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Educación del carácter
Centrarse en los demás


Fuente: interrogantes.net



Corresponder

Conocer a los demás

La personalidad y el entorno

Autosuficiencia y consejo

Desconfiados y resentidos

Creer en los demás

El cristalito en el ojo

Personas interesadas en los demás

¿Y a mí qué?



Corresponder

«Mi madre —me decía hace ya tiempo un buen padre de familia— es muy absorbente. Y siento tener que decir que desde que la hemos traído a casa hemos empezado a tener un montón de problemas nuevos.

»Tiene setenta y ocho años y está bastante enferma. Y la enfermedad le afecta ya un poco a la cabeza, y se ha hecho bastante absorbente, como te decía, por no decir que a veces —con perdón— está insoportable.

»A ella le gustaría que estuviéramos todo el día a su lado, y nos controla hasta las horas de llegada a casa por la tarde. No para de opinar de todo, y la verdad es que hay veces en que acaba con mi paciencia.

»Algunas veces pienso que lo mejor sería que estuviera en una residencia, y dejarme de problemas. Pero luego me avergüenzo al recordar todo lo que ella me ha soportado a mí, antes y después de nacer. Y pienso que no puedo menos que corresponder ahora así con ella.»

Se trata de una situación bastante común en muchos hogares. Son circunstancias que a veces se hacen difíciles, pero que hay que asumir serenamente, como una tarea difícil y al tiempo maravillosa, de hacer felices a nuestros padres en esos pocos años que les quedan de vida.

A veces, por su edad o por su enfermedad, ya casi no pueden evitar ser como son. Quieren atención, cuidados y cariño. Y a veces actúan con un egoísmo invasor que hay que saber encauzar, con un modo de ser que quizá nos cansa bastante, y entonces nos vienen a la cabeza pensamientos que luego vemos que no están bien.

Hay que pensar que cuando nosotros teníamos seis meses, o cuatro años, también seríamos muchas veces pesados, desagradables o caprichosos. Y seguro que más de una vez nuestra madre perdió un poco los nervios y se le pasó por la cabeza la idea de que de buena gana nos tiraba por la ventana. Pero, naturalmente, no lo hizo y aquí estamos.

Piensa que hace unos años tus padres te cuidaron a ti. Ahora se han invertido los términos y tienes que cuidarles tú a ellos. Y no olvides que dentro de no muchos años, se volverán a invertir las tornas, y será de ti de quien tendrán que cuidar. Piensa que cuidando a tus padres, o a tus suegros, aparte de cumplir un deber de justicia y de cariño, estás enseñando mucho a tus hijos. Ve preparándote para entonces y actúa ahora como quieres que suceda contigo en el futuro.

He sabido que, en los días de comienzo de vacaciones, o de un puente un poco más largo, hay en los hospitales una avalancha de ingresos de personas de edad avanzada. Y no es porque esos días tengan los abuelos algún motivo especial de enfermedad, sino porque muchas familias quieren deshacerse de sus padres ancianos y pasar así más tranquilos las vacaciones. Me pregunto si en esas familias habrá realmente tranquilidad y alegría en el disfrute de esos días de descanso, después de abandonar así a quienes les dieron la vida.

Esas familias en las que todos los hermanos se desentienden, en las que a todos les es materialmente imposible atender a sus padres ancianos, en las que —en el mejor de los casos— los soportan unos pocos días en cada casa y con cara de disgusto; en esas familias, es fácil que dentro de veinte o treinta años a ellos les espere de sus propios hijos un trato parecido en sus últimos años de vida.

Sin embargo, he conocido, por fortuna, muchas otras familias que han considerado un orgullo hacer felices a sus padres ya ancianos, y que han hecho grandes equilibrios para acogerles gustosos. Eso les ha supuesto tantas veces renunciar a muchas salidas y a mucha aparente felicidad, pero son familias felices y se les puede augurar una vejez feliz, porque sus hijos habrán visto, como una lección práctica, cómo se trata a los propios padres cuando se hacen mayores.



Conocer a los demás

«Hay que elegir un poco los amigos. Se ve enseguida cómo son por la forma que tienen de pasar el rato —decía con convicción Jaime, un despierto estudiante de diecisiete años.

»Encuentras colegas para pasarlo bien, dices bobadas, te ríes, acabas consiguiendo tener una gran habilidad dialéctica y humorística..., pero no logras una amistad seria. Hay mucho coleguismo. Aprendes a bandearte, porque en cuanto te descuidas le dan a uno en las narices.

