a cada lado, y en medio, Jesús (Jn 19, 18). ¡Qué imagen tan sim­bó­lica! El Cordero que quita el pe­cado del mundo se hace pe­cado y paga por los demás. El gran pe­cado del mundo es la men­tira de Satanás, y a Jesús lo con­denan por de­clarar la Verdad: su ser Hijo de Dios. La verdad es el ar­gu­mento para jus­ti­ficar la cru­ci­fi­xión. Es im­po­sible des­cribir lo que pa­deció fí­si­ca­mente el cuerpo de Cristo col­gando de la cruz, lo que su­frió mo­ral­mente al verse des­nudo cru­ci­fi­cado entre dos mal­he­chores y sen­ti­men­tal­mente, al en­con­trarse aban­do­nado de los suyos.

    Jesús en la cruz acoge el su­fri­miento de todos los que viven cla­vados a si­tua­ciones do­lo­rosas, como tantos pa­dres y ma­dres de fa­milia, y tantos jó­venes, que, por falta de tra­bajo, viven en la pre­ca­riedad, en la po­breza y la des­es­pe­ranza, sin los re­cursos ne­ce­sa­rios para sacar ade­lante a sus fa­mi­lias y llevar una vida digna.


    Undécima Estación

    Jesús muere en la cruz



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    «Jesús, cla­mando con voz po­tente, dijo: “Padre, a tus manos en­co­miendo mi es­pí­ritu”. Y, dicho esto, ex­piró» (Lc 23, 46).

    «Pero al llegar a Jesús, viendo que ya había muerto, no le que­braron las piernas» (Jn 19, 33).

    Era sá­bado, el día de la pre­pa­ra­ción para la fiesta de la Pascua. Pilatos au­to­rizó que les que­braran las piernas para ace­le­rarles la muerte y no que­daran col­gados du­rante la fiesta. Jesús ya había muerto, y un sol­dado, para ase­gu­rarse, le tras­pasó el co­razón con una lanza. Así se cum­plieron las Escrituras: No le que­brarán ni un hueso.

    El sol se os­cu­reció y el velo del Templo se rasgó por la mitad. Tembló la tierra… Es mo­mento sa­grado de con­tem­pla­ción. Es mo­mento de ado­ra­ción, de si­tuarse frente al cuerpo de nuestro Redentor: sin vida, ma­cha­cado, tri­tu­rado, col­gado…, pa­gando el precio de nues­tras mal­dades, de mis maldades…

    Señor, pequé, ¡ten mi­se­ri­cordia de mí, pe­cador! Amén.

    Jesús muere por mí. Jesús me al­canza la mi­se­ri­cordia del Padre. Jesús paga todo lo que yo debía. ¿Qué hago yo por Él?

    Ante el drama de tantas per­sonas cru­ci­fi­cadas por di­fe­rentes dis­ca­pa­ci­dades, ¿lucho por ex­tender y pro­clamar la dig­nidad de la per­sona y el Evangelio de la vida?


    Duodécima Estación

    El des­cen­di­miento de la cruz



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    «Pilatos mandó que se lo en­tre­garan» (Mt 27, 57).

    «José, to­mando el cuerpo de Jesús, lo en­volvió en una sá­bana limpia» (Mt 27, 59).

    Cristo ha muerto y hay que ba­jarlo de la cruz. Acerquémonos a la Virgen y com­par­tamos su dolor. ¡Qué pa­saría por su mente! «¿Quién me lo ba­jará? ¿Dónde lo co­lo­caré?» Y re­pe­tiría de nuevo como en Nazaret: «¡Hágase!» Pero ahora está más unida a la en­trega in­con­di­cional de su Hijo: «Todo está con­su­mado». Entonces apa­re­cieron José de Arimatea y Nicodemo, que, aunque per­te­ne­cientes al Sanedrín, no ha­bían te­nido parte en la muerte del Señor. Son ellos quienes piden a Pilatos el cuerpo del Maestro para co­lo­carlo en un se­pulcro nuevo, de su pro­piedad, que es­taba cerca del Calvario.

    Cristo ha fra­ca­sado, ha­ciendo suyos todos los fra­casos de la Humanidad. El Hijo del hombre ha sido eli­mi­nado y ha com­par­tido la suerte de los que, por dis­tintas ra­zones, han sido con­si­de­rados la es­coria de la Humanidad, porque no saben, no pueden, no valen. Son, entre otros, las víc­timas del sida, que, con las llagas de su cruz, es­peran que al­guien se ocupe de ellos.


