La sociedad del sufrimiento
Por: Josep Miró i Ardèvol | Fuente: ForumLibertas
El sufrimiento causa estragos en nuestra sociedad a pesar del estado del bienestar, la medicina gratuita, la pensión de jubilación y el disponer de más conocimientos y renta que ninguna otra generación.
Nadie acepta sufrir, ni tan siquiera ser culpable de nada, pero el estrago crece. Se le diagnostica como crisis de ansiedad, estrés, depresión profunda. Se manifiesta por una baja autoestima, el sentirse superado por las circunstancias.
Aqueja a los jóvenes como nunca, pero ya no hay servicio militar obligatorio, ni mucho menos todavía guerras en perspectiva. Pueden vivir en la escuela hasta los 16 años, lugar donde ha desaparecido todo miedo por la represión y el castigo. Nunca los jóvenes han sido tan aparentemente libres, pero nunca tampoco se han registrado tantos sufridores.
A pesar de una sociedad materialmente benefactora, los casos médicos de lo que llamamos sufrimiento psíquico han experimentado en poco tiempo un extraordinario crecimiento, del 20%, en buena medida a causa de la crisis económica, si bien más de la mitad tienen otro motivo.
Ante la evidencia, nuestra sociedad se medicaliza, se droga o acude a expertos en autoestima, algunos puros charlatanes, otros muchos gente seria. Se aplican terapias psicológicas guiadas por versiones lights de filosofías antiguas, sobre todo estoicas y neoplatónicas.
Pero, la gran pregunta es ¿por qué una sociedad cuya cultura rechaza de una manera tan radical el sufrimiento y la culpa, y quiere vivir al margen de ella, que tiene mucho mejor resuelta la vida que cualquier generación anterior, tiene precisamente en el sufrimientos, es decir la ansiedad, estrés, depresión, uno de sus principales estgragos? Sin responder a esta pregunta no existirá solución, porque sin diagnóstico del mal la cura es un simple simulacro.
En el año 165 el poderoso Imperio Romano fue devastado. Murió entre un 25 y un 30% de su población, incluido su emperador Marco Aurelio. El sufrimiento fue horrible y su causa, una epidemia de viruela. En el 251, sin tiempo para la recuperación demográfica, se propagó otra segunda epidemia probablemente de sarampión y tan exterminadora como la anterior.
Estas catástrofes contribuyeron a la expansión del cristianismo. Esta era al menos la opinión de autores tan destacados como Cipriano de Cartago, Dionisio de Alejandría y Eusebio de Cesarea. Las epidemias encasquillaron la capacidad de explicación del paganismo, y no solo de él, también de la filosofía griega. Se enfangó el discurso y el testimonio. La huída y la ausencia de solidaridad fueron su signo.
Ante el hedor de la muerte o de su anuncio, surgieron los interrogantes vitales. Los sacerdotes paganos no podían aportar nada porque sus dioses no guardaban una relación de amor con el ser humano, sino de intercambio. Ni tan siquiera estaba claro que a ellos les importara demasiado lo que les ocurriera a los humanos. Consecuentes con este relato de indiferencia o incertidumbre, muchos sacerdotes huían de las ciudades junto a los poderosos para evitar el peligro. Y no solo ellos, Galeno, el gran nombre de la medicina antigua, huyó a una villa en Asia Menor.
Los cristianos sí tenían un gran relato avalado por una razón de una fuerza avasalladora: su propio testimonio. La promesa de Jesucristo sobre la vida eterna y la convicción de reunirnos todos en ella, en la paz y alegría de Dios. Un ser supremo infinitamente bueno que nos ama en concreto a cada uno de nosotros. “Padre nuestro que estás en los cielos…” empieza la oración que enseño el propio Jesucristo. Un Dios que te ama como el padre bueno, y una vida, la de aquí, que es sobretodo un tránsito encarnado y vivido con intensidad, pero provisional.
En este marco referencial la adversidad cobra un sentido distinto. Se convierte en la ocasión de hacer el bien, de amar como Dios te ama. El sufrimiento inevitable en algún momento de la vida puede alcanzar un sentido redentor, dejando de ser dañino porque se sublima en una causa más grande.
El cristianismo perseguido y criminalizado triunfó sobre el paganismo y el poder imperial por la vía del convencimiento, porque tenía respuesta a los grandes deseos del ser humano y a los males de este mundo. Convencimiento en que Dios no persigue tu desgracia o es indiferente a ella sino que te llama a alcanzar la plenitud como persona, lo que exige pensar y sentir siempre más allá de ti mismo, trascender. El sufrimiento sin sentido es un encerrarse en uno mismo.
El cristianismo afirma que el hombre solo se realiza y encuentra la felicidad en Dios, y esto exige intentar percibir las cosas de este mundo desde los ojos de Dios, algo imposible por su inefabilidad sin Jesucristo. El se nos muestra en los Evangelios como Dios ve al mundo, y de una manera muy especial en las bienaventuranzas. Un planteamiento extraño al estricto razonar humano. “Bienaventurados los que sufren…” dice la primera, “…porque ellos serán consolados”. Esa es la promesa y la verdad que se propone. Dios es tu consuelo si asumes la confianza en El, condición perfectamente comprensible desde una lógica humana.
El debilitamiento del hecho cristiano en nuestra sociedad, su sustitución por una mezcla de materialismo hiperconsumista, hedonista y narciso, la ha llevado a una situación de gran sensibilidad ante la desgracia y el riesgo. Parece como si existiera latente una idea de seguridad perfecta, un anhelo de felicidad, para la que el mundo liberal o la post izquierda de la ideología de género carecen de respuesta. La situación de nuestra sociedad es todavía más débil que aquella sociedad pagana que se enfrentó por primera vez a los estragos de dos epidemias hasta entonces desconocidas.
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