»Y, desde luego, como sean perezosos, acabas siéndolo tú también. No hay quien aguante que te llamen todos los días para salir cuando estás estudiando.

»Yo tuve a los catorce años unos amigos que fumaban porros y en el recreo te ofrecían. Todavía no sé bien cómo logré quitármelos de encima. Es un tópico eso de que sólo fuman los macarras y los jatos. Es sobre todo la gente bien. Han probado ya todo y necesitan más. Esnifan coca, fuman marihuana o se empastillan en cuanto te quieres dar cuenta. Y en zonas muy corrientes, no en los suburbios.

»Suele ser un problema de su familia. Y de él, que es un imbécil. Lo peor son el chico o la chica con demasiado dinero. Venga, vamos a probar, y ya no lo pueden dejar.

»Lo más triste —seguía diciendo Jaime— es que está muy de moda. Se contagian entre ellos. Si vas con esa gente, caes, porque no se puede resistir estar con ellos y no enviciarse. Fumas porros, si no, no pintas nada allí. Te excluyen del grupo, y si no estás con los amigos, ¿adónde vas? Y si te dicen que todos los sitios son peligrosos pero no te dan soluciones, ¿en qué ocupas el tiempo libre?

»Yo tuve suerte porque encontré otros amigos que hacían mucho deporte, iba a jugar con ellos a sus casas y venían a la mía, me aficioné a la bicicleta, y a leer. Desde luego, si juegas un partido el domingo a las diez de la mañana, o sales de excursión al monte, o con la bici, seguro que no te pasas la noche anterior de juerga.

»Hay que tener amigos con buenas ideas, lo que pasa es que no hay muchos amigos de ésos.»

Escuchando a Jaime me venía a la cabeza aquello de dime con quien andas y te diré quién eres. Sin que nadie se lo explicara, había llegado a comprender la importancia de seleccionar las amistades.

¿Pero eso de seleccionar las amistades no resulta poco natural, no suena a elitismo? Pienso que eso no es elitismo. O mejor dicho, toda persona sensata es elitista si por elitismo entiendes saber rodearse de amigos que no supongan un daño sino un bien mutuo. Y eso no sólo en la amistad, sino también, por ejemplo, a la hora de elegir con acierto marido o mujer.

No es elitismo sino simple sensatez. Piensa un momento con quien vas, a quién admiras, a quien envidias, con quien quieres codearte. Y piensa si son los modelos de persona que realmente quieres para ti. Y piensa si no debes elegir un poco mejor tus amistades.



La personalidad y el entorno

En un reciente congreso de filósofos y pensadores de ámbito internacional se analizaron diversas cuestiones relativas a las corrientes de pensamiento actualmente más en boga. Una de las conclusiones más unánimes se refería a algo que quizá, a primera vista, puede parecer muy simple. Podría resumirse en que el atractivo de la persona individual tiene mucha fuerza, más que las doctrinas y que las ideologías.

Que lo normal es seguir a las personas, más que a las ideas. Y ese natural deseo de emulación, muchas veces casi imperceptible, no es algo que se reduzca a los niños, o al seno de la familia, o a la educación.

Siempre, pero quizá más en tiempos de controversias ante los valores, emerge con fuerza inusitada el hombre concreto, el modelo individual. Más que ideas generales, se buscan modelos humanos vivos, personalidades concretas que sirvan de referencia. Se escriben y se venden infinidad de biografías. Se buscan vidas que, por su categoría humana o espiritual, sean dignas de admirar o imitar. La gente no quiere teorías, busca la elocuencia de las obras.

A la hora de pensar cuáles son los modelos humanos con los que tienen oportunidad de identificarse nuestros hijos, podríamos analizar algunos aspectos interesantes.

Por ejemplo, Chesterton decía que los profesores son las primeras personas adultas distintas de sus propios padres que el niño conoce con cierta continuidad. Y que, por tanto, de ellos es quizá de quienes más aprenda a hacerse adulto. Desde luego, una razón de peso para elegir bien el colegio al que va.

Primero sus maestros, y después sus profesores, tienen un gran protagonismo en su educación. Porque hasta el simple trato humano tiene ya un gran poder formativo o deformativo.