    Decimotercera Estación

    Jesús en brazos de su madre



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    «Una es­pada te tras­pa­sará el alma» (Lc 2, 34).

    «Ved si hay dolor como el dolor que me ator­menta» (Lam 2, 12).

    Aunque todos somos cul­pa­bles de la muerte de Jesús, en estos mo­mentos tan do­lo­rosos la Virgen ne­ce­sita nuestro amor y cer­canía. Nuestra con­ciencia de pe­ca­dores arre­pen­tidos le ser­virá de consuelo.

    Con ac­titud fi­lial, si­tué­monos a su lado, y apren­damos a re­cibir a Jesús con la ter­nura y amor con que ella re­cibió en sus brazos al cuerpo des­tro­zado y sin vida de su Hijo. «¿Hay dolor se­me­jante a mi dolor?»

    Y, mien­tras pre­pa­raban el cuerpo del Señor según se acos­tumbra a en­te­rrar entre los ju­díos (Jn 19, 40) para darle se­pul­tura, María, ado­rando el Misterio que había guar­dado en su co­razón sin en­ten­derlo, re­pe­tiría con­mo­vida con el profeta:

    «Pueblo mío, ¿qué te he hecho?, ¿en qué te he mo­les­tado? ¡Respóndeme!» (Mq 6, 3).

    Al con­tem­plar el dolor de la Virgen, ha­cemos me­moria del dolor y la so­ledad de tantos pa­dres y ma­dres que han per­dido a sus hijos por el hambre, mien­tras so­cie­dades opu­lentas, en­gu­llidas por el dragón del con­su­mismo, de la per­ver­sión ma­te­ria­lista, se hunden en el nihi­lismo de la va­ciedad de su vida.


    Decimocuarta Estación

    Jesús es co­lo­cado en el sepulcro



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    «Y como para los ju­díos era el día de la Preparación, y el se­pulcro es­taba cerca, pu­sieron allí a Jesús» (Jn 19, 42).

    «José de Arimatea rodó una piedra grande a la en­trada del se­pulcro y se marchó» (Mt 27, 60).

    Por la pro­xi­midad de la fiesta, se dieron prisa en pre­parar el cuerpo del Señor para co­lo­carlo en el se­pulcro que ofre­cieron José y Nicodemo. El se­pulcro era nuevo, a nadie se había en­te­rrado en él.

    Una vez co­lo­cado el cuerpo sobre la roca, José hizo rodar la piedra de la puerta, que­dando la en­trada to­tal­mente ce­rrada. Si el grano de trigo no muere…

    Y, des­pués del ruido de la piedra al ce­rrar el ac­ceso al se­pulcro, María, en el si­lencio de su so­ledad, aprieta la es­piga que ya lleva en su co­razón como pri­micia de la Resurrección.

    En esta es­piga re­cor­damos el tra­bajo hu­milde y sa­cri­fi­cado de tantas vidas gas­tadas en una en­trega sa­cri­fi­cada al ser­vicio de Dios y del pró­jimo, de tantas vidas que es­peran ser fe­cundas unién­dose a la muerte de Jesús.

    Recordamos a los buenos sa­ma­ri­tanos, que apa­recen en cual­quier rincón de la tierra para com­partir las con­se­cuen­cias de las fuerzas de la na­tu­ra­leza: te­rre­motos, hu­ra­canes, maremotos…

     
  • Palabras del Papa al finalizar el Via Crucis


    La Dolorosa

    Oración del Papa a la Virgen



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    «Madre y Señora nuestra, que per­ma­ne­ciste firme en la fe, unida a la Pasión de tu Hijo: al con­cluir este Vía Crucis, po­nemos en ti nuestra mi­rada y nuestro co­razón. Aunque no somos dignos, te aco­gemos en nuestra casa, como hizo el apóstol Juan, y te re­ci­bimos como Madre nuestra. Te acom­pa­ñamos en tu so­ledad y te ofre­cemos nuestra com­pañía para se­guir sos­te­niendo el dolor de tantos her­manos nues­tros que com­pletan en su carne lo que falta a la Pasión de Cristo, por su cuerpo, que es la Iglesia. Míralos con amor de madre, en­juga sus lá­grimas, sana sus he­ridas y acre­cienta su es­pe­ranza, para que ex­pe­ri­menten siempre que la Cruz es el ca­mino hacia la gloria, y la Pasión, el pre­ludio de la Resurrección».

    Fuente: al​fa​yo​mega​.es




    Los pasos del Vía Crucis de la JMJ


     







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