De todas formas, quizá de unos años a esta parte ha aumentado la influencia de otros muchos modelos. Un deportista famoso, una cantante, o el protagonista de una película o de una serie de televisión, pueden producir en los chicos una fuerte tendencia a asumir detalles que consideran atractivos en el carácter de esas personas. Y lo malo es que a veces esos modelos son muy poco positivos.

Quizá de ahí arranque la falta de pautas morales válidas en la vida de algunos jóvenes. Es decisivo que quien está a punto de ser hombre o de ser mujer tenga ante sus ojos modelos atractivos y logrados, de modo que adquieran así criterios de estimación válidos. El entorno es muy importante.

A veces lo notan los padres cuando sienten, con dolor, que parece que a los ojos de sus hijos lo menos importante es lo que dicen sus padres. Es una actitud muy propia del adolescente y contra la que resulta difícil luchar de frente. Quizá de modo indirecto puede hacerse más. Muchas veces no basta con charlar con ellos y procurar hacerles razonar, porque quizá su autosuficiencia adolescente les retrae de hablar confiadamente con sus padres.

¿Qué hacer entonces si los hijos son ya adolescentes? Por tu parte, todo lo que puedas; pero quizá, considerando esto de los modelos y del entorno, procura también que tus hijos tomen contacto con personas que puedan hacerles bien. Por ejemplo, resumiendo lo que hemos tratado, puede ser positivo:


procura elegir bien el colegio y habla con frecuencia con el preceptor o tutor;

haz algo por ir conociendo a sus amigos, para poder así darle de vez en cuando algún buen consejo, delicadamente y respetando su libertad;

procura, siempre que sea posible, que la televisión se vea en casa de modo familiar: una película bien elegida puede ser una espléndida ocasión para provocar una tertulia donde conozcamos el modo de pensar de nuestros hijos y el eco que tiene en ellos lo que han visto;

aplica tu imaginación para que los chicos tomen contacto con ideas y actitudes sensatas;

haz lo posible para que se muevan en un ambiente favorable al buen desarrollo de su personalidad: por ejemplo acudiendo a un club juvenil donde puedan pasarlo bien de forma sana, hacer buenos amigos en un ambiente adecuado y recibir una ayuda en su formación;

evita esos lugares de vacaciones o de fin de semana donde resulta tan fácil verse envuelto en un ambiente de personas con planteamientos inadecuados sobre los modos de divertirse (es sorprendente el porcentaje de alumnos que vuelven irreconocibles a clase después de un verano desafortunado); etc.

Si en las edades clave falla el entorno, de poco sirven los razonamientos teóricos con los hijos. Decía Confucio que no son las malas hierbas las que ahogan la buena semilla, sino la negligencia del campesino. Un colegio equivocado, un lugar de veraneo de bajo nivel moral, o una indigestión habitual de televisión indiscriminada, por ejemplo, pueden echar por tierra muchos esfuerzos hechos en casa por mantener limpias las mentes de los chicos.

Si no se actúa sobre el entorno, puede suceder como en aquel dicho del cadáver en la piscina: "Mientras no se saque el muerto, de poco vale echar cloro."



Autosuficiencia y consejo

Cuentan que en un puente estrecho, de aquellos típicos que se encontraban hace unos siglos como colgados entre las dos orillas de un torrente, se paró en cierta ocasión un mulo, afirmándose con terquedad en el sitio.

Intentaron arrastrarlo por la cabeza, empujarle, e incluso molerle a palos las costillas, pero no había modo de hacerle avanzar. A uno y otro extremo del puente la gente esperaba con impaciencia.

Hasta que llegó uno que parecía entender de mulos, se acercó, agarró al mulo por el rabo y tiró de él hacia atrás. Al sentir que le querían hacer retroceder, el animal salió como una flecha hacia adelante, dejando el paso libre.

Hay personas que son como aquel mulo: el mismo espíritu de contradicción. Parece que están esperando a saber de qué se habla para decir que ellos piensan lo contrario. Su norma principal es decir y hacer lo opuesto a lo que se diga o se haga.

Para educar a esas personas, quizá lo mejor sería contratar los servicios de un experto en testarudos, como ése de la anécdota, para que les diga en cada momento lo contrario de lo que de ellos se quiera conseguir.

Es triste ser tercos como aquel mulo, o tan autosuficientes que nunca sepamos aceptar un consejo. Todos necesitamos la ayuda de alguien que nos ayude y nos comprenda; de alguien, al menos, con quien poder desahogarnos alguna vez. Desahogarse un poco y pedir ayuda a quien nos la puede prestar, es ya un paso importante.

Primero, porque significa que ya nos hemos dado cuenta de que necesitamos esa ayuda.

Después, porque al explicar las cosas a otra persona, suelen adquirir más objetividad y entonces ya las comprendemos mejor. Además, el mero hecho de contarlo produce ya un gran desahogo.

Y por último, porque seguro que nos pueden ayudar mucho con algún buen consejo.

Algunos dicen que quienes piden consejo para todo van como a remolque de los demás, que son gente de poca personalidad. Pero pedir consejo no implica seguirlo siempre, ni descargar en quien nos aconseja la responsabilidad de la decisión. No quita que sigamos siendo los autores y supremos responsables de nuestras vidas. El consejo hay que tomarlo de quien nos merezca confianza, y luego decidir por nuestra cuenta.

Como el niño que aprende a nadar o a montar en bicicleta, poco a poco debe ir soltándose de quien le enseña, para poder aprender. Luego, sin que le estén sujetando, seguirá recibiendo consejos para mejorar su estilo. Pero tan equivocado sería sostenerle indefinidamente como dejarle caer mil veces mientras no logra aprender la técnica del equilibrio.

Es muy duro para cualquiera no tener a nadie que le sepa dar un consejo oportuno en los momentos de dificultad. Les sucede a veces a las personas mayores, y sucede con más frecuencia a los niños: muchos no tienen ningún amigo de su edad ni ningún adulto a quien abrir su corazón, nadie en quien confiar.

Pero más aún sufren aquellos que sí tienen en quien confiar, pero no quieren hacerlo porque son demasiado orgullosos y se empeñan en rumiar pesadamente en soledad lo que seguramente se arreglaría con facilidad en una sencilla conversación de padre a hijo, o de hermanos, o de amigos.

Siempre contribuirá en gran medida a la paz y la alegría en la familia que todos se preocupen por ayudar, pero a veces resultará más importante que aprendamos a dejarnos ayudar, a escuchar esa voz amiga que tiene la lealtad de darnos un buen consejo. Son muchos los que recuerdan con emoción uno de esos encuentros providenciales con un consejo que determinó el cambio de rumbo de una vida.



Desconfiados y resentidos

Muchas personas tienen un profundo convencimiento de que en el mundo todo es egoísmo y mezquino interés.

Y como ellos así lo piensan, les parece que lo normal y lo corriente es que todos los humanos sean también, como ellos, unos egoístas de muchísimo cuidado.

Viven así una vida empobrecida, parece como que miran siempre de reojo. Son desconfiados. Es algo casi enfermizo.

No hace falta insistir en lo negativo de ese planteamiento para la educación del carácter. La educación en la familia debe prender en un clima


de generosidad y de confianza,

de prestar ayuda siempre,

de no llevar cuenta de los favores,

de no pensar en si alguien es merecedor de un servicio,

de no tener en cuenta si nos lo van a devolver o agradecer.

Hay padres y educadores que empujan habitualmente a desconfiar, y cometen con eso un grave error.

Es verdad que tampoco hay que pasarse por el otro extremo, porque pueden efectivamente acabar siendo unos ingenuos y que luego todo el mundo les engañe y nunca espabilen. Es preciso encontrar un equilibrio. Es verdad que ese peligro existe, pero es bastante menor que su contrario, y, además, es más fácil de corregir.

Repasemos algunas ideas para facilitar un clima de confianza en la familia:


Más vale ser engañados alguna vez por los hijos que educarlos en un clima de desconfianza o de control policíaco.

"Yo perdono, pero no olvido", dicen algunos. En muchos casos, eso probablemente no sea perdonar, sino un refinado sucedáneo de resentimiento.

Atención a las listas de agravios que guardan celosamente algunas personas, esclavas de sus viejos rencores. En lugar de dedicarse a vivir, parece que se recrean en recordar lo malo de sus vidas para sufrir doblemente.

Se dice que para quien tiene miedo todo son ruidos. Para el que desconfía, todo son maniobras para aprovecharse de él. Sin embargo, las más de las veces son sólo fruto de su imaginación, y es su miedo lo que les angustia: no han logrado descubrir la maravilla de la confianza, son hombres esquivos y solitarios de espíritu.

Confianza en los demás, para poder perdonar. Y perdonar es ser generoso en conceder oportunidades de enmendarse.

A veces somos rígidos porque estamos inseguros, porque no nos lanzamos a educar en la confianza. Y la confianza es un gran medio de unidad y de educación.

La desconfianza está detrás de los resentidos que, después de recibir una herida, están decididos a no volver a confiar. Detrás de los solitarios, de los desamorados. De los viejos que se esconden desconfiados porque piensan que ya no valen para nada y todos les desprecian. De los enfermos que piensan por sistema que nadie les comprende. De los jóvenes que ven a los mayores como gente que jamás les podrán entender. De los tímidos, que se encierran dentro del propio corazón por miedo a abrirse.



Creer en los demás

Cuenta Anthony Robbins cómo en la escuela tuvo un profesor de oratoria que, un buen día, le dijo que quería verle después de la clase. El chico se preguntaba si habría hecho algo malo.

Sin embargo, cuando hablaron, el profesor le dijo: “Señor Robbins, creo que usted tiene condiciones para ser un buen orador, y quiero invitarle a un certamen de oratoria con otras escuelas”.

Robbins no pensaba que poseyera ninguna capacidad especial como conferenciante, pero su profesor lo decía con tal seguridad que no dudó en creerle y aceptó. Aquella sencilla intervención de aquel profesor cambió la vida de ese chico, que en pocos años llegó a ser uno de los más valorados talentos de la comunicación, con un gran prestigio internacional. Aquel profesor hizo una cosa pequeña, pero logró cambiar la percepción que ese chico tenía de sí mismo.

La imagen que cada uno tiene de sí mismo es en gran parte reflejo de lo que los demás piensan sobre nosotros. O, mejor dicho, la imagen que cada uno tiene de sí mismo es en gran parte reflejo de lo que creemos que los demás piensan sobre nosotros.

No puede olvidarse que esa imagen es una componente real de la propia personalidad, que regula en buena parte el acceso a la propia energía interior, o incluso crea esa energía. Es un fenómeno que puede observarse con claridad, por ejemplo, en los deportes. Los entrenadores saben bien que en determinadas situaciones anímicas, sus atletas rinden menos. Cuando una persona sufre un fracaso, o se encuentra ante un ambiente hostil, es fácil que se encuentre desanimado, desvitalizado, falto de energía. En cambio, cuando un equipo juega ante su afición, y ésta le anima con calor, los jugadores se crecen de una forma sorprendente. También lo experimentan los corredores de fondo, o los ciclistas: pueden estar al límite de su resistencia por el cansancio de una carrera muy larga, pero una aclamación del público al doblar una curva parece ponerles alas en los pies.

Nuestra energía interior no es un valor constante, sino que depende mucho de lo que pensemos sobre nosotros mismos. Si no me considero capaz de hacer algo, me resultará extraordinariamente costoso hacerlo, si es que llego a hacerlo. Hay que pensar que la opción del desánimo tiene también su poder de seducción, y que el derrotismo y el victimismo se presentan para muchas personas como algo realmente sugestivo y tentador.

Y en esto también se puede adquirir hábito. El tono vital optimista o pesimista, el sesgo favorable o desfavorable con el que vemos nuestra realidad personal, también es algo que en gran parte se aprende, algo en lo que cualquier persona puede adquirir un hábito positivo o negativo.

¿Y no es un poco narcisista esto de pensar tanto en la propia imagen? Podría serlo si no se plantean bien las cosas, pero no tiene por qué ser así. El narcisista sufre porque en realidad no se ama a sí mismo, sino sobre todo a su imagen, de la que acaba siendo un auténtico esclavo. En el momento de elegir entre él mismo y su imagen, acaba en la práctica prefiriendo a su imagen, y ésa es la causa de sus angustias: una atención exagerada a su figura y, como consecuencia, una falta de identificación y afianzamiento en sí mismo. Desarrollar la autoestima, es decir, una equilibrada estimación de uno mismo, es algo muy necesario, para lo que es preciso tener una buena percepción de uno mismo. Si uno confunde eso con dejarse esclavizar por su imagen, equivoca el camino; pero si logra crear una imagen positiva de sus propias capacidades, sin duda éstas rendirán mucho más.

Por eso, creer en los demás tiene efectos que muchas veces son sorprendentemente positivos. Todos respondemos conforme a las sinceras expectativas que otros tienen de nosotros. Si probamos durante un tiempo a tratar a alguien con mayor consideración y afecto, a creerle capaz de mejorar su carácter o su rendimiento; si nos esforzamos, en definitiva, por verle con mejores ojos –quizá más inteligente y más capaz de lo que ahora lo vemos–, es bien probable que esa persona acabe siendo mucho mejor de lo que ahora es.

Todos hemos pasado alguna vez por pequeñas crisis, por momentos en los que nos faltaba un poco de fe en nosotros mismos, y quizá entonces encontramos a alguien que creyó en nosotros, que apostó por nosotros, y eso nos hizo crecernos y superar aquella situación. Goethe escribió: trata a un hombre tal como es, y seguirá siendo lo que es; trátalo como puede y debe ser, y se convertirá en lo que puede y debe ser.



El cristalito en el ojo

Uno de los cuentos de Andersen comienza con la historia de un espejo mágico construido por unos duendes perversos. El espejo tenía una curiosa particularidad. Al mirar en él, sólo se veían las cosas malas y desagradables, nunca las buenas. Si se ponía ante el espejo una buena persona, se veía siempre con aspecto antipático. Y si un pensamiento bueno pasaba por la mente de alguien, el espejo reflejaba una risa sarcástica. Pero lo peor es que la gente creía que gracias a aquel maldito espejo podía ver las cosas como en realidad eran.

Un día el espejo se rompió en infinidad de pedazos, pequeños como partículas de polvo invisible, que se extendieron por el mundo entero. Si uno de aquellos minúsculos cristalillos se metía en el ojo de una persona, empezaba a ver todo bajo su aspecto malo. Y eso es lo que sucedió a un chico llamado Kay. Estaba una noche mirando por la ventana y de repente se frotó un párpado. Notó que se le había metido algo. Su amiga Gerda, que estaba con él, intentó limpiarle el ojo, pero no vio nada.

Sin embargo, a partir de entonces Kay ya no era el mismo de siempre. Cambió su carácter. Sus juegos ahora eran distintos. Aparentaban ser muy juiciosos, pero su actitud era siempre crítica, ácida, distante. Veía ridículo todo lo positivo y bueno. Le gustaba resaltar lo malo, poner de relieve los defectos de todo. Y aquel odioso cristal, que tanto había cambiado su modo de ver las cosas, se fue deslizando desde el ojo hasta llegar al corazón, que se enfrió tanto como su mirada y se convirtió en un témpano de hielo. Y entonces ya no le dolía.

El chico acabó recluido en un frío castillo, y allí vivía, persuadido de que era el mejor lugar del mundo. Su amiga lo buscó de un lugar a otro durante un año. Tuvo que superar muchas dificultades hasta que al fin lo encontró. Vio entonces cómo el chico se entretenía coleccionando trocitos de hielo y componiéndolos con diseños muy ingeniosos. Era el gran rompecabezas helado de la inteligencia.

Quizá en la vida ordinaria a bastantes personas les ha pasado algo parecido. En determinado momento, su mirada cambió. Empezaron a ver todo con peores ojos, a fijarse siempre en lo negativo. Fueron seducidos por una dialéctica turbia y peligrosa que les llevaba a asomarse a todos los abismos. Pensaban que con eso superaban una ingenuidad anterior, y les sucedió como a los que miraban en aquel maldito espejo: estaban seguros de que ahora tenían una visión más madura, de que veían las cosas tal como en realidad eran.

Y al cambiar su mirada, cambió también su corazón. Empezaron a ver a las personas por sus defectos en vez de por sus cualidades. Empezaron a ser envidiosos, a pensar mal, a sufrir con los éxitos ajenos, a ser victimistas. Muchos de ellos volcaron esa visión negativa también sobre sí mismos, y eso les llevó a agigantar sus defectos, a infravalorarse y autoempequeñecerse.

Con el tiempo, quizá han advertido que ese proceso les atormenta y les consume, pero les cuesta controlar sus pensamientos. Saben que deberían reconducir esas ideas que se han adueñado de su cabeza, pero hay algo que congela sus recuerdos y emociones, como sucedía a Kay durante su cautiverio en el castillo.

Para superar ese modo negativo de ver las cosas –que en alguna medida nos afecta a todos–, hemos de comprender lo equivocado de ese dolor, lo que hemos sufrido y hecho sufrir inútilmente, lo ingratos e injustos que hemos sido con nuestros pensamientos. Cuando lamentemos de verdad todo eso, cuando dejemos reponerse al corazón y empecemos a ver las cosas con los ojos de antes, volveremos a ver la realidad tal como es.

Quizá el problema es que el corazón está ya un poco frío y apenas nos duele, como le pasaba a Kay. Pero no por eso deja de tener y necesitar arreglo. Es un cambio difícil, pero posible. En el cuento, fueron las lágrimas de Gerda las que se abrieron camino hasta el corazón de su amigo, que también comenzó a llorar, y lo hizo de tal modo que el maldito cristal salió flotando entre sus lágrimas. También a nosotros nos puede ayudar mucho una mano amiga, una persona que supere los obstáculos que sean necesarios hasta hacernos comprender lo triste de nuestra actitud. Porque la vida a veces es dura y difícil, pero lo es sobre todo por ese cúmulo de prejuicios que nos ha entrado por la mirada y ha ido descendiendo hasta el corazón. Y sólo ese llanto del alma nos hará valorar el error y superarlo.



Personas interesadas en los demás

«Así era mi madre —rememoraba la protagonista de El Volumen de la ausencia, esa gran novela de Mercedes Salisachs—. Un camino de renuncias sembrado de querencias que pocas veces manifestaba.

»Su ejemplo era un continuo desafío para mis reacciones egoístas. Un día, exasperada, le pregunté cómo era posible que sintiera amor por todo el mundo. Su respuesta me dejó perpleja. Me contempló, asombrada, como si yo fuera un ser de otro planeta, y me dijo: “Hija mía —y golpeó con suavidad mi frente, como si quisiera despertarme—, ¿de dónde sacas que yo siempre siento eso? El amor verdadero no siempre se siente, se practica.”

»Ella solía decirme: “Actuar es la mejor forma de querer, hija. No es necesario que sientas amor por ellas —recalcaba—; sencillamente, ayúdalas. Verás qué pronto las quieres”.

»Yo le llevaba la contraria, y le hablaba de personas a las que no podía querer, y ella me replicaba: “Cuando sientas odio hacia una persona, acuérdate de su madre, de sus hijos o de cualquier ser que la haya querido como tú quieres a los tuyos. Trata de ponerte en su pellejo e inmediatamente dejarás de odiar.” Me insistía en que no hay posibilidad de amar sin rechazar el egoísmo, sin vivir para los demás, y que una vida sin querer a los demás es peor que un erial en tinieblas.»

El afecto a los demás, con la generosidad y la diligencia que siempre llevan implícitas, son la principal fuente de paz y de satisfacción interior de cualquier persona. En cambio, la dinámica del egoísmo o de la pereza conducen siempre a un callejón sin salida de agobios e insatisfacciones. Por eso las personas con un buen nivel de satisfacción interior suelen tratar a los demás con afabilidad, les resulta fácil comprender las limitaciones y debilidades ajenas, y raramente son duros o inclementes en sus juicios. Pero lo que más les caracteriza es que son personas interesadas en los demás. Y esto es así porque sólo de ese modo el hombre se crece y se enriquece de verdad.

No hay que olvidar, además, que hasta las satisfacciones más materiales necesitan ser compartidas con otros, o al menos ser referidas a otros. Una persona no puede disfrutar de una bonita casa, o de un coche que acaba de comprarse, o de una nueva prenda de ropa, o de su belleza física, o de un título académico, o incluso de una buena cultura, si no tiene a su alrededor personas que le miren con afecto, que se alegren y puedan disfrutarlo a su lado. Si no puede —o no quiere— compartir sus alegrías, antes o después se sumergirá en un profundo sentimiento de tristeza y de frustración, porque tarde o temprano el rostro del egoísmo aparece con toda su fealdad ante aquel que le ha dejado apoderarse de sus sentimientos.

El hombre se enaltece y se plenifica cuando entiende su vida como un servicio a los demás, como una entrega a empeños nobles, que siempre tienen referencia a otros. En cambio, cuando cede a la seducción del egoísmo, es bien fácil que pronto las cosas dejen de tener sentido, que le cansen y le hagan perder pie. El egoísmo lleva, por su propia dinámica, a un modo pueril de entender la felicidad personal, que acaba siempre en el más rotundo de los fracasos.

Servir es lo que más ennoblece a un hombre. A medida que la configuración moral de una persona adquiere la fortaleza y la libertad necesarias para contrapesar la inercia natural del egoísmo, esa persona logrará dotar a su vida de sentido y de interés. El acallamiento de la obsesión por lo propio, de la tiranía los deseos hipertrofiados, de la miseria de todos los corifeos del egoísmo, son modos de erradicar todos esos pequeños motivos de tristeza que pululan en torno al amor propio enfermizo.

Como escribió Martín Descalzo, quien se acostumbró a cerrar su alma y su corazón a cuantos le rodean, siempre termina por tener la una y el otro acartonados, esclerotizados, petrificados. El egoísmo se paga. Y el que nunca amó está condenado a no amar jamás y a no ser querido por nadie.



¿Y a mí qué?

Hace un tiempo leí que la decisión más importante en la vida de una persona, la que más condiciona el resultado global de su existencia, es una decisión que todos acabamos tomando, muchas veces sin darnos demasiada cuenta, y es esta: si centramos nuestra vida en nosotros mismos o en los demás.

Todo nuestro entorno lanza llamadas continuas a despertar nuestra sensibilidad hacia las necesidades de los demás. Hay personas que se acostumbran a hacer oídos sordos a esas llamadas. Otros, en cambio, saben captarlas y reflexionar sobre ellas, y son personas que tienen ojos para descubrir los sufrimientos y las necesidades de los demás. Piensan poco en su propia satisfacción y, curiosamente, son los que luego alcanzan mayores cotas de satisfacción y de felicidad. Saben estar atentos y procuran colmar con la riqueza de su corazón las carencias de quienes les rodean. Y quizá parece que en ellos esa actitud es innata, pero la realidad es que se debe más bien a la educación recibida, y sobre todo al esfuerzo y la entrega personal a lo largo de su vida.

Esta idea me recuerda la historia de un chico de quince años en una pequeña ciudad española. Transcurren las vacaciones navideñas del año 1917. Desde hace unos días nieva sin interrupción y el nuevo año entra con temperaturas glaciales. El termómetro desciende hasta dieciséis grados bajo cero.

Una de esas mañanas sale a la calle y se encuentra con algo que variará el curso de su existencia: las huellas en la nieve de unos pies descalzos. Se paró a examinarlas con curiosidad y observó que aquel rastro correspondía a la pisada desnuda de un fraile carmelita. Se encontró enseguida sumergido en una profunda remoción interior. En su alma se metió una inquietud que ya no le abandonaría nunca. Había en el mundo personas, como aquel hombre, que hacían grandes sacrificios por Dios y por los demás. ¿Y él? ¿No era capaz de hacer nada?

Es probable que bastantes personas pasaran por ese mismo lugar aquella mañana. Unos no repararían en aquellas pisadas, entremezcladas quizá con los rastros de otras personas, carros o bicicletas marcados también sobre la nieve. Otros las verían, y pensaron quizá que era admirable que hubiera personas tan extraordinarias, pero en su interior no surgió ningún pensamiento que les interpelase en su propia vida.

Aquellas pisadas en la nieve hicieron ver a Josemaría Escrivá –así se llamaba aquel adolescente– que Dios le pedía que se complicara la vida, que se comprometiera en una gran tarea en servicio de los demás. Durante toda su vida recordaría con emoción aquel momento.

Toda la realidad que nos rodea es una interpelación constante hacia la reflexión y el compromiso. El mundo a nuestro alrededor está lleno de preguntas que esperan respuestas personales. Pero esas preguntas son como susurros que sólo se oyen cuando hay un cierto grado de madurez personal y de rectitud de vida. El que vive acaparado y seducido por sus propios intereses egoístas no percibe esas preguntas ni esas llamadas, o a lo sumo responde ¿y a mí qué? Y si no percibe las preguntas, es difícil que encuentre respuestas que den un sentido claro a su vida.

Quizá en el mundo hacen falta más personas con actitud de escucha y con sensibilidad, pero sobre todo hacen falta respuestas personales generosas. Si uno no se pregunta para qué está en el mundo, qué es lo que de verdad vale la pena en la vida, nunca llegará a percibir ni formular una respuesta clarificadora. Si uno no se hace esas preguntas nunca encontrará respuestas. Es preciso afinar el oído y preguntarse para qué estamos en este mundo, qué es lo que puede dar verdadero valor a nuestra vida, lo que puede llenar realmente nuestro corazón y otorgarnos una felicidad duradera. Son preguntas que, si se responden con acierto y luego se persevera en el compromiso que suponen, son la condición para llegar a ser uno mismo, para vivir la propia vida y para vivirla con la verdadera libertad.
 

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